martes, 15 de febrero de 2022

Chivos expiatorios

Me aburren mucho las opiniones, porque se empeñan en señalar verdades.

Además, ya sabemos que la verdad evoluciona y que, como dice Javier Marías, nunca es nítida, sino que siempre es maraña.

Siempre que se me ocurre algo con cara de opinión, intento escribirlo en tercera persona, pues creo que despojándome de la primera tengo más perspectiva sobre cualquier tema y soy menos visceral.

Entonces me invento un personaje, un hombre o una mujer, que canaliza mis pensamientos a veces por los laditos y otras veces de frente.

Podría decirse que actúan como una especie de médiums para transmitir los mensajes del más allá de mis entendederas al más acá de la realidad.

Ahora bien, el otro día leía una novela en la que un personaje, un crítico literario, despotricaba de la obra de un escritor, porque lo acusaba de utilizar sus personajes como chivos expiatorios.

Creo que  una característica de los grandes escritores, es ser capaces de escribir sobre alguien como si lo conocieran desde pequeño, si necesidad de imprimirle sus puntos de vista.

Una vez, en un encuentro con Sara Jaramillo Klinkert, para hablar de su novela donde cantan las ballenas, la escritora habló del master en narrativa que cursó en España y contó cómo le enseñaron a crear crear fichas super detalladas para cada personaje, con la historias de sus vidas.

Isabel Allende cuenta en Paula que cuando escribió teatro, aprendió algunos trucos que le resultaron útiles para sus novelas, como procurar que cada personaje tuviera una biografía completa, un carácter definido y una voz propia.

Hacer eso imagino que funciona para tener claro los motivos por los cuáles reaccionan los personajes, a los diferentes estímulos de la trama de una obra.

viernes, 11 de febrero de 2022

Prender una vela

Primero viene el fogonazo y aparece la llama. Así, imagino, fue el Big-bang, oscuridad total y luego, al instante, luz.

La pequeña llama abrasa y abraza el fosforo con su calor, y lo va consumiendo. Hay que mover la mano con firmeza, en línea recta o diagonalmente, hasta que hace contacto con el pábilo, esa cuerda combustible; el intestino muerto que lleva la vela en sus entrañas.

Cada uno, nosotros y ellos, cuenta con su temperamento y por eso unos se prenden con más ímpetu que otros, en fin, que nos parecemos, ¿acaso no?

Esa condición, pienso, tiene una directa relación con la voluntad de quien sujeta el fósforo. Hay personas temerarias, digamos, que no dan su brazo a torcer y parece que no les importa quemarse la yema de los dedos, mientras que otros al primer indicio de sensación de calor lo sacuden hasta apagarlo, y prenden otro(s) hasta que el conjunto cera-pábilo funciona.

Hay un tercer grupo, aquellos que se aburren rápido y no solo cambian de fosforo sino también de vela, esos que dominan el arte de la prueba y el error.

¿Y luego que viene? Dejar la vela prendida porque se fue la luz, mientras uno se ocupa en cualquier tarea, qué sé yo, picar cebolla y tomate para prepararse unos huevos pericos, mientras nuestra sombra se proyecta en la pared, y la llama de la vela se mueve de un lado a otro como si le hicieran cosquillas.

Es eso, o habrá quienes hacen todo el todo el ritual de prender una vela, con el único fin de sentarse a ver cómo comienza a escurrir lágrimas de cera y se va torciendo, igual que uno, porque la existencia en línea recta no existe.

Incluso en el deterioro hay belleza.

jueves, 10 de febrero de 2022

Huevadas

“A mí no me vengan con huevadas”, piensa Horacio Martínez.

Lo hace sentado en la banca de un parque, mientras observa a un niño de pelo negro y crespo, con un balde y una pala de color rojo en sus manos. que juega en una arenera.

Martínez le da una calada a un cigarrillo que está a punto de consumirse por completo y que sujeta entre su dedo gordo y el índice.

Cuando se va a abstraer por completo, mirando los coches que pasan por la avenida, vuelve a encarrilarse en su tren de pensamiento: “Todos improvisamos, nadie tiene claro nada y quién diga lo contrario está mintiendo.”, concluye respecto a las huevadas.

Ahora parece que el niño intenta construir la torre de un castillo, pero cuando retira sus manos la estructura se derrumba.

“Claro —piensa ahora—, la vida es bien cabrona desde que somos pequeños”.

Tose y el niño voltea a mirarlo. Le sostiene la mirada por un momento, y luego vuelve a la construcción de su castillo que ahora está en ruinas.

Martínez continúa con su arenga interna.

 Imagina que tiene una multitud enfrente que vitorea cada una de sus frases.

“Todos, nadie se salva, como cualquier sistema GPS, nos la pasamos recalculando nuestra ruta, mientras tratamos de entender por qué ocurre lo que nos ocurre”.

Unos creen en eso de la buena y la mala suerte, y que lo que les pasa se debe a la una o la otra; otros se la pasan en busca de señales: el clima, una llamada, un pálpito, en fin, lo que sea, que les indique que deben tomar acción.

Su público imaginario aplaude, y mientras espera a que termine la ovación, Martínez se pone de pie y abandona el parque. Cuando llega al andén continua con su discurso:

“Muy pocos entienden que nada tiene sentido y que solo existen hechos descarnados del significado que nos empeñamos en darles.

Y ahí, metido en su mente, se baja de la tarima. Ya debe entrar al trabajo.

miércoles, 9 de febrero de 2022

Lobotomía

La palabra llega a mi cabeza porque hace parte de la letra de una canción. ¿De qué grupo? No recuerdo. Quizá sea  Guns and Roses. Hay veces que la información de mi cerebro parece estar perfectamente ordenada y el hipocampo, aquella área encargada de generar los recuerdos, actúa a modo de bibliotecario y me los facilita para que los pueda revisar.

Otras veces, como ahora, los archivos están descuadernados y  las fechas,  imágenes, los datos, la información basura y la útil se mezclan hasta conformar una especie de masa compacta, que si se espicha por los lados comienza a desmoronarse.

Que miedo el deterioro del cerebro, en fin.

Imagino que si Hablo de esto, es debido a la hora.

Hace un rato terminé de redactar un texto, y luego de ponerle el punto final, me acordé, aparte de la palabra lobotomía, de que no había escrito para Almojábana.

Después de almuerzo intenté pensar en algún tema y no se me ocurrió nada. Después me eché en la cama para descansar 15 minutos, y luego, cuando encontré fuerzas suficientes para ponerme de pie, me ocupé de inmediato.

Les decía que debe ser la hora, es decir, me imagino que después de las 10 de la noche, el cerebro ya se está enfocado en dormir, y entonces, para tener descanso altera, a su antojo, sus fibras nerviosas.

Por eso dar con un tema sobre el cual escribir cuesta más y uno resulta escribiendo cosas de este estilo.

A la larga, todos los estímulos que recibimos a lo largo del día, los millones de mensajes que quieren alterar nuestra conducta, son una especie de lobotomía digital, que poco a poco nos va machacando el cerebro sin que nos demos cuenta.

martes, 8 de febrero de 2022

Incapacidad para leer

Abandono la lectura de una novela.

Llevaba más de 100 páginas, pero me estaba costando conectarme. Sentí que hablaba sobre muchas cosas, pero que la historia no iba para ningún lado.

Pensé que si le daba más tiempo me iba a enganchar, pero no fue así. Imagino que este momento de vida no es el indicado para leerla y que volveré a su lectura cuando la vida así lo quiera: Romanticismo chimbo de lector, en fin.

La vida es muy corta para leer de forma forzada. Frank Zappa lo dejó claro: So many books so Little time.

De pronto es que el libro no me gusto y ya está. No hay nada malo en eso, así la crítica lo elogie o les guste a millones de personas.

Paso el mal trago de lectura, pero aún siento necesidad de consumir ficción, así que comienzo otra novela de inmediato, pero pasadas unas pocas páginas, no más de 10, me detengo, porque tampoco me convence.

Siento una ligera ansiedad al pensar si no estoy desperdiciando mi tiempo de lectura, mientras en algún lugar se encuentra otra obra que me va a cautivar por completo.

"¿Será el inicio de una temporada de no lectura?”, me pregunto.

Luego Me debato entre leer, mirar el celular o prender el televisor.

Me decido por la primera y escojo La Tentación del Fracaso, los diarios de Julio Ramón Ribeyro.

Leo con calma, sin atragantarme con las palabras, sin afanes, como se debe leer, pienso.

La forma en que narra la cotidianidad, y los análisis que hace de la vida me parecen sinceros, sin ínfulas de intelectual y me tranquilizan.

Pienso que todas las personas los deberían leer, junto con los de Anaïs Nin, otra gran joya del mundo de los diarios.

lunes, 7 de febrero de 2022

Estar rodeado de pájaros

Caigo en un documental sobre la vida de Gabriel García Márquez, en el que entrevistan a varios de sus amigos, o a personas que por una u otra razón lo conocieron, como un peluquero en México o el arquitecto que diseño su estudio y biblioteca.

El programa iba relatando la vida del escritor y lo que le gustaba hacer. Cuenta el arquitecto, que luego se convirtió en un gran amigo, que le gustaba la forma en que Márquez observaba la vida.

Cuando lo contrató, le decía, por ejemplo, que se había pasado todo el día, observando a un obrero que siempre llevaba audífono puestos.

Al principio esos obreros se sentían algo intimidados de verlo revolotear mientras trabajaban, pero después de un tiempo le perdieron el miedo, y comenzaron a llevar libros de él para que se los dedicará a sus amigos y familiares.

Uno de los apartes que más me llamo la atención fue uno que titularon: “Los amigos de antes y los de después”, haciendo referencia a quienes lo conocieron antes de que ganara el premio nobel.

Una mujer canosa salió hablando y decía que ella fue una de las amigas de antes, y cuándo le preguntaron que como recordaba al escritor, sonrío ampliamente y dijo “Decía cosas llenas de alegría, como si estuviera rodeado de pájaros”.

Más adelante la mujer volvió a salir y dijo que una de las novelas que más le había gustado, por lo triste, era El coronel no tiene quien le escriba. “Por lo general me gustan las cosas tristes”, concluyó.

jueves, 3 de febrero de 2022

Entre el suspiró y el deseó

Escribo una historia en inglés a toda máquina, bajo la premisa de desparramar, que buena palabra esa, todas las letras en la pantalla, sin guardarme nada, para luego editarlas. Ese es uno de los consejos que dan para escribir, hacerlo de chorro, hasta vaciarse de palabras. Esta vez le hago caso.

Tiempo después, cuando me pongo a corregir lo que escribí, me encuentro con esta frase

He sihed, as he read sometime, for Allah to communicate with him directly.

No sé que es sihed, ni recuerdo que era lo que quería decir, El corrector de texto me sugiere la palabra sighed, suspiró.

Decido aceptar la sugerencia, aunque debo cambiar la frase para que tenga sentido

“Sí, el personaje—un hombre árabe que está a punto de hacer algo de lo que no está seguro— podría suspirar en ese momento, pues desea comunicarse con Allah”, pienso.

Imagino que hay veces en las que debemos actuar así, es decir, aceptar las sugerencias de la vida como vengan, sin pensarlo dos veces y luego, dependiendo de que tanto nos cambien el rumbo, mirar cómo editar nuestro caminao.

Sigo leyendo el resto del texto y cuando termino, me acuerdo de que la palabra que quería escribir en un principio era wished, deseó

Entonces borro el suspiró y escribo el deseó.

No fue mi caso, pero a veces eso tropiezos lingüísticos funcionan bien cuando se escribe, como le ocurrió a Juan Esteban Constaín mientras escribía El hombre que no fue jueves.  

El autor  en vez de escribir agotados, tecleó ahotados, un adjetivo arcaico que quiere decir osado y atrevido y que encajaba perfecto para lo que quería decir.