martes, 22 de marzo de 2022

El tiempo entre posturas

Miro el reloj en la esquina inferior derecha de la pantalla del computador y faltan 10 minutos para las 11 de la noche, mi hora preferida para leer.

Converso un poco conmigo mismo:

“Oiga, van a ser las 11”
“¿Y qué quiere que haga?”
“Disculpé, pensé que de pronto tenía pensado leer”.
“Hombre, tiene razón. En un rato apago el computador. Gracias por el recordatorio”.
“De nada”.

Luego me pongo a pensar en los huevos del gallo y cuando vuelvo a mirar el reloj ya son las 12:15 a.m.

El tiempo, es decir, esos segundos, minutos y con los que medimos nuestra existencia, implacable, no deja de consumirse en ningún momento.

Voy al baño y me lavo los dientes. Luego destiendo la cama y acomodo las tres almohadas contra la pared, mi trono de lectura. Primero va una que compré hace poco que, se supone, es ergonómica y se amolda perfecto a la cabeza. Luego viene una que es toda amorfa, y por último la más maciza de todas. Una vez están listas les doy un par de golpes que señalan el fin de ese pequeño ritual.

Después de meterme en la cama enciendo la lámpara, apunto el haz de luz hacia las hojas del libro físico o la pantalla del Kindle, según sea el caso, y me acuesto a leer.

En esta ocasión el turno es para el e-reader. Lo prendo, y pasados unos minutos, cuando termino un capítulo, decido acomodarme de medio lado.

Eso implica reacomodar las almohadas y la dirección del haz de luz. Hago eso rápido, al tiempo que imagino como se dobla mi columna vertebral. “Fijo es una posición poco favorable, pero ¿qué más da?”, pienso.

Empiezo a leer de nuevo y al poco tiempo se me comienzan a cerrar los ojos. Me obligo a abrirlos, me muevo un poco para despertarme. Ubico la línea en la que quedé y sigo.

Abro los ojos y el Kindle está apagado. Quién sabe hace cuanto tiempo me venció el sueño.

Vuelvo a prender el aparato, miro la hora y el reloj marca la 1:30 de la mañana, “¿pero qué carajos le pasa al tiempo?”, me pregunto.

Tengo sueño, pero mi psicorrigidez  de lector  me impide dejar un capítulo a medias, así que decido terminarlo.

Empiezo y otra vez se me cierran los ojos.

Vuelvo a mi postura inicial y termino el capítulo.

Ahora parece que el sueño se esfumo, pero apago la luz, boto dos almohadas al piso, doy media vuelta, me arropo, cierro los ojos y me duermo, eso creo, casi al instante.

viernes, 18 de marzo de 2022

Huevo Kinder

Termino de almorzar y a los pocos minutos me dan ganas de comer algo dulce.

Busco y no encuentro nada.

Recuerdo que mi hermana me regalo un huevo Kinder de cumpleaños. Desde hace un tiempo en mi familia tenemos la costumbre de preparar una ancheta con regalos sencillos y de broma, para homenajear al cumpleañero de turno.  Ese hacía parte de la mía y lo tenía olvidado en un rincón del escritorio.

Solucionado el tema del dulce voy a la cocina y me preparo un tinto. Disfrutar de esa mezcla de chocolate y café tiene algo de sagrado. Es, me parece, pura paz y estabilidad.

No soy un fanático de ese producto. Recuerdo que los de antes traían un juguete dentro de una cápsula amarilla recubierta de chocolate y eso era lo que uno se comía. Ahora vienen divididos por la mitad.

Destapo una y trae dos bolas crocantes de chocolate negro incrustadas en chocolate blanco, junto con una cucharita de plástico para consumir el producto. Creo que era mejor el chocolate de antes.

En la otra mitad del huevo se encuentra la figura para armar.

Nunca he sido bueno para ese tipo de manualidades con piezas pequeñas, Pienso que si, por alguna razón, me decidiera a armar la figura, seguro las pequeñas partes se me van a caer al piso y van a terminar en el rincón más recóndito del cuarto, y que si las quiero alcanzar, mi cuerpo va a tener que adquirir propiedades de contorsionista.

Cuando algo pequeño cae al suelo; una pastilla, una moneda un papel que no se logró encestar en la cesta de basura, lo que sea, eso es lo que siempre ocurre; el objeto nunca cae al lado de nuestros pies, sino que cobran vida propia y  van a parar a los rincones.

La mitad de la figura tiene un papelito a color muestra una especie de catapulta, y otro , blanco, con letras negras, que lleva una advertencia en varios idiomas: “ATENCIÓN, lea y guarde. También dice que si se lanzan objetos diferentes a los que vienen con el juguete puede causar lesiones, y que nunca se debe apuntar a los ojos y la cara.

Luego leo la misma frase en los otros idiomas como si fuera español:

ATENÇÃO, leía e guarde 
ATTENTION, A lire et a conserver
WARNING, read and keep

No hago caso y me deshago del papelito.
 
Espero que no me caiga encima una maldición encima.

jueves, 17 de marzo de 2022

Aceite y arroz

Se acabó el arroz y tampoco hay aceite. Salgo a comprarlos, porque no soy tan tan fit como para sustituir el primero por quinua o algo así, y tampoco tengo ese último producto.

Una vez mi hermana me regalo una cosa lista para comer en un envase plástico de dos compartimientos. Uno llevaba quinua y el otro una salsa de mango dizque agridulce. Las instrucciones eran sencillas: destape, mezcle la quinua con la salsa, revuelva y coma. Se supone que esa ligera combinación sustituía un almuerzo, pero no me gusto su sabor. Además ese día quería almorzar como un camionero.

Pero bueno, les decía que salí a comprar arroz. Caminé dos cuadras hasta el supermercado y cuando llegué casi no encuentro la entrada porque lo están remodelando.

Esos lugares siempre se convierten en laberintos para mí, porque soy pésimo para encontrar lo que busco. Doy vueltas y vueltas por varios minutos, hasta que en un golpe de suerte doy con los productos que necesito.

Hoy no fue la excepción y casi no encuentro el arroz. Afortunadamente el aceite estaba en la góndola de enfrente.

Cuando ya tenía en mis manos una bolsa de arroz y una botella de aceite, me puse a hacer  una fila, la  única del lugar, que al final se bifurcaba en tres cajas registradoras.

Atrás mío se hizo una mujer que llevaba un celular en la mano y que escuchaba audios de voz a todo volumen con desparpajo. Me enteré de que un hombre la estaba esperando a pocas cuadras para almorzar, y por el tono meloso de su voz y un par de chistes flojos, me pareció que le estaba cayendo.

Cerca de la caja tomé una revista de chismes de la farándula para hojearla. En una entrevista, a una mujer le preguntan que cuál ha sido el mayor aprendizaje que le ha dejado la pandemia.

La mujer dice que la obligo a conocerse mucho más y a vivir en el hoy.

Se le da mucho bombo a ese rollo budista y espiritual del presente.

Recuerdo que Ribeyro cuenta en sus diarios que el presente le fastidia porque no lo siente, pues en el segundo en que escribe una palabra le resulta un momento anodino, que solo el tiempo coloreará o cargará de sentido.

Ahora la mujer está escuchando otro mensaje de otro hombre. “Pero si todavía ni nos conocemos y yo con esta pobreza tan berraca en la que ando, pero espera no más, porque a fin de mes me entra una plata y compro un tiquete de avión”.

No sé cuanto tiempo ha pasado desde que comencé a hacer fila, pero por fin es mi turno. La cajera, que masca chicle, me saluda y me pregunta que si tengo tarjeta puntos. Le digo que no y coge los productos, escanea los códigos de barra, teclea algo en la caja sin mirar y me da el precio. Parece un robot.

Pago y salgo rápido del lugar. Siento que perdí mucho tiempo, mucho presente.

martes, 15 de marzo de 2022

Abandoné El Camino

A veces uno resulta con caprichos chimbos.

Recuerdo que en una edición de la feria del libro compré El camino de Cormac Mccarthy. Había tomado un taller de escritura y en una de las sesiones hablamos de esa novela.

Ese día no tenía pensado adquirir ese libro, pero se me cruzó en un stand, recordé la conversación sobre la obra y me la llevé.

Cuando llegué a mi casa armé, como siempre, una torre con los libros que había comprado. El que quedaba encima era con el que empezaba, y así iba despachando las lecturas.

Le llegó el turno a la novela de McCarthy. La edición que compré era una traducción, y el verbo apear aparecía a cada rato conjugado en distintos tiempos. Como no me gusta esa palabra, cada vez que la leía me sacaba de la lectura.

Dejé de leer la novela por eso y porque no me enganchó, creo que  tenía mucha expectativa. Imagino o concluyo un par de cosas. La primera es medio romántica y mística, medio ridícula, más bien: no era el momento adecuado para leer ese libro, y la segunda es que siempre es mejor leer a los autores en su lengua original. Bueno, hasta cierto punto. Si se me antoja leer una novela, que sé yo, de un autor de Moldavia, pues no me queda otra que leer una traducción al español o al inglés.

Recuerdo que una vez me regalaron La República del Vino del premio nobel Mo Yan. Era una versión en español —Estoy lejos de aprender chino, claro está—, pero me dio la impresión de que era una doble traducción: de Chino a inglés y luego a español, por lo que a ratos había inconsistencias en el punto de vista. A pesar de eso, que era mucho más grave que el repudio hacia una palabra, la terminé de leer.

Quizá sea el momento de darle una nueva oportunidad a la novela de McCarthy. Les estaré contando si me subo o me vuelvo a apear bajar de esa lectura.

lunes, 14 de marzo de 2022

Tormenta y calma

Ahora sobre la ciudad solo cae una leve llovizna, después de un fuerte aguacero que estuvo cargado de truenos y relámpagos.

Juan Carlos Salgado piensa en la frase: después de la tempestead llegará la calma, pero cree que hay veces en que no es así y que la primera sigue ahí como si nada, tal vez expuesta o al acecho, pero siempre ahí.

Al principio de la borrasca, luego de salir del trabajo, quedó atrapado en una cafetería. Pidió un café cargado que le supo a diablos y le quemó la boca. Luego saco un cigarrillo y lo prendió con dificultad pues tenía los dedos entumidos del frío. Tras tres caladas profundas lo tiró al piso y le estampó un pie encima. Hasta hoy llevaba ya ocho meses sin fumar. “Maldita seas Carolina”, piensa.

Le molesta volver a caer en ese viejo vicio y cree que la culpa la tiene Carolina. Hace rato que su relación con ella entró en coma, y parece que no hay detalle, gesto o acción que la despierte. Se va debilitando con cada conversación que tienen, que suelen estar cargadas de indirectas, reproches y miradas fulminantes que solo parecen desear la muerte.

Se mata la cabeza repasando cuál fue esa estocada que hirió de gravedad su relación, pero por más que repasa días y eventos, no logra precisar cuál fue.

Ahora, cuando las dudas vuelven a invadir su cabeza, no les dedica tiempo y le achaca su situación al destino. Le gusta que exista ese concepto, porque lo libra de responsabilidades.

Si las personas pueden decir: “después de la tormenta llega la calma”, yo puedo decir “las cosas pasan por algo”, piensa y ese algo, aparte de su responsabilidad sobre el asunto, es el destino.

Como las lluvia no para y Salgado ya se cansó de estar en el mismo lugar, sale a la calle.

Las gotas comienzan a mojar su cabeza, pero no se preocupa en abrir la sombrilla, “¿qué más da?, se pregunta, “mejor que me lave la tormenta”, concluye.

viernes, 11 de marzo de 2022

“Tres años, diez meses y catorce días”

Esa es una de la cuentas regresivas que lleva Bruna Husky, la protagonista de la saga futurista de Rosa Montero.

Si no recuerdo mal, las replicantes como Husky son programadas para vivir hasta los 27 años, edad en la que se les acciona un cáncer fulminante, genéticamente programado.

De pronto sería bueno saber la fecha del día en que vamos a morir.

Eso me recuerda al personaje de un Articuento de Millás que está en un aeropuerto. Cuando se acerca al mostrador le dan un documento para que diligencie sus datos personales. El hombre comienza a leer los campos y se da cuenta de que al lado de la fecha de nacimiento, hay otro campo que dice: Fecha de muerte.

Si es muy complicado llegar a conocer esa fecha, deberíamos saber entonces aquella en la que nuestra existencia va a caer en picada, ese punto de partida en el que adquirimos más propiedad de bulto que de ser humano; eso para poder usar con algo de sentido y propieda ese cliché de “vivir como si fuera el último día”.

Pues sí, con tal dato en nuestro cerebro imagino que la cogeríamos suave y dejaríamos de lado tantas ínfulas de grandeza.

El escritor peruano Julio Ramón Ribeyro cuenta en sus diarios que tal vez sería bueno no vivir más allá de los 50 años. Parece poco tiempo, pero de cierta forma lo entiendo; la vejez es una putada.

Nuestra vitalidad debería repartirse de mejor forma a lo largo de la vida, qué sé yo. Cuando somos pequeños y en nuestra adolescencia, deberíamos poder reservar algo de energía para la vejez; aunque lo más probable es que si existiera esa posibilidad no le prestaríamos atención, pues el afán de vivir, de experimentar, de gozarnos la vida hasta los límites del agotamiento lo consideramos como lo normal, ¿acaso no? Llevamos fija la idea de vivir al máximo antes de que nos llegue la muerte.

Todo es extraño.

jueves, 10 de marzo de 2022

Pensar en los huevos del gallo

Redacto esto porque no se qué escribir y para no dejar de escribir.

Disculpen todos aquellos adictos a la escritura que les molesta ver palabras iguales o similares en una misma frase.

Dicen, algunos, supongo que saben, que eso no está bien visto, que se debería optar por el uso de sinónimos, pero para la palabra escribir me salen unos como: trazar, garabatear, garrapatear, mecanografiar, apuntar, que, a pesar de lo sonoros, poco tienen que ver con la actividad, y no logran encapsular su significado.

Comienzo a redactar este párrafo, después de un largo rato de mirar a la pantalla, sin saber qué decir y luego de haber ido a la cocina  a servirme gaseosa y coger un paquete de maizitos, que devoré como un muerto de hambre.

Note usted, estimado lector, que no utilicé la palabra escribir al inicio del párrafo anterior, pero si había utilizado “redacto” en el primero. Me pregunto cuál será el número de palabras necesario, para poder repetir una sin que parezca de esa manera. Seguro alguien tiene ese dato o ya se han hecho estudios sobre eso.

No digo que deba merecer un premio o algo por eso, pero a veces la gente no sabe lo que cuesta poner la palabra que viene. Hay veces que se acaban y da algo de angustia no saber de dónde sacarlas. Siempre he pensado que escribir, hasta cierto punto, es como jugarse la vida.

Hace poco me paso eso con un texto. Cuando comencé a escribirlo, mi mente rebozaba de ideas y las palabras me salían de todos lados, hasta de los bolsillos. Luego de recoger unas cuantas que se me habían caído al piso, para insertarlas o remplazarlas por otras aquí y allá, y cuando solo me faltaban 200 quedé en blanco.

200 palabras no es mucho, si acaso 4 o 5 párrafos, pero en varios intentos lo que escribía era una repetición de lo anterior.

Al final opté por ponerme de pie y dar una vuelta por el apartamento, sin pensar nada acerca del escrito, sino más bien en los huevos del gallo.

A veces la mejor táctica, y no solo para escribir, es distraerse a propósito.