lunes, 17 de julio de 2023

Leer en voz alta

Martha, una profesora que tuve en primero de primaria, me enseñó a leer.

La recuerdo cómo una mujer flaca, alta, de pelo negro, nariz respingada y pómulos salidos. Era la esposa de Rojas, un profesor de matemáticas gracioso, pero de eso me vine a enterar años más tarde cuando me tocó clase con él.

Martha dictaba clase en diferentes grados y un día que no teníamos clase con ella, llegó al salón y pregunto por mí. “¿Qué hice pensé?, mientras me paraba de mi silla e iba su encuentro.

Cuando llegué a la puerta me dijo “Acompañame a 4to de primaria”, y no me quedó otra opción que hacerle caso.

Para mí esa sección del colegio era desconocida, pues transición y primero quedaban en una zona aparte que incluso tenía una ventana especial para la cafetería. Cuando llegué me encontré con un pasillo largo con salones a ambos lados.

Después de entrar al salón, Martha le dijo algo a los estudiantes de ese curso, luego me paso un libro y me dijo: “Lee esto, por favor”. No recuerdo de qué trataba el texto, pero hice lo que me indicó: me puse a leer en voz alta.

Me sentía como en una prueba así que lo hice lo mejor que pude y lleno de nervios frente a un montón de desconocidos. Recuerdo que cuando me equivocaba pronunciando alguna palabra, los estudiantes reían, pero no tanto para burlarse de mi equivocación, sino porque el significado que adquiría el texto resultaba gracioso.

No sé cuánto tiempo dure ahí, seguro no fueron más de 5 minutos, pero a mí me pareció una eternidad. Cuando terminé entendí porque Martha me había llevado allí. Quería mostrarle a los estudiantes de cuarto que un pequeño de primero leía mejor que ellos.

No sé si me habrán odiado o qué. Lo más probable es que les haya importado cinco y siguieran metidos en sus ensoñaciones de niños.

Al parecer era bueno leyendo en voz alta.

jueves, 13 de julio de 2023

¡Tengan cuidado!

Ayer escribí lo siguiente y no lo publiqué porque me ganó el cansancio y un amague de dolor de cabeza apareció en el costado izquierdo.

10.47 p.m.

Aquí estoy en el escritorio con sueño, los pies helados y una cobija sobre las piernas. Más bien debería meterme a la cama, zamparme un par de capítulos de la novela que estoy leyendo; luego cerrar los ojos para dormir y ya está.

Si no lo hago es porque es uno de esos días en los que siento que si  no escribo algo, puede traer graves consecuencias para la humanidad, ¿cómo qué?, qué se yo, por ejemplo, que los niveles del mar aumenten varios centímetros de un día para otro o que los satélites que controlan nuestras comunicaciones dejen de funcionar, lo que sumiría a a humanidad en un completo caos.

En parte para eso escribo casi siempre, para que no solo el curso de mi vida, sino el de todos no se despiporre.

Lo único que se me ocurre contarles es que una mujer publicó algo sobre Mis últimos 10 minutos y 38 segundos en este extraño mundo, la novela de Elif Shafak, diciendo lo mucho que le gustó.

Le comentó que a mí también me gustó mucho y que tengo en la mira La isla del árbol perdido, porque otra mujer me contó que ese le pareció precioso. De este último su título en inglés me parece más sonoro: the island of missing trees, lo que lleva a preguntarme porque utilizaron el singular para el titulo en español. Quizá por eso no me atrae el título en ese idioma, porque imagino un único árbol y lo encuentro aburridor, en fin.

La mujer, la primera quiero decir, dice que el del árbol le pareció flojo y que los mejores son La bastarda de Estambul y el arquitecto del universo. Este último yo lo empecé a leer, pero recuerdo que no me enganchó.

Esto prueba que un libro tiene mil opciones de lectura y que nunca será el mismo para dos lectores. Cada uno lo digerirá de forma diferente de acuerdo a las experiencias vividas y al momento de vida en el que el libro haga presencia.

Eso fue lo que escribí, bueno, gran parte de eso porque no pude resistirme a editarlo justo ahora. El punto, querido lector, aparte del ya mencionado, es que vaya con cuidado por ahí. No sé que consecuencias trajo sobre el mundo y nuestras vidas que ayer no haya terminado de escribir.

martes, 11 de julio de 2023

María Claudia

Les voy a contar una escena de un sueño.

Esto es algo fuera de lo normal porque casi nunca los recuerdo.

Me desperté en la madrugada con las imágenes frescas y pensé en anotarlas en el celular, pero como dicen que mirarlo esuna de las peores cosas que se pueden hacer en esas ocasiones, porque a uno se le va el sueño, confié en mi memoria.

Estoy seguro de que antes de esta escena de la que les voy a hablar, había soñado algo más, algo que ocurría en el mismo lugar que, me parece, era un centro comercial, porque habían escaleras eléctricas al fondo.

Pues bien estoy en ese lugar no sé si solo o acompañado y en medio de mi andar desprevenido me encuentro con María Claudia.

María Claudia fue una de las primeras jefes que tuve. Era una mujer bajita y algo gordita. Muchas personas le tenían envidia porque tenía un puesto directivo, un puesto que, según ellos, debería ocupar otra persona y no ella, pues ¿cómo era posible que una diseñadora industrial ocupara un rol comercial? en fin.

Volvamos al sueño.

Apenas la veo está tosiendo y lleva un tapabocas por debajo de la nariz. “Tiene Covid”, pienso y ella, que advierte mi duda de acercarme o no a saludarla, me dice: “Solo es un ataque de tos”.

La veo más alta y delgada.

Arrancamos la conversación con los lugares comunes de siempre, y de repente, como de la nada, me dice lo siguiente:


“Mira que hace un año tuve cáncer”.

Creo que no respondo nada. Imagino que su cambio físico se debe a la enfermedad.

María claudia empieza a toser de nuevo y el director loco que llevo en mi cabeza dice “¡Coorten!” Ahí se acaba todo.

Luego, cuando me despierto, siento un ligero dolor de garganta.

“María Claudia si estaba enferma”, pienso.

lunes, 10 de julio de 2023

En lontananza

Lontananza es una palabra que proviene del italiano. En una pintura, por ejemplo, tiene que ver con aquello que está alejado del plano principal, es decir los límites del fondo de una obra.

Si no se es artista el término se puede utilizar para referirse a cosas que no se distinguen muy bien porque están muy lejos. En lontananza no significa otra cosa que: a lo lejos.

Eso hago, estoy en la cima de una colina y tengo la mirada perdida en lontananza. Imagino que el panorama de verdes que se despliega ante mí los tiene todos. En las montañas de enfrente se alcanzan a ver parches claros de solo pasto y luego otros más oscuros formados por, imagino, árboles de quién sabe qué tipo.

Una de las mejores cosas del momento es escuchar como el viento agita el follaje de los árboles cercanos y produce un sonido similar al oleaje del mar, a olas que se estrellan contra la orilla y luego se repliegan.

A ese sonido lo acompaña el de los pájaros que nunca se cansan de trinar y a lo lejos se escucha a perros ladrar, a ratos suenan pocos y luego, de repente, viene un estallido de ladridos al que se suman todos, como si se estuvieran comunicando algo importante.

Lejos muy lejos, en lontananza, valga la redundancia, veo casas blancas con techos rojos en las laderas de las montañas. Intento imaginar cómo será la vida de las personas que viven ahí, qué hacen, qué comen, cada cuánto bajan al pueblo más cercano para comprar comida o si son autosostenibles y no necesitan de ningún tipo de civilización.

Deben llevar una vida pausada, con pocas agitaciones y pertenencias, solo su casita y una estufa pequeña en donde cocinar el café de por la mañana. Supongo que apenas está listo salen a su puerta a tomarlo con una ruana encima y se ponen a mirar a lontananza.

Ahora fijo mi vista en un ternero, negro como la noche, que está pastando en un prado. Cada tanto levanta su cabeza y mira algo, ¿qué será? Luego vuelve a su tarea, libre, creo, de toda preocupación.

Cada que puedan miren en lontananza. Se siente que se hace mucho así parezca que no se está haciendo nada.

jueves, 6 de julio de 2023

No escribir

Soy bueno para no escribir. Digo esto porque hace 10 minutos me senté con el propósito de teclear algo y me quedé mirando la pantalla como un tarado hasta este momento.

En cambio, cuando estoy lejos de mi portátil, hay veces que se me ocurre una idea y la desarrollo en la cabeza, encuentro mil ángulos para abordarla, la conecto con otros temas, pero me confío y no la anoto en ningún lado y se pierde para siempre.

Por lo general eso me ocurre en la ducha o mientras desayuno. Para el primer caso, y si considero que la idea es muy buena, la repito en mi cabeza hasta el cansancio mientras me ducho, sigo haciéndolo cuando me seco con la toalla y no paro hasta que llego a mi cuarto. De todas formas hay veces que, en medio de mi ritual de recordación, otra idea se me atraviesa por la cabeza y olvido esa que había calificado como buena.

En cuanto al desayuno, creo que el truco para obtener buenas ideas, es realizar la actividad de forma lenta. Convertir esa comida en un acto contemplativo. Olvidar, si acaso por un breve instante, la velocidad de la vida. Para eso recomiendo darle pequeños sorbos al café, té o chocolate y mordicos conscientes a lo que sea que se coma. El único problema, claro está, es que a uno se le puede hacer tarde. De todas maneras, recomiendo hacerlo por lo menos uno de los días entre semana.

Un tercer escenario que sirve para generar ideas es mirar por la ventana, pero no tanto por la de la casa, pues por esa siempre se ve lo mismo, sino por la de los buses o taxis. Mirar a las personas que pasan por la calle y aventurarse a pensar porque llevan caras tristes o alegres, o simplemente jugar a inventarse sus vidas y pensar qué es lo que los mueve en la vida.

Es recomendable, excepto para el primer escenario, tener a la mano un lápiz y una libreta para anotar lo que  se nos cruce por la cabeza, sin importar lodisparatado que nos parezca.

miércoles, 5 de julio de 2023

Guerra de yoes

Visito por primera vez un café en un pueblo. Es decir, ya lo he visitado, sino que esta vez lo hago para sentarme a leer.

Cuando llego, el lugar está a reventar. Parece no haber mesas a la vista así que tomo la primera que veo desocupada. Es pequeña y parece de casa de muñecas, quizá sea la última que está disponible.

Después de unos minutos ninguno de los meseros se acerca a atenderme. Estiro un brazo para tomar una carta y cuando la comienzo a hojear veo que dice que debo hacer el pedido en la caja.

Me pongo de pie y me encomiendo a los dioses de tomar algo en la tarde para que nadie tome la mesa. 
por si acaso, dejo la mochila sobre ella, dispuesto a irme a los golpes si alguien intenta tomarla.

Ya en la caja pido una porción de torta y un capuchino. Para mi fortuna no pasa nada y nadie se acerca a la mesa. Menos mal, no soy bueno para eso de pelear a punta de puño y patada. 

 saco el Kindle y comienzo a leer. Al rato un mesero grita mi nombre y debo ponerme de pie para llevar la bandeja a mi mesa. 

Minutos después, la velocidad con la que como no es proporcional a la de mi lectura, pues en menos de diez minutos ya no tengo nada en el plato. El local permanece lleno, así que para justificar mi estadía en él le doy pequeños sorbos al capuchino, pero sé que no me va a durar más de media hora.

La bebida se acaba y la gente no para de entrar al local. Siento que es diferente a los cafés de Bogotá en los que tan solo necesito pedir un tinto para permanecer varias horas sentado en el lugar.

Vuelvo a mirar la carta, “si acaso pido otro capuchino”, pienso.

Mi yo hambriento fija los ojos en un crepe de guayaba con queso.

“No, solo el capuchino”, susurra el yo moderado, pero el otro lo lo ignora y me dice lo siguiente con una sonrisa maligna: “no le haga caso, pida ese Crepe. Ya verá cómo sabe de bueno con el capuchino”.

"Pero es mucha azúcar"

" ¿Y qué? No se las venga a dar de fitness ahora"

Le hago caso.

Cuando termino lo último que pedí, el flujo de clientes en el local no ha parado. Una señora y su hijo miran para todos los lados buscando una mesa.

Les digo que pueden tomar la mía, pues no hay chance de que pida algo más. Mi yo moderado celebra mi decisión, mientras el hambriento nos insulta a ambos.

No le hacemos caso y abandonamos el café.

viernes, 30 de junio de 2023

Lispector como remedio

Caigo en uno de esos remolinos mentales de tristeza y angustia. Creo que todo se debe a que mi mente le dio por trasladarse al futuro, y ya se sabe que eso no sirve de nada, que debemos procurar ser lo más budistas que podamos y anclarnos al presente con toda la fuerza de voluntad posible.

Acudo a un remedio Ancestral: aplicarme una sesión de lectura en un café. El medicamento que me acompaña es Todas las crónicas de Clarice Lispector.

Es una escritora que leo hace poco, unos 2 o 3 años. La había oído nombrar hasta que un día, Luisa, una amiga, me dijo que era una de sus preferidas. “Debo leerla”, pensé, y su nombre me quedó dando vueltas en la cabeza.

Luego, un día que visité Wilborada, me topé con su libro En estado de viaje. El título me llamó la atención y me lo llevé sin casi hojearlo. Cuando comencé a leerlo me di cuenta de que eran notas de prensa, reportajes y crónicas y algunas me parecieron maravillosas por la forma en que Lispector narra lo cotidiano, como una que escribió en España sobre unos bailarines de flamenco.

En la última feria del libro, también sin quererlo, me encontré su libro de todas las crónicas y de acuerdo a mi teoría de precio vs número de páginas, lo llevé de inmediato.

Después de haber escrito en su mayoría ficción, cuentos y novelas, a Lispector la contratan de un diario brasileño para que escriba una columna todos los sábados. Insiste en que no sabe escribir crónica, pero los editores le dicen que no importa que escriba sobre lo que quiera.

Entonces el libro está compuesto de pequeñas piezas sobre cosas que le ocurren y sus pensamientos sobre la vida, el amor, las relaciones etc. y cargan tanta verdad, o resuenan con esas verdades que uno lleva encima, que leerla aligera el peso de la vida.