miércoles, 17 de febrero de 2021

Domador de leones

Hoy tenía una cita médica y pedí un Uber. Después de subir al carro, el conductor tomó una vía principal y comenzó a hablar. Rompió el hielo con un comentario zonzo, ya no recuerdo sobre qué trataba. Yo sonreí de pura cortesía, pero como llevaba tapabocas mi gesto no sirvió de nada. “Me tocó un hablador”, pensé.

Así fue, pues al instante me preguntó: “¿Y usted a qué se dedica señor Juan?, disculpe le hago la pregunta.” Buena táctica esa, la  de lanzar la pregunta y pedir disculpas, una especie de tirar la piedra y esconder la mano, si me permiten el cliché.

Ese es un tema sobre el que, a veces, me da mucha pereza hablar, y hoy era uno de esos días. Quizás es suficiente con que yo sepa qué es lo que hago, o creo entender qué es lo que hago y no es así, y de ahí la pereza de hablar sobre eso, en fin.

“Soy domador de leones”, le contesté.
“Je, en serio a qué se dedica señor Juan.”
“¿Por qué le cuesta creerlo?”, le pregunté, mientras adoptaba el gesto de un domador que, imagino, es una combinación de seriedad y rabia al mismo tiempo. Para meterme en el papel, me imaginé batiendo el látigo para que los animales me hicieran caso, pero nuevamente mi personificación resultó en vano, otra vez por el tapabocas.

El hombre hizo como si no hubiera escuchado nada y comenzó a hablar sobre él. Me contó que hasta inicios de la pandemia había sido el director ejecutivo de yo no sé qué firma, pero que le cambiaron el tipo de contrato y decidió renunciar. Luego me dijo que tenía más de 20 años de experiencia dirigiendo equipos, y ocupando cargos de alta gerencia, además de amplia experiencia en marketing, luego de haber trabajado en las multinacionales X, Y y Z”. Luego me contó cómo una vez, en una de ellas, trajeron a un alemán que les dijo: “mañana les voy a enseñar como se trabaja en mi país. La enseñanza consistió en que el tipo llegó a las 10 de la mañana, cargando un vaso de tinto gigante en una de sus manos, y no se levantó de su puesto hasta las 4 de la tarde. Cuando terminó su jornada les preguntó cuántas horas habían trabajado de verdad como él, que no abandonó ni un segundo su puesto.

Poco después de terminar la historia del alemán llegamos a mi destino. Le pagué, se despidió y me dijo “Muchas gracias por la conversa”. Le sonreí, pero no se dio cuenta, ya saben por qué, me acomodé el látigo en el cinturón y me bajé del carro.

martes, 16 de febrero de 2021

Crocs

Hace varios años mi hermana me trajo unas pantuflas Crocs de un viaje. imagino que son uno de los primeros modelos que salieron al mercado: grandes, de color café oscuro; parecen los zapatos de un payaso serio.

Siempre andan por ahí en cualquier parte del piso de mi cuarto, pero hay temporadas en las que no encuentro alguna. Una vez, no sé cómo, una de ellas terminó metida detrás de la cama, en el lugar más inesperado de todos y el último en el que se me ocurrió mirar, antes de darla por perdida, e imaginarla en aquel sitio místico de transición, a dónde van a parar todos los objetos que no encontramos pero que sabemos aún se encuentran en la casa.

Solo las utilizo en la mañana, después de levantarme, cuando voy a la cocina a prepararme el desayuno. El resto del día utilizo tenis. Tiendo a pensar que utilizarlas hace caer sobre mí un estado anímico perezoso. Quizás ayer no fui consciente y las utilicé más de lo debido. Por eso toda la mañana sentí sueño y después del almuerzo una pereza infinita, mezclada con tedio hacia todo, actitud que se tradujo en una siesta bien larga.

Hablar sobre pereza me hizo acordar de Carolina, una mujer que estudió conmigo en la universidad que, pienso, es muy probable que tuviera varios pares de Crocs. Ella siempre andaba con sacos de lana abiertos que le quedaban grandes y le daban un aspecto de estar recién levantada. Su forma de hablar potenciaba esa imagen pues era de cadencia lenta y como que le costaba un trabajo inmenso soltar una palabra después de otra, además arrastraba los pies al caminar, como si la existencia le pesara. Sus piernas experimentaban el mismo problema que su discurso.

lunes, 15 de febrero de 2021

Matar al lector

Para el escritor Jacinto Cabezas escribir, aparte de libertad e inspiración, tiene que ver con equivocarse y caer en el error de forma constante. También significa acercarse a la muerte, la suya y la del lector.

Por eso lleva dos vidas, una en la que cuenta todo lo que sus lectores quieren leer —ocurrencias brillantes, historias poco comprometedoras alejadas de los bordes de la existencia, columnas de opinión desabridas; en fin, piezas digitales repletas de palabras clave para que los algoritmos le den el lugar que cree se merece—, y otra, a la que dedica más tiempo, en la que habla sobre sus deseos más básicos, su instinto animal; esas fantasías inconfesables por las que sería lapidado de inmediato y relegado al olvido por viejo loco.

Hace poco Marina Perezagua, una escritora española y amiga suya, dijo que escribir consiste en atreverse a decir la verdad. Esto, en otras palabras, significa contar con la capacidad de transmitir el material crudo, sin necesidad de pensar en su composición o cómo va a ser digerido. Dice que para escribir bien es necesario matar al destinatario, y que paradójicamente sólo así el lector revivirá y nos amará.

Cabezas imagina que ese material crudo son balas de sinceridad que hacen temblar las creencias y magullan puntos de vista enquistados. Por eso pocos escritores se atreven a dispararlas, porque en el fondo lo que buscan es aceptación. Ese instinto gregario es un rasgo fuerte, pues la disidencia tiene un precio alto. Eso también lo mencionó Perezagua: “Desde niños aprendemos a no resaltar de nosotros lo que pensamos que otros no amarán”.

Por eso Cabezas trabaja tanto en sus textos apócrifos, por llamarlos de alguna manera, porque sabe que en ellos está reflejada su esencia, tan diferente a la basura que publica con rigurosidad, día tras día, en sus redes sociales.

“Escribimos para que nos quieran, y nada bueno puede salir como fruto de esa relación mendigante y desigual”. La española no puede tener más la razón.

Cabezas recuerda algo que dejó escrito John Cheever en sus diarios; un escritor crudo y sin tapujos:

“Writing is allied with many splendid things—faith, inquisitiveness, and
ecstasy—and with many bad things—diddling, drawing dirty pictures on
the walls of public toilets, retiring from the ballgame to pick your nose in solitude.”

viernes, 12 de febrero de 2021

Muertos

“Vida hpta. me tomaré un trago por ese tipooooo, en serio estoy triste”

Eso es lo que responde C. a un comentario que una amiga le dejó en Facebook, sobre una noticia de la muerte del pianista de Jazz Chick Corea. Ella le decía, en su comentario, que el músico era el héroe de su papá.

Cuando supe de la muerte del músico pensé: “menos mal que lo vi en un concierto”, pero mi mente me traicionó, pues confundí a Corea con Gonzalo Rubalcaba, de quien conservo una imagen fresca: sus manos, como de gigante, moviéndose por las teclas del piano.

En esta fecha, en 1984, también murió Cortázar. No soy un cortaziano, es decir, un devoto de su obra, y solo he leído Rayuela, una novela que ni me impresionó ni me aburrió.

Pienso en el trago que se va a tomar C. en nombre de Corea, en esos homenajes que le hacemos a los muertos. El otro día, en la misma red social, vi que el tío de un hombre había muerto. Su sobrino publicó un video en el que unos mariachis tocaban una canción, y él cantaba con una botella de trago en la mano, mientras subían el ataúd al coche fúnebre.

Me pregunto, aparte de ayudarnos a sobrellevar la pena, para qué sirven esos homenajes; si los muertos, donde quiera que estén, si es que hay vida después de la muerte, se sentirán bien con ellos o creerán que son una pendejada. No lo sé.

Como me gusta escribir y leer, me propongo hacerle un homenaje a Cortázar. Me voy a leer el capítulo 23 de Rayuela, en el que Oliveira asiste a un concierto de la pianista incomprendida Berthe Trépat.

Como ya saben, no creo en eso de los libros obligatorios, sino en los capítulos obligatorios, y ese, pienso, es uno que todos deberían leer.

jueves, 11 de febrero de 2021

Sillas de parque

La terraza del restaurante da a un parque con una zona de juegos para niños con dos columpios, un pasamanos y un rodadero. Alrededor de esta, sin ningún tipo de orden o simetría —como si un gigante las hubiera espolvoreado—, se encuentran ubicadas varias sillas de parque.

Un hombre que lleva puesto tenis rojos, una camisa del mismo color y jean azul, ocupa una de esas sillas, junto con una mujer de pantalón rosado. Hace poco, el hombre acabó de comer un cono de helado y se volvió a poner el tapabocas; la mujer aún no termina el suyo y le da lengüetazos espaciados, porque no para de hablar ni un segundo. El hombre la mira fijo, pero es imposible saber si le pone atención o anda perdido en sus propios pensamientos, y ruega para que la mujer acabe el helado y puedan volver a la oficina, pues tiene mucho trabajo.

En otra silla una mujer, con el pelo completamente blanco, está sola. Al rato llega un hombre de mediana edad a hacerle compañía, y trae con él dos vasos de helado. Podríamos pensar que es su hijo, aunque bien podría ser su cuidador, incluso su amante. ¿Qué sabemos de las personas con las que nos cruzamos por la calle? La verdad muy poco, escasamente lo que nos deja ver su comportamiento, pero eso siempre lo filtran nuestros prejuicios.

Hace sol, y a ratos unas nubes que andan lento, como cansadas, lo tapan. La viejita manda al hombre a que le consiga algo. Este se pone de pie y se aleja. Al rato vuelve con un vaso plástico que, al parecer, contiene chocolate líquido. Apenas lo ve, la viejita le sonríe, tampoco sabemos si al vaso o al hombre, luego echa un poco de chocolate en su vaso y lo revuelve con una cuchara. Al rato le suena el celular, se pone de pie y se aleja para contestar la llamada. Debe ser su esposo o algún familiar que la imagina recostada en su cama, guardando reposo y viendo telenovelas; un familiar al que nunca se le pasaría por la cabeza que está fuera de la casa, con un hombre y comiendo helado.

La mujer que come el helado despacio por fin lo termina, y ella y su amigo de los tenis rojos, se ponen de pie y abandonan el lugar. Poco después llegan tres amigas y se sientan en la misma banca. Una tiene el pelo negro, la otra teñido de rojo, y la última de morado.

Una nube negra y pesada, como de plomo, tapa el sol por completo y comienza a hacer frío.

miércoles, 10 de febrero de 2021

Misión secreta

Me despierto, me preparo un café y pico algo de comer. Luego me recuesto y me quedo dormido media hora. Los que me vuelven a despertar son agentes secretos que están en el parqueadero del edificio. Deben ser por lo menos dos y llevan equipos de radio para comunicarse. La verdad es que hacen mucho ruido para ser secretos.

“Compañero, compañero; Z1 confirme por favor”, grita uno.

Supongo que pide que le confirmen la posición del objetivo que, claro, soy yo, pues desperté en otra realidad. Eso, o estoy experimentando una especie de síndrome de Capgras, ese en que una persona se despierta, no reconoce su entorno, y cree que alguien ha suplantado a las personas con las que convive.

Me quedo quieto, y escucho el ruido de los radios, pero ni zeta 1, zeta 2 o zeta 3 o la cantidad que sean vuelven a hablar.

Ahora escucho una melodía que sale de un parlante y que no tiene nada que ver con mi captura. Comienza con una flauta o un sintetizador, y mi cabeza da con la letra:

“Como es trigueña tu piel. Tu corazón sonriente.
Como tu boca candente así te quiero mujer”

Luego recuerdo el estribillo que la caracteriza: “Olo le lo lai”.

De pronto la canción es la señal de entrada para que asalten el apartamento, me capturen y me lleven a dónde me tengan que llevar. Al final no pasa nada.

Me levanto, me preparo otro café y luego estoy pendiente toda la mañana a ver si encuentro algo diferente, si doy con alguna señal que me indique que estoy en peligro.

Después del almuerzo salgo a caminar. Cerca a un parque paso por el lado de un hombre que me mira de reojo y luego, para disimular, mira su reflejo en un vidrio de la terraza de un restaurante. No sé que tanto se mira si lleva tapabocas.

Cuando lo voy a pasar de largo freno en seco justo a su lado y le digo que me dejen en paz, que no importa cuántos sean, no me asustan. Está claro que es mentira porque la voz me tiembla al hablar. El hombre me mira con cara de asombro como si no supiera de qué le estoy hablando.

Me alejo del lugar sin perderlo de vista.

martes, 9 de febrero de 2021

Armazón narrativo

Hoy fue un buen día, pues terminé de escribir la novena y última, eso espero, versión de la historia del francotirador.

El primer borrador es muy diferente a la última versión pues al principio la había dividido en tres escenas y la línea de tiempo era de dos semanas, entre misión y misión. Luego, creo que fue en la tercera, decidí narrar una única escena, en la que el francotirador se encuentra en la azotea de un piso en medio de una misión, y comienza a tener dudas sobre su trabajo.

Si hay algo de lo que me siento orgulloso, es de la estructura que logré darle a la historia. Me parece que tiene un armazón fuerte, que sujeta bien cada una de sus partes y las acopla de forma adecuada.

Como la historia comienza justo en la crisis del protagonista, necesité hacer uso de flashbacks para mostrar quién era y qué eventos lo habían llevado a ese momento. Esas reminiscencias, digamos, son muy llamativas al momento de contar, pero pueden ser como un volador sin palo, es decir, algunas pueden tener cara de subtramas y no tener nada que ver con lo que se cuenta.

Además, toca tenerles cuidado, porque si uno les dedica mucho tiempo, se corre el peligro de alejarse demasiado de la trama principal. Esto me recuerda la novela La forma de las ruinas de Juan Gabriel Vásquez. Cuando la leí, me costó mucho la lectura de unas 100 páginas en las que el narrador se va al pasado, mientras yo quería saber qué le estaba ocurriendo o le iba a ocurrir al personaje principal.

Solo quería contarle eso, estimado lector, que me gusta mucho el armazón de mi historia. Ya Puede seguir con su vida.