Tengo pereza de escribir. Dicha sensación está potenciada por no tener idea sobre qué hacerlo.
La única forma de combatirla es escribiendo. Siempre he pensado que la escritura es como un músculo que se debe ejercitar, sobre todo cuando sentimos que anda flojo.
Acudo a la solución más fácil: escribir precisamente sobre eso, mi pereza de escribir, o bien, mi incapacidad para hacerlo.
No dediqué un rato del día a pensar sobre un tema, porque me la pasé editando un correo que debía funcionar completico, es decir, no le podía sobrar ni faltar una palabra.
El correo también tenía un archivo adjunto que pude redactar más rápido de lo que pensé, pero mi maquinaria narrativa se varó al momento de enfrentarme al cuerpo del email.
Necesitaba que fuera cercano y por eso conté una pequeña historia al comienzo, pero cuando debía hacer una transición al tema central, mi mente quedó en blanco.
Salí a dar una vuelta. Como ya lo he dicho antes, a veces, para que las ideas fluyan, lo mejor es pensar en los huevos del gallo de forma deliberada.
Caminé hasta un Dunkin’ Donuts y me compré una de Choco-maní (la mejor de todas y no pienso discutirlo por el momento), luego le di una vuelta a un parque y regresé a mi casa.
Hasta ese momento seguía sin pensar en el correo que debía enviar.
Al llegar a casa, lo primero que hice fue prepararme un tinto. Mientras lo hacía, no me aguanté las ganas y le metí un mordisco a la dona. Me supo muy bien porque estaba fresca, a diferencia de esas que dejan en el mostrador un viernes y el fin de semana es largo porque hay festivo, y cuando uno las compra emocionado resultan tiesas.
Si el mordisco solitario de la dona fue bueno, ustedes no se imaginan su maridaje con el tinto. Me la acabé en no más de 5 mordiscos, alternados con sorbos de la bebida.
Luego me senté en el escritorio, leí lo que llevaba redactado del correo, vi un camino para enfocarlo de otra manera, lo tomé y luego de 15 minutos le di clic al botón enviar.
martes, 5 de abril de 2022
lunes, 4 de abril de 2022
Fracasado
Espero a alguien en un restaurante.
Varios meseros revolotean por el lugar: toman nota de qué quieren los comensales, caminan de afán mientras hacen equilibrio con bandejas que transportan por encima de sus cabezas, llevan cuentas y facturas, manejan datáfonos, rellenan los vasos de agua, así solo se les haya dado un sorbo, recomiendan platos o mencionan cuáles ya se agotaron.
“Señor, ya no tenemos Mero”, dice uno de ellos a una pareja que se encuentra en la mesa de al lado. El hombre se pone a mirar la carta de nuevo. Queda claro que no está preparado, y que no tenía una segunda opción en mente. “Entonces tráigame un bistec”, dice con desgano, como si estuviera seguro de que el plato le va a salir malo.
Me salgo de mis pensamientos para ponerles atención, parar oreja es un buen deporte.
Varios meseros revolotean por el lugar: toman nota de qué quieren los comensales, caminan de afán mientras hacen equilibrio con bandejas que transportan por encima de sus cabezas, llevan cuentas y facturas, manejan datáfonos, rellenan los vasos de agua, así solo se les haya dado un sorbo, recomiendan platos o mencionan cuáles ya se agotaron.
“Señor, ya no tenemos Mero”, dice uno de ellos a una pareja que se encuentra en la mesa de al lado. El hombre se pone a mirar la carta de nuevo. Queda claro que no está preparado, y que no tenía una segunda opción en mente. “Entonces tráigame un bistec”, dice con desgano, como si estuviera seguro de que el plato le va a salir malo.
Me salgo de mis pensamientos para ponerles atención, parar oreja es un buen deporte.
“¿Por qué piensas eso?”, le pregunta la mujer al hombre, que ahora tiene los codos apoyados sobre la mesa y las manos sobre la cabeza. Las mueve de adelante hacia atrás, y luego se las pasa por la cara.
“Por qué lo digo?”, pregunta como si fuera obvio.
“Si, dime porque piensas que eres un fracasado”.
Pues es casi obvio Marce, ya casi voy a cumplir 50 y todavía no tengo un hijo”
“Pero Omar”, le responde ella tomándole la mano que reposa sobre la mesa, “Tienes trabajo, dos apartamentos, carro, una finca productiva. No te entiendo.
Un mesero llega para volver a llenar la copa de agua de él, que terminó hace un momento con un sorbo prolongado.
“Por favor no digas eso”, concluye ella. Tienes que tener cuidado con las palabras que utilizas, y esa es una muy fuerte.
A Omar parece no importarle lo que le dice su amiga, y como para dejar claro lo poderosa y negativa que es la palabra, ella saca el celular para buscar su significado. Lo lee en voz alta:
Persona Que no ha conseguido en la vida la posición o el estado a los que aspiraba. ¿En serio crees que eres un fracasado?
Omar le regala una mirada triste, le vuelve a dar un sorbo a la copa de agua. No responde nada de lo que piensa.
“Por qué lo digo?”, pregunta como si fuera obvio.
“Si, dime porque piensas que eres un fracasado”.
Pues es casi obvio Marce, ya casi voy a cumplir 50 y todavía no tengo un hijo”
“Pero Omar”, le responde ella tomándole la mano que reposa sobre la mesa, “Tienes trabajo, dos apartamentos, carro, una finca productiva. No te entiendo.
Un mesero llega para volver a llenar la copa de agua de él, que terminó hace un momento con un sorbo prolongado.
“Por favor no digas eso”, concluye ella. Tienes que tener cuidado con las palabras que utilizas, y esa es una muy fuerte.
A Omar parece no importarle lo que le dice su amiga, y como para dejar claro lo poderosa y negativa que es la palabra, ella saca el celular para buscar su significado. Lo lee en voz alta:
Persona Que no ha conseguido en la vida la posición o el estado a los que aspiraba. ¿En serio crees que eres un fracasado?
Omar le regala una mirada triste, le vuelve a dar un sorbo a la copa de agua. No responde nada de lo que piensa.
sábado, 2 de abril de 2022
Mi lectura se fue al carajo
Hace buen clima así que decido salir a tomarme un capuchino y leer.
La idea que tengo es la cabeza es hacerlo, como mínimo, de 4 a 6.
Llego al café pasadas las 4. Hago el pedido y hojeo el celular mientras me traen la bebida.
Cuando por fin llega saco el Kindle y comienzo a leer.
Me engancho con la lectura hasta que alguien me llama: “¿Juanma?”. Volteo a mirar y es Verónica, una compañera de la universidad.
Nos saludamos, que cómo estás, que rico verte, y demás formalidades y ella me dice que tiene una cita con yo no se quiensito, pero que todavía no ha llegado. Luego inspecciona el lugar con la mirada. “Voy a mirar a ver si está adentro”, dice, y deja colgando la frase en el aire mientras se aleja, dando a entender que, si su cita no ha llegado, se sentará conmigo a esperarla.
“Mi lectura se fue al carajo”, pienso, mientras le regalo una sonrisa hipócrita y le doy un sorbo desganado al capuchino, pues ya no me lo voy a poder tomar mientras leo.
Al rato Verónica vuelve y confirma que cita no ha llegado. En ese momento ya estoy en plan charla y la invito a sentarse.
Repetimos un par de comentarios que nos acabamos de decir, y siento que a nuestra conversación le cuesta prender motores. Le pregunto que como está, que cómo le ha ido con la pandemia, pero quiero saber si la se le ha afectado el coco, que me cuente algo que me sacuda, como dice el poema The Invitation:
It Doesn’t interest me what you can do for a living. I want to know what you ache for, and if you dare to dream of meeting your heart’s longing.
pero seguro planteo la pregunta mal, porque me responde: “bien, estoy trabajando en X empresa como wachuwachu”.
“Que bueno”, respondo, y ella sigue contándome en qué consiste su trabajo. Quiere tomar las riendas de la conversación para llevarla a su campo: empresas, trabajo, etc. y yo tengo una pereza infinita de caer en ese terreno verbal. Solo quiero saber, en realidad, cómo ha estado, que deje de lado, por lo menos un momento, su postura profesional, pero no encuentro las palabras así que la dejo ser. Además, sigo pensando: mi lectura se fue al carajo.
Me cuenta que su hijo ya tiene 8 años y se pone a buscar una foto de él en el celular. Por fin encuentra una en la que sale solo y me la muestra. La miro y no sé qué decirle, si darle felicitaciones o qué, así que acudo a una respuesta que creo segura: “Se ve súper grande”, sin tener ni idea de cuál debe ser la altura de un niño de esa edad.
Verónica sigue mirando para todos los lados a ver si la persona que espera ya llegó. La siento, igual que yo, incomoda.
“Cuando me vuelve a mirar me pasa el balón de la conversación con la siguiente frase: “Pues sí, eso te cuento”, como diciendo “de malas mijo, mire a ver de dónde saca tema”. Me dan ganas de decirle que no me ha contado nada, pero me quedo callado y ella también.
Un silencio incomodo cubre la conversación hasta que me pregunta: “¿Y tú qué?, hijos, pareja ¿qué?” Le doy otro sorbo al capuchino para mojar la palabra. Ya está frio (mi lectura se fue al carajo) y le respondo que nada, negativo, null, nicht, nones, nein, naranjas, que ese departamento, al parecer, no cuenta con un manager o sus empleados andan en huelga.
Le digo que cada vez es más difícil conocer a alguien, y que esa dinámica en sí: Cómo te llamas, quién eres, que te gusta hacer, bla bla bla. Me da mucha pereza, pero que, imagino, no debe haber otro camino.
Verónica me da la razón y me dice que la única salida es que mis amigos me presenten a alguien. Intento hacer una broma y le digo que me presente amigas, pero ella hace que no oye, no sonríe y responde:
“Yo, por ejemplo, estoy en mi segundo matrimonio. Me cuenta que el primero no funciono porque ella y su expareja, aparte de una infidelidad de por medio, eran muy distintos, y que uno siempre sabe cuándo alguien no es para uno. “¿Cierto?”, me pregunta.
Aquí mis sentidos se ponen alerta, porque por fin se muestra un poco vulnerable, pero como en tema de relaciones soy más bien la voz de la inexperiencia, tampoco sé qué responderle. Contrapregunto: “¿Tú crees?”.
Verónica ahora se concentra en su celular y me pide disculpas. “Estoy en medio de una negociación con una empresa de Peru y es súper importante”, concluye. “Tranquila, dale sin problema”, le respondo.
Cuando deja de escribir en el celular, me cuenta a grandes rasgos de qué se trata todo. Dice algo que tiene que ver con temas legales y que allá todo eso es muy complicado, porque el cashback yo no sé qué cosas. Asiento con la cabeza, mientras le pido a los dioses de las conversaciones que me iluminen.
Luego me dice que está haciendo un MBA en tal lugar. “Ahhh el de X cosa, le menciono” y de inmediato me corrige: “no, este es diferente porque es con la metodología de Harvard. Todo lo vemos por medio de casos de estudio”
“Ahh ya”. Mi lectura se fue al carajo.
“¿Y tú qué haces acá?”
Le señalo la mochila y le digo que vine a leer un rato.
“Ahh veo, Yo me voy a hacer en otra mesa para esperar a mi cita”
Se pone de pie, la imito, nos damos un abrazo y se va a buscar otra mesa.
Vuelvo a prender el Kindle, y ya solo me queda un cuncho frío de capuchino. Me lo tomo y es un sorbo triste.
La idea que tengo es la cabeza es hacerlo, como mínimo, de 4 a 6.
Llego al café pasadas las 4. Hago el pedido y hojeo el celular mientras me traen la bebida.
Cuando por fin llega saco el Kindle y comienzo a leer.
Me engancho con la lectura hasta que alguien me llama: “¿Juanma?”. Volteo a mirar y es Verónica, una compañera de la universidad.
Nos saludamos, que cómo estás, que rico verte, y demás formalidades y ella me dice que tiene una cita con yo no se quiensito, pero que todavía no ha llegado. Luego inspecciona el lugar con la mirada. “Voy a mirar a ver si está adentro”, dice, y deja colgando la frase en el aire mientras se aleja, dando a entender que, si su cita no ha llegado, se sentará conmigo a esperarla.
“Mi lectura se fue al carajo”, pienso, mientras le regalo una sonrisa hipócrita y le doy un sorbo desganado al capuchino, pues ya no me lo voy a poder tomar mientras leo.
Al rato Verónica vuelve y confirma que cita no ha llegado. En ese momento ya estoy en plan charla y la invito a sentarse.
Repetimos un par de comentarios que nos acabamos de decir, y siento que a nuestra conversación le cuesta prender motores. Le pregunto que como está, que cómo le ha ido con la pandemia, pero quiero saber si la se le ha afectado el coco, que me cuente algo que me sacuda, como dice el poema The Invitation:
It Doesn’t interest me what you can do for a living. I want to know what you ache for, and if you dare to dream of meeting your heart’s longing.
pero seguro planteo la pregunta mal, porque me responde: “bien, estoy trabajando en X empresa como wachuwachu”.
“Que bueno”, respondo, y ella sigue contándome en qué consiste su trabajo. Quiere tomar las riendas de la conversación para llevarla a su campo: empresas, trabajo, etc. y yo tengo una pereza infinita de caer en ese terreno verbal. Solo quiero saber, en realidad, cómo ha estado, que deje de lado, por lo menos un momento, su postura profesional, pero no encuentro las palabras así que la dejo ser. Además, sigo pensando: mi lectura se fue al carajo.
Me cuenta que su hijo ya tiene 8 años y se pone a buscar una foto de él en el celular. Por fin encuentra una en la que sale solo y me la muestra. La miro y no sé qué decirle, si darle felicitaciones o qué, así que acudo a una respuesta que creo segura: “Se ve súper grande”, sin tener ni idea de cuál debe ser la altura de un niño de esa edad.
Verónica sigue mirando para todos los lados a ver si la persona que espera ya llegó. La siento, igual que yo, incomoda.
“Cuando me vuelve a mirar me pasa el balón de la conversación con la siguiente frase: “Pues sí, eso te cuento”, como diciendo “de malas mijo, mire a ver de dónde saca tema”. Me dan ganas de decirle que no me ha contado nada, pero me quedo callado y ella también.
Un silencio incomodo cubre la conversación hasta que me pregunta: “¿Y tú qué?, hijos, pareja ¿qué?” Le doy otro sorbo al capuchino para mojar la palabra. Ya está frio (mi lectura se fue al carajo) y le respondo que nada, negativo, null, nicht, nones, nein, naranjas, que ese departamento, al parecer, no cuenta con un manager o sus empleados andan en huelga.
Le digo que cada vez es más difícil conocer a alguien, y que esa dinámica en sí: Cómo te llamas, quién eres, que te gusta hacer, bla bla bla. Me da mucha pereza, pero que, imagino, no debe haber otro camino.
Verónica me da la razón y me dice que la única salida es que mis amigos me presenten a alguien. Intento hacer una broma y le digo que me presente amigas, pero ella hace que no oye, no sonríe y responde:
“Yo, por ejemplo, estoy en mi segundo matrimonio. Me cuenta que el primero no funciono porque ella y su expareja, aparte de una infidelidad de por medio, eran muy distintos, y que uno siempre sabe cuándo alguien no es para uno. “¿Cierto?”, me pregunta.
Aquí mis sentidos se ponen alerta, porque por fin se muestra un poco vulnerable, pero como en tema de relaciones soy más bien la voz de la inexperiencia, tampoco sé qué responderle. Contrapregunto: “¿Tú crees?”.
Verónica ahora se concentra en su celular y me pide disculpas. “Estoy en medio de una negociación con una empresa de Peru y es súper importante”, concluye. “Tranquila, dale sin problema”, le respondo.
Cuando deja de escribir en el celular, me cuenta a grandes rasgos de qué se trata todo. Dice algo que tiene que ver con temas legales y que allá todo eso es muy complicado, porque el cashback yo no sé qué cosas. Asiento con la cabeza, mientras le pido a los dioses de las conversaciones que me iluminen.
Luego me dice que está haciendo un MBA en tal lugar. “Ahhh el de X cosa, le menciono” y de inmediato me corrige: “no, este es diferente porque es con la metodología de Harvard. Todo lo vemos por medio de casos de estudio”
“Ahh ya”. Mi lectura se fue al carajo.
“¿Y tú qué haces acá?”
Le señalo la mochila y le digo que vine a leer un rato.
“Ahh veo, Yo me voy a hacer en otra mesa para esperar a mi cita”
Se pone de pie, la imito, nos damos un abrazo y se va a buscar otra mesa.
Vuelvo a prender el Kindle, y ya solo me queda un cuncho frío de capuchino. Me lo tomo y es un sorbo triste.
Retomo la lectura.
jueves, 31 de marzo de 2022
De correos y otras cosas
Me inscribí a la lista de correo de una mujer que, me parece, es buena en lo que hace.
Me gustan sus emails porque tienen gracia y sabe narrar. además, a diferencia de otras personas, no intenta echarle tierra a nada ni a nadie y casi no se queja. Uno la siente contenta predicando su rollo.
Hace poco envío un email cargado de odio. Es entendible pues no siempre podemos tener la paz del Dalai Lama, y hay veces en las que el mal humor se apodera de nosotros, cuando el mundo nos sabe a cacho.
Cuando siento que otras personas tienen un día de esos, imagino que algo les pasó. Por ejemplo, se pegaron en un dedo chiquito del pie con el borde de la cama luego de salir de la ducha, o qué sé yo, y de ahí en adelante su ánimo se fue al carajo,
La mujer decía que está mamada de que muchas personas se autodenominen mentores estrategas, CEO, coach de negocios, consultor, inserte aquí el cargo de su preferencia querido lector.
La entiendo, a mí también hay veces en que ese afán de reconocimiento, de autobombo de miren lo importante y único que soy, me aburre.
Cuando eso me pasa y para no amargarme la vida, más allá de niveles sanos, lo mejor por hacer, creo, es tragarse la rabia. ¿Cómo? Qué sé yo, pasársela con papitas y gaseosa o con lo que más le guste a uno.
A mí, por ejemplo, me cansan esas publicaciones que son un hibrido entre Pablo Coelho y Walter Riso –porno motivacional en su máxima expresión–, y hoy en día hay muchas de ese tipo, incluso yo las he hecho alguna vez.
El punto es que ayer vi una y comencé a despotricar sobre la persona que la había hecho. Cuando dejé de hacerlo seguía envenenado, y después del almuerzo sabía que debía buscar una forma de drenar toda esa rabia que me estaba consumiendo, así que me apliqué una dosis de escritura y comencé a escribir un cuento.
Escribir o leer ficción tiene propiedades curativas.
Independiente de cual sea el remedio que se aplique cada uno, imagino que a la larga lo que se debe hacer es intentar aplicar la técnica del importa culismo; dejar que todo nos resbale.
Así que si alguien quiere decir que es Jesucristo en persona pues que lo haga, que diga lo que le dé la gana. ¿Qué más da? ¿quién somos para decirle que no?: Nadie.
Al final no somos nadie, pero nos cuesta un montón aceptarlo.
miércoles, 30 de marzo de 2022
De madrugada
Miro la hora en el celular y son la 1:07 a.m.
Ahí estoy yo sin dormir, y al otro lado del mundo algunas personas ya se bañaron, desayunaron y están sentados en sus escritorios trabajando.
Hace más de una hora me acosté dizque para dormir. Leí un rato, luego me puse a mirar el celular –ya saben, darle scroll down como si el mundo se fuera a acabar–, lo dejé de nuevo sobre el mueble modular al lado de mi cama que hace sus veces de mesa de noche, y luego de apagar la luz me pongo a pensar en los huevos del gallo.
En medio de mi contemplación a ojo cerrado, me pregunto sin roncaré mucho estando dormido. Mi hermano y una de mis hermanas son campeones mundiales de ronquido. No les envidio eso, pero si la facilidad que tienen para dormirse. Parece que apenas ponen la cabeza en la almohada caen en un sueño profundo. Yo, en cambio, doy vueltas y vueltas, repaso eventos viejos y recientes, moldeo ideas para escribir algo y en eso se me va el tiempo hasta que me quedo dormido.
¿Será que roncar tiene una relación directa y proporcional con soñar, es decir, que a más ronquidos mayor producción de sueños?
De ser así, por eso debo soñar poco o mal, pues muy rara vez recuerdo que fue lo que soñé y cuando lo logro, son sueños locos, partidos en escenas sin mucho sentido, como si mi inconsciente se hubiera tragado una pastilla de LSD.
Pienso que lo mejor sería dejar ese análisis para otro rato e intentar dormirme, o si no mañana no habrá alarma que me despierte.
Odio las alarmas.
Imagino que esa interrupción drástica, para pasar del sueño a la vigilia, nos recuerda aquel momento traumático en el que nos sacaron del útero materno.
Ahí estoy yo sin dormir, y al otro lado del mundo algunas personas ya se bañaron, desayunaron y están sentados en sus escritorios trabajando.
Hace más de una hora me acosté dizque para dormir. Leí un rato, luego me puse a mirar el celular –ya saben, darle scroll down como si el mundo se fuera a acabar–, lo dejé de nuevo sobre el mueble modular al lado de mi cama que hace sus veces de mesa de noche, y luego de apagar la luz me pongo a pensar en los huevos del gallo.
En medio de mi contemplación a ojo cerrado, me pregunto sin roncaré mucho estando dormido. Mi hermano y una de mis hermanas son campeones mundiales de ronquido. No les envidio eso, pero si la facilidad que tienen para dormirse. Parece que apenas ponen la cabeza en la almohada caen en un sueño profundo. Yo, en cambio, doy vueltas y vueltas, repaso eventos viejos y recientes, moldeo ideas para escribir algo y en eso se me va el tiempo hasta que me quedo dormido.
¿Será que roncar tiene una relación directa y proporcional con soñar, es decir, que a más ronquidos mayor producción de sueños?
De ser así, por eso debo soñar poco o mal, pues muy rara vez recuerdo que fue lo que soñé y cuando lo logro, son sueños locos, partidos en escenas sin mucho sentido, como si mi inconsciente se hubiera tragado una pastilla de LSD.
Pienso que lo mejor sería dejar ese análisis para otro rato e intentar dormirme, o si no mañana no habrá alarma que me despierte.
Odio las alarmas.
Imagino que esa interrupción drástica, para pasar del sueño a la vigilia, nos recuerda aquel momento traumático en el que nos sacaron del útero materno.
Ahí sigo otro rato, encadenando un pensamiento detrás de otro hasta que me quedo dormido.
martes, 29 de marzo de 2022
Lluvia
Llueve fuerte.
Del piso parece que salen chispas.
La mayoría de personas caminamos de afán y mal encarados, esquivando otros cuerpos. De vez en cuando chocamos los hombros de alguien, pero aún así nuestra mirada sigue clavada en el piso.
Odiamos el agua, la lluvia, los retrasos que va a generar en nuestros planes –como si pudiéramos dominar el curso libre de la vida– y a algunos, los realmente condenados, pisaron un charco, se les coló el agua por un hueco del zapato y llevan las medias mojadas.
Los buses que pasan tienen los vidrios empañados, porque quienes van en ellos se niegan a abrir las ventanas. Adentro, seguro, el sudor en grupo se convierte en un olor particular, milenario, digamos, de masas o, más bien de masa, singular, de un único cuerpo del que todos, así no queramos, hacemos parte.
¿Qué queda por hacer? No prestarle mucha atención, dejar que nos cubra y, si acaso, subirle el volumen a la música que se escucha a través de los audífonos.
Ahora en la calle alguien rompe el molde, un error divino abandona la regla: una mujer camina sin sombrilla y está totalmente empapada. Lleva puestas unas baletas negras, un jean saltacharcos azul oscuro y una camisa blanca de botones negros que le deja los brazos descubiertos. Una cartera negra cuelga de su hombro derecho.
La mujer sonríe, la lluvia es lo de menos para ella, no la incomoda para nada, al contrario, la celebra. No sabemos qué le paso, pero parece como si le acabaran de dar la mejor noticia de su existencia.
Fluye con la vida, a pesar del empeño de esta en ser cabrona y oscurecernos el panorama en el momento menos pensado. Esa mujer es, como dice un poema, como el agua, que se escurre por entre los dedos, pero es capaz de sostener un buque.
Del piso parece que salen chispas.
La mayoría de personas caminamos de afán y mal encarados, esquivando otros cuerpos. De vez en cuando chocamos los hombros de alguien, pero aún así nuestra mirada sigue clavada en el piso.
Odiamos el agua, la lluvia, los retrasos que va a generar en nuestros planes –como si pudiéramos dominar el curso libre de la vida– y a algunos, los realmente condenados, pisaron un charco, se les coló el agua por un hueco del zapato y llevan las medias mojadas.
Los buses que pasan tienen los vidrios empañados, porque quienes van en ellos se niegan a abrir las ventanas. Adentro, seguro, el sudor en grupo se convierte en un olor particular, milenario, digamos, de masas o, más bien de masa, singular, de un único cuerpo del que todos, así no queramos, hacemos parte.
¿Qué queda por hacer? No prestarle mucha atención, dejar que nos cubra y, si acaso, subirle el volumen a la música que se escucha a través de los audífonos.
Ahora en la calle alguien rompe el molde, un error divino abandona la regla: una mujer camina sin sombrilla y está totalmente empapada. Lleva puestas unas baletas negras, un jean saltacharcos azul oscuro y una camisa blanca de botones negros que le deja los brazos descubiertos. Una cartera negra cuelga de su hombro derecho.
La mujer sonríe, la lluvia es lo de menos para ella, no la incomoda para nada, al contrario, la celebra. No sabemos qué le paso, pero parece como si le acabaran de dar la mejor noticia de su existencia.
Fluye con la vida, a pesar del empeño de esta en ser cabrona y oscurecernos el panorama en el momento menos pensado. Esa mujer es, como dice un poema, como el agua, que se escurre por entre los dedos, pero es capaz de sostener un buque.
lunes, 28 de marzo de 2022
"Robar" ideas
Hace unos años escribí un cuento de un francotirador croata que, en mi humilde opinión, ha sido uno de los mejores que he escrito.
En una de las escenas el soldado tiene en la mira a un niño que lleva un abrigo largo y una mochila en su espalda.
El segundo camina por la plaza Sebilj y se detiene a recoger una flor que está en el piso. Apenas ese personaje entra en escena cuento: “El abrigo roza el suelo con cada paso que da el niño”.
La imagen del abrigo la saqué de una novela de Vargas Llosa en la que se describe a una mujer: “Un vestido del mismo color de su piel, que besaba el suelo y la obligaba a dar unos pasitos cortos, unos saltitos de grillo.”
Cuando leo suelo pescar ese tipo de imágenes potentes que, me parece, describen mucho en pocas palabras. Cuando las encuentro, las leo y las releo porque me gusta mucho encontrarme con esos aciertos narrativos.
Imagino que no hay ideas 100% originales y que, como dice la escritora Sara Jaramillo Klinkert, en la escritura todo ya está inventado, de ahí que lo importante sea tomar diferentes pedacitos de aquí y de allá, para crear algo propio.
Hace poco me pasó algo similar con otro cuento en el que una mujer habla con un médico sobre su madre enferma. La mujer le pregunta al hombre que cuántos días le quedan, y el hombre, de forma pausada, le responde que en esos casos no tiene sentido hablar de un número, sino tratar de entender que más allá de eso, se trata de una dirección de viaje, un movimiento en el tiempo, un viaje de puntillas hacia un punto de inflexión.
Esa idea la saqué de un libro de historias de una doctora especializada en cuidados paliativos.
En una de las escenas el soldado tiene en la mira a un niño que lleva un abrigo largo y una mochila en su espalda.
El segundo camina por la plaza Sebilj y se detiene a recoger una flor que está en el piso. Apenas ese personaje entra en escena cuento: “El abrigo roza el suelo con cada paso que da el niño”.
La imagen del abrigo la saqué de una novela de Vargas Llosa en la que se describe a una mujer: “Un vestido del mismo color de su piel, que besaba el suelo y la obligaba a dar unos pasitos cortos, unos saltitos de grillo.”
Cuando leo suelo pescar ese tipo de imágenes potentes que, me parece, describen mucho en pocas palabras. Cuando las encuentro, las leo y las releo porque me gusta mucho encontrarme con esos aciertos narrativos.
Imagino que no hay ideas 100% originales y que, como dice la escritora Sara Jaramillo Klinkert, en la escritura todo ya está inventado, de ahí que lo importante sea tomar diferentes pedacitos de aquí y de allá, para crear algo propio.
Hace poco me pasó algo similar con otro cuento en el que una mujer habla con un médico sobre su madre enferma. La mujer le pregunta al hombre que cuántos días le quedan, y el hombre, de forma pausada, le responde que en esos casos no tiene sentido hablar de un número, sino tratar de entender que más allá de eso, se trata de una dirección de viaje, un movimiento en el tiempo, un viaje de puntillas hacia un punto de inflexión.
Esa idea la saqué de un libro de historias de una doctora especializada en cuidados paliativos.
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