jueves, 17 de noviembre de 2022

Un último deseo

Camina esposado con las manos en la espalda y siente un olor a orines en el ambiente. No sabe si son propios, producto de sus esfínteres que ya le fallan por la cantidad de golpizas que ha recibido de reclusos y guardias, o si el olor proviene de del pasillo por el que camina.

La luz del lugar es débil y apenas tiene los ojos abiertos, a causa de sus parpados hinchados. Arrastra los pies a cada paso y las veces que se detiene, porque un recuerdo de cuando era libre le llega a la cabeza, uno de los guardias que lo escoltan presiona su espalda con el bolillo y lo obliga a seguir caminando. A veces cae y se arrastra un poco, pero de inmediato alguien lo toma por las axilas, y lo levanta como si fuera un muñeco de trapo.

El hombre va camino hacia su muerte, a la sala en dónde le van a aplicar la inyección letal. Horas antes le dijeron que podía pedir lo que quisiera de última cena, pero respondió que mejor se reservaba su último deseo hasta el último momento del show.

Cuando le preguntaron recordó que una vez leyó un artículo que hablaba de las últimas cenas de reclusos importantes. La nota mencionaba lo que le sirvieron a Sadam Hussein: Pollo con arroz shawarma, que el dictador rechazó, junto con la posibilidad de fumarse un cigarrillo.

“Quizá detestaba el pollo”, piensa el hombre.

Ahora se encuentra en frente de la puerta de la sala de ejecución y el guardia que lo acompaña le pregunta por su último deseo.

“Es sencillo”, dice mientras muestra una sonrisa triste y se se sopla un mechón de pelo que le cae sobre la cara.

“Solo quiero ver cuantas notificaciones tengo en mi celular. Hace una semana me lo decomisaron y debo tener cientos de mi última publicación”.

martes, 15 de noviembre de 2022

Manos con sangre

“¿Estaré poseído?”, piensa mientras mira la pantalla de su computador. Desde hace 10 minutos le está dando vueltas a la pregunta. Si le han parecido raras esas oleadas de rabia repentina, que ha tenido desde hace un tiempo con Cristina, su esposa, y también con sus hijos.

“Discúlpame Cris”, no va a volver a pasar, siempre le dice a para disculparse, y le achaca su estado de ánimo a un supuesto estrés producido por el trabajo. Sabe que es mentira, pues no siente angustia alguna. Al final siempre le resta importancia al tema, pues piensa que todas las personas son bipolares, solo que las reciben tratamiento psiquiátrico, no cuentan con válvulas de escape efectivas como el sexo, el trabajo, las drogas, la familia o alguna afición que les apasione.

Últimamente, cuando abre los ojos en la mañana, siente sus manos pegajosas. Cuando se las mira se da cuenta de que la sensación se debe a sangre seca sobre su piel.

Hace un mes exacto fue la primera vez que le pasó. Lo primero que hizo fue revisar su cuerpo en busca de alguna herida, pero no encontró nada. Luego miro a cristina que dormía plácidamente y levantó la cobijas para ver su cuerpo, pero así, por encima, tampoco vio una herida en el cuerpo de su esposa. Luego se volvió a mirar las manos no pudo contener las arcadas que le produjo el olor y terminó por ensuciar las cobijas. Luego de quitarse la ropa se revisó con más cuidado frente al espejo, pero no vio nada raro, todo estaba en orden, su piel no tenía ni el más mínimo rasguño; es más se sentía lleno de energía.

En algunos de los días que se ha repetido la escena, cuando está a punto de dejar el apartamento para ir al trabajo, el hombre se ha dado cuenta que la puerta está sin seguro. Incluso en una ocasión la encontró semiabierta, y siempre se asegura de echar llave todas las noches, pues el sector donde vive se ha vuelto inseguro.

Lo que más le extraña es lo que Héctor, el celador de su edificio, le dijo cuando salía hacia la oficina. El vigilante lo miró sonriendo de forma pícara, hasta que el hombre no tuvo más remedio que preguntarle por qué hacía cara de idiota.

“Tranquilo señor”, su secreto está a salvo conmigo. Por una módica suma de dinero, prometo no decirle nada a la señora Cristina.

“¿De qué secreto habla idiota?”, le respondió, al tiempo que lo fulminaba con la mirada.

“De sus escapadas nocturnas señor Tovar”. Siempre lo veo llegar con una sonrisa en su cara y me preguntó dónde o más bien con quién la habrá pasado tan bien.

“Bájele a la confianza”, le respondió Tovar, antes de que la puerta del edificio se cerrara”.

Ahora quita la vista de la pantalla para mirarse las manos.

“Parece que enloquecer también es otra opción de vida”, piensa.

lunes, 14 de noviembre de 2022

Dormir, leer y lavar la loza

Media hora después del almuerzo, decido leer. Como no tengo un sillón específico para esa actividad, ubicado al lado de una chimenea y en una casa en las montañas, acomodo las almohadas, el haz de luz de la lámpara que está encima del mueble modular que haces sus veces de mesa de noche, y me echo en la cama.

No sé cuántas veces cambio de posición, pero cuando doy con una de medio lado, los ojos se me comienzan a cerrar. “Por lo menos debo acabar el capítulo o llegar a un punto donde la acción se mueva a otro lado”, pienso, así que me obligo a abrirlos.

Me duermo.

Son solo un par de minutos hasta que algo me despierta. Veo que el Kindle se apagó automáticamente y que la habitación está muy oscura. Al poco rato caigo en cuenta de qué fue lo que pasó: se fue la luz.

Lo que me despertó fue el ruido de la planta eléctrica del edificio de al lado. Como hay veces, no sé por qué, que la energía se va por sectores del apartamento, presionó frenéticamente el botón de encendido de la lámpara, pero tanto empeño no sirve para nada.

Me levanto, me quito los lentes y me tapo con una cobija. Ahora tengo el firme propósito de dormir.

Me despierto a las 2 horas y la luz todavía no ha llegado. Me quedo mirando el techo fijamente, como si rugosidad escondiera el sentido de la vida. No me transmite ningún tipo de información ni concluyo nada, y en ese momento suena el citófono.

Había olvidado que una prima iba a pasar para tomar vino y hacer una tabla de quesos y jamones improvisada.

Más tarde intento dormir, pero la siesta me quitó el sueño. En un arrebato de responsabilidad, decido ponerme a lavar la loza, y cuando termino de hacferlo estoy aún más despierto que hace un momento.

Me obligo a meterme en la cama y no me queda más que ponerme a leer a ver si me agarra el sueño.

Miro cuánto le falta al capítulo y el Kindle dice que más de una hora. Por lo general no me llaman la atención las novelas con capítulos tan largos, pero la que leo está muy buena, así que hago una excepción.

Ya es de madrugada y el capítulo sigue ahí, infinito, como si nada. “Pues será acabarlo”, pienso. Al rato me encuentro con una subdivisión, titulada 2. Como ya es tarde, o bien, temprano decido dejar de leer.

Apago la luz doy media vuela y cierro los ojos sin el más mínimo rastro de sueño. Quién sabe cuánto me demoré en quedarme dormido.

jueves, 10 de noviembre de 2022

El demonio en el espejo

Lo acaba de ver, pero sigue manejando como si nada. Siente cómo se le acelera el corazón así que respira profundo para bajar las pulsaciones.

Llega a una intersección y el semáforo se pone en rojo. No le gusta quedarse quieto. Piensa que estar en movimiento le ayuda a calmarse. Además, hace calor y su auto no tiene aire acondicionado.

Sabe que es una ilusión, un juego de su cabeza, un truco visual de su enfermedad mental, pero es tan real como la mujer que ahora cruza la calle. Le sostiene la mirada y ella le sonríe: “Si tan solo supiera que estoy en el borde del precipicio de la locura”, piensa.

Quiere y no quiere mirar otra vez por el retrovisor, le molesta esa especie de morbo. Le molesta que su cabeza esté mal cableada y que la realidad se distorsione en el momento menos pensado. Igual lo termina por hacer y ve al demonio sentado en el asiento trasero, que lo mira sin decir nada.

Es de piel roja y cuernos como de cabra. “Es muy normal. Quizá la imagen solo es una proyección de toda la basura que tengo almacenada en el subconsciente”, piensa.

Las apariciones nunca le dicen nada. Cree que esa es una buena señal, pues le indica que, de cierta forma, los medicamentos que toma funcionan. No tiene idea qué podría llegar a hacer si el demonio comienza a hablarle. Significaría que ha enloquecido por completo, que ya no vale la pena seguir viviendo.

El pito de los carros que vienen detrás lo sacan de sus pensamientos. El semáforo ya está en verde. Arranca de nuevo y otra vez fija la mirada en la calle, solo espera que cuando vuelva a mirar por el espejo, su acompañante haya desaparecido.

miércoles, 9 de noviembre de 2022

Cuello y la autoconciencia

Felipe Cuello lee una cita de bradbury de Zen el arte de escribir que dice lo siguiente:“La autoconciencia es el enemigo de todo arte, ya sea actuar, escribir, pintar o vivir, que es el arte más grande de todos.”

“¿Qué carajos es la autoconciencia?”, se pregunta. Acude, como suele hacerlo cuando no tiene clara la definición de una palabra, al diccionario: “Conciencia de sí mismo”. Se desinfla un poco ante la definición tan breve, pues le parece que la  palabra es muy importante como para resumirla con tan pocas palabras.

Le da un sorbo al jugo de naranja que tiene encima del escritorio y luego busca la palabra conciencia. Se encuentra con cinco significados y la mayoría habla de tener la facultad de reconocer la realidad.

“¿Qué es la realidad?”, se pregunta ahora Cuello. Alguna vez leyó un artículo que decía que la realidad no existe porque es subjetiva, entonces cada quién tiene una distinta. Eso lo lleva a pensar que es traicionera y que lo mejor es frecuentarla, pero no vivir todo el tiempo dentro de ella. A fin de cuentas, amputarla cuando sea necesario.

Eso, imagina, tiene que ver con acceder al subconsciente, no dejarse influenciar por la realidad y conectarse con los miedos profundos, deseos reprimidos y las experiencias traumáticas. Ahí, en esos aspectos de vida de los que no queremos hablar, piensa Cuello, está toda la pulpa de la creación, pues están repletos de drama y conflicto.

Decirlo es fácil, pero hacerlo es otra cosa, pues si piensa en escribir desde el subconsciente ya está siendo consciente del acto, entonces nunca va a llegar a esa fuente infinita de creación de la que tanto hablan otros escritores.

lunes, 7 de noviembre de 2022

Alanis y Adriana

Veo Jagged el documental de Alanis Morissette que trata sobre el éxito que alcanzó con su álbum debut Jagged Little Pill.

Me pareció muy bueno, y lo que más me gustó fue que me llenó la cabeza de preguntas, reforzando una que me hago a cada rato: ¿Será que algunas personas nacen destinadas para ejecutar cierto trabajo?, pero no desperdicié tiempo en ella, pues quizá no tiene respuesta, sino que me me acordé de Adriana.

Cuando estaba en la universidad, seguro por el músico frustrado que llevo por dentro, me gustaba pasar tiempo en la cafetería de la facultad de música. Iba a ese lugar a estudiar, leer o a comer unas pizzas personales que solo vendían en ese lugar.

Me gustaba ver a las personas con partituras en sus manos o sobre sus muslos, mientras solfeaban, o tocando sus instrumentos.

Paola, una amiga que había tomado clases de música cuando era pequeña, alguna vez me intentó enseñar a leer notas, pero no lo logré, porque mi cabeza estaba condicionada a la lógica del plano cartesiano.

Igual quería seguir intentándolo, así que un día, hacia el final del semestre, me acerqué a una mesa en la que dos mujeres estaban practicando. Les pregunté de qué semestre eran y me dijeron que estaban en octavo. Les dije que tenía intención de aprender a leer una partitura y que si  una de ellas estaría dispuesta a enseñarme.

Se miraron y se quedaron calladas, y cuando estaba a punto de despedirme y dar media vuelta, Adriana hablo: “Yo te puedo enseñar”. Cuadramos un precio por hora y un horario de dos días a la semana para que me diera clases en esa cafetería.

Alcancé a tomar muy pocas, porque el final del semestre, con sus trabajos y parciales, me absorbió, pero recuerdo que en uno de nuestros encuentros, me contó que su cantante favorita era Alanis y, sin yo pedírselo, cantó las primeras líneas de Right Through You:

Wait a minute man
You mispronounced my name
You didn't wait for all the information
Before you turned me away.

viernes, 4 de noviembre de 2022

Casi se me derrama el café

Leo una columna de un hombre que critica la obra de Vargas Llosa. Dice, por ejemplo, que su prosa es plana y gris, signifique lo que eso signifique, y que es difícil encontrar una idea brillante o un párrafo amable.

De pronto la culpa de mi raye con el escrito la tengan los adjetivos, tan determinantes y absolutos. La escritora Sara Klinkert dice que una de las claves para escribir es no usar adjetivos y pretender adornar la prosa.

Pero bueno, cada quien puede hacer lo que le dé la gana en esta vida, y no me importa que critiquen al escritor peruano. Llosa me gusta, y cuando digo eso me refiero a que las 3 o 4 novelas que he leído de él me han parecido entretenidas, menos Conversación en la catedral que, al parecer, es su preferida, en fin.

Llegue a su obra porque hace ya varios años en la entrega de regalos de amigo secreto de una empresa en la que trabajé, me regalaron La fiesta del chivo. De no haber sido por eso quizá no habría leído ninguna de sus novelas hasta el momento.

Pero bueno les decía que leí la columna y luego decidí escribir algo al respecto, un texto en el que decía que el columnista tiene un tonito de superioridad intelectual subido, utiliza palabras rebuscadas, y esto y lo otro, pero cuando lo terminé, lo leí y me pareció muy chimbo, pues era una opinión gris, si el columnista me permite utilizar su figura.

Algunos dirán que tener opiniones y dispararlas a los cuatro vientos es una muestra de carácter, de que uno no traga entero, pero a mí las opiniones me aburren porque no son más que muestras de superioridad moral, pero igual es paradójico porque esto que escribo también es una opinión, en fin.

No sé, me estoy enredando. Quizá todo fue una mala idea, es decir, desde leer el artículo y reaccionar, hasta querer escribir algo para sentar mi punto de vista. Pero si uno no lo intenta, me refiero a lo de escribir, ¿entonces qué?

Quizá debí haber escogido otro tema, algo tan simple como contarles que el microondas se daño, y como me gusta tomarme el café casi a la misma temperatura de la lava de un volcán, tuve que prepararlo y luego calentarlo en una olleta, pero me fui de la cocina, me senté en el escritorio y a los pocos minutos me acordé que había dejado la estufa prendida. Entonces me puse de pie y me fui corriendo a la cocina, y llegué justo cuando el café estaba a punto de derramarse.

Esa simple historia, anécdota, llámenla como quieran, habría sido un mejor tema para tratar hoy, pues carga cierto nivel de drama y conflicto.