Los ascensores, esas pequeñas cajas que no paran de trasladarse de arriba abajo todo el día, son lugares extraños, Cuando nos subimos a ellos parece que nuestra identidad se anula, porque no queremos interactuar con las otras personas que nos acompañan en ese corto viaje.
Parece que la mejor táctica para abordarlos es entrar, oprimir el botón del piso hacia el que uno se dirige y luego mirar hacia el piso, pues cualquier contacto visual podría dar pie a una conversación que sería lenta e incómoda. Son espacios en los que actuamos diferente.
Manuel Vilas se pregunta en Ordesa cuánta vida pierde la gente esperando ascensores, y concluye que seguro mucha, casi meses. A ese tiempo podría añadírsele el que perdemos viajando en ellos.
Personalmente pierdo más tiempo esperando, porque el de mi edificio siempre se encuentra en el último piso; algo extraño porque cuando lo pido en el primero, por lo general llega vacío. Mi teoría es que la(s) persona(s) que viven ese piso se pusieron de acuerdo para llamarlo a cada instante, qué sé yo, se dividen por turnos en el día para pedirlo, en fin. La única forma de averiguarlo sería pasarme todo el día metido en el aparato para descifrar por qué carajos siempre está en la porra.
Les decía que es un espacio que, parece, anula nuestra identidad, en el que se pactan ciertos códigos de conducta, como no hablar con los extraños que nos acompañan.
Hoy tomé uno en un edificio de oficinas del piso 6 al 1. Era uno de esos ascensores con armazón en vidrio y que dan hacia el interior del edificio. Apenas entré en el me distraje mirando el panorama.
Un hombre, que ya venía en él, se bajo en el tercer piso y antes de salir dijo “Gracias”.
Estuve a punto de preguntarle por qué nos daba las gracias, pero apegado al código de conducta y fiel a otra de mis teorías: no interactuar con extraños para que el curso de la vida no se despiporre, le dije “de nada” mentalmente.
miércoles, 27 de abril de 2022
martes, 26 de abril de 2022
No voy a...
“No voy a comprar libros, todavía tengo muchos que no he leído” pienso cuando llego a la Filbo.
Luego de un evento comienzo a deambular por el lugar con pura actitud flânerie (callejeo', 'vagabundeo). Decido ir al pabellón del país invitado, pues uno de mis rituales de la feria del libro consiste en siempre comprar un libro allí.
Hay pocos y la mayoría cuestan más de 80 mil pesos y no cumplen con mi teoría personal de “entre más caro el libro, más páginas debe tener”, además tampoco me atrae ninguno de los que veo.
Tienen en muestra: Corea, apuntes desde la cuerda floja, un librazo, pero es una lástima que ya me lo leí. Pienso que debería existir una forma de olvidar por completo los libros buenos para poder volver a comprarlos como si fuera la primera vez, en fin.
Cuando salgo de ese pabellón cae una leve llovizna. Pienso que tal vez lo mejor sea abandonar la feria por si decide convertirse en aguacero. Cuando me dirijo hacia la salida, y para cortar camino, entro a otro pabellón.
Voy caminando, pero mis ojos no se resisten escanear los stands, y uno de Planeta me atrae. Tienen varios libros de Seix Barral, con sus portadas maravillosas.
Me encuentro con Cuarenta y tres maneras de soltarse el pelo de Elvira Sastre. Pregunto si tiene su diario Madrid me mata, y cuando me lo pasan, también me muestran Días sin ti, y ese es el que me decido llevar.
Haciéndole caso a mi instinto lector me llevo otros dos libros. Tratado de semiología, una colección de cuentos que me convence por su contraportada: “Un escritor fracasado descubre en el gimnasio su oportunidad para triunfar; un lector compulsivo camufla clásicos literarios entre las páginas de libros de autoayuda…”. Con el otro “Matadero Franklin” voy más a la ciega porque cumple a cabalidad con mi teoría de precio vs número de páginas.
Queda claro, como bien dicen por ahí, que comprar y leer libros son dos actividades completamente diferentes.
Luego de un evento comienzo a deambular por el lugar con pura actitud flânerie (callejeo', 'vagabundeo). Decido ir al pabellón del país invitado, pues uno de mis rituales de la feria del libro consiste en siempre comprar un libro allí.
Hay pocos y la mayoría cuestan más de 80 mil pesos y no cumplen con mi teoría personal de “entre más caro el libro, más páginas debe tener”, además tampoco me atrae ninguno de los que veo.
Tienen en muestra: Corea, apuntes desde la cuerda floja, un librazo, pero es una lástima que ya me lo leí. Pienso que debería existir una forma de olvidar por completo los libros buenos para poder volver a comprarlos como si fuera la primera vez, en fin.
Cuando salgo de ese pabellón cae una leve llovizna. Pienso que tal vez lo mejor sea abandonar la feria por si decide convertirse en aguacero. Cuando me dirijo hacia la salida, y para cortar camino, entro a otro pabellón.
Voy caminando, pero mis ojos no se resisten escanear los stands, y uno de Planeta me atrae. Tienen varios libros de Seix Barral, con sus portadas maravillosas.
Me encuentro con Cuarenta y tres maneras de soltarse el pelo de Elvira Sastre. Pregunto si tiene su diario Madrid me mata, y cuando me lo pasan, también me muestran Días sin ti, y ese es el que me decido llevar.
Haciéndole caso a mi instinto lector me llevo otros dos libros. Tratado de semiología, una colección de cuentos que me convence por su contraportada: “Un escritor fracasado descubre en el gimnasio su oportunidad para triunfar; un lector compulsivo camufla clásicos literarios entre las páginas de libros de autoayuda…”. Con el otro “Matadero Franklin” voy más a la ciega porque cumple a cabalidad con mi teoría de precio vs número de páginas.
Queda claro, como bien dicen por ahí, que comprar y leer libros son dos actividades completamente diferentes.
lunes, 25 de abril de 2022
Semáforo en rojo
El semáforo cambia a rojo y quedo en la pole position, en el carril de la derecha.
E una primera posición compartida. Miro hacia la izquierda para ver quién es mi contrincante: una pareja de viejitos. “Esto es pan comido”, pienso. Acelero para hacer rugir el motor, pero no me siguen el juego. Me calmo y miro hacia adelante. Un malabarista de calle, vestido de payaso, con pantalones anchos de colores y nariz roja se para en la mitad de la vía.
]Lleva en sus manos una pelota verde. Se la pone en la cabeza y hace equilibrio con ella, luego comienza a hacer 21 con la cabeza, es bueno. Me imagino que aparte de la concentración que debe tener para realizar su acto, también cuenta mentalmente el tiempo en que el semáforo se demora en cambiar a verde, para saber cuando debe acabar su show y acercarse a los carros a pedir dinero.
Cuando estoy a punto de dejar de mirarlo, el payaso todavía tiene más trucos debajo de la manga, o bien, colgados de su cintura: 3 machetes. Los suelta y comienza a hacer malabares con ellos como si fueran naranjas o pelotas.
El malabarista urbano sigue haciendo cabecitas con la pelota a verde y los machetes vuelan por los aires. Me pregunto como se asegura de agarrarlos siempre por el mango.
E una primera posición compartida. Miro hacia la izquierda para ver quién es mi contrincante: una pareja de viejitos. “Esto es pan comido”, pienso. Acelero para hacer rugir el motor, pero no me siguen el juego. Me calmo y miro hacia adelante. Un malabarista de calle, vestido de payaso, con pantalones anchos de colores y nariz roja se para en la mitad de la vía.
]Lleva en sus manos una pelota verde. Se la pone en la cabeza y hace equilibrio con ella, luego comienza a hacer 21 con la cabeza, es bueno. Me imagino que aparte de la concentración que debe tener para realizar su acto, también cuenta mentalmente el tiempo en que el semáforo se demora en cambiar a verde, para saber cuando debe acabar su show y acercarse a los carros a pedir dinero.
Cuando estoy a punto de dejar de mirarlo, el payaso todavía tiene más trucos debajo de la manga, o bien, colgados de su cintura: 3 machetes. Los suelta y comienza a hacer malabares con ellos como si fueran naranjas o pelotas.
El malabarista urbano sigue haciendo cabecitas con la pelota a verde y los machetes vuelan por los aires. Me pregunto como se asegura de agarrarlos siempre por el mango.
El semáforo peatonal empieza a titilar y una pareja se lanza a cruzar la calle.
Lo hacen de afán, cogidos de la mano, y se llevan por delante al payaso malabarista. Los tres caen al suelo.
Uno de los machetes sigue en el aire y ya no hay quien lo reciba.
Luego viene un grito. Al instante un hilo de sangre comienza a manchar el pavimento.
Lo hacen de afán, cogidos de la mano, y se llevan por delante al payaso malabarista. Los tres caen al suelo.
Uno de los machetes sigue en el aire y ya no hay quien lo reciba.
Luego viene un grito. Al instante un hilo de sangre comienza a manchar el pavimento.
EL semáforo cambia a verde. Arranco, y dejó atrás al malabarista, los novios, y a la pareja de viejitos que, parece, quedaron en shock dentro de su carro.
sábado, 23 de abril de 2022
Cerveza y canciones
“¿Por qué no mejor nos tomamos unas cervezas?”, me pregunta A.
“No me baraje la comida”, le respondo, pues habíamos quedado en eso.
“Sí, pero es que cuando salí de la casa, comí arroz con pollo”
“Culpa mía no es”.
Comemos algo en un Crepes. Cuando terminamos ya son un poco más de las 9, y ahora la idea de una cerveza tiene mucho más sentido.
“¿Ahora sí Cervecita o qué?”, me pregunta A.
“Hágale”.
Cerca, a no más de una cuadra, se alcanzan a ver las luces de un BBC. Caminamos hasta ese lugar.
Está parcialmente lleno. Buscamos una mesa adentro porque afuera hay un grupo de 5 hombres y una mujer que todo lo hablan a los gritos, pero adentro caemos en cuenta de que el volumen de la música esta muy alto y que nos tocaría gritar más duro que los del grupo para poder hablar. Al final escogemos una mesa en la terraza, lo más apartada posible del grupo bullicioso.
Cuando la mesera llega a la mesa, A. le pregunta si tiene otras cervezas aparte de las artesanales, pero apenas termina de hablar ve un letrero que dice: CERVECERIA ARTESANAL.
“Díganme cómo les gusta la cerveza y yo les digo cuál podría traerles”
Menciono que a mi me gustan las rubias y A. también dice lo mismo. La mesera comienza a nombrar todas las cervezas que tiene disponibles, que tal una es IPA, que tal otra que tiene 8 grados de alcohol, y así.
No le pongo mucha atención, así que al final escojo la IPA, de 6 grados de alcohol, porque hace poco un amigo me había hablado de ese tipo de cerveza y lo buena que le parecía. En ese momento suena una canción de The Cure; no sé cuál, pero la voz del cantante es inconfundible.
No me veía con A. desde el inicio de la pandemia, entonces nos enfrascamos fácil en una conversación que consiste en ponernos al tanto de nuestras vidas.
Los bulliciosos siguen en las mismas, gritándose aunque están uno al lado del otro. Me parece que la mujer de esa mesa, que debe ser la novia de uno de ellos está incomoda, porque es la única que no suelta carcajadas estrepitosas cada nada. Solo le da sorbos pequeños a un vaso de cerveza, como si apenas quisiera mojarse los labios y sonríe de forma tímida. Quizá piensa: “¡Quiero largarme ya!”
Sus compañeros están decididos a emborracharse y pidieron una botella de un trago, que no alcanzo a distinguir cuál es, y copas pequeñas. Comienzan a servirse shots y hacen una especie de competencia a ver quién se lo toma más rápido en fondo blanco.
Mi yo de hace muchos años estaría en la misma tónica de los hombres, sirviendo el trago y repitiendo una de mis frases más clásicas de borrachera: “si gotea repite”.
Ahora suena Could you be loved de Bob Marley.
Los hombres van por otra botella y siguen haciendo rondas de fondo blanco. La mujer que está con ellos no participa del ritual bebedor.
Uno se pone de pie para despedirse, y su partida le da una estocada final al encuentro, pues al rato otros dos abandonan el lugar. Uno de ellos se cuelga una maleta en la espalda y cuando está dando los abrazos de despedida, exagerados y torpes, como si estuviera seguro de que nunca los va a volver a ver, empuja un vaso con la maleta. que cae al piso y se hace trizas.
Una mesera sale a limpiar con una escoba y un recogedor. Luego vuelve para pasarles la cuenta y un hombre la agarra fuerte de una mano y la invita a tomarse un shot. La mesera forcejea un poco hasta que logra soltarse.
Miro mi vaso. Le queda poca cerveza. Me la acabo de un sorbo decidido, como si de él dependiera el equilibrio del universo.
Pedimos la cuenta.
Ahora suena Don't Stop Believin'.
“No me baraje la comida”, le respondo, pues habíamos quedado en eso.
“Sí, pero es que cuando salí de la casa, comí arroz con pollo”
“Culpa mía no es”.
Comemos algo en un Crepes. Cuando terminamos ya son un poco más de las 9, y ahora la idea de una cerveza tiene mucho más sentido.
“¿Ahora sí Cervecita o qué?”, me pregunta A.
“Hágale”.
Cerca, a no más de una cuadra, se alcanzan a ver las luces de un BBC. Caminamos hasta ese lugar.
Está parcialmente lleno. Buscamos una mesa adentro porque afuera hay un grupo de 5 hombres y una mujer que todo lo hablan a los gritos, pero adentro caemos en cuenta de que el volumen de la música esta muy alto y que nos tocaría gritar más duro que los del grupo para poder hablar. Al final escogemos una mesa en la terraza, lo más apartada posible del grupo bullicioso.
Cuando la mesera llega a la mesa, A. le pregunta si tiene otras cervezas aparte de las artesanales, pero apenas termina de hablar ve un letrero que dice: CERVECERIA ARTESANAL.
“Díganme cómo les gusta la cerveza y yo les digo cuál podría traerles”
Menciono que a mi me gustan las rubias y A. también dice lo mismo. La mesera comienza a nombrar todas las cervezas que tiene disponibles, que tal una es IPA, que tal otra que tiene 8 grados de alcohol, y así.
No le pongo mucha atención, así que al final escojo la IPA, de 6 grados de alcohol, porque hace poco un amigo me había hablado de ese tipo de cerveza y lo buena que le parecía. En ese momento suena una canción de The Cure; no sé cuál, pero la voz del cantante es inconfundible.
No me veía con A. desde el inicio de la pandemia, entonces nos enfrascamos fácil en una conversación que consiste en ponernos al tanto de nuestras vidas.
Los bulliciosos siguen en las mismas, gritándose aunque están uno al lado del otro. Me parece que la mujer de esa mesa, que debe ser la novia de uno de ellos está incomoda, porque es la única que no suelta carcajadas estrepitosas cada nada. Solo le da sorbos pequeños a un vaso de cerveza, como si apenas quisiera mojarse los labios y sonríe de forma tímida. Quizá piensa: “¡Quiero largarme ya!”
Sus compañeros están decididos a emborracharse y pidieron una botella de un trago, que no alcanzo a distinguir cuál es, y copas pequeñas. Comienzan a servirse shots y hacen una especie de competencia a ver quién se lo toma más rápido en fondo blanco.
Mi yo de hace muchos años estaría en la misma tónica de los hombres, sirviendo el trago y repitiendo una de mis frases más clásicas de borrachera: “si gotea repite”.
Ahora suena Could you be loved de Bob Marley.
Los hombres van por otra botella y siguen haciendo rondas de fondo blanco. La mujer que está con ellos no participa del ritual bebedor.
Uno se pone de pie para despedirse, y su partida le da una estocada final al encuentro, pues al rato otros dos abandonan el lugar. Uno de ellos se cuelga una maleta en la espalda y cuando está dando los abrazos de despedida, exagerados y torpes, como si estuviera seguro de que nunca los va a volver a ver, empuja un vaso con la maleta. que cae al piso y se hace trizas.
Una mesera sale a limpiar con una escoba y un recogedor. Luego vuelve para pasarles la cuenta y un hombre la agarra fuerte de una mano y la invita a tomarse un shot. La mesera forcejea un poco hasta que logra soltarse.
Miro mi vaso. Le queda poca cerveza. Me la acabo de un sorbo decidido, como si de él dependiera el equilibrio del universo.
Pedimos la cuenta.
Ahora suena Don't Stop Believin'.
jueves, 21 de abril de 2022
Defender lo indefendible
Edito un cuento para una convocatoria. Es una idea que llevo trabajando desde hace unos años y que trata sobre una mujer que, sin saberlo, almuerza con la muerte en una cafetería. En realidad, comparten el mismo espacio y la parca está sentada en la mesa de al lado.
He escrito el relato de diferentes formas y esta vez lo ajusto a menos de 500 palabras.
Me gusta porque me parece que deja claro el carácter aleatorio de la muerte.
Se lo muestro a mi hermana y cuando termina de leerlo le pregunto qué tal le pareció. “Está muy fragmentado y la idea de cuál es el género de la muerte se repite mucho. En mi cabeza el texto es digno de ganarse todos los premios del mundo así que me pongo a la defensiva y respondo: “Es así para darle más ritmo”.
“¿Para qué me pregunta si no va a aceptar críticas?”, me dice.
Es verdad, además mi excusa es una basura porque, como ya lo he dicho antes, un texto debería resistir cualquier embestida lectora por sí solo. Si hay necesidad de argumentar algo, de defenderlo, es porque tiene serias fallas estructurales.
Lo vuelvo a revisar, le elimino lo del género y otro par de ideas que, pienso, no le aportan nada. Lo dejo reposando para revisarlo dentro de un par de días.. Siempre es bueno hacer eso, tomar distancia de los textos y dejarlos tranquilos por un tiempo, sin pensar en ellos.
En la tarde leo 1984 y me asombra lo compacta que es la prosa de Orwell. Se nota el cuidado con el que escribió su novela, y lo limpio que es su estilo.
He escrito el relato de diferentes formas y esta vez lo ajusto a menos de 500 palabras.
Me gusta porque me parece que deja claro el carácter aleatorio de la muerte.
Se lo muestro a mi hermana y cuando termina de leerlo le pregunto qué tal le pareció. “Está muy fragmentado y la idea de cuál es el género de la muerte se repite mucho. En mi cabeza el texto es digno de ganarse todos los premios del mundo así que me pongo a la defensiva y respondo: “Es así para darle más ritmo”.
“¿Para qué me pregunta si no va a aceptar críticas?”, me dice.
Es verdad, además mi excusa es una basura porque, como ya lo he dicho antes, un texto debería resistir cualquier embestida lectora por sí solo. Si hay necesidad de argumentar algo, de defenderlo, es porque tiene serias fallas estructurales.
Lo vuelvo a revisar, le elimino lo del género y otro par de ideas que, pienso, no le aportan nada. Lo dejo reposando para revisarlo dentro de un par de días.. Siempre es bueno hacer eso, tomar distancia de los textos y dejarlos tranquilos por un tiempo, sin pensar en ellos.
En la tarde leo 1984 y me asombra lo compacta que es la prosa de Orwell. Se nota el cuidado con el que escribió su novela, y lo limpio que es su estilo.
miércoles, 20 de abril de 2022
Ser un puente
Tengo reunión. Me asomo por la ventana y el cielo está nublado. El clima de Bogotá en toda su esencia.
Quiero y no quiero salir del apartamento. Pido un carro y la aplicación me confirma que Carlos está a 4 minutos. Como ya puse a rodar el destino, no me queda más que armarme de un paraguas y salir a la calle. Espero regresar con él a la casa, soy bueno perdiéndolos.
Ya en el carro tengo una pereza infinita de hablar. El conductor se da cuenta o anda en las mismas, porque solo cruzamos un par de comentarios apenas me subo. De resto se dedica a manejar y yo a mirar por la ventana.
Todos deberíamos mirar más por las ventanas. Creo que la mente produce buenas ideas durante esa actividad.
Llego al lugar de a reunión y me recibe R. Tengo en mente una propuesta y estoy listo a contársela cuando el momento sea el indicado. Ella comienza a contarme de cosas que le han pasado en las ultimas semanas y nos embarcamos en una charla que no tiene nada que ver con trabajo.
La disfruto y suelto una que otra opinión en sus silencios, hasta que me cuenta sobre un proyecto que apenas tiene la forma de idea en su cabeza, y del que se le burlaron en una ocasión.
Apenas me cuenta eso pienso en C. una mujer que, creo, es la definición de creatividad en sí misma. Le cuento a R. que ella es la indicada para darle forma a la idea y convertirla en proyecto.
“Es más, deberíamos llamarla”
“Dale de una”, me dice.
Le marco, y C. contesta, pero el ruido de fondo no me deja entender bien lo que dice. “Voy por la calle, en un rato te llamo”.
Hablo otros minutos con R. hasta que me entra la llamada de C. La pongo en altavoz, le cuento quién es R. y dejo que ella le diga por qué la estamos llamando.
Se entienden a la perfección y se establece un vínculo entre ambas.
Me gusta cuando puedo servir de puente entre dos personas que, creo, pueden llegar a trabajar bien juntas.
Creo que el éxito de esa labor consiste en no esperar nada de la colaboración que pueda surgir entre ambas partes
Si el proyecto llega a salir, ojalá que R. y C. me inviten a trabajar en él. Si no, no pasa nada. Imagino que el mundo funcionaría mejor si no esperamos algo a cambio a cada rato.
Luego de la llamada por fin le hablo a R. sobre la propuesta que le tengo, pero al final se tuerce y toma otra forma. De todas formas sigue en pie.
Quiero y no quiero salir del apartamento. Pido un carro y la aplicación me confirma que Carlos está a 4 minutos. Como ya puse a rodar el destino, no me queda más que armarme de un paraguas y salir a la calle. Espero regresar con él a la casa, soy bueno perdiéndolos.
Ya en el carro tengo una pereza infinita de hablar. El conductor se da cuenta o anda en las mismas, porque solo cruzamos un par de comentarios apenas me subo. De resto se dedica a manejar y yo a mirar por la ventana.
Todos deberíamos mirar más por las ventanas. Creo que la mente produce buenas ideas durante esa actividad.
Llego al lugar de a reunión y me recibe R. Tengo en mente una propuesta y estoy listo a contársela cuando el momento sea el indicado. Ella comienza a contarme de cosas que le han pasado en las ultimas semanas y nos embarcamos en una charla que no tiene nada que ver con trabajo.
La disfruto y suelto una que otra opinión en sus silencios, hasta que me cuenta sobre un proyecto que apenas tiene la forma de idea en su cabeza, y del que se le burlaron en una ocasión.
Apenas me cuenta eso pienso en C. una mujer que, creo, es la definición de creatividad en sí misma. Le cuento a R. que ella es la indicada para darle forma a la idea y convertirla en proyecto.
“Es más, deberíamos llamarla”
“Dale de una”, me dice.
Le marco, y C. contesta, pero el ruido de fondo no me deja entender bien lo que dice. “Voy por la calle, en un rato te llamo”.
Hablo otros minutos con R. hasta que me entra la llamada de C. La pongo en altavoz, le cuento quién es R. y dejo que ella le diga por qué la estamos llamando.
Se entienden a la perfección y se establece un vínculo entre ambas.
Me gusta cuando puedo servir de puente entre dos personas que, creo, pueden llegar a trabajar bien juntas.
Creo que el éxito de esa labor consiste en no esperar nada de la colaboración que pueda surgir entre ambas partes
Si el proyecto llega a salir, ojalá que R. y C. me inviten a trabajar en él. Si no, no pasa nada. Imagino que el mundo funcionaría mejor si no esperamos algo a cambio a cada rato.
Luego de la llamada por fin le hablo a R. sobre la propuesta que le tengo, pero al final se tuerce y toma otra forma. De todas formas sigue en pie.
martes, 19 de abril de 2022
Mecerse
El silencio en el piso es sepulcral.
Son las 4:53 p.m., pero solo en su franja horaria. Jacinto Arteaga Lleva la cabeza hacia atrás y el cuello le tráquea, antes de volver a poner las manos sobre el teclado, cierra los ojos por unos segundos y solo escucha el tecleo frenético de sus compañeros de piso.
En Australia son las 7:54 de la mañana del día siguiente. Allá ya están en el futuro. Todavía le cuesta mucho entender eso y hacer cálculos de diferencias horarias.
En algún lugar de ese país Eloise, una tatuadora que sigue en una red social, se mece en una hamaca en un campo extenso con muchos árboles. Lleva puesta una falda nagra, botas de cuero del mismo color, y se alcanzan a ver sus pantorrillas repletas de tatuajes. Cuando se mueve hacia el lado izquierdo, se ve un perro negro con manchas blancas tendido en el piso, que mira un punto fijo en la distancia. Justo a su lado reposa una mochila de cuero de color café. El pasto está cubierto por una telaraña de sombras producto del sol que está colgado de un cielo de color azul intenso, con pocas nubes esparcidas como manchones, y que cae sobre las ramas de los árboles.
El video le genera sensación de paz y llega justo en un momento en que Arteaga se cuestiona si hace poco. ¿Poco para quién o qué?, se pregunta. No lo sabe, pero a veces cae en esa cuestionadera. Entonces comienza a darle vueltas al asunto en su cabeza y, por lo general, no llega a ninguna conclusión. Decide ponerse de pie para ir a servirse un tinto.
Ya en la cafetería, con la mano en la llave de la greca, imagina que poco o mucho, al final cada quien hace lo que esté a su alcance y ya está, que cada persona, esté en Shanghái o en las oficinas de enfrente que ve por la ventana de su puesto de trabajo, lleva un tiempo distinto.
Algunos van al ritmo de un compás de notas negras extensas, que puede parecer lento y perezoso, mientras que otros, esos que se quieren atragantar con la vida, van al ritmo de semicorcheas, como si fueran el baterista de una banda de speed metal.
La clave, imagina, está en llevar la velocidad que a uno le dé la gana, pero sin perder el ritmo. Mecerse con la vida y ya está, ¿acaso no?
Son las 4:53 p.m., pero solo en su franja horaria. Jacinto Arteaga Lleva la cabeza hacia atrás y el cuello le tráquea, antes de volver a poner las manos sobre el teclado, cierra los ojos por unos segundos y solo escucha el tecleo frenético de sus compañeros de piso.
En Australia son las 7:54 de la mañana del día siguiente. Allá ya están en el futuro. Todavía le cuesta mucho entender eso y hacer cálculos de diferencias horarias.
En algún lugar de ese país Eloise, una tatuadora que sigue en una red social, se mece en una hamaca en un campo extenso con muchos árboles. Lleva puesta una falda nagra, botas de cuero del mismo color, y se alcanzan a ver sus pantorrillas repletas de tatuajes. Cuando se mueve hacia el lado izquierdo, se ve un perro negro con manchas blancas tendido en el piso, que mira un punto fijo en la distancia. Justo a su lado reposa una mochila de cuero de color café. El pasto está cubierto por una telaraña de sombras producto del sol que está colgado de un cielo de color azul intenso, con pocas nubes esparcidas como manchones, y que cae sobre las ramas de los árboles.
El video le genera sensación de paz y llega justo en un momento en que Arteaga se cuestiona si hace poco. ¿Poco para quién o qué?, se pregunta. No lo sabe, pero a veces cae en esa cuestionadera. Entonces comienza a darle vueltas al asunto en su cabeza y, por lo general, no llega a ninguna conclusión. Decide ponerse de pie para ir a servirse un tinto.
Ya en la cafetería, con la mano en la llave de la greca, imagina que poco o mucho, al final cada quien hace lo que esté a su alcance y ya está, que cada persona, esté en Shanghái o en las oficinas de enfrente que ve por la ventana de su puesto de trabajo, lleva un tiempo distinto.
Algunos van al ritmo de un compás de notas negras extensas, que puede parecer lento y perezoso, mientras que otros, esos que se quieren atragantar con la vida, van al ritmo de semicorcheas, como si fueran el baterista de una banda de speed metal.
La clave, imagina, está en llevar la velocidad que a uno le dé la gana, pero sin perder el ritmo. Mecerse con la vida y ya está, ¿acaso no?
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