Hace sol, pero no está picante y lo acompaña una leve brisa.
Me siento en una mesa a la sombra de un árbol, saco el Kindle, lo prendo y le doy un sorbo al capuchino que compré.
Me sabe bien. Parece que tiene la justa medida de café, leche y espuma. Comienzo a leer y me deslizo fácil en la lectura. Las páginas que leo parecen estar plagadas de verdades, las cuales releo como intentando memorizarlas.
Me doy cuenta qué ocurre. Experimento lo que yo llamo un momento sublime, es decir, un fragmento de vida en el que todo cobra sentido, y cualquier tipo de angustia se desvanece por completo.
El escritor francés Romain Rolland llamó a esos estados momentos oceánicos, que no son más que instantes de vida repletos de intensidad, en los que parece que las células del cuerpo se expanden y fusionan con las demás partículas del universo.
Ahora me fijo en una pareja a dos mesas de la mía. La mujer esta de frente y el hombre me queda de espaldas. Me parece que ella tiene una cara bonita, o más bien proporcionada. Alguna vez escuché eso en un programa de televisión: que si una cara nos parece llamativa es porque las proporciones y distancias entre sus elementos (ojos, nariz, boca, pómulos frente, etc) guardan distancias correctas.
El hombre es el único que habla y la mujer escucha atentamente si ninguna expresión en su cara. A ratos parece que fuera un maniquí.
Imagino que son novios y ella le está terminando, mientras el hombre despliega todo su arsenal narrativo para intentar salvar la relación.
Miro hacia otras mesas y veo a otras parejas y algunos grupos de personas conversando. Me parece extraño que mientras uno experimenta calma total, quienes nos rodean se pueden estar jugando la vida con sus palabras.
viernes, 3 de febrero de 2023
jueves, 2 de febrero de 2023
Vocacional de arte
En el colegio, a partir de noveno de bachillerato si no estoy mal, teníamos la opción de escoger una vocacional. Yo siempre escogía la de arte.
Los dos primeros años me tocó con Jairo, un profesor de dibujo que siempre andaba con una bata blanca de laboratorio y gafas de marco negro y grueso. De él aprendí mucho y fue quien me enseño a dibujar con carboncillo. En ese entonces me sentía muy profesional al dibujar con una hoja pegada en una repisa de madera, acomodada sobre un caballete.
Recuerdo en especial una clase en que la instrucción fue sencilla: “dibujen una de sus manos en 5 posiciones diferentes”.
“¿Qué, dibujar la mano?, me pregunté ¿Y qué de las arrugas, las líneas y demás detalles imposibles?
“Pero me dediqué a hacer lo que siempre hago cuando dibujo que, de cierta forma también aplico cuando escribo, intentar plasmar en la hoja lo que tengo enfrente de mis narices de la forma más fiel posible. Es, creo es una característica que comparten el dibujo y la escritura.
Cuando Jairo pasaba por mi puesto, se detenía a observar mi dibujo y daba apreciaciones técnicas del estilo: “¡Qué buen trazo!”, pero a mí me daba algo de pena porque no entendía a qué se refería y me sentía incómodo al quedar expuesto ante el resto de la clase, aunque sabía que el solo lo hacía con el ánimo de admirar mi trabajo.
Para el último año de colegio Jairo renunció, lo echaron o cambió de trabajo y la vocacional la dictó un profesor joven, que siempre llevaba una bufanda de cuadros blancos y negros enroscada en el cuello.
Sus clases eran muy conceptuales y el proyecto final fue hacer un happening, algo que nunca entendí muy bien en qué consistía y una actividad que yo y mis amigos tomamos más en broma que en serio.
Recuerdo que tuvo lugar en uno de los salones más grandes del colegio y que del techo colgaban cintas de caset, pero nunca supe cuál era su fin o qué queríamos expresar con ese desorden de objetos.
Los dos primeros años me tocó con Jairo, un profesor de dibujo que siempre andaba con una bata blanca de laboratorio y gafas de marco negro y grueso. De él aprendí mucho y fue quien me enseño a dibujar con carboncillo. En ese entonces me sentía muy profesional al dibujar con una hoja pegada en una repisa de madera, acomodada sobre un caballete.
Recuerdo en especial una clase en que la instrucción fue sencilla: “dibujen una de sus manos en 5 posiciones diferentes”.
“¿Qué, dibujar la mano?, me pregunté ¿Y qué de las arrugas, las líneas y demás detalles imposibles?
“Pero me dediqué a hacer lo que siempre hago cuando dibujo que, de cierta forma también aplico cuando escribo, intentar plasmar en la hoja lo que tengo enfrente de mis narices de la forma más fiel posible. Es, creo es una característica que comparten el dibujo y la escritura.
Cuando Jairo pasaba por mi puesto, se detenía a observar mi dibujo y daba apreciaciones técnicas del estilo: “¡Qué buen trazo!”, pero a mí me daba algo de pena porque no entendía a qué se refería y me sentía incómodo al quedar expuesto ante el resto de la clase, aunque sabía que el solo lo hacía con el ánimo de admirar mi trabajo.
Para el último año de colegio Jairo renunció, lo echaron o cambió de trabajo y la vocacional la dictó un profesor joven, que siempre llevaba una bufanda de cuadros blancos y negros enroscada en el cuello.
Sus clases eran muy conceptuales y el proyecto final fue hacer un happening, algo que nunca entendí muy bien en qué consistía y una actividad que yo y mis amigos tomamos más en broma que en serio.
Recuerdo que tuvo lugar en uno de los salones más grandes del colegio y que del techo colgaban cintas de caset, pero nunca supe cuál era su fin o qué queríamos expresar con ese desorden de objetos.
miércoles, 1 de febrero de 2023
El peso del mundo
A pesar de que se levantó muy temprano, no había sentido cansancio durante todo el día. El ir de un lado al otro de la ciudad, siempre con el tiempo justo y temiendo llegar tarde, no le había dado tiempo para sentirse agotado.
Cuando llegó a su casa todavía conservaba esa energía que lo había acompañado durante toda la jornada. Tenía decidido jugar con sus hijos y sorprender a su esposa con una comida sencilla pero apetitosa.
Luego de entrar al apartamento, apenas puso un pie en su cuarto, se quitó los zapatos sin ayuda de las manos.
Pasta Alfredo, ese sería el plato, pensó. Fetuccini, mantequilla, parmesano, sal y pimienta.
La vida, pensó, debería ser igual de sencilla que una receta de pasta, con instrucciones claras de qué hacer y que cantidad de emoción esparcir sobre una determinada experiencia o persona.
Fue en ese momento cuando el peso del mundo le cayó encima.
De camino hacia la cocina, se tumbó en en un sofá de la sala y pensó: “Voy a cerrar los ojos cinco minutos”. En eso quedaron sus planes de cocinar pasta.
Cuando llegó a su casa todavía conservaba esa energía que lo había acompañado durante toda la jornada. Tenía decidido jugar con sus hijos y sorprender a su esposa con una comida sencilla pero apetitosa.
Luego de entrar al apartamento, apenas puso un pie en su cuarto, se quitó los zapatos sin ayuda de las manos.
Pasta Alfredo, ese sería el plato, pensó. Fetuccini, mantequilla, parmesano, sal y pimienta.
La vida, pensó, debería ser igual de sencilla que una receta de pasta, con instrucciones claras de qué hacer y que cantidad de emoción esparcir sobre una determinada experiencia o persona.
Fue en ese momento cuando el peso del mundo le cayó encima.
De camino hacia la cocina, se tumbó en en un sofá de la sala y pensó: “Voy a cerrar los ojos cinco minutos”. En eso quedaron sus planes de cocinar pasta.
Casi al instante de cerrar los ojos se quedó dormido. Segundos antes de ingresar en el territorio del sueño, sintió que no solo llevaba su cansancio encima sino el de todos sus ancestros, y que el sentido de la vida, no solo el de él, sino el de todos, consistía en cerrar los ojos y descansar.
“Ya habrá momento de preocuparse de todo durante la vigilia”, fue uno de los últimos pensamientos que se le cruzaron por la cabeza antes de quedar dormido.
Ese día su esposa llegó a las 11 de la noche y lo encontró tumbado en el sofá. Se inclinó y le dio un beso en la cabeza y le dijo que lo esperaba en la cama, que ya era tarde. Con un pie en la vigilia y otro en el sueño, él murmuró algo ininteligible. Al poco tiempo el frío lo terminó de despertar y se fue al cuarto.
“Ya habrá momento de preocuparse de todo durante la vigilia”, fue uno de los últimos pensamientos que se le cruzaron por la cabeza antes de quedar dormido.
Ese día su esposa llegó a las 11 de la noche y lo encontró tumbado en el sofá. Se inclinó y le dio un beso en la cabeza y le dijo que lo esperaba en la cama, que ya era tarde. Con un pie en la vigilia y otro en el sueño, él murmuró algo ininteligible. Al poco tiempo el frío lo terminó de despertar y se fue al cuarto.
Luego, ya en la cama, el cansancio que tenía se le había esfumado. Estiró una mano hacia su mesa de noche y tomó el libro que estaba leyendo.
Luego prendió la lámpara, acomodó las almohadas y se propuso leer hasta que el sueño le llegara de nuevo.
Luego prendió la lámpara, acomodó las almohadas y se propuso leer hasta que el sueño le llegara de nuevo.
lunes, 30 de enero de 2023
Reglas de escritura
“Temas que por lo general no nos atraen”:
1. Historias escritas en tiempo presente (especialmente en tiempo presente en tercera persona)
2. Historias con escenas gráficas de bebes muertos.
3. Historias sobre escritores
4. Historias sobre matrimonios con dificultades.
5. Historias que transcurren en un bar
6. Historias con más trasfondo que trama
7. Historias con personajes no desarrollados.
8. Historias demasiado reflexivas
9. Historias que se apoyan demasiado en el uso de la segunda persona
Una amiga me cuenta que esas reglas aparecían una página web, para enviar escritos, de una revista literaria.
Qué pereza eso de tener que escribir con reglas. Según el listado solo les gustan las historias en primera persona, un punto de vista meloso y en ocasiones egocéntrico. Por algo Salman Rushdie, al momento de escribir Josep Anton, sus memorias, título que le dio para honrar a Antón Chéjov y Joseph Conrad, dos de sus escritores favoritos, decidió escribirlo en la tercera, porque cuando comenzó a escribirlo en primera le pareció un ejercicio narciso.
La tercera en cambio, parece que es la voz narradora por defecto. Una vez dicté un taller de storytelling, y uno de los ejercicios era contar una experiencia personal. Me sorprendió que la gran mayoría de participantes , así hubiera sido un evento que vivieron de primera mano, lo contaron en tercera persona.
De un texto lo que importa es que esté bien escrito y ya está, trate el tema que trate y la voz narrativa que tenga.
Una vez en un taller de escritura creativa, un profesor al que nunca le tuve mucha fe, decía que las novelas con muchos adverbios de modo terminados en “mente”, eran descartadas de primerazo.
A mí todas esa reglas tan fulminantes me aburren mucho. Si alguien me pidiera un consejo para escribir yo le diría que escriba lo que quiera, sobre el tema que quiera y en el punto de vista que se le dé la regalada gana.
Eso, creo, es todo lo que se necesita para escribir; aparte de talento y disciplina, pero eso ya es harina de otro escrito.
1. Historias escritas en tiempo presente (especialmente en tiempo presente en tercera persona)
2. Historias con escenas gráficas de bebes muertos.
3. Historias sobre escritores
4. Historias sobre matrimonios con dificultades.
5. Historias que transcurren en un bar
6. Historias con más trasfondo que trama
7. Historias con personajes no desarrollados.
8. Historias demasiado reflexivas
9. Historias que se apoyan demasiado en el uso de la segunda persona
Una amiga me cuenta que esas reglas aparecían una página web, para enviar escritos, de una revista literaria.
Qué pereza eso de tener que escribir con reglas. Según el listado solo les gustan las historias en primera persona, un punto de vista meloso y en ocasiones egocéntrico. Por algo Salman Rushdie, al momento de escribir Josep Anton, sus memorias, título que le dio para honrar a Antón Chéjov y Joseph Conrad, dos de sus escritores favoritos, decidió escribirlo en la tercera, porque cuando comenzó a escribirlo en primera le pareció un ejercicio narciso.
La tercera en cambio, parece que es la voz narradora por defecto. Una vez dicté un taller de storytelling, y uno de los ejercicios era contar una experiencia personal. Me sorprendió que la gran mayoría de participantes , así hubiera sido un evento que vivieron de primera mano, lo contaron en tercera persona.
De un texto lo que importa es que esté bien escrito y ya está, trate el tema que trate y la voz narrativa que tenga.
Una vez en un taller de escritura creativa, un profesor al que nunca le tuve mucha fe, decía que las novelas con muchos adverbios de modo terminados en “mente”, eran descartadas de primerazo.
A mí todas esa reglas tan fulminantes me aburren mucho. Si alguien me pidiera un consejo para escribir yo le diría que escriba lo que quiera, sobre el tema que quiera y en el punto de vista que se le dé la regalada gana.
Eso, creo, es todo lo que se necesita para escribir; aparte de talento y disciplina, pero eso ya es harina de otro escrito.
miércoles, 25 de enero de 2023
Aprender a escribir
Vivian Gornick dice que no se puede enseñar a escribir a las personas, que el don de la expresividad dramática, del sentido natural de la estructura y del uso del lenguaje, más allá de la descripción, son características innatas.
Yo no sé, pero en mi opinión no solicitada del día de hoy, creo que a esa postura le aplica la frase: “Fuertes declaraciones”.
Quizá Gornick estaba de mal genio cuando escribió eso, porque se había pegado en el dedo chiquito de un pie justo después de levantarse, y ese pequeño accidente le malogró el ánimo por el resto del día, o bien la encabronó, para ponerlo en términos más coloquiales.
Imagino que escribir si se puede enseñar; si no han tumbado de frente a las miles de personas, me incluyo, que alguna vez que han tomado un curso de escritura creativa en sus vidas.
Supongo también que para aprender a escribir no queda otra opción que hacerlo de manera frecuente, sin que importe mucho el resultado, sin esperar palmaditas en la espalda y, eso sí, dispuestos a aguantar críticas.
Dicho esto, personalmente me gustan los cursos de escritura donde uno recibe “teoría” en la clase y luego escribe en la casa. No me gusta cuando ponen a las personas a escribir ahí en vivo y en directo, en plena sesión del curso o taller.
Cuando me ha tocado así, siento que uno, sin ser plenamente consciente, intenta competir con el resto de participantes, y cuando se tiene afán de lucirse con un texto, solo se produce basura.
Algunos dirán que así es mucho mejor así, porque es experiencial y no sé qué más vainas, pero concibo este rollo de la escritura como algo íntimo, con la taza de café al lado y hurgando el cerebro a ver si se da con alguna idea a la que se le puedan arrancar unas cuantas palabras, y luego el crujir de los dedos, previo al momento de teclear, cuando por fin llega algo de inspiración.
Eso era todo. Mañana espero no estar tan opinionado.
Yo no sé, pero en mi opinión no solicitada del día de hoy, creo que a esa postura le aplica la frase: “Fuertes declaraciones”.
Quizá Gornick estaba de mal genio cuando escribió eso, porque se había pegado en el dedo chiquito de un pie justo después de levantarse, y ese pequeño accidente le malogró el ánimo por el resto del día, o bien la encabronó, para ponerlo en términos más coloquiales.
Imagino que escribir si se puede enseñar; si no han tumbado de frente a las miles de personas, me incluyo, que alguna vez que han tomado un curso de escritura creativa en sus vidas.
Supongo también que para aprender a escribir no queda otra opción que hacerlo de manera frecuente, sin que importe mucho el resultado, sin esperar palmaditas en la espalda y, eso sí, dispuestos a aguantar críticas.
Dicho esto, personalmente me gustan los cursos de escritura donde uno recibe “teoría” en la clase y luego escribe en la casa. No me gusta cuando ponen a las personas a escribir ahí en vivo y en directo, en plena sesión del curso o taller.
Cuando me ha tocado así, siento que uno, sin ser plenamente consciente, intenta competir con el resto de participantes, y cuando se tiene afán de lucirse con un texto, solo se produce basura.
Algunos dirán que así es mucho mejor así, porque es experiencial y no sé qué más vainas, pero concibo este rollo de la escritura como algo íntimo, con la taza de café al lado y hurgando el cerebro a ver si se da con alguna idea a la que se le puedan arrancar unas cuantas palabras, y luego el crujir de los dedos, previo al momento de teclear, cuando por fin llega algo de inspiración.
Eso era todo. Mañana espero no estar tan opinionado.
martes, 24 de enero de 2023
Pero no soy Bukowski
Imagino que han oído hablar de él, ¿no? Ese poeta borrachín que decía tantas verdades en pocas líneas, para levantar el pesado manto de la realidad, y mostrar que las cosas no son como parecen ser, y que es necesario cuestionar las que si son de determinada manera.
Quería escribir algo sobre él, y esa fue la frase que se me apareció en la cabeza.
Dicen que el escritor se quedaba metido en la cama hasta el mediodía.
Si usted, estimado lector, hiciera lo mismo. Imagino que el sentimiento de culpa no lo dejaría tranquilo por el resto del día, por el afán que tenemos de ser productivos, que va muy ligado al de tener que ser alguien, en fin.
A mí me pasaría lo mismo.
El caso es que ni usted ni yo somos Bukowski, y por eso nos levantamos antes del mediodía, quizá porque madrugar está bien visto y levantarse tarde no, o por frases hechas como: “Al que madruga dios le ayuda” y otras pendejadas de ese estilo, o simplemente porque toca ir a trabajar y ya está. Ser como Bukowski es complicado.
Y si usted, por alguna razón, se levanta bien entrada la mañana, igual no importa.
Cada cual con sus rutinas y venenos. Todo se resume a encontrar el método que sea mejor para trabajar y vivir.
Tal vez, si Bukowski hubiera madrugado y sido abstemio, no habría sido capaz de producir tan buenos poemas, sino puros textos blandengues, llenos de tópicos y lugares comunes.
De pronto, en algún rincón del planeta hay una persona que le sigue los pasos y que al igual que él, se levanta tarde y bebe, luego escribe, o escribe y luego bebe, y en eso gasta las horas que permanece despierta.
Todo es posible.
Lamento informar que no soy yo.
Quería escribir algo sobre él, y esa fue la frase que se me apareció en la cabeza.
Dicen que el escritor se quedaba metido en la cama hasta el mediodía.
Si usted, estimado lector, hiciera lo mismo. Imagino que el sentimiento de culpa no lo dejaría tranquilo por el resto del día, por el afán que tenemos de ser productivos, que va muy ligado al de tener que ser alguien, en fin.
A mí me pasaría lo mismo.
El caso es que ni usted ni yo somos Bukowski, y por eso nos levantamos antes del mediodía, quizá porque madrugar está bien visto y levantarse tarde no, o por frases hechas como: “Al que madruga dios le ayuda” y otras pendejadas de ese estilo, o simplemente porque toca ir a trabajar y ya está. Ser como Bukowski es complicado.
Y si usted, por alguna razón, se levanta bien entrada la mañana, igual no importa.
Cada cual con sus rutinas y venenos. Todo se resume a encontrar el método que sea mejor para trabajar y vivir.
Tal vez, si Bukowski hubiera madrugado y sido abstemio, no habría sido capaz de producir tan buenos poemas, sino puros textos blandengues, llenos de tópicos y lugares comunes.
De pronto, en algún rincón del planeta hay una persona que le sigue los pasos y que al igual que él, se levanta tarde y bebe, luego escribe, o escribe y luego bebe, y en eso gasta las horas que permanece despierta.
Todo es posible.
Lamento informar que no soy yo.
lunes, 23 de enero de 2023
Escribir y publicar
Antes de ayer me acosté casi a la media noche. Ocurrió ese evento extraño en el que apenas me meto debajo de las cobijas el sueño se esfuma. Volteé a mirar el mueble modular que hace sus veces de mesa de noche y vi un libro grueso.
Caí en cuenta de que era La Tentación del Fracaso, los diarios de julio Ramón Ribeyro, el cual leo desde hace mucho tiempo.
Como el sueño se esfumo decidí leer un par de entradas. Pienso que no debería demorarme tanto tiempo leyendo un libro, pero al poco rato no le hecho más tiza a ese asunto, pues ¿qué más da? No se lee para cumplir con una estadística de libros leídos al año; lo que importa es leer al ritmo que a uno le dé la gana y ya está.
Leo una entrada del 20 de diciembre de 1975 que me gusta mucho. En ella el escritor peruano cuenta que escribir, para él, es un asunto personal y una tarea que se impone porque le agrada, lo distrae o, en últimas, le ayuda a seguir viviendo.
Esa, creo, es la mejor forma de escribir,solo hacerlo por el mero placer de contar algo, desde una experiencia de vida o muerte hasta ver pasar una mosca volando.
Hace un tiempo una mujer preguntó en una red social: “¿A qué edad a comenzaron a escribir de verdad, es decir, a qué edad publicaron su primer libro?" Eso, imagino, quiere decir que, si uno escribe solo porque le gusta hacerlo, entonces lo hace de mentiras.
Ribeyro decía en esa misma entrada que publicar es un fenómeno diferente, una gestión que encomendaba a otra parte de su ser, ese administrador, bueno o malo, que todos llevamos por dentro.
Un ente aparte, del que el escritor se desentiende y que, por lo general, le da el estatus de mercancía a la obra y la vende a quién considere necesario.
“Escribo porque me gusta y publico para ganar dinero”, concluye Ribeyro.
A la larga esto tiene que ver mucho con lo que alguna vez le oí a decir a Millás: “Publicar es un efecto secundario de escribir”.
Caí en cuenta de que era La Tentación del Fracaso, los diarios de julio Ramón Ribeyro, el cual leo desde hace mucho tiempo.
Como el sueño se esfumo decidí leer un par de entradas. Pienso que no debería demorarme tanto tiempo leyendo un libro, pero al poco rato no le hecho más tiza a ese asunto, pues ¿qué más da? No se lee para cumplir con una estadística de libros leídos al año; lo que importa es leer al ritmo que a uno le dé la gana y ya está.
Leo una entrada del 20 de diciembre de 1975 que me gusta mucho. En ella el escritor peruano cuenta que escribir, para él, es un asunto personal y una tarea que se impone porque le agrada, lo distrae o, en últimas, le ayuda a seguir viviendo.
Esa, creo, es la mejor forma de escribir,solo hacerlo por el mero placer de contar algo, desde una experiencia de vida o muerte hasta ver pasar una mosca volando.
Hace un tiempo una mujer preguntó en una red social: “¿A qué edad a comenzaron a escribir de verdad, es decir, a qué edad publicaron su primer libro?" Eso, imagino, quiere decir que, si uno escribe solo porque le gusta hacerlo, entonces lo hace de mentiras.
Ribeyro decía en esa misma entrada que publicar es un fenómeno diferente, una gestión que encomendaba a otra parte de su ser, ese administrador, bueno o malo, que todos llevamos por dentro.
Un ente aparte, del que el escritor se desentiende y que, por lo general, le da el estatus de mercancía a la obra y la vende a quién considere necesario.
“Escribo porque me gusta y publico para ganar dinero”, concluye Ribeyro.
A la larga esto tiene que ver mucho con lo que alguna vez le oí a decir a Millás: “Publicar es un efecto secundario de escribir”.
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