lunes, 1 de marzo de 2021

Un momento

Me alejo del grupo y me siento en una banca improvisada, ubicada justo en el filo de una ladera, hecha con un tablón de madera y dos pedazos gruesos de tronco que hacen de patas. Estoy en un conjunto de casas de ladrillo y techos de paja. Cada una tiene una chimenea. Imagino como pasaría una tarde dentro de alguna de esas casas, sentado en un sillón reclinable, con una bebida caliente en la mano y con el crepitar de la leña como ruido de fondo.

Al fondo un grupo de árboles —“deben ser pinos”, pienso— bordean el conjunto, y más hacia el fondo alcanzo a ver los techos de las casas del pueblo.

También presencio un concierto de ladridos lejanos, de perros de todos los tamaños. Imagino que son fieros o intentan aparentarlo, pues en realidad son perezosos. Ocasionalmente un gallo despistado, son las 11 de la mañana, cacarea fuerte como si fueran las cinco.

No hace ni calor ni frío. Podría decir que hace un clima perfecto, y lo acompaña una brisa refrescante.

A ratos escucho el zumbido de algunos insectos que pasan cerca de mis oídos, pero no me preocupo en espantarlos; los dejo ser, que me piquen si es el caso.

El cielo está encapotado con nubes negras, grises y blancas, y parches de cielo azul color claro. La montaña está repleta de árboles, con unos claros que parecen rocas o arena. También se alcanzan a ver, en la ladera, unas casas pequeñas de paredes blancas y techos verdes.

Los ladridos de los perros se intensifican y ahora parecen de pelea, como si todos estuvieran reunidos en un mismo lugar y un intruso acabara de llegar.

A ratos, por encima de todos los sonidos del ambiente, se alza el ruido de un torno de algún taller, pero dura pocos segundos funcionando.

Justo al borde de la montaña hay una estructura metálica gigante si se compara con el tamaño de las casas del pueblo, parece una fábrica abandonada.

viernes, 26 de febrero de 2021

Gafas

Desde que tengo uso de memoria (que vivan las frases hechas) utilizo gafas. Con el paso de los años mi visión ha empeorado, un hecho que, pienso, es directamente proporcional al grosor del lente que debo utilizar, pues las últimas que he tenido cada vez tiene más el aspecto de un culo de botella.

Nunca he logrado hacer de mis gafas un accesorio de, digamos, moda o elegancia, qué sé yo, que el color del marco combine con la ropa que llevo puesta o algo por el estilo. Para mí solo cumplen con un propósito: ayudarme a ver mejor.

Las que tengo ahora no me gustan para nada. Su marco es plástico —imagino que es otro material, un polímero, como para sonar conocedor de lo que hablo. Las compré de afán, sin preocuparme mucho cómo fueran, y creo que el precio fue un factor determinante, porque compre no las más baratas, pero tampoco las mejores, decisión que se vio afectada por el grosor del lente, pues solo cierto tipo de monturas lo soportaban.

Con el paso del tiempo las patas se han abierto, y como consecuencia de eso han perdido agarre. En ocasiones que me inclino un poco hacia adelante terminan en el piso. La solución para ese problema fue ponerles un cordón, pero es poco funcional y me molesta en la nuca. Puede que usted, estimado lector, piense que soy muy quisquilloso y jodo por todo, espero que no sea así, pero de serlo, ¿qué más da?

Estoy a punto de botar el cordón, pero antes de hacerlo lo destrozaré a punta de tijera para que sufra.

Hace unos días cuando me las iba a poner apenas me desperté, me quedé con una de las patas, la izquierda, en la mano.

Antes ya se habían dañado y las había llevado a una óptica para que las arreglaran, pero ahora el lugar está cerrado, así que decidí ir a la papelería a comprar el pegamento más cerdo que existe en el mundo.

“Buenas tardes necesito un buen pegamento, tiene uhu?”

“El uhu no es tan bueno” —respondió con un aire de suficiencia la mujer que atiende— “ se lo digo por experiencia propia”.
“¿Cuál me recomienda?”
“Llévese este”, me dijo y me mostro un frasco pequeño, de un pegamento transparente, “es el mejor”.

Le hice caso, lo compré y ya en la casa pegué la pata de la gafa a su marco. Más tarde, pasadas unas horas, las intenté cerrar y se despegó de nuevo, así que les eché pegante otra vez pero como si mi vida dependiera de ello. Ahora debo tener cuidado porque quedaron rígidas y no las puedo volver a cerrar.

jueves, 25 de febrero de 2021

La envidia

Jose David Ye cree que hay que tener cuidado con los halagos falsos. El señor Ye piensa que debemos cuidarnos de esas personas que no se cansan de celebrar nuestros triunfos como si fueran de ellos, pues caras vemos, hijos de la chingada no sabemos.

Lo ideal sería no desconfiar de las personas, tratar de ver lo bueno en cualquier intercambio de sentimientos, pero a veces la duda es el mejor escudo, pues es precisamente en esos casos en los que las cosas parecen ser de determinada manera, en los que más hay que rascarse el mentón y dudar. Es posible, espera que no, pero es posible que detrás de esas muestras empalagosas de afecto no exista más que envidia pura y dura.

Piensa que hay que desconfiar de esos seres luminosos que afirman estar en total sintonía con la vida y que dicen que no sienten envidia, pues no le cabe en la cabeza que las personas nunca lleguen a experimentar ese sentimiento.

De la misma manera, cree que hay que tener cautela con aquellos que con una sonrisa zonza dicen: “Que envidia siento”, y al instante, como para rectificar, concluyen: “pero es de la buena”. Gran mentira, pues envidia solo hay una, esa que nos corroe por dentro y hace que nos parezca injusto lo que otros han conseguido.

Ye sabe que no le corresponde decir si la envidia es mala o no. Imagina que es una reacción que traemos por defecto desde el nacimiento, y que es muy difícil no sentirla, ya que no contamos con la inteligencia emocional del Dalai Lama.

Cuando sufre un episodio de envidia, lo primero que Ye hace es no tacharla de buena. Acto seguido se regodea en ella, e intenta experimentarla a fondo sin ningún sentimiento de culpa; trata de verla como un terreno en común que todos hemos pisado alguna vez, y que nos da la oportunidad de vernos reflejados en los otros.

Lo único que le preocupa es que algún día se quede hundido en ella.

miércoles, 24 de febrero de 2021

Sin costo alguno

Me dejo tentar por el gancho del asunto del correo de una entidad bancaria y le doy clic. En la parte superior hay un banner de color morado y sobre él, en letras blancas mayúsculas, se puede leer lo siguiente: ASISTENCIA SIN COSTO. Las dos últimas palabras están subrayadas.

Al copy lo refuerzan las siguientes palabras: “Con tu tarjeta de crédito Accede a las siguientes asistencias que tenemos para ti”. Justo debajo de ellas, aparece un botón que dice “ir al sitio web.”

Al lado izquierdo sale una imagen de una mujer sonriente con pelo negro de color intenso, como de petróleo. Sostiene algo en las manos, no alcanzo a distinguir qué es, pero se le ve muy contenta. Imagino que ya disfrutó de las asistencias de las que habla el anuncio, de ahí su expresión de felicidad.

Miro fijamente la imagen por otro par de segundos, a ver si logro descifrar algo más en su expresión, pero no logro saber qué esconde detrás de esa sonrisa que, imagino, es falsa. Quién sabe cuántas veces le tuvieron que tomar la foto hasta que por fin salió bien, con esa dentadura tan  blanca, tan de mentiras.

No puedo negar que dan ganas de darle clic al botón, para conocer cuáles son esas asistencias sin costo de las que hablan.

Al final no lo hago y borro el correo. La razón para tomar esa decisión fueron las palabras “Sin costo”. Pienso que todo en esta vida tiene un costo, y que toda relación que se establece con alguien lleva uno, independiente de si es comercial o no. Todo cuesta en esta vida, así no haya dinero de por medio.

Si se trata de cobrar, los bancos son los primeros en mirar cómo hacerlo. Espero que mi escepticismo haya funcionado en esta ocasión y no me esté perdiendo de alguna asistencia increíble, qué sé yo, un encuentro privado con Juan José Millás o algo por el estilo

martes, 23 de febrero de 2021

La vida se te va

Hace sol y caminas de manera desinteresada. Saltas de un pensamiento a otro, sin prestarle mucha importancia al que abandonas o aquel en el que caes. Es uno de esos momentos en el que sientes que la vida es ligera. De repente, en la caminata que estás dando la vida cobra sentido y todas sus piezas encajan, no hay nada que le sobre o le falte. Experimentas eso a lo que escuetamente se le llama un buen día.

Te sumerges en esa sensación, pues piensas que lo más posible es que no dure mucho. Es casi seguro que tu cabeza te traicionará en algún momento, y te trasladará a una de esas zonas oscuras repleta de miedos, angustias y malos recuerdos. Si no eres tu el que quiebra el estado de calma, seguro lo hará el mundo con un aguacero inesperado, un tropezón que te estampará contra el pavimento o cualquier otro evento desafortunado

Caminas por la calle cerrada de un conjunto de casas grandes, con patios inmensos. En algunos de ellos ves a niños pequeños y rubios, jugando con pistolas de agua, parece que hacen parte de un comercial de televisión. Todo sigue igual, la vida te sonríe por un momento, y decides tararear una de tus canciones favoritas.

Mientras eso ocurre, miras con plena atención los árboles que tienes a tu derecha, grandes, de copas frondosas y un verde tan intenso como tu sensación de tranquilidad del momento. Acabas de dejar atrás la fachada de una casa que casi ocupaba toda la cuadra, y el patio de la próxima tiene un árbol con flores violetas que alcanza a darle sombra a la acera.

Se te ocurre pegarte a la pared pues quieres oler la fragancia de las flores. Eso es lo que haces cuando por fin alcanzas la casa, e inspiras fuerte para captar ese olor dulce que va a terminar de componer tu alegre escena de vida. Cierras los ojos y respiras profundo, y es justo en ese momento, cuando estás a punto de alcanzar tu nirvana urbano, cuando el perro guardián de la casa te ladra, al tiempo que se abalanza y golpea la reja; quiere destrozarte.

Del susto saltas hacia atrás, y por un segundo la vida se te va. Al siguiente, cuando vuelve a tu cuerpo, piensas: “perro marica”, y continuas tu camino con tu corazón a punto de salirse del pecho.

lunes, 22 de febrero de 2021

Ráfaga de angustia

Después de una corta estadía nos despedíamos de la ciudad. Cuando nos bajamos del tren en el Fuminiccio, uno de los aeropuertos de Roma, empezamos a caminar hacia el counter de la aerolínea en la que viajábamos.

Los parlantes del lugar anunciaban números de vuelo, horas de llegada y salida, destinos, y el ambiente cargaba un aire frenético, como tratando de anunciar que algo estaba a punto de ocurrir.

Luego de caminar unos veinte metros, un hombre pasó corriendo por nuestro lado. Iba muy rápido, pero su prisa no fue lo que me llamó la atención, sino que su carrera, aparte de mostrar lo obvio: afán, estaba cargada de angustia.

El tren del que nos acabábamos de bajar se comenzaba a poner en movimiento, y el hombre, supongo, quería alcanzarlo, ¿para qué? ¿Acaso, después de bajarse, cayó en cuenta de que había olvidado su billetera con todos sus documentos y dinero? ¿Será que no le dijo algo a la persona, una mujer, digamos, que iba con él en el tren, qué sé yo, una promesa de reencuentro, una confesión amorosa, unas palabras de aliento o un consejo? En resumidas cuentas, ¿cómo saber si su vida dependía de esa carrera?

Vamos por ahí, pero no sabemos si aquellos con los que nos cruzamos se están echando un pulso con la vida.

Seguimos caminando y no dejé de preguntarme si el hombre llegaría a tiempo a su destino, si cumplió con lo que debía hacer, o si su carrera no le sirvió para nada.

Cuando llegamos al counter, la mujer que lo atendía nos contó que nuestro vuelo no salía de ahí, sino del Ciampino, el otro aeropuerto de la ciudad. Quedaban 20 minutos para abordar, ya no había carrera que valiera la pena.

viernes, 19 de febrero de 2021

106 años

“Paramédico visita a una mujer de 106 años para ponerle la vacuna”, es el titular de una noticia.

Pienso en esa mujer que lleva más de un siglo en la tierra y me pregunto hasta qué edad será bueno vivir; si no llegará un momento en el que uno se cansa de todo; si con los achaques del cuerpo, que se va desbaratando rigurosamente, la idea de morir a uno ya no le parece tan mala, y se contempla, incluso, con algo de ilusión.

El escritor húngaro Sándor Márai, por ejemplo, se pegó un disparo en la cabeza cuando estaba a punto de cumplir 89 años. Leo un artículo que dice que Márai tomó esa decisión debido a su desmoronamiento físico y emocional; eso anotaba en sus diarios: “Cansancio, languidez, fragilidad. Como cuando las pilas se agotan y la linterna sólo parpadea”. Lo abatía el hecho de estar a punto de quedarse ciego, tenía glaucoma, y saber que cuando eso ocurriera no podría leer más.

En “Son quince minutos, dejas de respirar y fuera”, una crónica, Juan José Millás cuenta cómo Carlos, un viejo, decide quitarse la vida. En la última década había sufrido dos infartos graves del miocardio, que lo habían dejado con insuficiencia cardiaca, taquicardia y arritmia.

Como era guía turístico, las agencias de viaje no habían querido volver a darle trabajo. Luego le apareció una hernia, junto con una complicación en la columna que era inoperable, porque había riesgo de que quedara paralítico.

Carlos cuenta que ya no le quedaban energías para nada, que no podía caminar más de 10 minutos sin cansarse, y que lo mismo le ocurría al estar de pie. Por eso contactó a la organización Dignitas de Suiza para morir dignamente, porque un suicidio: pegarse un tiro o tirarse de un edificio, no iba con su personalidad: “Soy una persona pacífica,…no me gusta la violencia ni las cosas desagradables”, le contó al escritor español.

Al día siguiente de su encuentro con Millás, luego de desayunar y hacer una vuelta bancaria, Carlos echó unas pastillas trituradas en un vaso, las mezcló con un yogur de fresa, y se tomó ese último “coctel”.

“I hope I die before I get old” canta Roger Daltrey, que ya tiene 76 años, en la cancion My generation de The Who, ¿tendrá la razón?