miércoles, 17 de noviembre de 2021

Análoga y digital

Por azares de la vida, acaso de qué otra forma podría ser, termino en un café que no conocía.

Adentro, el mostrador expone tortas con cremas de colores rojo, verde y naranja, entre otros.

Todas se ven apetitosas, pero para ir a la fija me decido por una vieja conocida, la de zanahoria, que lleva una cubierta blanca, queso crema al parecer, y la acompaño con un capuchino.

Me siento en una mesa que está contra una pared.

La mayoría de clientes del local están sentados en la terraza, algo que no entiendo porque la tarde ya es casi noche, hace frio y sopla una fuerte brisa, pero ¿quién soy yo para juzgar los gustos meteorológicos de las personas?

Adentro estamos dos mujeres y yo.

A mí derecha, una mesa de por medio se encuentra una de ellas, llamémosla la digital. Está sentada al lado de una ventana que da a la calle. Teclea de forma frenética en un pequeño portátil y sobre la mesa tiene dos celulares, uno de ellos conectado a un cargador; una cartuchera con estampados de flores y una libreta. Sobre la que reposa un esfero. También hay una tasa desocupada. A ratos fija la mirada en un punto cualquiera de la pared de enfrente como buscando una idea, y cuando esta le llega la descarga con furia en el teclado.

“Me puedes traer, en un ratico, una infusión de frutos rojos”, le dice a una de las meseras cuando pasa cerca de su mesa. Imagino que debe ser una cliente frecuente porque la empleada del lugar parece saber a cuantos minutos equivalen ese “ratico” que menciono la mujer.

En un momento se pone de pie para ir al baño y deja todas sus pertenencias en la mesa. Envidio su tranquilidad.

A lo lejos, cerca a la entrada, se encuentra sentada la análoga que, a diferencia de la primera escribe a mano y con parsimonia en una libreta. Estaa cruzada piernas y mueve la que le cuelga de un lado a otro.

La digital sale del baño y minutos después, luego de sentarse, una pareja de viejitos que carga unas bolsas y unas cajas de cartón, le hacen señas desde fuera del local, para que les de algo de comer. La digital se las responde y les indica que entren.

La pareja le hace caso. Apenas ingresan, la aliada de la tecnología le dice a un mesero que por favor les sirva dos aromáticas y dos Croissants.

Los viejitos descargan lo que llevan en sus manos en el piso y antes de tomar asiento, la mujer le ayuda a su pareja a sentarse. El hombre se desploma en la silla cuando ve que es seguro hacerlo. Luego dan media vuelta y le dan las gracias a la mujer digital.

martes, 16 de noviembre de 2021

La mujer que no sentía las piernas

Ese día, parece que fue hace siglos, una pareja de amigos, novios en ese entonces, se fueron del bar para llevar a Laura a la casa porque ya estaba muy borracha. Yo estaba en las mismas y la estaba pasando bien con ella, pero uno de mis viajes a la barra por una cerveza, coincidió con el momento en que mis amigos decidieron llevársela a la casa.

La busqué por un rato y deambulé de un lado a otro del lugar, hasta que por fin la encontré. Me acerqué para darle un beso, pero resulta que confundí a Laura con su prima,  Esta me dijo algo como: "¡oiga,qué le pasa!" y, creo, se aguantó las ganas de darme una bofetada. En mi defensa puedo decir que eran muy parecidas.

"Estoy muy borracho”, pensé en ese momento y tomé la sabía decisión de abandonar el lugar. Dejé la botella de cerveza, a medio tomar, sobre un muro y emprendí mi huida de aquel sitio.

Pero como todo siempre puede empeorar, en la salida trastabillé y terminé en el piso. Uno de los guardias de seguridad del lugar me ayudó a levantarme y me preguntó si estaba bien. Le dije que sí, pero era mentira porque una pierna me quedó doliendo mucho por el golpe que me acababa de dar.

Salí del lugar cojeando y me senté en un muro a esperar a que el dolor pasara un poco.

Mientras estaba ahí, solo, pensando en Laura y con ideas locas, producto del alcohol, una mujer rubia y flaca también se tropezó en frente de mí. Me puse de pie, la ayudé a pararse y a sentarse en el muro que yo estaba ocupando.

La mujer lloraba desconsolada.

“¿Qué te pasa?”, le pregunte.

“No siento las piernas”, respondió. Era claro que su borrachera era mil veces peor que la mía, que, después del malentendido con la prima de Laura y el porrazo que me había dado, ya había pasado un poco.

“¿Y con quién estás?”

“Con unos amigos, pero ya se fueron”. Valientes amigos, pensé.

Y ahí estaba yo en plena madrugada, recuperándome de un golpe, de mi borrachera y con una extraña que no sentía las piernas.

“¿Qué hacemos?”, le pregunté

“No sé respondió…No siento las piernas”, y otra vez comenzó a llorar desconsolada.

Después de un rato la mujer sacó su celular, pero no lo podía manejar. Se lo pedí prestado y le pregunté que a quién quería llamar”

“A mis papás”, respondió.

Marqué el número de sus padres, y me contestó la mamá, pero como la mujer no estaba en condiciones de hablar, le expliqué que su hija estaba con un extraño, sentada a las afueras de un bar y que, para completar, no sentía sus piernas.

La madre me pidió la dirección del lugar, se la di, y me dijo que ya mismo salían a recogerla.

Para ese momento mi borrachera ya se había extinguido y tenía ganas de irme a mi casa, pero dejar sola a esa mujer me pareció una canallada, así que esperé a que llegaran sus padres, contesté el teléfono cuando le marcaron y la ayudé a caminar hasta el carro.

Nunca me volví a ver con Laura.

lunes, 15 de noviembre de 2021

Tres cosas



A veces, cuando siento que los engranajes de la realidad son ridículos, cuando no le encuentro mucho sentido a la vida, me siento a escribir.

Escribir, pienso, cura esa rabia que a veces siento contra el mundo, contra las redes sociales, contra las personas y sus comportamientos de: mírenme, quiero llamar la atención”.

No entiendo nada y como no entiendo nada, escribo, porque escribir me desenreda, me da perspectiva y me calma. Me desacelera y evita que caiga en estados de superioridad moral, porque esa rabia que a veces siento no es más que eso, creerme mejor que las personas. ¡Que estupidez tan gigante!

Escribir, escribir cura, y mucho.

Otra cosa que también cura —disculpen los eruditos de la lengua que aborrecen el uso de la palabra cosa, pero no se me ocurrió ninguna otra, y quiero terminar este escrito para ponerme a leer (leer también cura) —es vivir en un permanente estado de asombro.

Asombrarse también cura, me refiero a ver el mundo con profundo interés, no dar por echo nunca nada, sino maravillarse por lo que sea. Pensé en esto hoy, un día desordenado en alimentación, cuando a las 5 de la tarde decidí pedir mi almuerzo-comida por una aplicación de celular.

¿No les parece asombroso eso? ¿Pedir comida desde un teléfono móvil? A mí sí, porque pienso cuántas cosas habrán tenido que ocurrir en la historia de la humanidad para poder llegar a ese avance tecnológico, cuántas personas lo dejaron todo por dedicarse de lleno a algo que fue fundamental en la creación de esos aparatos, incluso cuántas personas por X o Y motivo murieron por esa causa que defendían y que fue un eslabón para crear los teléfonos celulares, en fin.

Recuerden: Escribir, asombrarse y leer.

jueves, 11 de noviembre de 2021

Sol de lluvia

Son las 10 de la mañana y espero un Uber. Hace sol, pero también brisa. El clima aplica para colgarse de esa frase hecha: “está haciendo puro sol de lluvia”, que pretende dar a entender que el calor que hace es la antesala de un aguacero en la tarde.

Me pongo a pensar en la frase. Si se analiza un poco se cae por si sola, pues es un sinsentido pensar en un sol de lluvia. Más bien, se me ocurre, sería como un sol de vapor, pues las gotas se evaporarían al escurrirse por su superficie, pero no sé, no sé nada la verdad, o mejor dicho no sé nada a ciencia cierta, y el sol, saber de él me refiero, es pura ciencia, ¿acaso no?

Mientras pienso en eso, saco el celular y la aplicación me dice que el carro está a cinco minutos. Lo guardo en el bolsillo, miro hacia el piso y justo en ese momento una ráfaga de viento eleva por los aires una bolsa de basura negra. Se eleva y comienza a caer describiendo cualquier trayectoria hasta que otra ráfaga de viento la vuelve a elevar.

Quién sabe cuanto tiempo lleva en esas la pobre bolsa. Pobre si suponemos que siente algo. Puede que sí, pero me inclino a pensar que, de ser así, su situación le importa poco, pues no le molesta ser llevada de un lado a otro sin ningún propósito.

“¿En que carajos estoy pensando?”, me pregunto, al tiempo que el carro llega y la bolsa por fin descansa en el suelo, no por voluntad propia, sino porque el viento dejó de soplar, de ser, digamos, a diferencia del sol de lluvia que ahora es más picante.

Una bolsa negra que vaga por los aires sería una buena metáfora para retratar lo impredecible que es la vida, y como nos lleva de un lado a otro, mientras pensamos que tenemos el control de todo, pero que pereza eso, es decir, siempre tratar de adornar lo que se cuenta con figuras narrativas; yo solo les quería hablar del sol de lluvia y de la bolsa negra.

miércoles, 10 de noviembre de 2021

Huevo y martillazos


Me levanto, pongo a hervir un huevo y me meto a bañar. Gasto más tiempo del que necesito en la ducha, porque llegan a mi cabeza todo tipo de pensamientos y fantasías, y les doy más vueltas de las necesarias.

Salgo, me visto, voy de nuevo a la cocina y pongo a preparar el café. Me esmero en que las cantidades de agua y café sean las exactas para que quede con la intensidad que me gusta.

Al huevo todavía le faltan quince minutos, así que me siento en el comedor y me pongo a mirar el celular.

Es ahí cuando comienzan los martillazos. Desde hace un par de días están en obra en un apartamento del piso 8, pero por la intensidad de los martillazos parece que lo estuvieran demoliendo. A veces, acompañó el compás de los golpes con mi mano derecha golpeando la mesa, y juego a inventarme ritmos que mueren, cuando el obrero se detiene de un momento a otro.

Ya pasaron los quince minutos así que me pongo de pie, voy a la cocina, saco el huevo de la olla, y lo sumerjo en agua fría. Después lo pelo y logro desprender la cascara fácil. Ese, creo, es el secreto para pelar un huevo y evitar que quede mordisqueado.

Vuelvo al comedor me siento y le doy un mordisco al huevo en una de sus puntas. No veo la yema por ningún lado, luego  le hecho sal y le doy otro mordisco y nada que aparece, otro más y todo sigue blanco. 

 Me pregunto si me toco un huevo modificado genéticamente en un laboratorio, un capricho para esas personas que, como yo, no son tan fanáticas de la yema. Alguna vez leí que eso estaban haciendo con algunas frutas para que no tuvieran semillas, en fin.

En el siguiente mordisco por fin aparece la yema, ya me estaba asustando. 

Por alguna razón relaciono los martillazos con mis mordiscos al huevo. Se me ocurre pensar que en vez de una remodelación, los obreros intentan obtener algo que está enterrado en las profundidades de ese apartamento.

lunes, 8 de noviembre de 2021

Cusumbo solo

No le veo problema a hacer planes solo. Es más, creo que cada persona debería tenerlos. En mi caso, como ya he escrito antes acá, uno de mis planes solitarios favorito es ir a la Feria del libro.

Puede ser que después vaya con amigos —Sí, hay gente así, que va más de una vez a la misma edición de una feria del libro—, pero esa primera asistencia, creo, tiene algo de ritual.

Me gusta ir en los primeros días de la semana cuando el lugar esta más o menos desocupado y pasearla a mi ritmo; demorarme en cada stand lo que me venga en gana sin tener que seguirle el paso a nadie, hojeando libros como si no hubiera un mañana.

También he tratado de perfeccionar el arte de ir a cine solo, en ocasiones en que no he conseguido con quien ir. Recuerdo que han sido tres películas las que he visto solo: Ted la del oso de peluche con vida, que a todo el mundo le parecía mala, pero eso no evitó mis ganas de verla; Guerra mundial Z y la de la vida de Tolkien. Esta última si tenía claro que quería verla solo, por mi fascinación con ese autor en mis épocas de Colegio.

Si de almorzar solo se trata también lo he hecho muchas veces. Por ejemplo, en el último lugar en el que trabajé, la mayoría de empleados llevaban almuerzo y mi único compañero para ir a comer era el diseñador, pero cuando no coincidíamos por una u otra razón, no me quedaba otra opción que ir a almorzar solo.

También lo hacía, porque si hay algo que detesto es quedarme encerrado en una oficina a esa hora, al igual que hablar de temas de trabajo durante el almuerzo.

Cuando el diseñador renunció llevé el arte de almorzar solo a su máxima expresión.

Cuando eso me pasaba en otra empresa en la que trabaje en el 2007, y luego en otra en el 2013, era algo que me gustaba porque ambos lugares quedaban cerca de librerías.

Recuerdo que en ese entonces, almorzaba lo más rápido posible para tener tiempo de hojear libros antes de volver a la oficina.

jueves, 4 de noviembre de 2021

Viaje en ascensor

La reunión es a las 8:30 a.m. pero en un arrebato de puntualidad llego al edificio a las 8.

Como siempre, como es un lugar del centro de la ciudad que nunca había visitado, me siento desubicado.

Cuando doy con la dirección, me encuentro con un grupo de personas, parecen ser integrantes de un sindicato, que revolotean de un lado a otro, en una especie de plazoleta.

Una mujer se acerca a entregarme un volante y le digo: "no gracias". Sus ojos, por encima del tapabocas parecen preguntar: “¿entonces qué carajos hace acá?”.

Ahora le pongo atención a un hombre que habla fuerte. Dice algo sobre un documento que les quieren cobrar, que antes no era así, y que por eso deben exigir que todo vuelva a ser como antes.

No hay arengas ni nada.

Otra mujer se acerca a darme un volante y vuelvo a decir mi frase cordial de combate: “no gracias”.

A diferencia de la anterior, a esta parece importarle poco mi respuesta, y sale disparada a buscar otra persona a quien entregarle el papelito.

No veo una entrada al edificio por ningún lado. Me acerco a un portero. “¿Por donde ingreso?", le pregunto

“¿a este edificio?" contrapregunta. "Sí", Le respondo.

"Ahh, por el frente", dice como si fuera obvio, y tal vez lo sea, pero para personas con un sentido normal de la orientación.

"¿Por acá?, le pregunto. Sí, responde en un tono cansado, mientras pasea su mirada por el grupo de manifestantes.

Encuentro la entrada al edificio, paso la maleta que llevo por una máquina de, supongo, rayos x y cuando vuelve a aparecer al otro lado, la recojo y me dirijo hacia los ascensores.

Son 6 y oprimo el botón de 1. Mientras lo espero, una mujer muy arreglada llega a la zona de ascensores y me saluda como si fuera un viejo amigo. No entiendo qué le pasa a los trabajadores del edificio, pues con otro par que me he cruzado también me han dado los buenos días; no quiero decir que este mal ni que me moleste, solo que me parece extraño tanta cordialidad urbana, en fin.

La puertas de un ascensor se abren, pero me doy cuenta tarde y justo cuando voy a entrar, me estripan.

Miro a la mujer arreglada con rabia, como si fuera culpa de ella, y a otro hombre que acaba de subirse y que lleva un vaso de café de Juan Valdez en sus manos. Este nos saluda apurado, como si se le hubiera hecho tarde.

Mi reunión es en el piso 3. Me demoro un rato en encontrar el número en el tablero, los hay hasta el 30, y cuando lo veo lo oprimo, pero se apaga al instante.

Repito la operación un par de veces sin éxito alguno. La mujer se baja en el piso 26 y se despide de nosotros. Luego de que las puertas se cierran el ascensor sigue subiendo a toda velocidad.

"¿Cómo hago para llegar al piso 3?”, Le pregunto a mi compañero de viaje de ascensor, el buen hombre con el vaso de café.

"Mmm este no para en ese piso, tendría que devolverse al uno y coger el primero de la derecha.

Le doy las gracias y lo acompaño hasta el piso 29. Luego, cuando llego de nuevo al primer piso, salgo al pasillo de ascensores y veo un letrero que indica para que pisos funciona cada uno. Juro que cuando llegué no estaba.

Tomo otro ascensor, con el que por fin doy con el tercer piso.

Más tarde, en la reunión, la ventana de la sala da a la plazoleta a la que llegué en un principio. Ahora alguien llevó un parlante y suena música protesta: “Solo le pido a Dios,
que el dolor no me sea indiferente. Que la…”