Leo 1984. Estoy en una escena hacia el final de la segunda parte del libro en la que Winston y Julia están recostados en la cama de su escondite.
Ambos personajes hacen peripecias para llegar a ese lugar sin levantar sospechas, y hace poco a Winston le entregaron un libro de la resistencia que está en contra el régimen autoritario que los gobierna.
Le dice a Julia que es importante que ambos lo lean y ella, que siempre parece estar cansada, le pide que lo lea en voz alta. Entonces Winston comienza a hacerlo, y la lectura habla sobre las clases sociales, sobre como siempre las sociedades han estado divididas en los ricos, la clase media y los pobres.
La lectura se extiende por páginas y páginas y que me disculpen los fans a morir de Orwell, pero el segmento me aburre. No porque el tema no sea interesante, pues plantea unos conceptos que dan mucho para pensar, sino que se aleja mucho de la acción y los personajes, y cuando leo, la acción y la tensión es lo que me mantiene enganchado es , es decir, quiero saber que les ocurre a los protagonistas, que me muestren qué hacen, con quién interactúan, etc. y también llenarme de intriga, pues la curiosidad es una droga a que es muy difícil resistirse.
Debo confesar que me salté un par de páginas. No me siento orgulloso de ello, pero recuerdo que el escritor francés Daniel Pennac habla sobre los derechos de los lectores y ese, saltarse páginas, es uno de ellos. Está claro que cuando la lectura no produce placer, hay que hacer algo.
Estoy en esas hasta que mis ojos captan un segmento en el que Orwell retoma la acción: Winston se da cuenta de que Julia se quedó dormida. Imagino que la lectura del libro también la aburrió.
jueves, 12 de mayo de 2022
miércoles, 11 de mayo de 2022
Clavarse o coquetear con la escritura
Tengo una teoría: Los escritores que triunfan, me refiero a esos que publican novelas seguido y que uno creería que viven solo de escribir, son aquellos que se agarran de la escritura como si fuera su única tabla de salvación.
Entiéndase escritor como esa persona que escribe con frecuencia y que se siente incompleto si no arrejunta unas cuantas palabras cada día.
También existen los escritores que coquetean con la escritura, es decir, personas que tampoco pueden vivir sin escribir, pero que sienten un poco de temor de clavarse en la escritura de cabeza.
Pertenecer a cualquiera de las dos clases no es bueno ni malo, solo significa una forma de ver, o bien, transitar por la vida.
Hablando de más Se me viene a la cabeza Murakami, así algunos digan que es muy comercial.
Apenas se graduó de la universidad, le aterraba la idea de trabajar para una compañía, así que decidió abrir un bar de jazz con su esposa, pero como eran recién casados a ambos les tocó trabajar como mulas por 3 años, muchas veces teniendo que tomar trabajos adicionales para que las cuentas les cuadraran.
Después de un tiempo decidió cerrar el bar y abrió un café en los suburbios del oeste de Tokio. A ese lugar llevó el piano de la casa de sus padres, para ofrecer música en vivo los fines de semana.
Un día soleado, en 1978, fue a un partido de beisbol. Sentado y con una cerveza en la mano, escuchó el impacto de la pelota contra el bate, un doble, y tuvo la epifanía de convertirse en escritor.
¿Qué hizo? De vuelta a casa compró un bloc de hojas, un esfero y cuando llegó, se sentó en la mesa de la cocina y empezó a escribir. Los días siguientes cada vez que llegaba del trabajo repetía la operación. Desde ese día clavo sus narices en la escritura y se perdió en ella.
También me viene a la cabeza Cornac McCarthy que se dedicó de lleno a la escritura sin importarle nada. McCarthy andaba corto de dinero, viviendo en hoteluchos o lugares modestos. Hace poco leí que un día no tenía crema de dientes y salió a mirar su buzón de correo y se encontró con una muestra gratis de pasta dental. El escritor dice que no se preocupaba mucho, y que esa actitud hacía que las cosas se solucionaran por sí solas.
A Murakami una vez le paso algo similar con su esposa. Les faltaba dinero para pagar la cuota de un préstamo mensual, y se encontraron un fajo de billetes en la calle con la cantidad exacta que les hacía falta.
Pero mejor sigamos hablando de McCarthy. En ese entonces le ofrecían dinero para que dictara conferencias sobre su trabajo como escritor, pero las rechazaba y decía “todo lo que tengo por decir ya está en la hoja”.
Y así, como esos dos escritores, imagino que existirán miles de ejemplos de grandes novelistas que, sin importarles nada, se clavaron como kamikazes en la escritura. De pronto si uno escribiera así, sin ese miedo al futuro o la muerte, el resultado final sería mucho mejor.
Entiéndase escritor como esa persona que escribe con frecuencia y que se siente incompleto si no arrejunta unas cuantas palabras cada día.
También existen los escritores que coquetean con la escritura, es decir, personas que tampoco pueden vivir sin escribir, pero que sienten un poco de temor de clavarse en la escritura de cabeza.
Pertenecer a cualquiera de las dos clases no es bueno ni malo, solo significa una forma de ver, o bien, transitar por la vida.
Hablando de más Se me viene a la cabeza Murakami, así algunos digan que es muy comercial.
Apenas se graduó de la universidad, le aterraba la idea de trabajar para una compañía, así que decidió abrir un bar de jazz con su esposa, pero como eran recién casados a ambos les tocó trabajar como mulas por 3 años, muchas veces teniendo que tomar trabajos adicionales para que las cuentas les cuadraran.
Después de un tiempo decidió cerrar el bar y abrió un café en los suburbios del oeste de Tokio. A ese lugar llevó el piano de la casa de sus padres, para ofrecer música en vivo los fines de semana.
Un día soleado, en 1978, fue a un partido de beisbol. Sentado y con una cerveza en la mano, escuchó el impacto de la pelota contra el bate, un doble, y tuvo la epifanía de convertirse en escritor.
¿Qué hizo? De vuelta a casa compró un bloc de hojas, un esfero y cuando llegó, se sentó en la mesa de la cocina y empezó a escribir. Los días siguientes cada vez que llegaba del trabajo repetía la operación. Desde ese día clavo sus narices en la escritura y se perdió en ella.
También me viene a la cabeza Cornac McCarthy que se dedicó de lleno a la escritura sin importarle nada. McCarthy andaba corto de dinero, viviendo en hoteluchos o lugares modestos. Hace poco leí que un día no tenía crema de dientes y salió a mirar su buzón de correo y se encontró con una muestra gratis de pasta dental. El escritor dice que no se preocupaba mucho, y que esa actitud hacía que las cosas se solucionaran por sí solas.
A Murakami una vez le paso algo similar con su esposa. Les faltaba dinero para pagar la cuota de un préstamo mensual, y se encontraron un fajo de billetes en la calle con la cantidad exacta que les hacía falta.
Pero mejor sigamos hablando de McCarthy. En ese entonces le ofrecían dinero para que dictara conferencias sobre su trabajo como escritor, pero las rechazaba y decía “todo lo que tengo por decir ya está en la hoja”.
Y así, como esos dos escritores, imagino que existirán miles de ejemplos de grandes novelistas que, sin importarles nada, se clavaron como kamikazes en la escritura. De pronto si uno escribiera así, sin ese miedo al futuro o la muerte, el resultado final sería mucho mejor.
martes, 10 de mayo de 2022
No tengo sueño
Hoy me acosté hacia la 1 de la mañana. La culpa la tiene mi psicorrigidez lectora y un capítulo de una novela que se negaba a terminar. Y es que uno no puede andar por ahí dejando una lectura en cualquier punto de un párrafo, ¿cierto?
Cuando digo me acosté, quiero decir que cerré los ojos, pero di vueltas para un lado y para el otro pensando en eventos y situaciones, del pasado, presente y futuro. Entonces imagino que me quedé dormido a eso de las dos.
La lectura, en mi caso, se termina cuando un capítulo acaba, pues supongo que ese punto sentencia un cambio de escena, de locación, de tiempo en la obra, es decir una forma en que el autor nos dice: “aquí va a pasar otra vaina”.
Me desperté a las cinco y después del almuerzo pensé que iba a morir de sueño. Ahora intento pensar que fue lo que almorcé, pero ese recuerdo se esfumo. Imagino que fue a parar al mismo lugar en el que mi sueño se encuentra.
De pronto algo tienen que ver el tinto que me zampé después del almuerzo y el té con el que cerré la tarde, pero vaya uno a saber; siempre he sido de esos que consumen cafeína casi a la medianoche y mi sueño sigue intacto.
Entonces aquí me encuentro escribiendo esto a ver si el cansancio le da la gana aparecer. Por el momento tengo pensado leer un rato, pero puede que apenas lo intente, el sueño me tumbe de un golpe fulminante.
Se me acaba de ir la paloma. A la mitad del párrafo anterior pensé en una idea que tenía algo que ver, pero luego del punto que lo cerró, quedé en blanco. De pronto si tengo sueño, pero me niego a aceptarlo. A veces soy así de masoquista, es decir, a pesar de estar cansado, me obligo a estar despierto hasta la madrugada.
Cuando digo me acosté, quiero decir que cerré los ojos, pero di vueltas para un lado y para el otro pensando en eventos y situaciones, del pasado, presente y futuro. Entonces imagino que me quedé dormido a eso de las dos.
La lectura, en mi caso, se termina cuando un capítulo acaba, pues supongo que ese punto sentencia un cambio de escena, de locación, de tiempo en la obra, es decir una forma en que el autor nos dice: “aquí va a pasar otra vaina”.
Me desperté a las cinco y después del almuerzo pensé que iba a morir de sueño. Ahora intento pensar que fue lo que almorcé, pero ese recuerdo se esfumo. Imagino que fue a parar al mismo lugar en el que mi sueño se encuentra.
De pronto algo tienen que ver el tinto que me zampé después del almuerzo y el té con el que cerré la tarde, pero vaya uno a saber; siempre he sido de esos que consumen cafeína casi a la medianoche y mi sueño sigue intacto.
Entonces aquí me encuentro escribiendo esto a ver si el cansancio le da la gana aparecer. Por el momento tengo pensado leer un rato, pero puede que apenas lo intente, el sueño me tumbe de un golpe fulminante.
Se me acaba de ir la paloma. A la mitad del párrafo anterior pensé en una idea que tenía algo que ver, pero luego del punto que lo cerró, quedé en blanco. De pronto si tengo sueño, pero me niego a aceptarlo. A veces soy así de masoquista, es decir, a pesar de estar cansado, me obligo a estar despierto hasta la madrugada.
lunes, 9 de mayo de 2022
Un cigarrillo desperdiciado
Una vez en la universidad, mientras hacia una fila larga en una cafetería justo antes de clase de 2 de la tarde, una mujer que iba pasando, de pelo negro liso y largo, y ojos del mismo color, me pidió el favor de que le comprara un cigarrillo.
“Haz la fila”, le dije.
La mujer hizo una mueca de desánimo y apenas dio media vuelta para seguir mi sugerencia, la llamé y le dije que estaba molestando, que no tenía problema alguno en hacerle el favor.
Me pasó una moneda, le compré el cigarrillo, me dio las gracias. "De nada", le dije con una sonrisa.
Días después me encontraba estudiando con unos amigos en la biblioteca. Estaba aburrido y quería hacer lo que fuera diferente a pasar una tarde estudiando.
De repente alguien tocó mi hombro y cuando di media vuelta ahí estaba la mujer del cigarrillo, que iba pasando, me reconoció, y decidió saludarme.
Era bonita, o por lo menos a mi me parecía que lo era, ya saben lo que dicen: “La belleza está en el ojo del espectador”. Recuerdo que me preguntó que estaba estudiando y le conté que teníamos un parcial de física. Sonrío, de lo poco que recuerdo de ella es que sonreía mucho, y sus dientes, blancos y relucientes, parecían iluminarle la cara.
Conversamos por muy poco, ella con unos libros debajo de un brazo y 2 amigas un poco más allá que la estaban esperando; yo sentado, un poco incómodo porque mi grupo de estudio se estaba pateando toda la conversación.
Cuando sentí que iba a terminar le dije: “deberías darme tu número de teléfono”, y me dijo: “Sí claro, anótalo”.
Me fui a la última hoja del cuaderno (estamos hablando de la prehistoria cuando los únicos celulares que existían era una panelas incómodas de llevar y costosas, de las que alcancé a botar dos) y lo escribí.
La mujer del cigarrillo siguió su camino y yo volví a “concentrarme” en mi estudio. Cuándo levante la cabeza, todos me estaban mirando con cara de “¿Y eso qué fue?”
“¿Qué?”, pregunté.
“Cómo así que qué?” respondió A.
“Sí, ¿qué?”
R. metió la cucharada “Pues sí, más o menos esa vieja le dijo: Hola, ¿quieres tener sexo sucio conmigo?”
Todos, incluido yo, nos reímos de esa apreciación. El caso es que nunca la llamé. Todavía me pregunto por qué no lo hice.
Mujer del cigarrillo, si por casualidad lees esto déjame un comentario.
“Haz la fila”, le dije.
La mujer hizo una mueca de desánimo y apenas dio media vuelta para seguir mi sugerencia, la llamé y le dije que estaba molestando, que no tenía problema alguno en hacerle el favor.
Me pasó una moneda, le compré el cigarrillo, me dio las gracias. "De nada", le dije con una sonrisa.
Días después me encontraba estudiando con unos amigos en la biblioteca. Estaba aburrido y quería hacer lo que fuera diferente a pasar una tarde estudiando.
De repente alguien tocó mi hombro y cuando di media vuelta ahí estaba la mujer del cigarrillo, que iba pasando, me reconoció, y decidió saludarme.
Era bonita, o por lo menos a mi me parecía que lo era, ya saben lo que dicen: “La belleza está en el ojo del espectador”. Recuerdo que me preguntó que estaba estudiando y le conté que teníamos un parcial de física. Sonrío, de lo poco que recuerdo de ella es que sonreía mucho, y sus dientes, blancos y relucientes, parecían iluminarle la cara.
Conversamos por muy poco, ella con unos libros debajo de un brazo y 2 amigas un poco más allá que la estaban esperando; yo sentado, un poco incómodo porque mi grupo de estudio se estaba pateando toda la conversación.
Cuando sentí que iba a terminar le dije: “deberías darme tu número de teléfono”, y me dijo: “Sí claro, anótalo”.
Me fui a la última hoja del cuaderno (estamos hablando de la prehistoria cuando los únicos celulares que existían era una panelas incómodas de llevar y costosas, de las que alcancé a botar dos) y lo escribí.
La mujer del cigarrillo siguió su camino y yo volví a “concentrarme” en mi estudio. Cuándo levante la cabeza, todos me estaban mirando con cara de “¿Y eso qué fue?”
“¿Qué?”, pregunté.
“Cómo así que qué?” respondió A.
“Sí, ¿qué?”
R. metió la cucharada “Pues sí, más o menos esa vieja le dijo: Hola, ¿quieres tener sexo sucio conmigo?”
Todos, incluido yo, nos reímos de esa apreciación. El caso es que nunca la llamé. Todavía me pregunto por qué no lo hice.
Mujer del cigarrillo, si por casualidad lees esto déjame un comentario.
domingo, 8 de mayo de 2022
El timbre del teléfono
Suena el teléfono y me da miedo contestarlo.
Un teléfono timbrando debería ser un momento terrorífico. ¿Cómo saber quién está al otro lado de la línea? Para eso el identificador de llamadas, dirán algunos, pero ¿y si es otra persona? ¿Qué tal que el que esté al otro lado de la línea sea alguien que no tengamos ni idea quién es?
Solo imagina la situación. Suena el celular, lo dejas timbrar un par de veces, y contestas confiado de que vas a tener una conversación habitual, si acaso banal y ¡pum! De repente, la persona que conoces habla en medio de lloriqueos. “¿Qué pasa?”, preguntas, Ya cállese, dice una voz extraña y ahora se escucha el sonido del auricular que pasa de unas manos a otras, y luego un secuestrador te saluda rápido: Fulanito(a) X, el monto de dinero que debe reunir antes de 48 horas para que su conocido, familiar o amigo siga con vida es de…
Algunos dirán que es una escena de película, pero ya está claro que, por lo general, la realidad supera a la ficción, y que el límite entre ambos terrenos a cada rato se desdibuja.
Bueno está bien, piensa que no te llama un secuestrador, sino tu médico de confianza, ese al que le enviaste los resultados de unos exámenes hace unos días.
Estás sentado (a), sin ninguna preocupación. Quizá tomando un café o viendo televisión y te entra la llamada. Contestas y saludas al doctor, que ya es como un viejo amigo. Notas preocupación en el tono de su voz. Sientes que da rodeos, que se extiende en el saludo, que te pregunta una y otra vez si estás bien. Cuando ya no puede alargar más la tensión, te suelta la noticia: un dato de los exámenes salió mal y es probable que se deba a una enfermedad terminal, algo que está anidando en tus entrañas mientras tu vas ahí tranquilo(a) por la vida.
El teléfono sigue sonando.
Lo Contesto, al final nos acostumbramos a todo.
Es mi hermana.
Un teléfono timbrando debería ser un momento terrorífico. ¿Cómo saber quién está al otro lado de la línea? Para eso el identificador de llamadas, dirán algunos, pero ¿y si es otra persona? ¿Qué tal que el que esté al otro lado de la línea sea alguien que no tengamos ni idea quién es?
Solo imagina la situación. Suena el celular, lo dejas timbrar un par de veces, y contestas confiado de que vas a tener una conversación habitual, si acaso banal y ¡pum! De repente, la persona que conoces habla en medio de lloriqueos. “¿Qué pasa?”, preguntas, Ya cállese, dice una voz extraña y ahora se escucha el sonido del auricular que pasa de unas manos a otras, y luego un secuestrador te saluda rápido: Fulanito(a) X, el monto de dinero que debe reunir antes de 48 horas para que su conocido, familiar o amigo siga con vida es de…
Algunos dirán que es una escena de película, pero ya está claro que, por lo general, la realidad supera a la ficción, y que el límite entre ambos terrenos a cada rato se desdibuja.
Bueno está bien, piensa que no te llama un secuestrador, sino tu médico de confianza, ese al que le enviaste los resultados de unos exámenes hace unos días.
Estás sentado (a), sin ninguna preocupación. Quizá tomando un café o viendo televisión y te entra la llamada. Contestas y saludas al doctor, que ya es como un viejo amigo. Notas preocupación en el tono de su voz. Sientes que da rodeos, que se extiende en el saludo, que te pregunta una y otra vez si estás bien. Cuando ya no puede alargar más la tensión, te suelta la noticia: un dato de los exámenes salió mal y es probable que se deba a una enfermedad terminal, algo que está anidando en tus entrañas mientras tu vas ahí tranquilo(a) por la vida.
El teléfono sigue sonando.
Lo Contesto, al final nos acostumbramos a todo.
Es mi hermana.
viernes, 6 de mayo de 2022
Palabras exactas
8 de la mañana.
Camino por un sector que no conozco con un cielo gris a punto de quebrarse por la lluvia. Hace frío y estoy de mal genio, porque no me he tomado el primer café del día. Veo un establecimiento con bombillos encendidos. “Debe ser una cafetería”, pienso. Apresuro el paso.
Cuando estoy al frente del local, me doy cuenta que es un restaurante de hamburguesas y que las luces están encendidas porque los empleados organizan el lugar para la hora del almuerzo.
Mi nivel de rabia se incrementa.
Empiezo a caminar de nuevo, sin rumbo alguno, mal encarado y como con deseos de que alguien me busque problema para agarrarnos a trancazos, qué sé yo, que una persona se estrelle contra uno de mis hombros, y que a partir de eso se arme una trifulca. Mientras recreo esa fantasía, aprieto los puños, imaginando la tormenta de golpes que le voy a soltar a esa persona imaginaria que anda por la calle.
Como son pocas las personas que transitan por el andén, me concentro de nuevo en mi búsqueda, y a lo lejos alcanzó a divisar un Tostao. Mi contrincante se salvó de la pelea, y yo también, pues soy más bien pacífico y un boxeador cero ágil.
Apenas entro al café, comienza a caer una llovizna leve. Juanma: 1 el clima: 0. Compro un capuchino y una porción de torta de zanahoria y me siento en una de las mesas de la terraza. Después de un tiempo de perfeccionar el arte de ver pasar gente, saco el Kindle.
Me decido por 1984.
Las últimas líneas de una página dicen: “The tales about Goldstein and his underground army were simply a lot...”
“La palabra que sigue tiene que ser rubbish”, pienso antes de pasar la página o tocar la pantalla, ustedes me entienden.
“of rubbish which the party…”
Sonrío.
Muchas veces intento hacer eso: adivinar cuál fue la palabra que escogió el escritor, pero pocas veces le atino.
Imagino que hay frases que necesitan de palabras exactas. Frases que perderían su fuerza y sentido si se utilizan otras.
Cuando uno escribe siempre anda tras la búsqueda de esas palabras, pero la mayoría de las ocasiones, muchas veces por pereza, se nos escapan, pues seleccionamos una equivocada que creemos funciona, y dejamos huérfana de frase a esa palabra exacta.
Camino por un sector que no conozco con un cielo gris a punto de quebrarse por la lluvia. Hace frío y estoy de mal genio, porque no me he tomado el primer café del día. Veo un establecimiento con bombillos encendidos. “Debe ser una cafetería”, pienso. Apresuro el paso.
Cuando estoy al frente del local, me doy cuenta que es un restaurante de hamburguesas y que las luces están encendidas porque los empleados organizan el lugar para la hora del almuerzo.
Mi nivel de rabia se incrementa.
Empiezo a caminar de nuevo, sin rumbo alguno, mal encarado y como con deseos de que alguien me busque problema para agarrarnos a trancazos, qué sé yo, que una persona se estrelle contra uno de mis hombros, y que a partir de eso se arme una trifulca. Mientras recreo esa fantasía, aprieto los puños, imaginando la tormenta de golpes que le voy a soltar a esa persona imaginaria que anda por la calle.
Como son pocas las personas que transitan por el andén, me concentro de nuevo en mi búsqueda, y a lo lejos alcanzó a divisar un Tostao. Mi contrincante se salvó de la pelea, y yo también, pues soy más bien pacífico y un boxeador cero ágil.
Apenas entro al café, comienza a caer una llovizna leve. Juanma: 1 el clima: 0. Compro un capuchino y una porción de torta de zanahoria y me siento en una de las mesas de la terraza. Después de un tiempo de perfeccionar el arte de ver pasar gente, saco el Kindle.
Me decido por 1984.
Las últimas líneas de una página dicen: “The tales about Goldstein and his underground army were simply a lot...”
“La palabra que sigue tiene que ser rubbish”, pienso antes de pasar la página o tocar la pantalla, ustedes me entienden.
“of rubbish which the party…”
Sonrío.
Muchas veces intento hacer eso: adivinar cuál fue la palabra que escogió el escritor, pero pocas veces le atino.
Imagino que hay frases que necesitan de palabras exactas. Frases que perderían su fuerza y sentido si se utilizan otras.
Cuando uno escribe siempre anda tras la búsqueda de esas palabras, pero la mayoría de las ocasiones, muchas veces por pereza, se nos escapan, pues seleccionamos una equivocada que creemos funciona, y dejamos huérfana de frase a esa palabra exacta.
miércoles, 4 de mayo de 2022
Cenizas
A la abuela le compraron un nicho para sus cenizas. Años después a dos de sus hijas también. Ahora las tres, cenizas claro está, comparten un mismo lugar.
Vicente Delgado conoce esos detalles porque ese es su trabajo en la funeraria. Unos venden qué sé yo, cremas adelgazantes, fajas o bebidas energéticas, y a él le tocó dedicarse a la venta de nichos para cenizas.
No comprende por qué a las personas les gusta invertir en ese servicio, y le cuesta creer que haya gente que visita con frecuencia las cenizas de sus seres queridos para rezarles, hablarles e incluso pedirles consejo.
Pero su trabajo no consiste en cuestionar las actitudes de sus clientes, sino en vender la mayor cantidad de nichos al mes. Allá las personas y sus costumbres, lo único por lo que se debe preocupar es por cumplir con la meta de ventas mensual.
Se pregunta dónde le gustaría que depositaran sus cenizas, si también en uno de esos nichos, que le parecen caros y poco prácticos, o si más bien su familia no debería darle tantas vueltas al asunto y botarlas en una caneca.
Delgado, a diferencia de muchas personas, no cuenta con un lugar preferido en el que le gustaría que las regaran.
El típico, el cliché, es el mar. De hecho, ese es el nuevo producto que debe ofrecer, un ritual para llevar las cenizas del ser querido al océano, con un plan 8 personas en una embarcación más acompañamiento musical. El traslado y hospedaje no están incluidos.
Hay días que se siente un poco mal por sacarle provecho a la muerte, pero sabe que al final todo, querámoslo o no, se reduce a una transacción comercial.
Vicente Delgado conoce esos detalles porque ese es su trabajo en la funeraria. Unos venden qué sé yo, cremas adelgazantes, fajas o bebidas energéticas, y a él le tocó dedicarse a la venta de nichos para cenizas.
No comprende por qué a las personas les gusta invertir en ese servicio, y le cuesta creer que haya gente que visita con frecuencia las cenizas de sus seres queridos para rezarles, hablarles e incluso pedirles consejo.
Pero su trabajo no consiste en cuestionar las actitudes de sus clientes, sino en vender la mayor cantidad de nichos al mes. Allá las personas y sus costumbres, lo único por lo que se debe preocupar es por cumplir con la meta de ventas mensual.
Se pregunta dónde le gustaría que depositaran sus cenizas, si también en uno de esos nichos, que le parecen caros y poco prácticos, o si más bien su familia no debería darle tantas vueltas al asunto y botarlas en una caneca.
Delgado, a diferencia de muchas personas, no cuenta con un lugar preferido en el que le gustaría que las regaran.
El típico, el cliché, es el mar. De hecho, ese es el nuevo producto que debe ofrecer, un ritual para llevar las cenizas del ser querido al océano, con un plan 8 personas en una embarcación más acompañamiento musical. El traslado y hospedaje no están incluidos.
Hay días que se siente un poco mal por sacarle provecho a la muerte, pero sabe que al final todo, querámoslo o no, se reduce a una transacción comercial.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)