El hormigueo del brazo dormido me despierta. Quién sabe cuánto tiempo el peso de mi cuerpo había quedado sobre él. Entreabro los ojos y apenas la luz intenta colarse por la rendija entre ambos párpados, los cierro de inmediato.
Dormí mal y presiento que tuve sueños confusos. A causa de ellos, imagino, terminé en esa posición que estaba torturando el brazo. Algunas imágenes revolotean en mi cerebro, pero cuando me esfuerzo por recuperarlas, se esfuman como si nada.
Por fin, después de que la alarma se repite un par de veces, logro ponerme de pie y meterme en el baño. El agua termina de espantar el sueño que tengo. De vuelta en el cuarto, siento que algo no cuadra, que la realidad está desbarajustada. Ahí estoy, moviéndome de un lado a otro como si nada, un adulto funcional en pleno uso de sus facultades, pero espero a que el mundo, o bien, el destino, me traicione de alguna manera: una caída, una llamada anunciándome un hecho trágico, lo que sea.
Recuerdo la célebre frase de Joan Didion: La vida cambia rápido, la vida cambia en un instante.
“Tengo que hacer algo o si no el día se va a ir a la mierda”, pienso, y antes de que la situación me embote por completo, tomo una decisión de emergencia, acudo a un recurso que nunca me falla: aplicarme una sesión de lectura, el mejor antídoto contra esos malestares indescifrables.
Pienso que escribir también puede funcionar, pero intuyo que mi estado se debe a un mal de raíz, un error de sistema interno, de alma. Ante esos, considero que la lectura funciona mejor porque está a la par, por el simple hecho de ser el big bang creativo, el punto de partida.
Salgo de la casa.
A veces eso es lo único que se necesita es tomar cafecito y sentarse a leer.
Tiempo después, ya con los ánimos renovados, pongo el separador al final del capítulo que acabo de leer (una especie de TOC, pues no puedo dejar la lectura del libro que estoy leyendo en cualquier línea de un párrafo), pido la cuenta y pago lo que consumí.
miércoles, 8 de marzo de 2023
martes, 7 de marzo de 2023
Dos amigos
Los dos amigos discuten, cada uno con una cerveza en la mano, el mismo tema de siempre. Hasta el día de hoy no han podido llegar a un acuerdo.
Uno de ellos dice que no hay nada por encima de la lectura, que leer es el placer más grande de la existencia y que no entiende como pueden existir personas que no lean ni un libro en todo el año.
El otro le dice que leer está bien, pero que si hay algo que está por encima de los libros, la lectura y la literatura es la música, pues nada emociona más que escuchar una canción que a uno le guste.
El primero dice que lo entiende y que si, que la música es maravillosa, pero que es un gusto más difícil de satisfacer, pues un álbum no dura tanto como la lectura de una novela extensa y, sin saber cuántos discos o cuantos libros se han publicado en toda la historia de la humanidad, se atreve a decir que el lector, cuando acaba una obra, tiene más de donde escoger.
El segundo, ese que llamamos el otro, le dice que deje de lado tanto romanticismo y le ponga un poco más de cabeza al asunto, que incluso varios autores afirman que la música es superior.
¿Cómo cuáles?, le pregunta el primero.
“Vea, solo le voy a poner un ejemplo contundente. Anaïs Nin contó en uno de sus diarios lo siguiente: “Pero sólo he tenido el deseo de que la escritura se convierta en música y penetre directamente en los sentidos”.
“Pero…”
“Pero nada hermano”–le dice el segundo y antes de seguir hablando se refresca la garganta con un sorbo de cerveza–, y eso no es todo. La escritora afirmaba que el oído es más puro que el ojo, que sólo lee el significado relativo de las palabras, mientras que la destilación de la experiencia en sonido puro, un estado de música, es atemporal y absoluto.
El primero siente el guantazo narrativo de su amigo y se queda callado, mientras busca un argumento para contratacar de nuevo.
En el fondo ambos saben que ni lo uno ni lo otro es mejor, solo formas diferentes para hacer la vida más llevadera, pero ahí continúan discutiendo, mientras le dan sorbos a sus bebidas.
Uno de ellos dice que no hay nada por encima de la lectura, que leer es el placer más grande de la existencia y que no entiende como pueden existir personas que no lean ni un libro en todo el año.
El otro le dice que leer está bien, pero que si hay algo que está por encima de los libros, la lectura y la literatura es la música, pues nada emociona más que escuchar una canción que a uno le guste.
El primero dice que lo entiende y que si, que la música es maravillosa, pero que es un gusto más difícil de satisfacer, pues un álbum no dura tanto como la lectura de una novela extensa y, sin saber cuántos discos o cuantos libros se han publicado en toda la historia de la humanidad, se atreve a decir que el lector, cuando acaba una obra, tiene más de donde escoger.
El segundo, ese que llamamos el otro, le dice que deje de lado tanto romanticismo y le ponga un poco más de cabeza al asunto, que incluso varios autores afirman que la música es superior.
¿Cómo cuáles?, le pregunta el primero.
“Vea, solo le voy a poner un ejemplo contundente. Anaïs Nin contó en uno de sus diarios lo siguiente: “Pero sólo he tenido el deseo de que la escritura se convierta en música y penetre directamente en los sentidos”.
“Pero…”
“Pero nada hermano”–le dice el segundo y antes de seguir hablando se refresca la garganta con un sorbo de cerveza–, y eso no es todo. La escritora afirmaba que el oído es más puro que el ojo, que sólo lee el significado relativo de las palabras, mientras que la destilación de la experiencia en sonido puro, un estado de música, es atemporal y absoluto.
El primero siente el guantazo narrativo de su amigo y se queda callado, mientras busca un argumento para contratacar de nuevo.
En el fondo ambos saben que ni lo uno ni lo otro es mejor, solo formas diferentes para hacer la vida más llevadera, pero ahí continúan discutiendo, mientras le dan sorbos a sus bebidas.
lunes, 6 de marzo de 2023
Contracorriente
Hay lugares, algunos físicos, otros imaginarios, donde las cosas ocurren al revés.
Incluso no solo hay lugares, sino personas que actúan de esa manera; personas que nadan contracorriente.
Por ejemplo, Imagine usted, querido lector, a Galileo Galilei, que a sus 69 años tuvo que comparecer ante la inquisición romana para explicar Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, un libro que había publicado en el que defendía el modelo propuesto por Copérnico en el que los planetas giraban alrededor del sol.
El científico fue obligado a retractarse de rodillas, y a considerar su modelo como una simple hipótesis matemática.
Negar las ideas y conceptos de la iglesia en esos tiempos, se consideraba como ir lanza en ristre contra el mismísimo Dios.
Fue condenado a vivir bajo arresto domiciliario, pero como no hay forma de evitar que alguien viva fiel a sus ideales dentro de su cabeza, defendió su teoría hasta 1642, el año de su muerte.
Las personas como Galileo se parecen al Salmón, que transita las aguas contracorriente, para dejar sus huevos en lugares más seguros, lejos de los depredadores.
A la larga esa es la forma de actuar, de andar por la vida de cualquier persona ¿Acaso no? Me refiero a intentar protegerse, ¿de quién? De la realidad que no deja de ser una cabrona y nos asalta con situaciones llenas de caos y sufrimiento, dignas de historias de ficción.
¿Que si es bueno o malo andar así? No sé, cada persona evaluara su si vale la pena nadar contracorriente. Pero eso si hay que estar listo para el Ostracismo. El discrepante evaluará si vale la pena pagar el precio por sus actos.
Es lo más jodido porque el instinto gregario de la especie humana es muy fuerte. Desde pequeños se nos enseña que hay que andar en grupo y respetar las reglas de la manada, aunque creamos que no tienen mucho sentido.
Incluso no solo hay lugares, sino personas que actúan de esa manera; personas que nadan contracorriente.
Por ejemplo, Imagine usted, querido lector, a Galileo Galilei, que a sus 69 años tuvo que comparecer ante la inquisición romana para explicar Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, un libro que había publicado en el que defendía el modelo propuesto por Copérnico en el que los planetas giraban alrededor del sol.
El científico fue obligado a retractarse de rodillas, y a considerar su modelo como una simple hipótesis matemática.
Negar las ideas y conceptos de la iglesia en esos tiempos, se consideraba como ir lanza en ristre contra el mismísimo Dios.
Fue condenado a vivir bajo arresto domiciliario, pero como no hay forma de evitar que alguien viva fiel a sus ideales dentro de su cabeza, defendió su teoría hasta 1642, el año de su muerte.
Las personas como Galileo se parecen al Salmón, que transita las aguas contracorriente, para dejar sus huevos en lugares más seguros, lejos de los depredadores.
A la larga esa es la forma de actuar, de andar por la vida de cualquier persona ¿Acaso no? Me refiero a intentar protegerse, ¿de quién? De la realidad que no deja de ser una cabrona y nos asalta con situaciones llenas de caos y sufrimiento, dignas de historias de ficción.
¿Que si es bueno o malo andar así? No sé, cada persona evaluara su si vale la pena nadar contracorriente. Pero eso si hay que estar listo para el Ostracismo. El discrepante evaluará si vale la pena pagar el precio por sus actos.
Es lo más jodido porque el instinto gregario de la especie humana es muy fuerte. Desde pequeños se nos enseña que hay que andar en grupo y respetar las reglas de la manada, aunque creamos que no tienen mucho sentido.
sábado, 4 de marzo de 2023
Compro novela escrita por un niño de 10 años
Mi hermana me regalo un bono para comprar libros, así que de nuevo estoy en una librería.
Camino por los pasillos, mirando que libro me voy a llevar, mientras pienso: no he leído un culo, necesito un trabajo en el que me paguen por leer; solo leer, no hacer reseñas ni decir qué tal me pareció el libro ni nada, solo leer.
Tengo cientos de libros para leer en el Kindle, pero ya está claro que comprar libros es una actividad independiente a leerlos, que podemos tener millones en nuestra biblioteca, pero si tenemos la oportunidad de comprar otro, así no lo vayamos a leer pronto, lo haremos sin ningún remordimiento.
Comienzo a repasar en mi mente qué libros tengo ganas de leer. Como ningún título aparece, abro la aplicación de notas de mi celular y busco la que se titula libros, a ver si me antojo de alguno.
Por alguna razón los títulos que leo no me llaman la atención, quién sabe que sentí en el momento en que los anoté, o qué fue lo que me llamó la atención de ellos, pero ahora no me dicen nada.
Sigo caminando. A veces saco un libro de los estantes y miro si su portada me transmite algo; porque sí, a veces juzgo los libros por su portada. Entonces leo la contraportada y si me llama la atención lo abro en cualquier página y leo un párrafo o un par de líneas a ver si tengo feeling con el estilo del autor.
Ningún libro de los que he visto logra cautivarme. De ahí en adelante se me ocurre consultar Goodreads para los libros que escoja, para ver si su calificación me ayuda a decidirme por alguno.
No tiene mucho sentido, porque un libro que le parece genial a una persona le puede parecer una basura a otra y viceversa.
Me acuerdo de un título de Sándor Márai: La Mujer justa. Pregunto por los libros de ese autor, y el librero me lleva a donde están ubicados. No está ese, sino Divorzio a Buda y otras de sus obras, pero ninguna me llama la atención.
Pregunto por los de Millás y Rosa Montero. Siempre lo hago, aunque no hayan sacado ningún libro nuevo, guardando la esperanza de encontrarme una pieza rara, una novela inédita o algo así.
Como era de esperarse, no encuentro nada nuevo de ellos.
Pero cerca a sus títulos están los diarios de Márai, que me parecen fascinantes y que si los estuviera buscando fijo no los encontraba.
Lady Masacre, la novela de Mario Mendoza, es el título que llega a mi mente. Lo tengo presente porque hace poco leí su libro Leer es resistir, y el escritor la menciona en uno de sus ensayos.
Me llama la atención porque es, digamos, urbana y se desarrolla en Bogotá. Me gustan esos libros que describen o mencionan espacios en los que alguna vez he estado.
Voy a Goodreads. 4.21 es su calificación. Pinta bien. Hojeo algunas reseñas hasta que llego a una de una estrella.
El libro parece escrito por un niño de 10 años, diálogos sosos e ingenuos, una trama que puede dar mucho más…
¿Será?, me pregunto ¿Debería estar leyendo a los grandes autores de la literatura, en vez de un escritor colombiano que escribe como un niño de 10 años?
Decido llevar el libro.
Primer mandamiento de la lectura: Leerás lo que te dé la gana.
Camino por los pasillos, mirando que libro me voy a llevar, mientras pienso: no he leído un culo, necesito un trabajo en el que me paguen por leer; solo leer, no hacer reseñas ni decir qué tal me pareció el libro ni nada, solo leer.
Tengo cientos de libros para leer en el Kindle, pero ya está claro que comprar libros es una actividad independiente a leerlos, que podemos tener millones en nuestra biblioteca, pero si tenemos la oportunidad de comprar otro, así no lo vayamos a leer pronto, lo haremos sin ningún remordimiento.
Comienzo a repasar en mi mente qué libros tengo ganas de leer. Como ningún título aparece, abro la aplicación de notas de mi celular y busco la que se titula libros, a ver si me antojo de alguno.
Por alguna razón los títulos que leo no me llaman la atención, quién sabe que sentí en el momento en que los anoté, o qué fue lo que me llamó la atención de ellos, pero ahora no me dicen nada.
Sigo caminando. A veces saco un libro de los estantes y miro si su portada me transmite algo; porque sí, a veces juzgo los libros por su portada. Entonces leo la contraportada y si me llama la atención lo abro en cualquier página y leo un párrafo o un par de líneas a ver si tengo feeling con el estilo del autor.
Ningún libro de los que he visto logra cautivarme. De ahí en adelante se me ocurre consultar Goodreads para los libros que escoja, para ver si su calificación me ayuda a decidirme por alguno.
No tiene mucho sentido, porque un libro que le parece genial a una persona le puede parecer una basura a otra y viceversa.
Me acuerdo de un título de Sándor Márai: La Mujer justa. Pregunto por los libros de ese autor, y el librero me lleva a donde están ubicados. No está ese, sino Divorzio a Buda y otras de sus obras, pero ninguna me llama la atención.
Pregunto por los de Millás y Rosa Montero. Siempre lo hago, aunque no hayan sacado ningún libro nuevo, guardando la esperanza de encontrarme una pieza rara, una novela inédita o algo así.
Como era de esperarse, no encuentro nada nuevo de ellos.
Pero cerca a sus títulos están los diarios de Márai, que me parecen fascinantes y que si los estuviera buscando fijo no los encontraba.
Lady Masacre, la novela de Mario Mendoza, es el título que llega a mi mente. Lo tengo presente porque hace poco leí su libro Leer es resistir, y el escritor la menciona en uno de sus ensayos.
Me llama la atención porque es, digamos, urbana y se desarrolla en Bogotá. Me gustan esos libros que describen o mencionan espacios en los que alguna vez he estado.
Voy a Goodreads. 4.21 es su calificación. Pinta bien. Hojeo algunas reseñas hasta que llego a una de una estrella.
El libro parece escrito por un niño de 10 años, diálogos sosos e ingenuos, una trama que puede dar mucho más…
¿Será?, me pregunto ¿Debería estar leyendo a los grandes autores de la literatura, en vez de un escritor colombiano que escribe como un niño de 10 años?
Decido llevar el libro.
Primer mandamiento de la lectura: Leerás lo que te dé la gana.
jueves, 2 de marzo de 2023
Debería
La alarma suena.
La aplazo.
Tal vez debería pertenecer al selecto club de las cinco de la mañana, pero pertenezco al de las 7. La verdad me gustaría hacer parte del de las nueve y media.
Debería madrugar para meditar, practicar yoga, hacer taichi, correr 5 kilómetros; en cambio, ahí estoy en ese supuesto descanso de cinco minutos más. Tengo la mala fortuna de que en esta ocasión la volqueta se va al río y caigo de nuevo en el territorio del sueño.
Otra alarma, la de la salvación la llamo, esa que configuro para esos casos, suena. ¿Por qué sonó?, me pregunto.
Tiene una reunión, ¿no se acuerda o qué?, responde mi cerebro.
¡Mierda! tiene razón.
Abro los ojos completamente y tomo el celular para mirar la hora.
Antes de hacerlo, ya tengo claro que se me hizo tarde, pero necesito saber con cuántos minutos cuento para alistarme y salir de la casa.
Hago un cálculo rápido, mientras maldigo porque no voy a alcanzar a desayunar nada
El cerebro comienza a dar cantaleta: ¿Quién lo manda a aplazar la alarma y quedarse dormido? Otro sería el caso si se despertara a la 5 de la mañana como lo hacía Steve Jobs...
¿Tampoco va a desayunar? Mire que el desayuno es la comida más importante del día, bla bla bla…
Dejo de prestarle atención porque debo bañarme, luego vestirme y lavarme los dientes.
Tiempo después y como no soy Steve Jobs, pierdo segundos valiosos decidiendo qué ropa me voy a poner.
Me visto en tiempo record y miro la hora de nuevo. Si no pido el taxi ya no llego. Abro la aplicación, lo solicito, y por una extraña alineación de planetas me dice que el conductor está a tan solo un minuto de distancia.
Me voy con el celular en la mano al baño. Tomo el cepillo de dientes, le echo la crema, dejo el teléfono sobre el mueble y comienzo a lavarlos. Muerdo el cepillo para tener ambas manos libres, desbloqueo el celular y le escribo al conductor: “esperar un momento”. Continúo con la cepillada y caigo en cuenta de que la frase que escribí no tiene mucho sentido gramatical, es como “Hao, yo persona tarde, tú conductor”, pero no tengo tiempo de escribir algo elaborado.
Termino. Ahora un poco de enguaje bucal y de vuelta en el cuarto.
Ahora pierdo otros segundos decidiendo si llevar un libro o no por si me toca esperar en algún momento del día. El taxista no ha respondido nada. Al final, en contra de las recomendaciones de los adictos a los libros, decido no llevar nada y salgo disparado.
Me subo en el carro, desbloqueo el celular, reviso la aplicación y la hora de llegada es justo la hora de mi reunión.
La aplazo.
Tal vez debería pertenecer al selecto club de las cinco de la mañana, pero pertenezco al de las 7. La verdad me gustaría hacer parte del de las nueve y media.
Debería madrugar para meditar, practicar yoga, hacer taichi, correr 5 kilómetros; en cambio, ahí estoy en ese supuesto descanso de cinco minutos más. Tengo la mala fortuna de que en esta ocasión la volqueta se va al río y caigo de nuevo en el territorio del sueño.
Otra alarma, la de la salvación la llamo, esa que configuro para esos casos, suena. ¿Por qué sonó?, me pregunto.
Tiene una reunión, ¿no se acuerda o qué?, responde mi cerebro.
¡Mierda! tiene razón.
Abro los ojos completamente y tomo el celular para mirar la hora.
Antes de hacerlo, ya tengo claro que se me hizo tarde, pero necesito saber con cuántos minutos cuento para alistarme y salir de la casa.
Hago un cálculo rápido, mientras maldigo porque no voy a alcanzar a desayunar nada
El cerebro comienza a dar cantaleta: ¿Quién lo manda a aplazar la alarma y quedarse dormido? Otro sería el caso si se despertara a la 5 de la mañana como lo hacía Steve Jobs...
¿Tampoco va a desayunar? Mire que el desayuno es la comida más importante del día, bla bla bla…
Dejo de prestarle atención porque debo bañarme, luego vestirme y lavarme los dientes.
Tiempo después y como no soy Steve Jobs, pierdo segundos valiosos decidiendo qué ropa me voy a poner.
Me visto en tiempo record y miro la hora de nuevo. Si no pido el taxi ya no llego. Abro la aplicación, lo solicito, y por una extraña alineación de planetas me dice que el conductor está a tan solo un minuto de distancia.
Me voy con el celular en la mano al baño. Tomo el cepillo de dientes, le echo la crema, dejo el teléfono sobre el mueble y comienzo a lavarlos. Muerdo el cepillo para tener ambas manos libres, desbloqueo el celular y le escribo al conductor: “esperar un momento”. Continúo con la cepillada y caigo en cuenta de que la frase que escribí no tiene mucho sentido gramatical, es como “Hao, yo persona tarde, tú conductor”, pero no tengo tiempo de escribir algo elaborado.
Termino. Ahora un poco de enguaje bucal y de vuelta en el cuarto.
Ahora pierdo otros segundos decidiendo si llevar un libro o no por si me toca esperar en algún momento del día. El taxista no ha respondido nada. Al final, en contra de las recomendaciones de los adictos a los libros, decido no llevar nada y salgo disparado.
Me subo en el carro, desbloqueo el celular, reviso la aplicación y la hora de llegada es justo la hora de mi reunión.
miércoles, 1 de marzo de 2023
Salir a dar una vuelta
A veces, si siento que el día no fluye, salgo a dar una pequeña vuelta para ver si eso ayuda a que mi cabeza se despeje.
Recuerdo que Carlos, mejor conocido como Carlangas, un progamador que trabajó conmigo, hacía lo mismo cuando el código que escribía no le funcionaba. Un momento uno lo veía con una mano en el mentón, perdido en pensamientos de su lenguaje de programación, y al otro ya no estaba en su puesto.
Si uno se asomaba lo podía ver paseando por el parque que quedaba enfrente de la oficina, siempre con su mano en el mentón. Daba un par de vueltas hasta que, de repente, parecía que la idea o solución que estaba buscando le llegaba a la cabeza, momento en el que se devolvía a la oficina con un paso apresurado.
Otras veces salgo simplemente porque tengo frío y afuera está haciendo sol . Ayer, después del almuerzo, salí precisamente por esa razón y camine hasta enfrente de un edificio de una agencia de publicidad, donde hay una especie de asientos incrustados en el concreto.
Me senté ahí y traté de pensar en nada, solo mirar a las personas que iban pasando o estaban en las mismas que yo, es decir sentados.
Justo enfrente había una mujer con un uniforme de enfermería negro. Tenía la pierna cruzada nivel contorsionista y hablaba por celular con ayuda del manos libres. A ratos me sostenía la mirada por unos segundos, pero luego se desentendía de ella, para gesticular con sus manos.
También pasó una barrendera con un recogedor y escoba, recogiendo las hojas secas del lugar, y mientras ejecutaba su tarea cantaba la misma estrofa de una canción, una y otra vez. Se le veía feliz.
Al rato apareció una mujer paseando un un coche vació, pues el bebé estaba caminando con pasos torpes por el lugar, hasta que se fijó en una hoja seca gigante y se agachó a recogerla. Luego se la llevó a la mujer que lo cuidaba y esta le dijo gracias. No sé si entendería o qué, pero el bebé le sonrió y balbuceó algo a modo de respuesta.
Cuando estaba a punto de irme llegaron un hombre y una mujer, y se sentaron hacia mi derecha. El hombre sacó lo que parecía ser un cigarrillo de marihuana, revisó que estuviera bien armado y se quedó con él en la mano. La mujer con la que estaba le dijo algo que no alcancé a escuchar, y el hombre le respondió: “Tranquila, yo te espero, solo le voy a dar unos plones y ya”
Ya ven, cada quien busca la inspiración de diferentes maneras.
Recuerdo que Carlos, mejor conocido como Carlangas, un progamador que trabajó conmigo, hacía lo mismo cuando el código que escribía no le funcionaba. Un momento uno lo veía con una mano en el mentón, perdido en pensamientos de su lenguaje de programación, y al otro ya no estaba en su puesto.
Si uno se asomaba lo podía ver paseando por el parque que quedaba enfrente de la oficina, siempre con su mano en el mentón. Daba un par de vueltas hasta que, de repente, parecía que la idea o solución que estaba buscando le llegaba a la cabeza, momento en el que se devolvía a la oficina con un paso apresurado.
Otras veces salgo simplemente porque tengo frío y afuera está haciendo sol . Ayer, después del almuerzo, salí precisamente por esa razón y camine hasta enfrente de un edificio de una agencia de publicidad, donde hay una especie de asientos incrustados en el concreto.
Me senté ahí y traté de pensar en nada, solo mirar a las personas que iban pasando o estaban en las mismas que yo, es decir sentados.
Justo enfrente había una mujer con un uniforme de enfermería negro. Tenía la pierna cruzada nivel contorsionista y hablaba por celular con ayuda del manos libres. A ratos me sostenía la mirada por unos segundos, pero luego se desentendía de ella, para gesticular con sus manos.
También pasó una barrendera con un recogedor y escoba, recogiendo las hojas secas del lugar, y mientras ejecutaba su tarea cantaba la misma estrofa de una canción, una y otra vez. Se le veía feliz.
Al rato apareció una mujer paseando un un coche vació, pues el bebé estaba caminando con pasos torpes por el lugar, hasta que se fijó en una hoja seca gigante y se agachó a recogerla. Luego se la llevó a la mujer que lo cuidaba y esta le dijo gracias. No sé si entendería o qué, pero el bebé le sonrió y balbuceó algo a modo de respuesta.
Cuando estaba a punto de irme llegaron un hombre y una mujer, y se sentaron hacia mi derecha. El hombre sacó lo que parecía ser un cigarrillo de marihuana, revisó que estuviera bien armado y se quedó con él en la mano. La mujer con la que estaba le dijo algo que no alcancé a escuchar, y el hombre le respondió: “Tranquila, yo te espero, solo le voy a dar unos plones y ya”
Ya ven, cada quien busca la inspiración de diferentes maneras.
lunes, 27 de febrero de 2023
Viscoso
Así siento que fue el día, espeso y pegajoso.
Me sentía como atrapado dentro de un bloque de engrudo, y para mover un solo dedo debía hacer un esfuerzo sobrehumano.
Parecía que no avanzaba con nada de lo que me proponía hacer. Me quedaba mirando la pantalla del computador, perdido en pensamientos que no tenían ningún rumbo; poco a poco el tedio crecía dentro de mí.
Luego del almuerzo me eché en la cama y programé una alarma para que sonara a los 15 minutos. Ese tiempo se convirtió en 25, porque la aplacé dos veces y luego me costó trabajo ponerme de pie, pero lo logré.
Algo me decía que aún o era el momento de sentarme de nuevo en el escritorio, así que salí a comprar unas “Uvas chéveres”, al vendedor ambulante de la esquina.
Si había algo que me podía sacar de ese estado de parálisis era un pocillo de tinto combinado con algo de dulce.
De camino a la esquina el vendedor se cruzó conmigo. Lo miré a los ojos y entendió que iba a comprarle algo: “Ya voy, hermano”, me dijo. Entonces llegué al carrito y me parqueé enfrente de él como si estuviera cuidándolo.
No veía las uvas chéveres por ningún lado. Maldita sea, seguro ya las vendió todas. Pensé que no conseguir el producto era un efecto secundario de ese día grumoso que venía experimentando.
Al rato el hombre llegó y le pregunte si las tenía: “Sí, claro Pa”, respondió y estaban justo enfrente de mis narices.
Apenas llegué a la casa me preparé el tinto y luego, en el escritorio le di sorbos a la taza y me metía una o dos uvas recubiertas de chocolate a la boca. La cafeína y el dulce son buenas para contrarrestar los males de la vida.
Al poco rato abrí un documento de Drive y me puse a escribir un texto que tenía pendiente. Llevaba días estructurándolo en la cabeza. Siento que me quedó bien. Por lo menos me ayudo a eliminar esa desazón que me había acompañado hasta ese momento.
Me sentía como atrapado dentro de un bloque de engrudo, y para mover un solo dedo debía hacer un esfuerzo sobrehumano.
Parecía que no avanzaba con nada de lo que me proponía hacer. Me quedaba mirando la pantalla del computador, perdido en pensamientos que no tenían ningún rumbo; poco a poco el tedio crecía dentro de mí.
Luego del almuerzo me eché en la cama y programé una alarma para que sonara a los 15 minutos. Ese tiempo se convirtió en 25, porque la aplacé dos veces y luego me costó trabajo ponerme de pie, pero lo logré.
Algo me decía que aún o era el momento de sentarme de nuevo en el escritorio, así que salí a comprar unas “Uvas chéveres”, al vendedor ambulante de la esquina.
Si había algo que me podía sacar de ese estado de parálisis era un pocillo de tinto combinado con algo de dulce.
De camino a la esquina el vendedor se cruzó conmigo. Lo miré a los ojos y entendió que iba a comprarle algo: “Ya voy, hermano”, me dijo. Entonces llegué al carrito y me parqueé enfrente de él como si estuviera cuidándolo.
No veía las uvas chéveres por ningún lado. Maldita sea, seguro ya las vendió todas. Pensé que no conseguir el producto era un efecto secundario de ese día grumoso que venía experimentando.
Al rato el hombre llegó y le pregunte si las tenía: “Sí, claro Pa”, respondió y estaban justo enfrente de mis narices.
Apenas llegué a la casa me preparé el tinto y luego, en el escritorio le di sorbos a la taza y me metía una o dos uvas recubiertas de chocolate a la boca. La cafeína y el dulce son buenas para contrarrestar los males de la vida.
Al poco rato abrí un documento de Drive y me puse a escribir un texto que tenía pendiente. Llevaba días estructurándolo en la cabeza. Siento que me quedó bien. Por lo menos me ayudo a eliminar esa desazón que me había acompañado hasta ese momento.
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