Uno debería actuar como Holden Caufield, el protagonista de El guardián entre el centeno.
Algunos critican ese libro y afirman que no tiene trama.
Puede que sea así. De lo poco que me acuerdo Salinger va contando lo qué le pasa al adolescente, pero son como eventos aislados. Pero eso, creo, no le resta calidad a la obra. Es un librazo.
De pronto nuestras vidas funcionarían mejor así, sin tanta planificación, sin tanta alharaca y bombo, sin tantas ínfulas de grandeza, sin tanto orden preestablecido, sin tanto paso a paso, en fin, usted me entiende querido lector.
De pronto el secreto de la vida consiste en comprarse un café, sentarse en un murito de una esquina y ver pasar la gente. Hilvanar un pensamiento detrás de otro con cada sorbo de la bebida, pero sin la angustia de tener que buscarle significado a todo. Tal vez sea eso y ya está, pero no nos damos cuenta. Nunca nos damos cuenta de nada.
“I'm always saying "Glad to've met you" to somebody I'm not at all glad I met. If you want to stay alive, you have to say that stuff, though.”
Eso dice Caullfield. De pronto es por eso que vivimos despistados, porque queremos agradar a todo momento.
Es posible que en el territorio de “no agradar”, que quizá comparte terreno con el de la soledad, hay información importante que desconocemos, pero el temor de caer en cualquiera de los dos nos aleja de ella.
Quizá la clave de todo este rollo de la existencia consista en ser un personaje secundario. Entender que nuestra trama de vida no es especial sino idéntica a la de millones de personas, y que, si acaso, interpretamos un rol pequeño en la de alguien.
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jueves, 3 de marzo de 2022
miércoles, 2 de marzo de 2022
Los tres esferos de Vladímir Putin
Caigo en una noticia del presidente ruso, de la que solo leo el titular, porque dedicó mi atención a la foto que viene debajo: El “emperador” sentado en su escritorio.
La expresión de su rostro la misma de siempre: Una mezcla de mal genio y sufrimiento. Su semblante hace pensar que, aunque con todo el poder que ostenta, ha tenido una vida reprimida, o puede ser que ande estreñido a toda hora y ya está. De ahí la rabia contra la vida, el mundo el universo, el más allá, y que quiera agarrar a bombazos a quien se oponga a sus planes.
Sale mirando una pantalla en la que, me imagino, le informan sobre los avances de las tropas rusas sobre Ucrania.
Sobre la mesa también hay unos papeles desordenados aquí y allá y casi al borde un jarro de color azul oscuro: el típico mug en el que uno se toma el primer café del día.
Parece que fuera un regalo que le hizo alguien que aprecia mucho. ¿Quién? No sé, digamos que uno de sus nietos, si es que tiene. Pensemos que sí y que su preferida es Irina, una rubia de ojos azules y pelo rubio liso. Es difícil imaginarlo en rol de abuelo, pero puede ser que Putin se derrita cada vez que la niña le dice: “я люблю тебя дедушка” (ya lyublyu tebya dedushka): Te quiero abuelo.
Ni modo de culparla, uno no escoge la familia que le tocó.
Como todos nos parecemos en algo, Putin utiliza el regalo de su nieta para guardar esferos. Pero a diferencia de esos mugs repletos de esferos de múltiples colores, que usted o yo, querido lector, tenemos en la casa u oficina, Putin solo tiene 3 y todos son de color verde militar; todo es guerra para él.
¿Por qué 3 y para qué los utiliza?
Uno es de tinta negra y con él firma todos los documentos y leyes de su país. Otro es el que le presta a los pocos invitados que tienen la oportunidad de pisar su despacho, y que, aún con la cara de puño que siempre lleva, se atreven a pedirle prestado un esfero.
El último, una pluma, lo utiliza para una filia de la que solo su círculo cercano tiene conocimiento.
Cuando algo le sale mal, el dirigente ruso le quita la tapa se baja los pantalones y se clava la punta con sevicia, una y otra vez, en sus muslos. De esa forma reprime sus rabia y pataletas de conquistador.
Quizá también a ello se deba su gesto serio e indescifrable: siempre está muriéndose del dolor.
La expresión de su rostro la misma de siempre: Una mezcla de mal genio y sufrimiento. Su semblante hace pensar que, aunque con todo el poder que ostenta, ha tenido una vida reprimida, o puede ser que ande estreñido a toda hora y ya está. De ahí la rabia contra la vida, el mundo el universo, el más allá, y que quiera agarrar a bombazos a quien se oponga a sus planes.
Sale mirando una pantalla en la que, me imagino, le informan sobre los avances de las tropas rusas sobre Ucrania.
Sobre la mesa también hay unos papeles desordenados aquí y allá y casi al borde un jarro de color azul oscuro: el típico mug en el que uno se toma el primer café del día.
Parece que fuera un regalo que le hizo alguien que aprecia mucho. ¿Quién? No sé, digamos que uno de sus nietos, si es que tiene. Pensemos que sí y que su preferida es Irina, una rubia de ojos azules y pelo rubio liso. Es difícil imaginarlo en rol de abuelo, pero puede ser que Putin se derrita cada vez que la niña le dice: “я люблю тебя дедушка” (ya lyublyu tebya dedushka): Te quiero abuelo.
Ni modo de culparla, uno no escoge la familia que le tocó.
Como todos nos parecemos en algo, Putin utiliza el regalo de su nieta para guardar esferos. Pero a diferencia de esos mugs repletos de esferos de múltiples colores, que usted o yo, querido lector, tenemos en la casa u oficina, Putin solo tiene 3 y todos son de color verde militar; todo es guerra para él.
¿Por qué 3 y para qué los utiliza?
Uno es de tinta negra y con él firma todos los documentos y leyes de su país. Otro es el que le presta a los pocos invitados que tienen la oportunidad de pisar su despacho, y que, aún con la cara de puño que siempre lleva, se atreven a pedirle prestado un esfero.
El último, una pluma, lo utiliza para una filia de la que solo su círculo cercano tiene conocimiento.
Cuando algo le sale mal, el dirigente ruso le quita la tapa se baja los pantalones y se clava la punta con sevicia, una y otra vez, en sus muslos. De esa forma reprime sus rabia y pataletas de conquistador.
Quizá también a ello se deba su gesto serio e indescifrable: siempre está muriéndose del dolor.
martes, 1 de marzo de 2022
Buenas noticias
Hace casi 2 años que no escribo nada acerca del escritor Jacinto Cabezas. La última vez que lo hice fue en este post, en el que hablé acerca de su obsesión por los bordes de la existencia.
Somos muy pocos los que los conocemos. Si sé de su obra es porque hace muchos años un amigo me invito a una de sus charlas en la que pude comprar un ejemplar de la única novela que ha pulicado: Mulţumesc mult, frase en rumano que significa Muchas gracias.
Cabezas no escribe en ese idioma, sino que tiene una fijación con esa cultura y por eso el título de su obra.
La semana pasada el escritor estuvo en Bogotá y envío un correo para un conversatorio al que solo podían asistir 20 personas. “No pueden faltar, les tengo muy buenas noticias”, anunciaba en su mensaje.
Su charla fue en un restaurante del Chorro de Quevedo, el jueves a las 11 de la noche.
Llegué antes al lugar y me tomé unas cervezas con Miguel, el amigo que me lo presentó hace unos años, y pasada la hora del encuentro, cuando ya nos íbamos a ir, el escritor apareció jadeando y pidió disculpas.
Llevaba como siempre una cara de susto, como si supiera de una desgracia que está a punto de ocurrir. Se quitó una gabardina gris y un sombrero de copa negro —En vez de escritor parece más bien un personaje de una novela de detectives— y los colgó en un perchero.
Luego fue a la barra y pidió una cerveza y preguntó si alguien quería una. Solo uno de los asistentes le siguió la cuerda y le aceptó la invitación.
“ ¿De cuál?”, le pregunto Cabezas.
“La misma que usted se tome, maestro”. Eso respondió ese hombre que tenía candonga en una de sus orejas y la cabeza rapada.
Después de darle unos sorbos largos a la botella, Cabezas se subió a tarima del restaurante, un lugar donde hacía un rato un hombre con una guitarra había tocado unas canciones tristes.
Sin ningún tipo de preámbulos el escritor comenzó a hablar
Nos contó que lo que tenía por decirnos era breve, pero que era una noticia que le alegraba mucho.
Nos dijo que esta a punto de terminar su segunda novela y que va a llevar como título “Ver pasar gente”.
Miguel le preguntó de qué iba a tratar, y Cabezas le respondió: “De nada en específico, las buenas novelas no deben tener trama.”
Se agacho para alcanzar la cerveza, y luego de otro sorbo largo, concluyo:
“Ya estoy cansado de explorar los bordes de la existencia. Me di cuenta que es una idea muy magullada."
Esta vez mi novela va a consistir en una serie anotaciones que hice a lo largo del 2020, en pleno estallido de la pandemia”, dijo abriendo los ojos. “Ese año me paré en una esquina a la misma hora todos los días, sin importar cuál fuera el clima y tejí una historia sobre dos personas, una mujer y un hombre joven, que a veces coincidían en un paradero.”
Al final de la charla, prometió que nos iba a enviar el primer capitulo al email, pero es el momento en que no ha llegado.
No le veo mucho futuro a Ver pasar gente, pero si por algún giro del destino se encuentran con Mulţumesc mult, no duden en comprarla. Es una novela corta de no más de 100 páginas, pero por la que le tengo fe al escritor.
Somos muy pocos los que los conocemos. Si sé de su obra es porque hace muchos años un amigo me invito a una de sus charlas en la que pude comprar un ejemplar de la única novela que ha pulicado: Mulţumesc mult, frase en rumano que significa Muchas gracias.
Cabezas no escribe en ese idioma, sino que tiene una fijación con esa cultura y por eso el título de su obra.
La semana pasada el escritor estuvo en Bogotá y envío un correo para un conversatorio al que solo podían asistir 20 personas. “No pueden faltar, les tengo muy buenas noticias”, anunciaba en su mensaje.
Su charla fue en un restaurante del Chorro de Quevedo, el jueves a las 11 de la noche.
Llegué antes al lugar y me tomé unas cervezas con Miguel, el amigo que me lo presentó hace unos años, y pasada la hora del encuentro, cuando ya nos íbamos a ir, el escritor apareció jadeando y pidió disculpas.
Llevaba como siempre una cara de susto, como si supiera de una desgracia que está a punto de ocurrir. Se quitó una gabardina gris y un sombrero de copa negro —En vez de escritor parece más bien un personaje de una novela de detectives— y los colgó en un perchero.
Luego fue a la barra y pidió una cerveza y preguntó si alguien quería una. Solo uno de los asistentes le siguió la cuerda y le aceptó la invitación.
“ ¿De cuál?”, le pregunto Cabezas.
“La misma que usted se tome, maestro”. Eso respondió ese hombre que tenía candonga en una de sus orejas y la cabeza rapada.
Después de darle unos sorbos largos a la botella, Cabezas se subió a tarima del restaurante, un lugar donde hacía un rato un hombre con una guitarra había tocado unas canciones tristes.
Sin ningún tipo de preámbulos el escritor comenzó a hablar
Nos contó que lo que tenía por decirnos era breve, pero que era una noticia que le alegraba mucho.
Nos dijo que esta a punto de terminar su segunda novela y que va a llevar como título “Ver pasar gente”.
Miguel le preguntó de qué iba a tratar, y Cabezas le respondió: “De nada en específico, las buenas novelas no deben tener trama.”
Se agacho para alcanzar la cerveza, y luego de otro sorbo largo, concluyo:
“Ya estoy cansado de explorar los bordes de la existencia. Me di cuenta que es una idea muy magullada."
Esta vez mi novela va a consistir en una serie anotaciones que hice a lo largo del 2020, en pleno estallido de la pandemia”, dijo abriendo los ojos. “Ese año me paré en una esquina a la misma hora todos los días, sin importar cuál fuera el clima y tejí una historia sobre dos personas, una mujer y un hombre joven, que a veces coincidían en un paradero.”
Al final de la charla, prometió que nos iba a enviar el primer capitulo al email, pero es el momento en que no ha llegado.
No le veo mucho futuro a Ver pasar gente, pero si por algún giro del destino se encuentran con Mulţumesc mult, no duden en comprarla. Es una novela corta de no más de 100 páginas, pero por la que le tengo fe al escritor.
lunes, 28 de febrero de 2022
Rasguñar la verdad
El abogado Julio Contreras se prepara para hablar enfrente del juez y defender a su cliente. Es un caso difícil y sabe que ganarlo depende de qué tan bien cuente la historia que preparó para convencer al jurado.
Lleva puesta esa corbata morada que tanto detesta su esposa, pero que, según él, nunca le ha dejado perder un caso.
A su cliente se le acusa de haber atropellado a una persona.
“Era una noche lluviosa. Transitaba por la avenida Flores a la altura del pasaje del comercio a no más de 50 kilómetros por hora. Los relámpagos lo iluminaban todo por un par de segundos, acompañados del estruendo de los truenos.
Justo después de que cayó uno, fue que vi a ese hombre salir de la nada, como una aparición o como si se hubiera teletransportado a ese lugar. clavé mi pie izquierdo en el freno, pero como el suelo estaba mojado, el carro no respondió bien y terminé arrollándolo”, le contó su cliente en la primera conversación que tuvo con él, mientras estaba detenido en la estación de policía.
Después de esa charla todo se complicó. Los nervios están que se comen a su cliente, pues el hombre a quien atropelló ahora se encuentra en estado de coma.
“Señor Juez” —dice Contreras con su mano derecha en el bolsillo y un aire de tranquilidad que da a entender que su cliente es inocente. Luego voltea su cuerpo hacia el jurado— y señores del jurado, les voy a explicar por qué mi cliente es inocente. Presten atención”.
Comienza a hablar. Preparó y repasó su defensa hasta sabérsela casi de memoría. Sabe qué palabras debe recalcar y en qué segmentos subir el tono de voz y en cuales bajarlo.
Defiende la verdad de su cliente a capa y espada. Ese es su trabajo y para eso le pagan.
Pero en el fondo Contreras sabe que siempre rasguñamos la verdad, que nunca, por más que estudiemos y tratemos de tener en cuenta todas las variables que la afectan, vamos a poder señalarla claramente, que siempre van a existir elementos que se escapan de nuestro juicio, porque nuestra percepción muchas veces falla o toma caminos equivocados.
Su cliente es declarado inocente. Contreras espera haber hecho un buen trabajo.
Lleva puesta esa corbata morada que tanto detesta su esposa, pero que, según él, nunca le ha dejado perder un caso.
A su cliente se le acusa de haber atropellado a una persona.
“Era una noche lluviosa. Transitaba por la avenida Flores a la altura del pasaje del comercio a no más de 50 kilómetros por hora. Los relámpagos lo iluminaban todo por un par de segundos, acompañados del estruendo de los truenos.
Justo después de que cayó uno, fue que vi a ese hombre salir de la nada, como una aparición o como si se hubiera teletransportado a ese lugar. clavé mi pie izquierdo en el freno, pero como el suelo estaba mojado, el carro no respondió bien y terminé arrollándolo”, le contó su cliente en la primera conversación que tuvo con él, mientras estaba detenido en la estación de policía.
Después de esa charla todo se complicó. Los nervios están que se comen a su cliente, pues el hombre a quien atropelló ahora se encuentra en estado de coma.
“Señor Juez” —dice Contreras con su mano derecha en el bolsillo y un aire de tranquilidad que da a entender que su cliente es inocente. Luego voltea su cuerpo hacia el jurado— y señores del jurado, les voy a explicar por qué mi cliente es inocente. Presten atención”.
Comienza a hablar. Preparó y repasó su defensa hasta sabérsela casi de memoría. Sabe qué palabras debe recalcar y en qué segmentos subir el tono de voz y en cuales bajarlo.
Defiende la verdad de su cliente a capa y espada. Ese es su trabajo y para eso le pagan.
Pero en el fondo Contreras sabe que siempre rasguñamos la verdad, que nunca, por más que estudiemos y tratemos de tener en cuenta todas las variables que la afectan, vamos a poder señalarla claramente, que siempre van a existir elementos que se escapan de nuestro juicio, porque nuestra percepción muchas veces falla o toma caminos equivocados.
Su cliente es declarado inocente. Contreras espera haber hecho un buen trabajo.
viernes, 25 de febrero de 2022
.Punto y aparte
Cuando se me hace tarde para escribir en este espacio, como hoy, entro a Blogger y creo una entrada escribiendo solo un punto, así queda registrada en esta fecha y no mañana. Caprichos chimbos que tengo.
Me aventuro a pensar que el punto que escribo es un punto y aparte, y que es como una barrera. Antes de él estamos a salvo y después viene un precipicio.
Imagino que lo que nos separa de la muerte es un mísero punto y aparte; que la vida, el destino, Dios, el chupacabras, sea quien sea, decide ponerlo cuando se le da la gana.
Pienso en todo esto porque no deja de darme vueltas en la cabeza Paula, el libro de Isabel Allende.
Ella cayó en coma y duró un año en ese estado. La escritora chilena cuenta que a veces, de repente, le daban convulsiones.
El accidente que me dejó el amable recordatorio, también me hizo caer en coma, pero solo por 17 días. Durante ese tiempo estuve, como decía una de las cuidadoras de Paula cuando su madre por fin la instaló en su casa, "en limbo, junto a los bebés que murieron sin bautizar y otras almas salvadas del purgatorio”.
Hace unos años, en una visita a urgencias debido a una de mis crisis de cefalea en racimos, y ante el dolor de cabeza tan intenso que tenía, el médico que me atendió ordenó que me hicieran un TAC por si las moscas.
Más tarde, cuando el resultado salió, el médico vio la radiografía de mi cerebro y se dio cuenta de que me habían operado de la cabeza. “¿Nunca ha convulsionado?, me pregunto. “No”, le respondí, pero nunca he dejado de pensar en esa pregunta, pues pienso que por la cara que hizo el doctor, lo daba casi por hecho.
La vida casi me pone un punto y aparte, pero la maquinaria del universo, de la que desconocemos su funcionamiento, quiso que le rindiera honores al punto y coma.
Me aventuro a pensar que el punto que escribo es un punto y aparte, y que es como una barrera. Antes de él estamos a salvo y después viene un precipicio.
Imagino que lo que nos separa de la muerte es un mísero punto y aparte; que la vida, el destino, Dios, el chupacabras, sea quien sea, decide ponerlo cuando se le da la gana.
Pienso en todo esto porque no deja de darme vueltas en la cabeza Paula, el libro de Isabel Allende.
Ella cayó en coma y duró un año en ese estado. La escritora chilena cuenta que a veces, de repente, le daban convulsiones.
El accidente que me dejó el amable recordatorio, también me hizo caer en coma, pero solo por 17 días. Durante ese tiempo estuve, como decía una de las cuidadoras de Paula cuando su madre por fin la instaló en su casa, "en limbo, junto a los bebés que murieron sin bautizar y otras almas salvadas del purgatorio”.
Hace unos años, en una visita a urgencias debido a una de mis crisis de cefalea en racimos, y ante el dolor de cabeza tan intenso que tenía, el médico que me atendió ordenó que me hicieran un TAC por si las moscas.
Más tarde, cuando el resultado salió, el médico vio la radiografía de mi cerebro y se dio cuenta de que me habían operado de la cabeza. “¿Nunca ha convulsionado?, me pregunto. “No”, le respondí, pero nunca he dejado de pensar en esa pregunta, pues pienso que por la cara que hizo el doctor, lo daba casi por hecho.
La vida casi me pone un punto y aparte, pero la maquinaria del universo, de la que desconocemos su funcionamiento, quiso que le rindiera honores al punto y coma.
jueves, 24 de febrero de 2022
Sirenas
Son las 6 de la tarde y por entre las calles se escurre en una masa de carros que, después del aguacero, se mueve lento.
Alcanzo a escuchar uno que otro bocinazo que sobresale entre los ruidos de la calle y los motores.
En un momento el aullido de una sirena acapara toda mi atención. Imagino que una ambulancia zigzaguea por entre los carros, los que le dan vía y los que parece no importarles quién vaya ahí adentro y cual sea su estado, y no hacen ni un mínimo intento por abrirle camino.
Cada vez que escucho el ruido de una sirena me pregunto: “¿A quién transportan?” ¿Qué le pasó? ¿Será alguien que está a punto de morir si no recibe atención médica pronto?
Puede que la ambulancia no transporte ningún paciente y que apenas se dirija a recogerlo, o puede que el conductor sea tan miserable, y que solo haya prendido la sirena para que le despejen el camino y pueda transitar más rápido, en fin, posibilidades hay muchas.
Pero enfoquémonos en la primera: la ambulancia transporta a alguien en un estado muy grave. Esa persona esta inconsciente y los paramédicos lograron estabilizar sus signos vitales, pero saben si no llegan rápido a la clínica, la posibilidad de que esa persona muera es alta. Son dos y el hombre o mujer que va en la camilla los mira asustados. No dice nada, pero seguro se pregunta: "¿Acaso voy a morir?
Siempre pienso en eso porque me parece extraño esos escenarios, es decir, que mientras yo estoy sentado enfrente del computador viendo un video, o me estoy tomando un café, en fin, no importa que este haciendo, el hecho es que me encuentro relajado; alguien en algún punto de la ciudad o del planeta experimenta una sensación totalmente opuesta y se juega la vida.
Pienso, por ejemplo, que mientras dormía hoy en horas de la madrugada, las sirenas de diferentes ciudades de ucrania se dispararon y sus habitantes, llenos de angustia, no sabían si un misil Ruso los iba a desintegrar en mil pedazos,
¿No les parece extraño eso? ¿Que mientras unos duermen a otros los consume la angustia?
Hay algo intrigante en esos extremos.
Alcanzo a escuchar uno que otro bocinazo que sobresale entre los ruidos de la calle y los motores.
En un momento el aullido de una sirena acapara toda mi atención. Imagino que una ambulancia zigzaguea por entre los carros, los que le dan vía y los que parece no importarles quién vaya ahí adentro y cual sea su estado, y no hacen ni un mínimo intento por abrirle camino.
Cada vez que escucho el ruido de una sirena me pregunto: “¿A quién transportan?” ¿Qué le pasó? ¿Será alguien que está a punto de morir si no recibe atención médica pronto?
Puede que la ambulancia no transporte ningún paciente y que apenas se dirija a recogerlo, o puede que el conductor sea tan miserable, y que solo haya prendido la sirena para que le despejen el camino y pueda transitar más rápido, en fin, posibilidades hay muchas.
Pero enfoquémonos en la primera: la ambulancia transporta a alguien en un estado muy grave. Esa persona esta inconsciente y los paramédicos lograron estabilizar sus signos vitales, pero saben si no llegan rápido a la clínica, la posibilidad de que esa persona muera es alta. Son dos y el hombre o mujer que va en la camilla los mira asustados. No dice nada, pero seguro se pregunta: "¿Acaso voy a morir?
Siempre pienso en eso porque me parece extraño esos escenarios, es decir, que mientras yo estoy sentado enfrente del computador viendo un video, o me estoy tomando un café, en fin, no importa que este haciendo, el hecho es que me encuentro relajado; alguien en algún punto de la ciudad o del planeta experimenta una sensación totalmente opuesta y se juega la vida.
Pienso, por ejemplo, que mientras dormía hoy en horas de la madrugada, las sirenas de diferentes ciudades de ucrania se dispararon y sus habitantes, llenos de angustia, no sabían si un misil Ruso los iba a desintegrar en mil pedazos,
¿No les parece extraño eso? ¿Que mientras unos duermen a otros los consume la angustia?
Hay algo intrigante en esos extremos.
miércoles, 23 de febrero de 2022
Borrar como opción
Un ejercicio de escritura creativa consiste en tirar un dado para determinar: personajes, rasgos de personalidad, el escenario y un objeto que debe tener algún protagonismo; de una pieza de máximo 500 palabras.
Me sale un pescador y una cirujana, el centro de la ciudad, uno de ellos reniega de la vida como un loco y el otro debe ser compulsivo. El objeto es un tapabocas.
Comienzo a escribir lo primero que se me ocurre. Hablo primero de un contador, un hombre gruñón que trabaja en una compañía de pesca y que es un pescador aficionado.
Escribo unos párrafos y me parece que están bien, pero hacia la mitad del escrito caigo en cuenta de que ubiqué al personaje en un muelle y no hay rastros del centro de la ciudad por ningún lado.
Busco como cambiar el lugar, insertarlo de alguna forma en el relato, pero cualquier solución lo desbarata por completo.
“¿Qué carajos voy a hacer con la cirujana?, pienso, pues tampoco la he mencionado.
Reniego por un rato, vuelvo a leer lo que escribí y ahora me parece pésimo, que no tiene ni pies ni cabeza y muchos menos arreglo alguno.
Reconozco mi estado: “Pereza de escribir”, pero me había propuesto hacerlo así que borro lo que llevaba y empiezo de nuevo.
Esta vez lo primero que hago es ubicar a los personajes en el centro de la ciudad. El pescador, muerto de frío, espera a la cirujana en la terraza de un café, no tengo ni idea por qué se conocen o de qué van a hablar, pero así, por lo menos me aseguro de que el relato no se me despiporre después. Ya miraré como le inserto los otros elementos.
Al final me sale un texto de 625 palabras. Tengo que mocharle esas 125 de más, editar los errores e inconsistencias que seguro tiene, agregarle detallitos de color y hacerle carpintería a las descripciones.
Borrar siempre será una solución cuando sentimos que algo, y no hablo solo de la escritura, no anda bien.
Me sale un pescador y una cirujana, el centro de la ciudad, uno de ellos reniega de la vida como un loco y el otro debe ser compulsivo. El objeto es un tapabocas.
Comienzo a escribir lo primero que se me ocurre. Hablo primero de un contador, un hombre gruñón que trabaja en una compañía de pesca y que es un pescador aficionado.
Escribo unos párrafos y me parece que están bien, pero hacia la mitad del escrito caigo en cuenta de que ubiqué al personaje en un muelle y no hay rastros del centro de la ciudad por ningún lado.
Busco como cambiar el lugar, insertarlo de alguna forma en el relato, pero cualquier solución lo desbarata por completo.
“¿Qué carajos voy a hacer con la cirujana?, pienso, pues tampoco la he mencionado.
Reniego por un rato, vuelvo a leer lo que escribí y ahora me parece pésimo, que no tiene ni pies ni cabeza y muchos menos arreglo alguno.
Reconozco mi estado: “Pereza de escribir”, pero me había propuesto hacerlo así que borro lo que llevaba y empiezo de nuevo.
Esta vez lo primero que hago es ubicar a los personajes en el centro de la ciudad. El pescador, muerto de frío, espera a la cirujana en la terraza de un café, no tengo ni idea por qué se conocen o de qué van a hablar, pero así, por lo menos me aseguro de que el relato no se me despiporre después. Ya miraré como le inserto los otros elementos.
Al final me sale un texto de 625 palabras. Tengo que mocharle esas 125 de más, editar los errores e inconsistencias que seguro tiene, agregarle detallitos de color y hacerle carpintería a las descripciones.
Borrar siempre será una solución cuando sentimos que algo, y no hablo solo de la escritura, no anda bien.
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