miércoles, 31 de enero de 2024

Empanadas mexicanas

Los viernes del primer semestre  tenía laboratorio de física con C. y D. Las clases eran un tedio y si las soportábamos era porque siempre teníamos en mente nuestro plan de ir tomar cerveza en cualquier cuchitril cercano a la universidad.

Había uno de nuestra predilección. Era un bar de rock que se llamaba MP3 o que lo bautizamos así por quién sabe qué razón. Después de un par de tandas de cervezas el alcohol inundaba nuestra sangre y cantábamos a grito herido las canciones que iban sonando de forma aleatoria. Una de nuestras preferidas era Carrie, y después de gritar el coro soltábamos a reírnos como si estuviéramos en medio de un trance.

Luego, cuando ya no teníamos más dinero y antes de que no fuéramos conscientes de nuestras acciones, saliamos del lugar y nos dirigíamos a un lugar en el que vendían empanadas mexicanas. La verdad eran empanadas comunes y corrientes –eso sí, grandes y a buen precio– y quizá llevaban ese nombre gracias a un guacamole con ají demasiado picante que preparaban. Las empanadas mexicanas cumplían dos funciones: calmar nuestra hambre de borrachos y esperar que el ají nos ayudara a bajar la prenda.

Hace poco, recordando aquellos tiempos con C. él me decía que algo que el recordaba con cariño era el sueño que se echaba en el bus hacía su casa, al finalizar esos viernes de cervezas y empanadas mexicanas. Yo, en cambio, muchas veces me subí a los buses sin saber muy bien quién era, y nunca, eso creo, me quedé dormido. 

Hasta el día de hoy no he logrado dominar el fino arte de dormir en los buses y despertarme justo en el momento en el que me debo bajar.

jueves, 25 de enero de 2024

Bogotanos de agua

Tomo un taxi.

El conductor es un hombre flaco de piel morena. Lleva una camisa de manga corta azul clara y el brazo izquierdo lo tiene apoyado sobre la ventana que tiene por completo abajo. Todas lo están, pero yo decido subir un poco la mía, no va y sea el diablo que alguien decida meter el brazo para llevarse mi mochila.

El conductor no deja de mirarme por el espejo retrovisor. Seguro quiere que le arme conversación. Evito fijar nuestras miradas, pero al rato cedo a su ojos escrutadores ¿De qué le hablo? Entonces me cuelgo de uno de los lugares comunes que seguro se utiliza en millones de conversaciones alrededor del mundo en un mismo día: el clima. Afuera, el sol desparrama toda su fuerza abrasadora sobre la ciudad.

Mencionó algo relacionado con el calor que hace y el conductor responde: “Si papi, es que los bogotanos somos de agua, ¿cierto? Si uno quiere sol, pues se va de vacaciones a melgar, pero esta maricada no es para nosotros”, me mira de nuevo por el retrovisor, esperando a que diga algo. Guardo silencio, pero asiento con la cabeza y el hombre concluye: “Si pa, los bogotanos somos de agua”.

Intercambiamos otro par de frases sobre el clima hasta que volvemos a quedar en silencio. “¿Hasta que hora trabaja?”, se me ocurre preguntarle. “De 5 de la mañana a 11 de la noche de lunes a jueves y el viernes y el sábado todo el día, dice casi sin pensarlo, como si la respuesta a esa pregunta la tuviera preparada desde hace rato. Antes de que yo le diga algo y seguro por mi cara de asombro, el hombre dice: “Sí huevón, es que uno no puede dejar colgarse ni por el putas. Tengo que pagar la cuota del apartamento, del carro, mercado y salir por ahí con mi mujer. Y eso que ya no tomo. Desde hace 18 años no pruebo una gota de licor.”

“¿Y eso?”.

“Tuve una época de mucho desorden y hay que cuidarse para la vejez", responde. Guarda silencio por un par de segundos y luego sigue hablando: "¿Se imagina uno viejo todo degenerado, que ni su familia ni su mujer lo quiera? Por eso toca portarse bien y ya cuando uno sea viejo salir a tomar tinto con los amigos y ya, ¿no cree marica?

No sé en que momento pasamos del papi y el pa al huevón y marica. Mientras pienso en eso el taxista comienza a hablar de nuevo: “Tenemos tres taxis, uno lo manejo yo, el otro mi hijo y el otro un vecino, un huevón bien juicioso con familia y que tales.

“El otro día mi hijo mandó a lavar y polichar el suyo y le quedó una chimbita”. En el próximo semáforo en rojo, el taxista busca las fotos del taxi de su hijo en su celular y me las muestra: Pille, una chimba, ¿si o no huevón? Le doy la razón. los rayos de sol se reflejan sobre el el taxi de su hijo y parece nuevo.

Al poco rato llego a mi destino. Le doy las gracias y el taxista responde: “Bueno pa, que Dios lo cuide”.

Los bogotanos somos de agua; hay verdad en esa frase.

miércoles, 24 de enero de 2024

2 consejos de escritura

El autor nos dice que la mayoría de los diálogos del cuento están bien, pero aconseja eliminar aquellos que son charla casual, pues no aportan nada a la historia. “Se podrían evitar narrando acciones”, afirma.

Le doy la razón, no porque sepa tanto como él sobre escritura, sino porque me gustan más las historias orientadas a la acción. Con acción no me refiero a balaceras y persecuciones, sino a los personajes interactuando con su entorno y los objetos o personas que se encuentran en él.

También dice que él en sus historias siempre trata de ir más allá, es decir, no contar lo obvio y mostrar un enfoque que no esté a la vista de todos. La verdad es que utilizó otras palabras, pero más o menos esa fue la idea que compartió, pero yo estaba tan concentrado en ponerle atención, tratando de absorber todo su conocimiento, que ya no recuerdo cómo habló en ese momento.

El autor es Luke O’Neil. Yo no lo conocía, pero investigando un poco veo que ha escrito piezas periodísticas para The Guardian, Squire, entre otros medios, y que su trabajo se centra en distopía estadounidense.

A Creature Wanting Form
, su último libro, es una colección de cuentos, pero el que más me llama la atención se titula Lockdown In Hell World, en donde a modo de crónica cuenta su vida cuando se trasteó de la ciudad a los suburbios con su esposa, justo antes de que empezara la cuarentena.

Me gustaría contarles más acerca de la obra de O’ Neil, pero aún no he leído ninguno de sus libros. Lo mismo de siempre: tanto por leer, tantos autores por descubrir y tan corta que es la vida.

los mantendré informados.

martes, 23 de enero de 2024

Efecto secundario

La escritora argentina Mariana Enríquez cuenta que cuando escribió Bajar es lo peor, su primera novela, no lo hizo con ánimo de convertirse en escritora o publicar, ni porque conociera y admirara a escritores o quisiera ser como ellos. Solo lo hizo porque de todos los libros que había leído hasta ese momento, ninguno narraba lo que le pasaba a ella.

La empezó a escribir a máquina, un artefacto pesado y duro, cuenta, cuando tenía 17 años. Lo hacía de noche y se le rompían las uñas durante el proceso. Si a hay alguien a quien se le deba echar la culpa, es a los dos protagonistas que no salían de su cabeza, y tenía que liberar espacio para pensamiento de alguna forma.

La escritora dice que quería ver reflejada su experiencia en un texto escrito en argentino, pero que no fuera necesariamente realista.

La única forma de escritura profesional que se le pasaba por la cabeza era el periodismo, pero solo por la oportunidad de poder ir gratis a conciertos. Guardaba la esperanza de ser enviada como corresponsal especial al festival de Glastonbury.

Una amiga suya tenía una hermana mayor que había publicado un libro con la editorial Planeta. Esta se enteró de que Enríquez había escrito una novela y le pidió verla. Aunque no le gustó, intuyó que había algo de calidad en ella, y se la llevó al escritor Juan Forn.

Enríquez, sin ninguna formación en letras, no lo conocía a él ni a ningún otro escritor. Lo único que deseaba era escribir sus obsesiones, porque era una necesidad física.

Forn le dio algunas consejos e indicaciones sobre su texto que al principio la ofendieron, pero le daba igual que la leyeran o no. Había escrito para ella.

Se me vienen muchas preguntas a la cabeza: ¿Uno nace o se hace?, ¿existe el destino?, y otras cuantas que quizá no vienen al caso.

Alguna vez leí una frase de Millás, ya no recuerdo dónde, que decía: Publicar novelas es un efecto secundario de escribir.

jueves, 18 de enero de 2024

Jack Gilbert y no significarse

Cuenta Elizabeth Gilbert en Big Magic, su libro sobre creatividad, que Jack Gilbert fue un poeta al que nunca le importó mucho si las personas conocían sus escritos o no. Una parte de su vida la trabajó en fábricas y acerías, pero desde muy temprana edad se dedicó a escribir poemas.

Tenía talento y carisma de sobra para haber sido famoso –incluso estuvo nominado al Pulitzer–, pero eso fue algo que nunca estuvo entre sus planes, así que un buen día decidió desaparecer, porque para crear no podía distraerse con los espejismos de la fama.

Años más tarde confesó que la fama lo aburría porque todo los días era la misma vaina. Le parecía algo aburridor y él estaba buscando algo más variado, con más sabor por decirlo de alguna manera, así que se largó a Europa y vivió en Italia, Dinamarca, pero gran parte del tiempo la pasó en una cabaña de pastor en una montaña de Grecia. Allí escribió sus poemas en privado, sin necesidad de tener que demostrarle a alguien quién carajos era.

Que la fama se la repartan los que quieran. Imagino que eso era lo que pensaba Gilbert, mientras miraba el mar con un lápiz y una libreta en sus manos.

Tiempo después, por alguna de esas extrañas vueltas que da la vida, regresó a Estados unidos y dictó clases de escritura creativa en una universidad. Algunos de sus estudiantes decían que siempre parecía vivir en un estado ininterrumpido de asombro ante la vida y que los animaba a que hicieran lo mismo.

Ser sin ser nadie. De pronto ahí una de las claves de la vida, qué sé yo. Todo esto me recuerda un tema que tocan Juan Luis Arsuaga y Millás, en el último libro que escribieron juntos:

“No has elegido el mejor momento para ser distinto, muchacho, qué pretendes. Procura no parecer ni sí ni no, ni carne ni pescado. Disimula las ideas, no disientas, no te signifiques, no destaques. Si a un insecto no le parece mal que lo confundan con una rama seca, por qué ese empeño tuyo en parecer alguien.”

miércoles, 17 de enero de 2024

De signos zodiacales y otros temas

Si el paraíso existe debe tener forma de café con terracita, consumo ilimitado de bebidas y todos los libros del mundo disponibles. Todo lo contrario a la eternidad, un espacio que imagino como una sala de espera con digiturno en una tarde lluviosa. Que tristeza esa imagen, mejor hablemos de un café.

Estoy en él ya acomodado, con un capuchino en mano, y listo para zamparme una sesión de lectura. El clima está perfecto, hace sol pero no es agobiante y una brisa refresca el lugar.

Entonces arranco a leer porque ¿qué más hacer, cuando se tiene tiempo, en esta vida tan corta y azarosa? Al rato ya no estoy ahí del todo, solo físicamente, pues ahora hago parte del relato, como espectador silencioso al que el narrador le va susurrando la historia.

De alguna forma logro bloquear el ruido que proviene de las conversaciones de otras mesas, y cuando las voces me sacan de mi flujo lector, vuelvo a él como si nada. Todo transcurre de esa manera hasta que dos mujeres se sientan en la mesa de atrás.

Hablan fuerte y mi atención se desvía de la lectura hacia su conversación. Parece que una es la cliente de la otra, pues recibe un informe detallado de datos astrológicos que, disculpen quienes creen en eso, a mí siempre me ha sonado a, como dicen los gringos,  Mumbo Jumbo, un lenguaje algo absurdo e incomprensible.

La mujer habla mucho de Géminis, que las personas de ese signo esto y lo otro. Por lo que alcanzo a escuchar las deja mal paradas, ¿será por aquello de las dos caras?, ¿acaso la mayoría son dobles?, me pregunto. No sé, solo recuerdo que una vez tuve una novia que tenía ese signo zodiacal, y alguna vez leí en algún lado que el mío, Acuario, se acopla bien con él, en fin, puro Mumbo Jumbo vuelvo y digo.

La mujer escupe la información a una velocidad increíble. De repente comienza a hablar de la casa 12, del sol que hay en ella y qué significa eso en su vida. Debes tener cuidado con tu comunicación, dice ahora y le suelta una parrafada para que entienda qué le quiere decir.

¿Cómo te suena todo lo que te estoy contando?, pregunta la pitonisa. Normal, lo que dices ya lo sabía –responde la mujer. Por el tono parece indignada–. Era algo que ya sabía. Mientras hablabas iba pensando en situaciones en las que me ha pasado eso.

Pienso en sacar mi libreta para anotar las partes que considero más jugosas de su conservación, pero ¿a mí qué carajos me importan los vericuetos zodiacales de esa extraña?, así que me obligó a volver a la lectura, a mirar qué más le ocurre a un personaje que decide dejar su vida atrás y buscarse una nueva. Un tema mucho más envolvente que casas, signos zodiacales y ascendentes, pues ¿quién no ha deseado eso en algún momento?

martes, 16 de enero de 2024

Nada por leer

De repente no leo ningún libro. Mi ritual lector siempre orbita alrededor de varios que intento leer al tiempo. Solo un decir porque siempre hay uno que me llama más la atención y que opaca a los otros.

No tengo que leer porque empecé dos novelas que no me engancharon. Desde hace un tiempo decidí que solo le voy a dar la oportunidad a las novelas que me llamen la atención desde el primer capítulo. La vida es muy corta para no disfrutar lo que se lee, No sé si esté cometiendo un error, pues puede que haya libros que se ponen buenos hacia la mitad, pero ¿qué sentido tiene comenzar una historia de forma aburrida para luego mejorarla? Lo mejor, creo, es que los escritores pongan todas las letras en el asador desde el principio y que no se guarden nada para más tarde.

Entonces aplico mi metodología para seleccionar una nueva lectura, la cual no existe y simplemente consiste en ver qué libro me atrae en ese momento. Recuerdo uno de Nuria Amat, una escritora que Rosa Montero menciona en La loca de la casa. Hace rato quiero leer su ensayo Letra Herida, pero no lo he conseguido, entonces decido leer El ladrón de libros y otras bibliomanías. Hasta ahí todo bien pues ya estoy leyendo por lo menos un libro, aunque hace falta algo importante. 

Necesito consumir ficción, una novela, pues no hacerlo, como dice Rosa Montero, es un claro síntoma de envejecimiento. Una mala cosa, pues de la misma forma en que se endurecen las arterías, se endurece la imaginación.

La obra de Montero siempre es un buen refugio lector, así que reviso que me falta leer de ella y caigo en cuenta de que no he leído La buena suerte.

Antes de comenzar la novela me cercioro de que es la primera vez que la leo, porque hay veces en que empiezo a leer un libro y al poco tiempo me doy cuenta de que ya lo había leído.