martes, 5 de julio de 2022

Para escribir

Para vivir hay que escribir y para escribir toca ser terco.

Siempre habrá razones para no hacerlo, para cambiar de opinión y, qué sé yo, agarrar el celular para mirar a personas bailando, dándose con una tortilla en la cara mientras retienen agua en la boca, o para darle scroll down como si la vida dependiera de ello, así lo hayamos revisado tan solo hace cinco segundos.

También, por ejemplo, se podría prender el televisor y anestesiarse con cualquier programa, sin importar si son las 2:57 a.m, por decir cualquier hora. Si hablo de la hora es porque recuerdo que hace muchos años, cuando la programación terminaba a eso de la media noche, aparecían unas franjas de colores en la pantalla acompañadas de un pito; hablo de una época prehistórica en la que todavía no había televisión por cable y esas cosas.

Pues sí, para escribir toca tener una postura inamovible, para evitar esas excusas que se inventa la cabeza para no hacerlo. ¿Sobre qué? Se pregunta uno, pero eso es lo de menos.

Para escribir toca contar lo que sea, lo que se nos ocurra.

Por ejemplo, Hoy, después de almuerzo, tenía acumuladas las ganas de 5000 personas por tomarse un tinto. Porque para vivir también hay que tomar tinto, mínimo uno al día, a menos de que se sea alérgico al café.

Estaba enredado con un texto, así que me dije a mí mismo: Vamos a tomarnos un tinto para despertar mi máquina narradora. Entonces fui a la cocina, lo preparé en par patadas y lo serví en un pocillo blanco. Ahí estaba ese tinto que tanto quería y que iba a espantar mi modorra. Acerqué la nariz, aspiré su vaho, y detecté un olor a madera y tierra.

Al pensar en lo bien que iba a ser darle un sorbo, mi boca salivo. Pero como el curso de la vida tiende a torcerse, en un movimiento torpe tire el pocillo al piso y apenas hizo contacto con este se quebró como en mil pedazos y el líquido negro se extendió por todo el piso.

Luego de recoger todo el desorden me preparé otro y tuve cuidado de no volver a regarlo.

Entonces recuerden: para escribir hay que contar lo que sea, y para vivir se debe procurar no ser torpe o maniflojo.

viernes, 1 de julio de 2022

"¿En qué piensas?"

Imagino que muy pocas personas han respondido esa pregunta de forma sincera. Se suele hacer a cuando se encuentran desprevenidas, perdidas en sus pensamientos o monólogos mentales.

A lo mejor responder “¡Qué le importa!”, sería lo apropiado, pero “Nada”, suele ser la respuesta. No culpo a quienes la utilizan, pues la cabeza siempre va a ser ese refugio en el que solamente tenemos que estar de acuerdo con nosotros mismos, sin importar si lo que se piensa es una bestialidad o está mal visto por los demás.

Pienso en esta pregunta, valga la redundancia, porque a veces, cuando salgo del edificio, me encuentro con una anciana en silla de ruedas, acompañada por su enfermera.

Imagino que la mujer está anclada a esa silla y solo la cambia por su cama al momento de acostarse. No importa cuál sea el clima, si hace frio, calor o si llueve, la enfermera la baja al frente del edificio para que vea pasar los carros.

Si uno entabla contacto visual con la anciana, ella levanta la mano para saludar, y si uno le dice algo como “buenos días, ¿cómo está?”, ella intenta responder, pero lo que dice siempre es  ininteligible. La enfermera no se preocupa en intentar traducir sus palabras, quizá porque tampoco ha descifrado su lenguaje, y solo permanece sentada a su lado,  ensimismada en la pantalla de su celular.

Me pregunto en qué piensa, si todavía lo hace o si el cableado de su cerebro ya la desconectó de eso que llamamos realidad. Su mirada no muestra angustia alguna, pero ¿cómo saber en qué está pensando alguien?.

Espero que allá, en la celda de su cabeza, la anciana lo pase bien con lo que sea que maquine en ella.

jueves, 30 de junio de 2022

Dejar de leer

Hace poco escribí algo que tiene que ver con esto, y otra vez caigo en este tema sin haberlo previsto. Si me decido a escribir sobre él, es porque creo que a esos gritos que salen del subconsciente hay que prestarles atención.

10:17 a.m.

Miro la pantalla, pero no soy consciente de las letras que están en ella. Mi cabeza está en otro lado; como cuando uno mira un punto fijo en una pared o en la distancia, pero tiene su mente en otra parte: un recuerdo, el almuerzo, una epifanía, la persona que le gusta, yo qué sé.

Ese lugar en el que estoy es una pregunta con cara de sensación: ¿Por qué no mejor me pongo a leer? Pienso en eso, porque ayer, en la noche, tenía ganas de hacerlo, pero un dolor de cabeza leve, pero constante, hizo presencia todo el día, y los muy perros tienen una gran facilidad para convertirse en migraña en un parpadeo.

“Mejor vea televisión un rato y ya”, me dijo mi yo por la noche, así que le hice caso y prendí el televisor, pero al rato, sin ni siquiera canalear un poco, lo apagué, junto con la lámpara que utilizo para leer, y me eché a dormir.

Creo que tomé la decisión adecuada, pues hoy me desperté sin rastros del dolor de cabeza, pero también noté la ausencia, si se puede decir, de no haber leído ayer en la noche.

Cuando no escribo, pienso que algo se desbarajusta en el curso de la vida, por lo menos en la mía. Bradbury decía que uno debe emborracharse de escritura para que la realidad no lo pueda destruir. Caso contrario los venenos de la vida comienzan a acumularse y nos conducen hacia la muerte, la locura o ambas cosas.

Imagino que cuando uno deja de leer ocurre algo similar. En este caso siento que las letras que no me empaqué ayer me están haciendo falta, por eso ese arrebato de ganas de leer.

Al final no lo hago, porque estoy trabajando, porque hay que ser responsable en fin, por todo ese deber ser de las cosas que a veces sabe un tanto a mierda, en fin. Pero hoy, más tarde, así haya lluvia, vendaval o terremoto en mi cabeza, me pondré al día con mi dosis de páginas diarias.

miércoles, 29 de junio de 2022

La Enana Blanca y mis audífonos

Caigo en un video que habla sobre el sol. El locutor cuenta que, hacia el final de su vida, si se puede anotar de esa manera, y luego de agotar todo su combustible de hidrogeno, su masa se recogerá en su núcleo y se convertirá en un cadáver de estrella.

Suena catastrófico, pero podemos estar tranquilos, pues es algo que ocurrirá en unos 5000 millones de años y la probabilidad de que la raza humana todavía exista, imagino que será igual a cero.

Me gusta como esa contradicción del nombre, es decir enana blanca suena como algo muy pequeño si se compara con el tamaño del sol. Todo resulta aún más extraño, porque antes de llegar a ese estado, el sol se va a convertir en una gigante roja.

Rojo y blanco, otro contraste fuerte. Por alguna razón se me viene a la cabeza la imagen de un hombre que lo impacta una bala y una mancha roja comienza a crecer en la camisa blanca, claro está, que lleva puesta.

En ese estado, hinchado y rojo, el sol que como el hombre también está muriendo, lleno de furia por el hambre y abandonar su estatus de gran astro, se va a tragar a Mercurio, Venus y la Tierra de pura rabonada. Luego ese amasijo de planetas se convertirá en un objeto muy denso y con mucha masa, pero de un tamaño similar al de nuestro planeta.

Les cuento todo esto porque cuando escuché el video estaba buscando mis audífonos y no los encontraba por ningún lado. Por un momento pensé que algo, haciendo sus veces de enana blanca, pero bajo su alter ego de gigante roja, se los había tragado. Rato después levante la libreta y ahí estaban los pobres, aprisionados por su peso.

martes, 28 de junio de 2022

Razones para no leer

No creo que existan, pero tampoco se debe ser tan romántico con la lectura, es decir, es posible que un escenario como ese ocurra. Cualquier cosa puede ocurrir luego de poner el punto que finaliza este párrafo, por ejemplo.

Hay personas que hablan de bloqueos de lectura. De repente, por diferentes motivos no se puede volver a leer por un tiempo, por más que se intente hacerlo.

Afortunadamente es algo que nunca me ha pasado. Este año tuve un momento en el que iniciaba un libro tras otro y los abandonaba luego de leer tan solo un par de capítulos, pero solo porque no me enganchaban, y bajo la premisa de que la vida es muy corta para leer por obligación, por cumplir con una estadística o sin ningún tipo de ánimo.

En ese entonces pensé: "¿será mi primer bloqueo lector?". Pero llegó Isabel Allende a salvarme con Paula y me curó de un trancazo mi crisis de lectura; fue como si me hubiera inyectado ese libro por medio de una inyección intravenosa.

Pienso que sería muy difícil, o más bien aburridor, vivir sin leer, e imagino que en uno de los días de la semana de la creación del universo, Dios dedicó un tiempo especial para inventarse la lectura, pues es, pienso, el origen de muchas cosas buenas.

También se me ocurre que podría obligarme a no leer, como cuando Doris Lessing se obligó a no escribir para ver qué sucedía. La escritora cuenta que cuando hizo ese experimento tuvo muchos problemas. Creo que no me sienta bien no escribir: me pongo de muy mal humor. La escritura te da una especie de equilibrio, dijo en una entrevista.

Seguro me pasaría lo mismo que ella y no podría prolongar esa conducta por mucho tiempo, Además, ¿para que cortar lo que le hace bien a uno?

Lessing también decía que la escritura le servía para pasar su locura a otra gente, puedo rebotarla fuera de mí. Imagino que, de cierta forma, la lectura también permite hacer eso.

viernes, 24 de junio de 2022

Hojear libros como estilo de vida

Termino, por azares del destino –porque no controlamos nada de lo que nos pasa y la vida es puro caos disfrazado de orden y causalidad–, en La Panamericana.

Cuando entro, una mesa con libros, con un cartel que dice NOVEDADES absorbe toda mi atención.

Siempre suelo ir hacia esa mesa como si tuviera las mejores obras. Cuando estoy al lado veo libros de Rosa Montero, Juan Gabriel Vásquez, Orhan Pamuk y Piedad Bonnet, entre otros autores.

"Oiga y si se compra un libro?", me comenta el comprador compulsivo que llevo por dentro.
"¿Para qué? No tengo previsto comprar libros hoy”.
"¿Cómo que para qué? Porque sí, porque siempre es bueno comprar libros. No se necesita tener una razón."
"Bueno, voy a mirar a ver si me antojo de alguno".

Pienso que, de ser así, ese libro no lo voy a encontrar en la mesa de las novedades, porque lo que realmente importa no suele estar en frente de nuestras narices ni donde los demás miran.

Levanto la mirada y escaneo los otros estantes de del lugar. "Superación personal", "literatura juvenil", "clásicos de la literatura".

Me decido por el último y lo primero que noto es que los libros que tiene son muy gruesos comparados con los que ya he visto. Está el Ulises de Joyce  ¿Cuándo lo voy a leer?, me pregunto, otro de Thomas Mann,  ¿y la montaña mágica qué? y unas obras de teatro.

Trato de imaginar como esos esos escritores escribían obras de gran tamaño a mano. Como leí por ahí, si uno no escribe es porque no quiere.

Empiezo a orbitar por el lugar y vuelvo a mesas que ya he visto, para ver si se me escapó algún título, Creo que  siempre se espera encontrar un libro diseñado exclusivamente para uno, de ahí el afán de comprar libros cada vez que se tenga la oportunidad.

De los parlantes del lugar sale reggaetón y lo acompaña una de esas voces de tarado, como si la persona no supiera pronunciar las palabras.

Al final no encuentro ese libro que le mencioné a mi comprador compulsivo, pero si anoto algunos que me llaman la atención: Volver a dónde, cómo viajar con un salmón, y el gato que amaba los libros.

Ese último título, lo asocio con Firmin de Sam Savage, novela en la que una rata es amante de los libros.

Abandono el lugar sin comprar nada. Juanma: 1 Comprador compulsivo: 0

jueves, 23 de junio de 2022

Tensión y juegos de mesa

Una mujer y su hija pequeña, de no más de 7 años, entran en un café. La niña lleva la caja de un juego debajo del brazo. Apenas se sientan, y antes de ordenar, la abre y saca dos tableros con fichas fijas desplegables, que traen dibujos de caras de personas.

Cada una toma una carta y la ponen en el centro de su tablero. Corresponde al personaje que el contrincante debe descubrir haciendo preguntas sobre su apariencia física.

Conozco el juego, pero no tengo idea de cómo se llama. empiezan a preguntarse cosas: “Tu personaje tiene el pelo largo? ¿Es mujer o hombre? ¿Tiene barba? ¿Es rubio o pelinegro? ¿La camisa es de color rosado?”

Las observo con detenimiento y veo como la pequeña va ocultando las fichas que descarta con base a sus preguntas. A medida que lo hace Ríe de forma nerviosa y cada vez más, a medida que el juego se acerca a su final, a la gran revelación.

Lo que más me gusta es oír sus carcajadas que están repletas de tensión. De cierta forma parece que se estuviera jugando la vida en esa partida. Así debería hacer uno con cualquier cosa que se hace, sea pequeña o grande; jugarse la vida y carcajearse independiente de que se pierda o se gane, en fin.

Al final la mamá le gana, pero se nota que a la niña no le importó perder porque se divirtió.

Mientras las observaba, recuerdo qué juegos me gustaban a mí. Había uno que se llamaba escalera. Era un tablero gigante y uno avanzaba, de acuerdo con el puntaje de un lanzamiento de dados, por unas casillas, hasta caer en una que tenía una escalera que obligaba a subir o bajar.

Me gustaba porque, al igual que el juego de la hija y su madre, también tenía su dosis de tensión.