miércoles, 23 de febrero de 2022

Borrar como opción

Un ejercicio de escritura creativa consiste en tirar un dado para determinar: personajes, rasgos de personalidad, el escenario y un objeto que debe tener algún protagonismo; de una pieza de máximo 500 palabras.

Me sale un pescador y una cirujana, el centro de la ciudad, uno de ellos reniega de la vida como un loco y el otro debe ser compulsivo. El objeto es un tapabocas.

Comienzo a escribir lo primero que se me ocurre. Hablo primero de un contador, un hombre gruñón que trabaja en una compañía de pesca y que es un pescador aficionado.

Escribo unos párrafos y me parece que están bien, pero hacia la mitad del escrito caigo en cuenta de que ubiqué al personaje en un muelle y no hay rastros del centro de la ciudad por ningún lado.

Busco como cambiar el lugar, insertarlo de alguna forma en el relato, pero cualquier solución lo desbarata por completo.

“¿Qué carajos voy a hacer con la cirujana?, pienso, pues tampoco la he mencionado.

Reniego por un rato, vuelvo a leer lo que escribí y ahora me parece pésimo, que no tiene ni pies ni cabeza y muchos menos arreglo alguno.

Reconozco mi estado: “Pereza de escribir”, pero me había propuesto hacerlo así que borro lo que llevaba y empiezo de nuevo.

Esta vez lo primero que hago es ubicar a los personajes en el centro de la ciudad. El pescador, muerto de frío, espera a la cirujana en la terraza de un café, no tengo ni idea por qué se conocen o de qué van a hablar, pero así, por lo menos me aseguro de que el relato no se me despiporre después. Ya miraré como le inserto los otros elementos.

Al final me sale un texto de 625 palabras. Tengo que mocharle esas 125 de más, editar los errores e inconsistencias que seguro tiene,  agregarle detallitos de color y hacerle carpintería a las descripciones.

Borrar siempre será una solución cuando sentimos que algo, y no hablo solo de la escritura, no anda bien.

martes, 22 de febrero de 2022

Desnudarse

Hace poco leí un artículo de la escritora Mariana Perezagua titulado Amar al monstruo.

En él hablaba del maltrato de su padre, y cuenta que uno de los primeros recuerdos que la marcaron era como la sujetaba de las piernas para bañarla, mientras ella retorcía su pequeño cuerpo, el jabón escurría y le entraba a los ojos.

Ahora intento volver a leerlo, pero ya no tengo acceso, pues me sale un aviso que dice que debo pagar para suscribirme. En fin, una lástima porque ese día lo leí de afán y prometí volverlo a leer, para digerirlo con más calma.

Ahora, gracias a que a veces mi mente es un zaperoco de ideas, ya no recuerdo si fue en el mismo artículo, o en una publicación que hizo en alguna de sus redes, que la escritora se refirió al mismo y habló de la necesidad y ventajas de desnudarse con la escritura.

Se trata de no dejar nada en el tintero, de exponerlo todo, lo bueno y lo malo, pero sobre todo lo último, es decir, mostrar esas grietas y rincones oscuros de nuestra personalidad que siempre queremos ocultar, pero que al final son los que nos hacen más humanos.

En el prefacio de los diarios de John Cheever, uno de sus hijos toca el concepto de otra manera. Dice que algo que siempre intentó su padre en su trabajo como escritor fue mostrar a los demás que sus pensamientos no eran impensables.

De esa forma Cheever llego a un acuerdo con su bisexualidad, y aunque logró dejar la bebida, la vida en sí era un problema para el escritor.

La manera en que buscaba la solución era articular, de alguna manera lo que le ocurría; convertir cualquier asunto que ocupaba su mente en una historia.

To write well, to write passionately, to be less inhibited, to be warmer, to be more self-critical, to recognize the power of as well as the force of lust, to write, to love.

- The Journals of John Cheever -

lunes, 21 de febrero de 2022

Sueños y escritura

Hace un par de años me propuse escribir una novela. “¿Qué voy a contar?”, fue lo primero que me pregunté”. Llegué a la conclusión de que no tenía ni idea.

Entonces me dije a mí mismo: “Mí mismo, alguien que estuvo en el mismo punto en el que usted se encuentra ahora, seguro escribió algo, una especie de guía, digamos, para escribir una novela.

Por ese tiempo, en el lanzamiento de un libro, conocí un escritor que hacía poco había terminado su primera novela. Le pregunté que como se había embarcado en el proyecto, y me dijo que había leído el libro de fulanita de tal, una guía detallada para escribir una novela.

Descargué el libro en mi Kindle y me puse a leerlo juicioso, subrayando las frases que me llamaban la atención, mientras me hacía a la idea del método que proponía la escritora.

Lo que alcancé a leer del libro me pareció bueno, y cumplía con su promesa: brindar una hoja de ruta para escribir una novela.

Recuerdo que hacía mucho énfasis en establecer una premisa, y que también hablaba del conflicto, pero en un punto me aburrí de la lectura.

A pesar de que no he escrito una novela, siento que la escritura no se puede convertir en un a b c detallado. Tiene que ser, pienso, algo más íntimo, instintivo.

Rosa Montero, unas de mis escritoras favoritas, dice que las novelas son sueños que se tienen con los ojos abiertos, y sobre las que no se tiene control alguno. En su libro la Loca de la Casa, cuenta:

“Escribir ficción es sacar a la luz un fragmento muy profundo de tu inconsciente. Las novelas son los sueños de la Humanidad, sueños diurnos que el novelista percibe con los ojos abiertos.”

Hace poco caí en Paula, la novela-diario-memoir de Isabel Allende. La escritora Chilena también tiene un punto de vista similar al de Montero. Cuenta que cree posible que las historias existan en las sombras de una misteriosa dimensión, y que solo tiene que sintonizarse con ese plano para que entren en ella, se acomoden a su antojo y salgan convertidas en palabras.

Asegura que no sabe cómo escribe sus libros, pues dice que estos no nacen en la mente, sino que son criaturas caprichosas siempre dispuestas a traicionarla, y que nunca decide el tema, sino que el tema la escoge a ella, y que su labor como escritora solo consiste en dedicarle suficiente tiempo, soledad y disciplina a cada obra, para que se escriba sola.

Una vez un crítico literario le preguntó por la estructura cíclica de la Casa de los Espíritus. Allende confiesa que no tenía idea alguna de qué le hablaba, y que lo único que podía asociar a algo cíclico era la luna y su periodo menstrual.

El único método que sigue la escritora es siempre escribir la primera línea de sus novelas el 8 de enero, pues cree que ese día le trajo suerte con la primera que escribió. Cuenta que en esa fecha intenta estar sola y en silencio por largas horas, pues necesita mucho tiempo para sacarse el ruido de la calle, limpiar su memoria y el desorden de la vida.

Anaïs Nin también habla del inconsciente en sus diarios. Dice, por ejemplo, que nuestras vidas están compuestas, en gran parte, de sueños y el inconsciente y que debemos encontrar la forma de conectarlos con la acción.

Una vez, en una conferencia, Salvador Dalí llegó vestido con un traje de buzo. Nin dice que al principio se burló como todo el mundo, pero que luego entendió el significado de la conducta del pintor. Dedujo que cada artista estudia como encontrar su camino hacia el yo más secreto, más profundo e inconsciente, que es donde se encuentra la fuente real de la creación.

Cuando pienso en este tema, sueño con tener uno de esos momentos de, digamos, iluminación,  donde el tema de una novela se me presenta de forma clara.

A la larga, como también dice Allende, no se trata de otra cosa que escribir sin miedo, independiente del resultado que se obtenga, es decir, preocuparse por escribir un libro malo, algo que puede hacer cualquiera, y dejar de lado la vanidad de escribir una gran novela.

Solo he escuchado a escritoras hablar así acerca de la escritura, ¿Será un tema de sensibilidad femenina? 

De ser así, me tranquiliza un poco lo que anotó Virginia Woolf en Una habitación Propia sobre ese carácter andrógino que todos llevamos encima: “Una mente puramente masculina no puede crear, como tampoco una mente puramente femenina.”

viernes, 18 de febrero de 2022

The winding road

Una vez tomé un curso de creación literaria en la Madriguera del conejo, en la sede que tuvo la librería en la carrera 11 con 80 y pico.

Me gustan mucho esos espacios porque me permiten compartir con personas que se chiflan con las mismas cosas que yo me chiflo: los libros, la lectura y la escritura.

Para cada encuentro, los jueves de 6 a 9, si no estoy mal, debíamos llevar algo escrito. Ejercicios cortos, de no más de 500 palabras, que nos dejaba el escritor que lideraba el taller.

Era una época en la que me esforzaba por crear textos brillantes, repletos de ideas maravillosas, pero a raíz de eso carecían de sinceridad, pues mi afán por lucirme lo trastocaba todo. Entonces resultaba con unos textos malísimos, sin rastro alguno de esas grandes ideas que intentaba buscar.

Un día leí mi ejercicio y el escritor me lo desbarato, porque estaba repleto de clichés y lugares comunes; de una melosería que casi rayaba en la autoayuda, y de carácter literario tenía más bien pocón.

No refute nada, porque si algo he aprendido es que un texto, cuando es compacto, cuando no tiene grietas narrativas, debe resistir las embestidas por sí solo, y que si uno intenta revirar y defenderlo a toda costa, es una prueba infalible de que anda cojo.

“ Mira ve”, me dijo el escritor caleño, “Vos no necesitás repetir lo que ya dijeron los Beatles en The winding road. ¿Si conocés esa canción?”. Si la conocía y me llegaron algunos de sus versos a la cabeza:

"Many times I've been alone
And many times I've cried
Anyway, you'll never know
The many ways I've tried"

Me bajó los humos de forma muy elegante.

Y sí, escribir no se trata de repetir, sino, como dice Sara Jaramillo Klinkert,  de coger pedacitos de aquí y de allá para crear algo propio, porque en la escritura ya todo está inventado.

jueves, 17 de febrero de 2022

Carimañolas y el fin del mundo

Acompaño a mi hermana a hacer una vuelta. Me armo con la Tentación del fracaso, los diarios de Ribeyro, para soportar la espera. Cuando llegamos al lugar, me encuentro con un supermercado, y le digo que la voy a esperar ahí.

Nos despedimos de forma apresurada y entro al lugar. Es temprano y como no desayuné nada, pienso en qué voy a comer y sonrío. Larga vida al primer café del día.

Paseo por el primer piso del supermercado y le doy toda la vuelta buscando una cafetería. Cuando termino mi recorrido, me doy cuenta de unas escaleras y un aviso de fondo rojo y letras blancas con la palabra cafetería escrita en Mayúsculas.

Las comienzo a subir y como son metálicas, mis pisadas retumban.

El segundo piso resulta ser un ambiente muy iluminado, con mesas plásticas y sillas rojas y azules. El lugar está vacío. Detrás del mostrador no hay nadie.

Pienso que es la última cafetería del mundo, que después de un evento apocalíptico, por algún azar del destino ese lugar quedó en pie.

De unos parlantes sale música a todo volumen: Merengue apambichao. Imagino que así se escribe, si no, le pido disculpas a los admiradores de ese tipo de merengue y a los adictos a la gramática y la “buena” escritura.

Los parlantes no se cansan de escupir éxitos del ayer, de miniteca, digamos: Sergio Vargas con su “Te va a doler”, Proyecto uno y su “No pare sigue sigue”, y así.

Por fin aparece una mujer detrás del mostrador. “¿Qué quiere?, me pregunta. Miro los productos y hay un caldo de costilla de  aspecto dudoso , unas arepas blancas y amarillas que parecen tiesas, y unos pasteles que, al parecer son carimañolas.

Me decanto por el último producto y pido 2. No sé porque lo hago, porque estoy seguro que con una es suficiente. Debe ser porque de forma inconsciente pienso envolver una en una servilleta, cuando deba abandonar ese lugar y enfrentarme al paisaje inhóspito que me espera allá afuera.

Cuando voy a pagar le pregunto a la mujer que si tiene ají o alguna salsa. “¿Sal?”, responde. “No, S.A.L.S.A”, le respondo exagerando la pronunciación. “Ahí hay mayonesa y salsa de tomate”, me dice, al tiempo que señala el lugar en el que están. Le doy las gracias y no insisto más.

Me pasan las carimañolas en un plato de icopor y están frías. Le pregunto a la mujer que si por favor las puede calentar y, con desgano, toma el plato y lo mete en un horno microondas.

Luego cuando me siento en una mesa que da a una ventana, le doy un mordisco a una carimañola, y caigo en cuenta que tienen buen sabor, pero son 90% aceite.

La cafetería sigue igual, con el merengue como música de fondo, pero sin comensales. Abro el libro y comienzo a leer.

El escritor peruano está en Alemania y las entradas que leo tienen varios pensamientos relacionados con la escritura:

“Escribir no es un acto continuo. Generalmente va acompañado de largos intervalos de distracción, durante los cuales se hacen dibujitos al margen del papel, se enciende un cigarrillo, se mira por la ventana, se piensa en cosas que no tienen que ver nada con la literatura”

Anotaba el escritor el 6 de abril de 1958 en sus diarios de Berlín, Hamburgo y Fráncfort.

Levanto la cabeza y veo que ya han llegado más personas a esta cafetería del fin del mundo.

Al poco tiempo suena mi celular, y mi hermana me avisa que ya terminó. Cuando salgo a la calle todo parece normal, pero nunca se sabe, el fin del mundo, el personal al menos, se puede encontrar a la vuelta de la esquina.

miércoles, 16 de febrero de 2022

Juan

Disfruto de uno de los momentos más agradables, tal vez el mejor: tomarme el primer café del día.

Lo hago en el comedor de la sala, mientras observo uno árboles en el edificio de parqueaderos que colinda con mi edificio.

Pienso que la persona que los sembró en una pequeña terraza tuvo un gran acierto. Ver como sus ramas y hojas se mueven con el viento, como si pensaran: “ni mil toneladas de cemento pueden acabar con la naturaleza”, me tranquiliza.

Ahí estoy, disfrutando de cada sorbo de la bebida mientras mi mente salta de un pensamiento a otro, pero sin rastros de ansiedad o angustia.

En medio de ese trance llega a mis oídos el ruido de unas llaves que se estrellan unas con otras, como cuando alguien las busca en sus bolsillos para abrir una puerta.

Para darle sentido al sonido me invento una pequeña historia: A pesar de ser un día entre semana, aquella persona se fue de juerga con sus amigos de oficina, para celebrar el cierre de un negocio.

Imagino a un hombre con el nudo de la corbata desanudado, una barba rala que no afeita hace dos días y con el pelo ensortijado. Sonrío: me agradan esas personas que desafían preceptos de conducta, como irse de fiesta solo los viernes o fines de semana.

Las llaves dejan de sonar por un momento. Le doy otro sorbo al café y justo ahí siento como alguien intenta abrir la puerta del apartamento, pero las llaves no le funcionan.

Alcanzo a escuchar como maldice. “Pobre borrachin”, pienso.

Me acerco a la puerta y pregunto en un tono firme, que, supongo, transfiere autoridad y valentía: “¿Quién anda ahí?”

“Juan”, responde el hombre.

Y más alterado contra pregunta: “¿Usted quién es?”

“Juan”, le digo.

“Déjese de juegos. Necesito entrar a mí casa”, dice ahora el hombre

Me retiro de la puerta, mientras ese Juan continúa insertando las llaves en la chapa sin éxito alguno. Ya en la cocina llamo por citófono al vigilante del edificio”.

“Porteríiiia”, contesta Simón, con un tono cansado”

“Simón, hay un hombre que está intentando abrir la puerta de mi apartamento, ¿usted sabe quién es?”

“Desde que usted subió hace un momento, nadie más ha entrado al edificio señor Juan”

Cuelgo el citófono sin responder nada.

“¡Si no me abre voy venir con Simón y vamos a forzar la chapa!”, dice ahora Juan.

Tampoco le respondo. A veces el silencio es la mejor defensa.

Al final ese Juan nunca volvió.

Ahora, de noche, Le eché seguro a la puerta de mi habitación y tengo listo un bate de aluminio al lado de la cama por si vuelve a aparecer, aunque lo más probable es que no me sirva de nada. Seguro ese Juan es de otro plano de la existencia.

martes, 15 de febrero de 2022

Chivos expiatorios

Me aburren mucho las opiniones, porque se empeñan en señalar verdades.

Además, ya sabemos que la verdad evoluciona y que, como dice Javier Marías, nunca es nítida, sino que siempre es maraña.

Siempre que se me ocurre algo con cara de opinión, intento escribirlo en tercera persona, pues creo que despojándome de la primera tengo más perspectiva sobre cualquier tema y soy menos visceral.

Entonces me invento un personaje, un hombre o una mujer, que canaliza mis pensamientos a veces por los laditos y otras veces de frente.

Podría decirse que actúan como una especie de médiums para transmitir los mensajes del más allá de mis entendederas al más acá de la realidad.

Ahora bien, el otro día leía una novela en la que un personaje, un crítico literario, despotricaba de la obra de un escritor, porque lo acusaba de utilizar sus personajes como chivos expiatorios.

Creo que  una característica de los grandes escritores, es ser capaces de escribir sobre alguien como si lo conocieran desde pequeño, si necesidad de imprimirle sus puntos de vista.

Una vez, en un encuentro con Sara Jaramillo Klinkert, para hablar de su novela donde cantan las ballenas, la escritora habló del master en narrativa que cursó en España y contó cómo le enseñaron a crear crear fichas super detalladas para cada personaje, con la historias de sus vidas.

Isabel Allende cuenta en Paula que cuando escribió teatro, aprendió algunos trucos que le resultaron útiles para sus novelas, como procurar que cada personaje tuviera una biografía completa, un carácter definido y una voz propia.

Hacer eso imagino que funciona para tener claro los motivos por los cuáles reaccionan los personajes, a los diferentes estímulos de la trama de una obra.