jueves, 31 de marzo de 2022

De correos y otras cosas


Me inscribí a la lista de correo de una mujer que, me parece, es buena en lo que hace.

Me gustan sus emails porque tienen gracia y sabe narrar. además, a diferencia de otras personas, no intenta echarle tierra a nada ni a nadie y casi no se queja.  Uno la siente contenta predicando su rollo.

Hace poco envío un email cargado de odio. Es entendible pues no siempre podemos tener la paz del Dalai Lama, y hay veces en las que el mal humor se apodera de nosotros, cuando el mundo nos sabe a cacho.

Cuando siento que otras personas tienen un día de esos, imagino que algo les pasó. Por ejemplo, se pegaron en un dedo chiquito del pie con el borde de la cama luego de salir de la ducha, o qué sé yo, y de ahí en adelante su ánimo se fue al carajo,

La mujer decía que está mamada de que muchas personas se autodenominen mentores estrategas, CEO, coach de negocios, consultor, inserte aquí el cargo de su preferencia querido lector.

La entiendo, a mí también hay veces en que ese afán de reconocimiento, de autobombo de miren lo importante y único que soy, me aburre.

Cuando eso me pasa y para no amargarme la vida, más allá de niveles sanos, lo mejor por hacer, creo, es tragarse la rabia. ¿Cómo? Qué sé yo, pasársela con papitas y gaseosa o con lo que más le guste a uno.

A mí, por ejemplo, me cansan esas publicaciones que son un hibrido entre Pablo Coelho y Walter Riso –porno motivacional en su máxima expresión–, y hoy en día hay muchas de ese tipo, incluso yo las he hecho alguna vez.

El punto es que ayer vi una y comencé a despotricar sobre la persona que la había hecho. Cuando dejé de hacerlo seguía envenenado, y después del almuerzo sabía que debía buscar una forma de drenar toda esa rabia que me estaba consumiendo, así que me apliqué una dosis de escritura y comencé a escribir un cuento.

Escribir o leer ficción tiene propiedades curativas.

Independiente de cual sea el remedio que se aplique cada uno, imagino que a la larga lo que se debe hacer es intentar aplicar la técnica del importa culismo; dejar que todo nos resbale.

Así que si alguien quiere decir que es Jesucristo en persona pues que lo haga, que diga lo que le dé la gana. ¿Qué más da? ¿quién somos para decirle que no?: Nadie.

Al final no somos nadie, pero nos cuesta un montón aceptarlo.

miércoles, 30 de marzo de 2022

De madrugada

Miro la hora en el celular y son  la 1:07 a.m.

Ahí estoy yo sin dormir, y al otro lado del mundo algunas personas ya se bañaron, desayunaron y están sentados en sus escritorios trabajando.

Hace más de una hora me acosté dizque para dormir. Leí un rato, luego me puse a mirar el celular –ya saben, darle scroll down como si el mundo se fuera a acabar–, lo dejé de nuevo sobre el mueble modular al lado de mi cama que hace sus veces de mesa de noche, y luego de apagar la luz me pongo a pensar en los huevos del gallo.

En medio de mi contemplación a ojo cerrado, me pregunto sin roncaré mucho estando dormido. Mi hermano y una de mis hermanas son campeones mundiales de ronquido. No les envidio eso, pero si la facilidad que tienen para dormirse. Parece que apenas ponen la cabeza en la almohada caen en un sueño profundo. Yo, en cambio, doy vueltas y vueltas, repaso eventos viejos y recientes, moldeo ideas para escribir algo y en eso se me va el tiempo hasta que me quedo dormido.

¿Será que roncar tiene una relación directa y proporcional con soñar, es decir, que a más ronquidos mayor producción de sueños?

De ser así, por eso debo soñar poco o mal, pues muy rara vez recuerdo que fue lo que soñé y cuando lo logro, son sueños locos, partidos en escenas sin mucho sentido, como si mi inconsciente se hubiera tragado una pastilla de LSD.

Pienso que lo mejor sería dejar ese análisis para otro rato e intentar dormirme, o si no mañana no habrá alarma que me despierte.

Odio las alarmas.

Imagino que esa interrupción drástica, para pasar del sueño a la vigilia, nos recuerda aquel momento traumático en el que nos sacaron del útero materno. 

Ahí sigo otro rato, encadenando un pensamiento detrás de otro hasta que me quedo dormido.

martes, 29 de marzo de 2022

Lluvia

Llueve fuerte.

Del piso parece que salen chispas.

La mayoría de personas caminamos de afán y mal encarados, esquivando otros cuerpos. De vez en cuando chocamos los hombros de alguien, pero aún así nuestra mirada sigue clavada en el piso.

Odiamos el agua, la lluvia, los retrasos que va a generar en nuestros planes –como si pudiéramos dominar el curso libre de la vida– y a algunos, los realmente condenados, pisaron un charco, se les coló el agua por un hueco del zapato y llevan las medias mojadas.

Los buses que pasan tienen los vidrios empañados, porque quienes van en ellos se niegan a abrir las ventanas. Adentro, seguro, el sudor en grupo se convierte en un olor particular, milenario, digamos, de masas o, más bien de masa, singular, de un único cuerpo del que todos, así no queramos, hacemos parte.

¿Qué queda por hacer? No prestarle mucha atención, dejar que nos cubra y, si acaso, subirle el volumen a la música que se escucha a través de los audífonos.

Ahora en la calle alguien rompe el molde, un error divino abandona la regla: una mujer camina sin sombrilla y está totalmente empapada. Lleva puestas unas baletas negras, un jean saltacharcos azul oscuro y una camisa blanca de botones negros que le deja los brazos descubiertos. Una cartera negra cuelga de su hombro derecho.

La mujer sonríe, la lluvia es lo de menos para ella, no la incomoda para nada, al contrario, la celebra. No sabemos qué le paso, pero parece como si le acabaran de dar la mejor noticia de su existencia.

Fluye con la vida, a pesar del empeño de esta en ser cabrona y oscurecernos el panorama en el momento menos pensado. Esa mujer es, como dice un poema, como el agua, que se escurre por entre los dedos, pero es capaz de sostener un buque.

lunes, 28 de marzo de 2022

"Robar" ideas

Hace unos años escribí un cuento de un francotirador croata que, en mi humilde opinión, ha sido uno de los mejores que he escrito.

En una de las escenas el soldado tiene en la mira a un niño que lleva un abrigo largo y una mochila en su espalda.

El segundo camina por la plaza Sebilj y se detiene a recoger una flor que está en el piso. Apenas ese personaje entra en escena cuento: “El abrigo roza el suelo con cada paso que da el niño”.

La imagen del abrigo la saqué de una novela de Vargas Llosa en la que se describe a una mujer: “Un vestido del mismo color de su piel, que besaba el suelo y la obligaba a dar unos pasitos cortos, unos saltitos de grillo.”

Cuando leo suelo pescar ese tipo de imágenes potentes que, me parece, describen mucho en pocas palabras. Cuando las encuentro, las leo y las releo porque me gusta mucho encontrarme con esos aciertos narrativos.

Imagino que no hay ideas 100% originales y que, como dice la escritora Sara Jaramillo Klinkert, en la escritura todo ya está inventado, de ahí que lo importante sea tomar diferentes pedacitos de aquí y de allá, para crear algo propio.

Hace poco me pasó algo similar con otro cuento en el que una mujer habla con un médico sobre su madre enferma. La mujer le pregunta al hombre que cuántos días le quedan, y el hombre, de forma pausada, le responde que en esos casos no tiene sentido hablar de un número, sino tratar de entender que más allá de eso, se trata de una dirección de viaje, un movimiento en el tiempo, un viaje de puntillas hacia un punto de inflexión.

Esa idea la saqué de un libro de historias de una doctora especializada en cuidados paliativos.

jueves, 24 de marzo de 2022

"¡Estartéelo, estartéelo!"

Hace unos días el carro de mi hermano se apagó justo cuando íbamos a salir del parqueadero. Él Intentó prenderlo de nuevo, pero no funcionó.

Eso me recordó la recepción del matrimonio de Daniel, hace muchos años, en las afueras de Bogotá.

Creo que fui invitado por rebote, es decir, Daniel es más amigo de Andrés, un gran amigo mío, pero de todas formas la invitación me llegó al email.

Esta decía que la vestimenta debía ser informal chic. Nunca supe bien qué significaba eso, pero supuse que lo que me pusiera ese día, debía estar por encima de lo informal para alcanzar ese chic, fuese lo que fuese eso, que pedían. Internet dice que es una forma de vestir elegante pero cómoda y relajada. Yo y mi falta de mundo.

Ese día, había ríos de trago en la fiesta y muchas personas estaban borrachas. Yo tomé poco, porque aparte de Daniel solo conocía bien a Andrés y Ana María, su novia.

En un momento del a fiesta Daniel comenzó a pasar por las mesas que estaban alrededor de la pista de baile y en cada una brindaba, con el vaso que tenía en la mano, en fondo blanco.

Horas después estaba tendido sobre una, casi rozando la inconsciencia,  completamente borracho y María, su esposa, estaba sentada a su lado cuidándole la borrachera. Oí que mucha gente comentaba: “quién sabe cómo va a viajar a la luna de miel en ese estado”.

Me animé un poco y saqué a bailar a Laura. Ella llevaba puesto un vestido plateado largo y escotado que, me pareció, sobrepasaba cualquier nivel chic o, más bien, de chicness. ¡Ay, Laura!

Ahí estaba yo, feliz bailando y riendo con ella, cuando Ana María se acercó por atrás y me dijo en tono emputado, porque Andrés estaba muy tomado: “Alístate que nos vamos ya”.

Busqué mi chaqueta y junto con Andrés, Ana maría, y Nicolas, el dueño del carro en el que habíamos viajado, caminamos hasta el parqueadero, un lote descampado con piso de grava.

En ese momento comenzó a lloviznar forma copiosa. Hacía frío.

Cuando estábamos en el carro Nicolas lo intento prender y el motor no encendió. Nos bajamos y Andrés y yo nos subimos las mangas de nuestros atuendos chic.

La lluvia había embarrado el piso.

Comenzamos a empujar y Andrés, en medio de su borrachera, no decía nada más que “¡Estartéelo, Estartéelo!”, y luego soltaba una carcajada.

En la última empujada Andrés no calculó bien la fuerza y cayó al piso. Se levantó con las rodillas embarradas, pero seguía riendo y diciendo lo mismo: “¡Estartéelo, Estartéelo!”.

Ana María en medio del frío ardía de rabia y nos miraba sería.

Nuestro esfuerzo valió la pena. El carro prendió y pudimos devolvernos a Bogotá. Cuando íbamos llegando a la ciudad, Nicolás, un fiestero empedernido, nos dijo que si íbamos a un bar buenísimo en el que estaba yo no sé quiensito.

“Como quieran”, respondí. “Hágale”, dijo Andrés emocionado, mientras Ana María seguía muda, al parecer, odiando todo: a nosotros, al mundo, a dios, su existencia, en fin.

miércoles, 23 de marzo de 2022

Escrito fantasma

Hoy, temprano, tuve un rapto creativo y me vino a la cabeza una idea sobre la cual escribir algo.

Era una mañana lenta, así que me dije “mi mismo, escribamos esto que se me ocurrió antes de que se me vaya la paloma”.

Así lo hice y el texto fluyo fácil. Cuando dudaba en escribir una palabra o pensaba cuál podría funcionar mejor para lo que quería decir, al instante aparecía en mi cabeza la adecuada.

Fueron, creo, 30 minutos en los que escribí y edité el texto sin mayores contratiempos. Hay escritores que dicen que escribir debe ser difícil y que si no resulta así, se está haciendo algo mal. No sé, no creo en sentencias severas ni verdades absolutas, e imagino que hay veces que la escritura fluye porque se dan todas las condiciones necesarias, ¿cuáles?, qué sé yo: temperatura, luz, estado de ánimo, ideas, estómago lleno, en fin.

Justo antes de comenzar a escribir esto, pensé: “Voy a publicar lo que escribí hoy en la mañana”, pero no encontré el texto por ningún lado. Abrí todos los documentos que trabajé en el día para ver si, de puro distraído, lo había escrito en alguno de ellos, pero no, no lo encontré en ningún lado.

Estoy seguro de que no solo lo pensé sino que también lo escribí, ¿Será posible caer en la locura así, sin más ni más, de un momento a otro?

¿A dónde van a parar esas letras que se escriben y que luego no aparecen por ningún lado?

martes, 22 de marzo de 2022

El tiempo entre posturas

Miro el reloj en la esquina inferior derecha de la pantalla del computador y faltan 10 minutos para las 11 de la noche, mi hora preferida para leer.

Converso un poco conmigo mismo:

“Oiga, van a ser las 11”
“¿Y qué quiere que haga?”
“Disculpé, pensé que de pronto tenía pensado leer”.
“Hombre, tiene razón. En un rato apago el computador. Gracias por el recordatorio”.
“De nada”.

Luego me pongo a pensar en los huevos del gallo y cuando vuelvo a mirar el reloj ya son las 12:15 a.m.

El tiempo, es decir, esos segundos, minutos y con los que medimos nuestra existencia, implacable, no deja de consumirse en ningún momento.

Voy al baño y me lavo los dientes. Luego destiendo la cama y acomodo las tres almohadas contra la pared, mi trono de lectura. Primero va una que compré hace poco que, se supone, es ergonómica y se amolda perfecto a la cabeza. Luego viene una que es toda amorfa, y por último la más maciza de todas. Una vez están listas les doy un par de golpes que señalan el fin de ese pequeño ritual.

Después de meterme en la cama enciendo la lámpara, apunto el haz de luz hacia las hojas del libro físico o la pantalla del Kindle, según sea el caso, y me acuesto a leer.

En esta ocasión el turno es para el e-reader. Lo prendo, y pasados unos minutos, cuando termino un capítulo, decido acomodarme de medio lado.

Eso implica reacomodar las almohadas y la dirección del haz de luz. Hago eso rápido, al tiempo que imagino como se dobla mi columna vertebral. “Fijo es una posición poco favorable, pero ¿qué más da?”, pienso.

Empiezo a leer de nuevo y al poco tiempo se me comienzan a cerrar los ojos. Me obligo a abrirlos, me muevo un poco para despertarme. Ubico la línea en la que quedé y sigo.

Abro los ojos y el Kindle está apagado. Quién sabe hace cuanto tiempo me venció el sueño.

Vuelvo a prender el aparato, miro la hora y el reloj marca la 1:30 de la mañana, “¿pero qué carajos le pasa al tiempo?”, me pregunto.

Tengo sueño, pero mi psicorrigidez  de lector  me impide dejar un capítulo a medias, así que decido terminarlo.

Empiezo y otra vez se me cierran los ojos.

Vuelvo a mi postura inicial y termino el capítulo.

Ahora parece que el sueño se esfumo, pero apago la luz, boto dos almohadas al piso, doy media vuelta, me arropo, cierro los ojos y me duermo, eso creo, casi al instante.