Cuando le conectaron los electrodos, Miguel Ulrich pensó acerca de la facilidad con la que cambia la vida, cómo en un instante todo lo planeado se desmorona.
Recordó la cita de Joan Didion, tan precisa, tan verdad, tan suya y de todos: “La vida cambia rápido. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba.”
La vida se acaba a cada rato, solo que no nos damos cuenta, piensa, nunca nos damos cuenta de lo que realmente importa.
Él y su esposa decidieron pedir unos días de vacaciones, no para irse de viaje, sino quedarse en la casa.
No entiende bien el afán que la mayoría tiene de abandonar la ciudad, apenas tienen la oportunidad para hacerlo. A ellos les gusta pasar tiempo en su casa, leyendo, viendo películas, series, o tomando algo con la chimenea encendida, sentados en el viejo sofá de tela azul que compraron en un mercado de pulgas.
Ese día había sido un día normal como cualquier otro, si es que tal cosa se puede afirmar de un día. Cuando la noche cubrió la ciudad jugaron cartas, y picaron jamón y quesos. Al final de una partida Ulrich se levantó y fue a la cocina para servirse un vaso de gaseosa.
Cuando volvió a la mesa le dijo a su esposa: “Tengo escalofrío”. Ella, que barajaba las cartas, lo miró y se dio cuenta de que sus manos temblaban, y de cómo tiritaba hasta ese punto en que los dientes se entrechocan.
“Mejor vamos a acostarnos”, le dijo, y tomo una de sus manos. Estaba fría, como si acabara de bañárselas con agua helada.
Ya en el cuarto, Ulrich le pidió que por favor le pasara el saco grueso de lana gris, guantes y un gorro. Se acostó y haló las cobijas hasta por encima de su mentón. Kiki, su esposa, le trajo una bolsa de agua caliente y se la puso en los pies.
Luego se sentó en una silla a su lado y prendió el televisor, pero como un acto reflejo, para que hubiera algo de ruido de fondo que no la dejara pensar en escenarios graves.
10 o 15 minutos después, ninguno de los dos recuerda bien, ella le volvió a tocar las manos y seguían igual de frías. Le tomó la temperatura, pero no tenía fiebre. “Nos vamos para el hospital”, le dijo a Ulrich.
Al principio él insistió que no era nada que no se pudiera tratar con un poco de reposo, pero luego de un tiempo pensó que, quizá, algo no andaba bien.
Eran las 2 de la mañana cuando salieron de la casa. A esa hora las calles de la ciudad parecían las de un pueblo fantasma y, por alguna razón, cogieron todos los semáforos del camino en rojo. Kiki arrancaba con rabia cada vez que cambiaban a verde.
Cuando por fin llegaron al hospital y luego de coger un turno, una enfermera los atendió y le tomó los signos vitales. Todo estaba en orden. Luego le preguntó qué era lo que le pasaba y Ulrich le contó sobre el repentino y violento escalofrío.
“Sigan a la sala de espera”, pronto un médico los va a atender.
En la sala había otras tres personas ensimismadas en sus celulares y un televisor empotrado en la pared que, como el de su casa, no tenía otra función que hacer ruido.
Por fin Salió su turno en la pantalla“C256”, Ulrich pensó a qué se debía esa combinación y si antes de él 255 personas habían ido a urgencias ese día.
La vida cambia rápido. Te sientas a jugar cartas…
Lo atendió una médica muy joven de apellido Montoya, de la que ya no recuerda su nombre. “¿con qué los alimentan, para que se gradúen tan jóvenes?”, pensó Ulrich.
“Señor Ulrich le voy a ordenar unos exámenes de sangre para ver si todo está en orden, y un electrocardiograma”.
Primero le sacaron la sangre y 20 minutos después, le hicieron el otro examen. Para ese momento sus manos ya habían ganado algo de calor, y recordó lo frías que estaban cuando la enfermera le conectó los electrodos en el pecho luego de echarles un gel transparente.
Ese examen también salió bien.
De vuelta a la casa en el carro, con una Kiki concentrada al volante y mientras él miraba por la ventana, se preguntó si tendrá sentido o no hacer planes.
viernes, 15 de abril de 2022
jueves, 14 de abril de 2022
Gritería confusa
Me acuesto pensando: “voy a dormir hasta el fin del mundo”. Mi plan fracasa de manera rotunda y algo: un sueño, un ruido, qué sé yo, me despierta a las 4 y media de la mañana.
¿Qué por qué sé la hora? Porque no me aguanto las ganas de mirar el celular, aunque siempre tengo presente un artículo que leí una vez, que decía que cuando eso ocurre lo mejor es dar media vuelta, cerrar los ojos, intentar quedarse dormido de nuevo, y no pensar o ponerse a hacer cálculos de cuántas horas de descanso quedan, para no espantar el sueño.
De hecho fue lo primero que hice, pero el sueño se largó de la habitación, y ahora la cubría un pesado manto de vigilia. Pasados unos minutos, después de llegar a esa conclusión, fue que tomé el celular para mirar la hora.
Me puse las gafas tomé una de las almohadas que siempre tiro al piso y faroleé un rato por las redes sociales, hasta que me dije: “mi mismo, tratemos de dormir”. Así que me acomodé de nuevo, pero algo me decía que no iba a poder quedarme dormido de nuevo.
Fue ahí cuando caí en cuenta de la algarabía de los pájaros, que trinaban a un volumen alto. Imagino que estaban gritando, cada uno tratando de exponer sus ideas a trino herido, tal cual como lo hacemos en twitter. Es posible que esa discusión haya sido la que me despertó.
Imagino que era una manada de copetones. Me concentré en escucharlos, deseando entender de qué hablaban o alegaban.
Cuando caigo en cuenta de que entenderlos es imposible, me dedico a escucharlos. Es un ruido apacible, y surge un efecto similar que el de una cascada.
Siempre que escucho los trinos de los pájaros, recuerdo algo que me contó mi madre del día en que nací. Ella, acostada en la cama del hospital, también escuchó muchos pájaros trinando. Ella dice que estaban alegres, pero estoy seguro que los que yo escuché hoy discutían.
¿Qué por qué sé la hora? Porque no me aguanto las ganas de mirar el celular, aunque siempre tengo presente un artículo que leí una vez, que decía que cuando eso ocurre lo mejor es dar media vuelta, cerrar los ojos, intentar quedarse dormido de nuevo, y no pensar o ponerse a hacer cálculos de cuántas horas de descanso quedan, para no espantar el sueño.
De hecho fue lo primero que hice, pero el sueño se largó de la habitación, y ahora la cubría un pesado manto de vigilia. Pasados unos minutos, después de llegar a esa conclusión, fue que tomé el celular para mirar la hora.
Me puse las gafas tomé una de las almohadas que siempre tiro al piso y faroleé un rato por las redes sociales, hasta que me dije: “mi mismo, tratemos de dormir”. Así que me acomodé de nuevo, pero algo me decía que no iba a poder quedarme dormido de nuevo.
Fue ahí cuando caí en cuenta de la algarabía de los pájaros, que trinaban a un volumen alto. Imagino que estaban gritando, cada uno tratando de exponer sus ideas a trino herido, tal cual como lo hacemos en twitter. Es posible que esa discusión haya sido la que me despertó.
Imagino que era una manada de copetones. Me concentré en escucharlos, deseando entender de qué hablaban o alegaban.
Cuando caigo en cuenta de que entenderlos es imposible, me dedico a escucharlos. Es un ruido apacible, y surge un efecto similar que el de una cascada.
Siempre que escucho los trinos de los pájaros, recuerdo algo que me contó mi madre del día en que nací. Ella, acostada en la cama del hospital, también escuchó muchos pájaros trinando. Ella dice que estaban alegres, pero estoy seguro que los que yo escuché hoy discutían.
miércoles, 13 de abril de 2022
El mañana
Faltan 4 minutos para las 11. Luego solo 60 minutos nos separarán del mañana, tan incierto tan esquivo, tan futuro.
El problema, como leí alguna vez, es creer que se tiene tiempo. Entonces, bajo esa premisa ficticia, aplazamos planes para luego, más tarde, o bien, para el mañana.
El problema que, creo, todos experimentamos, es que el día es muy corto, que las 24 horas no alcanzan para hacer todo lo que queremos, y que no estaría mal disponer de, por ejemplo, 5832 horas, la duración de un día en Venus.
Solo hablo de tener esa cantidad de tiempo, pues ni modo de vivir en ese planeta que tiene una temperatura de 465 °C, una presión atmosférica que escasamente la aguanta Thanos y un bello cielo cubierto de nubes de ácido sulfúrico.
El tiempo es un cabrón y no deja de pasar. Ahora son las 11:09 p.m. y resulta que tengo ganas de hacer de todo: dibujar, leer, ver televisión y escribir.
No entiendo por qué a veces me dan esos arrebatos de energía, justo cuando el día está a punto de acabarse.
De pronto lo que decía sobre tener el tiempo que dura un día en Venus es una exageración y muchos enloquecerían al disponer de un día venusiano que dura 243 días terrícolas. Me imagino que, para no pisar los terrenos de la locura en dicho escenario, deberíamos aplicar esa táctica de “un día a la vez” de la que tanto se habla.
Ahora son las 11:22. A veces siento que el tiempo se esfuma, casi siempre cuando uno no lo quiere, y que pasa lento cuando uno desea todo lo contrario. Pero si hay algo cierto sobre el tiempo, es lo que dicen los de Les Luthiers “Time is money: el tiempo es maní”
Ya no queda nada para que nos atropelle el mañana. No tengo otra opción que robarle tiempo a su madrugada, para poder leer un rato.
El problema, como leí alguna vez, es creer que se tiene tiempo. Entonces, bajo esa premisa ficticia, aplazamos planes para luego, más tarde, o bien, para el mañana.
El problema que, creo, todos experimentamos, es que el día es muy corto, que las 24 horas no alcanzan para hacer todo lo que queremos, y que no estaría mal disponer de, por ejemplo, 5832 horas, la duración de un día en Venus.
Solo hablo de tener esa cantidad de tiempo, pues ni modo de vivir en ese planeta que tiene una temperatura de 465 °C, una presión atmosférica que escasamente la aguanta Thanos y un bello cielo cubierto de nubes de ácido sulfúrico.
El tiempo es un cabrón y no deja de pasar. Ahora son las 11:09 p.m. y resulta que tengo ganas de hacer de todo: dibujar, leer, ver televisión y escribir.
No entiendo por qué a veces me dan esos arrebatos de energía, justo cuando el día está a punto de acabarse.
De pronto lo que decía sobre tener el tiempo que dura un día en Venus es una exageración y muchos enloquecerían al disponer de un día venusiano que dura 243 días terrícolas. Me imagino que, para no pisar los terrenos de la locura en dicho escenario, deberíamos aplicar esa táctica de “un día a la vez” de la que tanto se habla.
Ahora son las 11:22. A veces siento que el tiempo se esfuma, casi siempre cuando uno no lo quiere, y que pasa lento cuando uno desea todo lo contrario. Pero si hay algo cierto sobre el tiempo, es lo que dicen los de Les Luthiers “Time is money: el tiempo es maní”
Ya no queda nada para que nos atropelle el mañana. No tengo otra opción que robarle tiempo a su madrugada, para poder leer un rato.
martes, 12 de abril de 2022
De cremas y otras cosas
Hace sol, pero también mucho viento.
No sé si quitarme o dejarme la chaqueta. Al final decido lo último, la cuelgo de unos de mis brazos y me siento en un murito.
Espero a mi hermana en la entrada de un centro comercial. Acabamos de almorzar y si el curso de la vida no se despiporra en los siguientes instantes, el plan que tenemos en mente es buscar un café para comernos un postre.
Es que así es la vida, está uno sentado en un murito con un buen clima: cielo con pocas nubes, sol y brisa y, de repente, sin tener la más mínima idea o sospecha, la muerte está acechando. Algunos podrán tildarme de trágico, pero si no fuera así, no tendría por qué existir ese programa de 1000 Maneras de Morir.
A pocos metros de donde estoy sentado, está una pareja de barrenderas con uniforme azul, el pelo recogido en un moño; cada una con una escoba en una mano y un recogedor en la otra.
Me recuerdan a las protagonistas de Una palabra tuya, la novela de Elvira lindo que cuenta la historia de dos barrenderas de Madrid, que tenían formas peculiares de ver la vida.
Las barrenderas que observo charlan animadamente sobre cremas humectantes. “Si, hermana, esa es buenísima”, está diciendo una cuando pesco su conversación. “Además que la Lubriderm esta recara, por eso yo utilizo esa”, concluye.
A medida que conversan, sonríen y recogen hojas secas y algo de tierra y las echan en bolsas plásticas de color blanco.
La que acaba de hablar se queda quieta por un momento, luego se quita un guante negro y se acerca a su compañera para mostrarle a que huele la crema de manos que utiliza. La otra mujer la toma suavemente, la acerca a la nariz y aspira profundo.
“¡Sí pa que! Esta huele delicioso“, y cuando termina la frase vuelve a tomar la mano de su amiga para oler de nuevo la fragancia de la crema. Parece que quisiera grabarse el aroma en su cabeza.
Veo a mi hermana venir y me pongo de pie. Si la vida tiene algún curso predefinido, parece que esta vez lo siguió.
“¿A dónde vamos”, pregunta.
“No sé, caminemos a ver con qué nos encontramos”, respondo.
No sé si quitarme o dejarme la chaqueta. Al final decido lo último, la cuelgo de unos de mis brazos y me siento en un murito.
Espero a mi hermana en la entrada de un centro comercial. Acabamos de almorzar y si el curso de la vida no se despiporra en los siguientes instantes, el plan que tenemos en mente es buscar un café para comernos un postre.
Es que así es la vida, está uno sentado en un murito con un buen clima: cielo con pocas nubes, sol y brisa y, de repente, sin tener la más mínima idea o sospecha, la muerte está acechando. Algunos podrán tildarme de trágico, pero si no fuera así, no tendría por qué existir ese programa de 1000 Maneras de Morir.
A pocos metros de donde estoy sentado, está una pareja de barrenderas con uniforme azul, el pelo recogido en un moño; cada una con una escoba en una mano y un recogedor en la otra.
Me recuerdan a las protagonistas de Una palabra tuya, la novela de Elvira lindo que cuenta la historia de dos barrenderas de Madrid, que tenían formas peculiares de ver la vida.
“Ha sido Dios el que ha preparado todo esto, Rosario
—Pero, que coño hablas de Dios, ¿desde cuándo crees tú en Dios?
—Desde la semana pasada, desde que encontré el Cristo fosforescente. Por la noche me ilumina la mesita y yo le pido cosas y todas me las concede.”
– Una palabra tuya –
Las barrenderas que observo charlan animadamente sobre cremas humectantes. “Si, hermana, esa es buenísima”, está diciendo una cuando pesco su conversación. “Además que la Lubriderm esta recara, por eso yo utilizo esa”, concluye.
A medida que conversan, sonríen y recogen hojas secas y algo de tierra y las echan en bolsas plásticas de color blanco.
La que acaba de hablar se queda quieta por un momento, luego se quita un guante negro y se acerca a su compañera para mostrarle a que huele la crema de manos que utiliza. La otra mujer la toma suavemente, la acerca a la nariz y aspira profundo.
“¡Sí pa que! Esta huele delicioso“, y cuando termina la frase vuelve a tomar la mano de su amiga para oler de nuevo la fragancia de la crema. Parece que quisiera grabarse el aroma en su cabeza.
Veo a mi hermana venir y me pongo de pie. Si la vida tiene algún curso predefinido, parece que esta vez lo siguió.
“¿A dónde vamos”, pregunta.
“No sé, caminemos a ver con qué nos encontramos”, respondo.
lunes, 11 de abril de 2022
Expectativa
Imagino que es mejor andar por la vida sin ningún tipo de expectativa y si algo bueno pasa celebrarlo y ya.
Con la lectura también pasa lo mismo. A veces lo mejor es no esperar nada de un libro por más que le den bombo por todo lado o existan listados sin sentido, tipo: “libros que debes leer antes de morir”.
Por lo general, las lecturas que nos “muerde y arañan”, como le decía Kafka en una carta a su amigo Oscar Pollak, y que son esa “hacha que quiebra el mar helado que tenemos dentro”, no suelen ser los best-sellers, ni los libros que aclama la crítica, sino obras que pasan desapercibidas para la mayoría de personas.
Libros que por alguna razón nos llaman la atención y nos invitan a hojearlos. Así me paso, por ejemplo, con los Articuentos Completos de Millás y El señor de los Dados.
También he leído libros con mucha expectativa, porque alguien me los recomendó, pero no me engancharon como lo esperaba.
Así me pasó con Conversación en La Catedral de Vargas Llosa que, según él, si tuviera que salvar del fuego una sola de las novelas que ha escrito, salvaría esa.
No se puede negar que la novela es tremenda en cuanto a técnica narrativa, pero por alguna razón no me conecté tanto con la lectura; de todas formas me la terminé de leer.
Hace unos años leí unas memorias tituladas “Leyendo Lolita en Irán”. El libro cuenta la historia de una profesora de literatura que hizo un club de lectura y discusión secreto, con mujeres estudiantes, en el que revisaban obras que habían sido prohibidas.
El libro me gustó, porque a medida que contaba su historia y la de las demás mujeres, analizaba diferentes novelas.
Al final el libro trae un listado de lecturas recomendadas y entre ellas estaba el Asesino Ciego de Margaret Atwood.
Con esa novela me paso algo similar que con la de Llosa: me di cuenta de que la técnica es complicadísima, pero la historia tampoco me enganchó y al final la deje de leer.
Ahora siempre hago eso, si un libro no me convence en los primeros capítulos, lo abandono. La vida es muy cortica para leer por obligación.
Otro con el que no pude fue el Péndulo de Focault de Umberto Eco. Ese me lo recomendó un amigo, y me juró que era buenísimo. Lo comencé a leer y avancé bastante (fue en esa época que solía terminar todos los libros), hasta que un día, aburrido, lo cerré y ahí lo dejé. De ese no me gustó que Eco crea que uno es tan erudito como él, y que no traduzca frases en latín y otros idiomas.
También, a veces me va mal cuando le pido recomendaciones a algunos libreros. Una vez, en Authors, uno me recomendó On the Road de Jack Kerouac. Ese sí que lo detesté.
Por eso ahora, cuando escojo una nueva lectura, evito leer reseñas o noticias sobre , para leer sin ningún tipo de expectativa.
Con la lectura también pasa lo mismo. A veces lo mejor es no esperar nada de un libro por más que le den bombo por todo lado o existan listados sin sentido, tipo: “libros que debes leer antes de morir”.
Por lo general, las lecturas que nos “muerde y arañan”, como le decía Kafka en una carta a su amigo Oscar Pollak, y que son esa “hacha que quiebra el mar helado que tenemos dentro”, no suelen ser los best-sellers, ni los libros que aclama la crítica, sino obras que pasan desapercibidas para la mayoría de personas.
Libros que por alguna razón nos llaman la atención y nos invitan a hojearlos. Así me paso, por ejemplo, con los Articuentos Completos de Millás y El señor de los Dados.
También he leído libros con mucha expectativa, porque alguien me los recomendó, pero no me engancharon como lo esperaba.
Así me pasó con Conversación en La Catedral de Vargas Llosa que, según él, si tuviera que salvar del fuego una sola de las novelas que ha escrito, salvaría esa.
No se puede negar que la novela es tremenda en cuanto a técnica narrativa, pero por alguna razón no me conecté tanto con la lectura; de todas formas me la terminé de leer.
Hace unos años leí unas memorias tituladas “Leyendo Lolita en Irán”. El libro cuenta la historia de una profesora de literatura que hizo un club de lectura y discusión secreto, con mujeres estudiantes, en el que revisaban obras que habían sido prohibidas.
El libro me gustó, porque a medida que contaba su historia y la de las demás mujeres, analizaba diferentes novelas.
Al final el libro trae un listado de lecturas recomendadas y entre ellas estaba el Asesino Ciego de Margaret Atwood.
Con esa novela me paso algo similar que con la de Llosa: me di cuenta de que la técnica es complicadísima, pero la historia tampoco me enganchó y al final la deje de leer.
Ahora siempre hago eso, si un libro no me convence en los primeros capítulos, lo abandono. La vida es muy cortica para leer por obligación.
Otro con el que no pude fue el Péndulo de Focault de Umberto Eco. Ese me lo recomendó un amigo, y me juró que era buenísimo. Lo comencé a leer y avancé bastante (fue en esa época que solía terminar todos los libros), hasta que un día, aburrido, lo cerré y ahí lo dejé. De ese no me gustó que Eco crea que uno es tan erudito como él, y que no traduzca frases en latín y otros idiomas.
También, a veces me va mal cuando le pido recomendaciones a algunos libreros. Una vez, en Authors, uno me recomendó On the Road de Jack Kerouac. Ese sí que lo detesté.
Por eso ahora, cuando escojo una nueva lectura, evito leer reseñas o noticias sobre , para leer sin ningún tipo de expectativa.
viernes, 8 de abril de 2022
Conocer el final
Leo La vida invisible de Addie LaRue y tomo capuchino o tomo capuchino y leo, en fin, sea como sea, es uno de esos momentos en que la vida queda suspendida en un estado de serenidad.
Lo hago sin afán. Me falta poco para terminar la novela y saboreo el momento, la lectura y la bebida. Pienso que así debería ser la eternidad, un lugar con cafés al aire libre y muchos libros, por lo menos los que no se alcanzaron a leer en vida. Tal vez aspiro a mucho y más bien es un lugar aburridor, como la sala de espera de un consultorio, en fin.
Trato de, estar presente, disculpen lo cliché, todo lo que pueda, porque son instantes efímeros. Momentos de los que hay que agarrarse con dientes y uñas, y pelear por preservarlos como si fuera lo único que tuviéramos que hacer en la vida, pues en cualquier momento un pensamiento negativo atraviesa esa capa de tranquilidad que parece indestructible y nos llenamos de dudas que conducen a la tristeza.
Les decía que leo y mis niveles de dopamina están por los aires, porque tengo intriga de saber qué les va a ocurrir a los protagonistas que, claro está, están metidos en un problema ni el berraco.
En una escena conversan, tendidos en la cama, después de un día agotador. Ya no recuerdo el diálogo, pero este hace que piense en un posible final para la novela. “¿Será?”, me pregunto, y creo que sí podría serlo. imagino que hay relatos que conducen a los escritores a un único final, el menos disonante.
No me disgusta, pero prefiero cuando no logro intuir nada del desenlace de lo que leo. Por lo general soy malísimo para hacerlo y todos los posibles resultados que imagino solo quedan convertidos en finales alternos.
Lo hago sin afán. Me falta poco para terminar la novela y saboreo el momento, la lectura y la bebida. Pienso que así debería ser la eternidad, un lugar con cafés al aire libre y muchos libros, por lo menos los que no se alcanzaron a leer en vida. Tal vez aspiro a mucho y más bien es un lugar aburridor, como la sala de espera de un consultorio, en fin.
Trato de, estar presente, disculpen lo cliché, todo lo que pueda, porque son instantes efímeros. Momentos de los que hay que agarrarse con dientes y uñas, y pelear por preservarlos como si fuera lo único que tuviéramos que hacer en la vida, pues en cualquier momento un pensamiento negativo atraviesa esa capa de tranquilidad que parece indestructible y nos llenamos de dudas que conducen a la tristeza.
Les decía que leo y mis niveles de dopamina están por los aires, porque tengo intriga de saber qué les va a ocurrir a los protagonistas que, claro está, están metidos en un problema ni el berraco.
En una escena conversan, tendidos en la cama, después de un día agotador. Ya no recuerdo el diálogo, pero este hace que piense en un posible final para la novela. “¿Será?”, me pregunto, y creo que sí podría serlo. imagino que hay relatos que conducen a los escritores a un único final, el menos disonante.
No me disgusta, pero prefiero cuando no logro intuir nada del desenlace de lo que leo. Por lo general soy malísimo para hacerlo y todos los posibles resultados que imagino solo quedan convertidos en finales alternos.
jueves, 7 de abril de 2022
Ponerse las medias
Puede ser que el destino del mundo no se decida en los momentos que consideramos críticos, sino en aquellos sencillos, simples o anodinos. Cuando experimentamos estos últimos, lo más probable es que estemos tranquilos, libres de angustias. ¿Quién se puede imaginar que ponerse las medias puede desviar el curso de la humanidad?
No recuerdo de forma precisa en qué pensé cuando me las puse hoy. Creo que mientras me visto, siempre visualizo el desayuno, sobre todo la preparación del tinto, pues, como ya he dicho antes, todo su ritual –alistar la cafetera Medir el agua, el café, prender el fogón, etc– tiene algo de Zen.
Soy malo para hacer preparaciones muy elaboradas para el desayuno entre semana, a diferencia de M, una amiga, que una vez me contó que le encanta ese momento del día, porque puede cocinar cosas riquísimas. Yo, con un cereal en leche y el tinto me conformo.
Pero mejor sigamos hablando de ponerse las medias, un movimiento casi mecánico y que pasa desapercibido. ¿Qué tal que sea determínate para el curso de nuestras vidas?
Qué tal que Hitler, luego de no ser admitido en la escuela de Bellas Artes a sus 23 años, haya pensado, al día siguiente, luego de salir de la ducha, justo cuando se ponía las medias algo como: “Creo que es mi deber conquistar el mundo y acabar con los judíos”.
Habría que entrar a analizar si hay alguna diferencia entre ponerse unas del mismo color o con figuritas, pero creo que debemos prestarle más atención a esos momentos.
Ya les digo, póngale atención a todo aquello que tenga pinta de insignificante, porque, independiente de lo que sea: una persona, un momento, un par de palabras que nos dicen o que dejamos de decir, quizá cuentan con todo el poder para cambiar el curso de la vida.
No recuerdo de forma precisa en qué pensé cuando me las puse hoy. Creo que mientras me visto, siempre visualizo el desayuno, sobre todo la preparación del tinto, pues, como ya he dicho antes, todo su ritual –alistar la cafetera Medir el agua, el café, prender el fogón, etc– tiene algo de Zen.
Soy malo para hacer preparaciones muy elaboradas para el desayuno entre semana, a diferencia de M, una amiga, que una vez me contó que le encanta ese momento del día, porque puede cocinar cosas riquísimas. Yo, con un cereal en leche y el tinto me conformo.
Pero mejor sigamos hablando de ponerse las medias, un movimiento casi mecánico y que pasa desapercibido. ¿Qué tal que sea determínate para el curso de nuestras vidas?
Qué tal que Hitler, luego de no ser admitido en la escuela de Bellas Artes a sus 23 años, haya pensado, al día siguiente, luego de salir de la ducha, justo cuando se ponía las medias algo como: “Creo que es mi deber conquistar el mundo y acabar con los judíos”.
Habría que entrar a analizar si hay alguna diferencia entre ponerse unas del mismo color o con figuritas, pero creo que debemos prestarle más atención a esos momentos.
Ya les digo, póngale atención a todo aquello que tenga pinta de insignificante, porque, independiente de lo que sea: una persona, un momento, un par de palabras que nos dicen o que dejamos de decir, quizá cuentan con todo el poder para cambiar el curso de la vida.
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