lunes, 22 de febrero de 2021

Ráfaga de angustia

Después de una corta estadía nos despedíamos de la ciudad. Cuando nos bajamos del tren en el Fuminiccio, uno de los aeropuertos de Roma, empezamos a caminar hacia el counter de la aerolínea en la que viajábamos.

Los parlantes del lugar anunciaban números de vuelo, horas de llegada y salida, destinos, y el ambiente cargaba un aire frenético, como tratando de anunciar que algo estaba a punto de ocurrir.

Luego de caminar unos veinte metros, un hombre pasó corriendo por nuestro lado. Iba muy rápido, pero su prisa no fue lo que me llamó la atención, sino que su carrera, aparte de mostrar lo obvio: afán, estaba cargada de angustia.

El tren del que nos acabábamos de bajar se comenzaba a poner en movimiento, y el hombre, supongo, quería alcanzarlo, ¿para qué? ¿Acaso, después de bajarse, cayó en cuenta de que había olvidado su billetera con todos sus documentos y dinero? ¿Será que no le dijo algo a la persona, una mujer, digamos, que iba con él en el tren, qué sé yo, una promesa de reencuentro, una confesión amorosa, unas palabras de aliento o un consejo? En resumidas cuentas, ¿cómo saber si su vida dependía de esa carrera?

Vamos por ahí, pero no sabemos si aquellos con los que nos cruzamos se están echando un pulso con la vida.

Seguimos caminando y no dejé de preguntarme si el hombre llegaría a tiempo a su destino, si cumplió con lo que debía hacer, o si su carrera no le sirvió para nada.

Cuando llegamos al counter, la mujer que lo atendía nos contó que nuestro vuelo no salía de ahí, sino del Ciampino, el otro aeropuerto de la ciudad. Quedaban 20 minutos para abordar, ya no había carrera que valiera la pena.

viernes, 19 de febrero de 2021

106 años

“Paramédico visita a una mujer de 106 años para ponerle la vacuna”, es el titular de una noticia.

Pienso en esa mujer que lleva más de un siglo en la tierra y me pregunto hasta qué edad será bueno vivir; si no llegará un momento en el que uno se cansa de todo; si con los achaques del cuerpo, que se va desbaratando rigurosamente, la idea de morir a uno ya no le parece tan mala, y se contempla, incluso, con algo de ilusión.

El escritor húngaro Sándor Márai, por ejemplo, se pegó un disparo en la cabeza cuando estaba a punto de cumplir 89 años. Leo un artículo que dice que Márai tomó esa decisión debido a su desmoronamiento físico y emocional; eso anotaba en sus diarios: “Cansancio, languidez, fragilidad. Como cuando las pilas se agotan y la linterna sólo parpadea”. Lo abatía el hecho de estar a punto de quedarse ciego, tenía glaucoma, y saber que cuando eso ocurriera no podría leer más.

En “Son quince minutos, dejas de respirar y fuera”, una crónica, Juan José Millás cuenta cómo Carlos, un viejo, decide quitarse la vida. En la última década había sufrido dos infartos graves del miocardio, que lo habían dejado con insuficiencia cardiaca, taquicardia y arritmia.

Como era guía turístico, las agencias de viaje no habían querido volver a darle trabajo. Luego le apareció una hernia, junto con una complicación en la columna que era inoperable, porque había riesgo de que quedara paralítico.

Carlos cuenta que ya no le quedaban energías para nada, que no podía caminar más de 10 minutos sin cansarse, y que lo mismo le ocurría al estar de pie. Por eso contactó a la organización Dignitas de Suiza para morir dignamente, porque un suicidio: pegarse un tiro o tirarse de un edificio, no iba con su personalidad: “Soy una persona pacífica,…no me gusta la violencia ni las cosas desagradables”, le contó al escritor español.

Al día siguiente de su encuentro con Millás, luego de desayunar y hacer una vuelta bancaria, Carlos echó unas pastillas trituradas en un vaso, las mezcló con un yogur de fresa, y se tomó ese último “coctel”.

“I hope I die before I get old” canta Roger Daltrey, que ya tiene 76 años, en la cancion My generation de The Who, ¿tendrá la razón?

jueves, 18 de febrero de 2021

Fotos

Soy malo, malísimo para interactuar en redes sociales, es decir, me cuesta un montón comentar algo que publicó un desconocido. En cambio, soy bueno para chismosear los perfiles de personas que nunca conoceré y que, quizá, viven en otro continente a miles de kilómetros de distancia.

Sufro episodios de hacer Scroll down, como si estuviera desquiciado y quisiera llegar a la primera publicación que se hizo en una red social, aquella que inició la avalancha de información a la que estamos expuestos, pero en algún momento me detengo, pues nunca alcanzo ese big bang digital, o lo que veo me aburre, porque me parece repetido.

Me agradan las fotos de atardeceres con un cielo de colores que nunca he visto. Publicaciones de personas que, al parecer, se han dedicado a viajar en estos tiempos pandémicos. Hay otros que no viajan, pero que toman el mismo tipo de fotos desde las terrazas de sus apartamentos, o desde ventanales inmensos con una vista panorámica de la ciudad.

Me gustaría ser uno de los que toma ese tipo de fotos, pero me desanimo cuando miro por mi ventana, de un tercer piso, y lo único que veo son dos parqueaderos.

También tengo cierta fascinación con las fotos de apartamentos que están en venta, sobre todo los que superan los 1000 millones de pesos, pues realmente hay unos increíbles. Repaso todas las fotos y me imagino viviendo en ellos, paseándome de una habitación a otra en bata, con una bebida en la mano, o tomándome un coctel en un jacuzzi repleto de espuma.

Me dan ganas de darles «me gusta», pero también soy malo para dar likes y corazones y todas esas muestras amorfas de afecto virtual . Siempre me siento tentado a escribir algo, cualquier estupidez: “Está muy bonito, si tuviera el dinero me lo compraría”, pero al final no escribo nada porque, como ya les conté, soy malo para interactuar en redes sociales.

miércoles, 17 de febrero de 2021

Domador de leones

Hoy tenía una cita médica y pedí un Uber. Después de subir al carro, el conductor tomó una vía principal y comenzó a hablar. Rompió el hielo con un comentario zonzo, ya no recuerdo sobre qué trataba. Yo sonreí de pura cortesía, pero como llevaba tapabocas mi gesto no sirvió de nada. “Me tocó un hablador”, pensé.

Así fue, pues al instante me preguntó: “¿Y usted a qué se dedica señor Juan?, disculpe le hago la pregunta.” Buena táctica esa, la  de lanzar la pregunta y pedir disculpas, una especie de tirar la piedra y esconder la mano, si me permiten el cliché.

Ese es un tema sobre el que, a veces, me da mucha pereza hablar, y hoy era uno de esos días. Quizás es suficiente con que yo sepa qué es lo que hago, o creo entender qué es lo que hago y no es así, y de ahí la pereza de hablar sobre eso, en fin.

“Soy domador de leones”, le contesté.
“Je, en serio a qué se dedica señor Juan.”
“¿Por qué le cuesta creerlo?”, le pregunté, mientras adoptaba el gesto de un domador que, imagino, es una combinación de seriedad y rabia al mismo tiempo. Para meterme en el papel, me imaginé batiendo el látigo para que los animales me hicieran caso, pero nuevamente mi personificación resultó en vano, otra vez por el tapabocas.

El hombre hizo como si no hubiera escuchado nada y comenzó a hablar sobre él. Me contó que hasta inicios de la pandemia había sido el director ejecutivo de yo no sé qué firma, pero que le cambiaron el tipo de contrato y decidió renunciar. Luego me dijo que tenía más de 20 años de experiencia dirigiendo equipos, y ocupando cargos de alta gerencia, además de amplia experiencia en marketing, luego de haber trabajado en las multinacionales X, Y y Z”. Luego me contó cómo una vez, en una de ellas, trajeron a un alemán que les dijo: “mañana les voy a enseñar como se trabaja en mi país. La enseñanza consistió en que el tipo llegó a las 10 de la mañana, cargando un vaso de tinto gigante en una de sus manos, y no se levantó de su puesto hasta las 4 de la tarde. Cuando terminó su jornada les preguntó cuántas horas habían trabajado de verdad como él, que no abandonó ni un segundo su puesto.

Poco después de terminar la historia del alemán llegamos a mi destino. Le pagué, se despidió y me dijo “Muchas gracias por la conversa”. Le sonreí, pero no se dio cuenta, ya saben por qué, me acomodé el látigo en el cinturón y me bajé del carro.

martes, 16 de febrero de 2021

Crocs

Hace varios años mi hermana me trajo unas pantuflas Crocs de un viaje. imagino que son uno de los primeros modelos que salieron al mercado: grandes, de color café oscuro; parecen los zapatos de un payaso serio.

Siempre andan por ahí en cualquier parte del piso de mi cuarto, pero hay temporadas en las que no encuentro alguna. Una vez, no sé cómo, una de ellas terminó metida detrás de la cama, en el lugar más inesperado de todos y el último en el que se me ocurrió mirar, antes de darla por perdida, e imaginarla en aquel sitio místico de transición, a dónde van a parar todos los objetos que no encontramos pero que sabemos aún se encuentran en la casa.

Solo las utilizo en la mañana, después de levantarme, cuando voy a la cocina a prepararme el desayuno. El resto del día utilizo tenis. Tiendo a pensar que utilizarlas hace caer sobre mí un estado anímico perezoso. Quizás ayer no fui consciente y las utilicé más de lo debido. Por eso toda la mañana sentí sueño y después del almuerzo una pereza infinita, mezclada con tedio hacia todo, actitud que se tradujo en una siesta bien larga.

Hablar sobre pereza me hizo acordar de Carolina, una mujer que estudió conmigo en la universidad que, pienso, es muy probable que tuviera varios pares de Crocs. Ella siempre andaba con sacos de lana abiertos que le quedaban grandes y le daban un aspecto de estar recién levantada. Su forma de hablar potenciaba esa imagen pues era de cadencia lenta y como que le costaba un trabajo inmenso soltar una palabra después de otra, además arrastraba los pies al caminar, como si la existencia le pesara. Sus piernas experimentaban el mismo problema que su discurso.

lunes, 15 de febrero de 2021

Matar al lector

Para el escritor Jacinto Cabezas escribir, aparte de libertad e inspiración, tiene que ver con equivocarse y caer en el error de forma constante. También significa acercarse a la muerte, la suya y la del lector.

Por eso lleva dos vidas, una en la que cuenta todo lo que sus lectores quieren leer —ocurrencias brillantes, historias poco comprometedoras alejadas de los bordes de la existencia, columnas de opinión desabridas; en fin, piezas digitales repletas de palabras clave para que los algoritmos le den el lugar que cree se merece—, y otra, a la que dedica más tiempo, en la que habla sobre sus deseos más básicos, su instinto animal; esas fantasías inconfesables por las que sería lapidado de inmediato y relegado al olvido por viejo loco.

Hace poco Marina Perezagua, una escritora española y amiga suya, dijo que escribir consiste en atreverse a decir la verdad. Esto, en otras palabras, significa contar con la capacidad de transmitir el material crudo, sin necesidad de pensar en su composición o cómo va a ser digerido. Dice que para escribir bien es necesario matar al destinatario, y que paradójicamente sólo así el lector revivirá y nos amará.

Cabezas imagina que ese material crudo son balas de sinceridad que hacen temblar las creencias y magullan puntos de vista enquistados. Por eso pocos escritores se atreven a dispararlas, porque en el fondo lo que buscan es aceptación. Ese instinto gregario es un rasgo fuerte, pues la disidencia tiene un precio alto. Eso también lo mencionó Perezagua: “Desde niños aprendemos a no resaltar de nosotros lo que pensamos que otros no amarán”.

Por eso Cabezas trabaja tanto en sus textos apócrifos, por llamarlos de alguna manera, porque sabe que en ellos está reflejada su esencia, tan diferente a la basura que publica con rigurosidad, día tras día, en sus redes sociales.

“Escribimos para que nos quieran, y nada bueno puede salir como fruto de esa relación mendigante y desigual”. La española no puede tener más la razón.

Cabezas recuerda algo que dejó escrito John Cheever en sus diarios; un escritor crudo y sin tapujos:

“Writing is allied with many splendid things—faith, inquisitiveness, and
ecstasy—and with many bad things—diddling, drawing dirty pictures on
the walls of public toilets, retiring from the ballgame to pick your nose in solitude.”

viernes, 12 de febrero de 2021

Muertos

“Vida hpta. me tomaré un trago por ese tipooooo, en serio estoy triste”

Eso es lo que responde C. a un comentario que una amiga le dejó en Facebook, sobre una noticia de la muerte del pianista de Jazz Chick Corea. Ella le decía, en su comentario, que el músico era el héroe de su papá.

Cuando supe de la muerte del músico pensé: “menos mal que lo vi en un concierto”, pero mi mente me traicionó, pues confundí a Corea con Gonzalo Rubalcaba, de quien conservo una imagen fresca: sus manos, como de gigante, moviéndose por las teclas del piano.

En esta fecha, en 1984, también murió Cortázar. No soy un cortaziano, es decir, un devoto de su obra, y solo he leído Rayuela, una novela que ni me impresionó ni me aburrió.

Pienso en el trago que se va a tomar C. en nombre de Corea, en esos homenajes que le hacemos a los muertos. El otro día, en la misma red social, vi que el tío de un hombre había muerto. Su sobrino publicó un video en el que unos mariachis tocaban una canción, y él cantaba con una botella de trago en la mano, mientras subían el ataúd al coche fúnebre.

Me pregunto, aparte de ayudarnos a sobrellevar la pena, para qué sirven esos homenajes; si los muertos, donde quiera que estén, si es que hay vida después de la muerte, se sentirán bien con ellos o creerán que son una pendejada. No lo sé.

Como me gusta escribir y leer, me propongo hacerle un homenaje a Cortázar. Me voy a leer el capítulo 23 de Rayuela, en el que Oliveira asiste a un concierto de la pianista incomprendida Berthe Trépat.

Como ya saben, no creo en eso de los libros obligatorios, sino en los capítulos obligatorios, y ese, pienso, es uno que todos deberían leer.