jueves, 22 de febrero de 2024

300 palabras

¿Qué son 300 palabras?

Nada, poco menos de una hoja o una parrafada de una novela de Saramago con sus cambios de narrador omnisciente a diálogos sin la puntuación convencional. Esa que tantos lectores aborrecen.

Sea lo que sea es el número de palabras que trato de escribir como mínimo en este espacio cada vez que me siento en mi escritorio. A veces las entradas me llegan de forma clara a la cabeza y no veo el momento de sentarme a escribirlas para que no se pierdan en los abismos de la memoria.

Otras veces, la mayoría diría yo, como hoy, solo me siento y miro a ver qué carajos me sale. Entonces se convierte en un ejercicio de escritura libre sin dirección alguna a ver si el subconsciente tiene algo por contar. El mío, al parecer, es muy aburrido, porque los temas con los que salgo no me parecen nada del otro mundo. No sé, imagino que habrán subconscientes de subconscientes y que unos son más creativos, o bien están más torcidos que  otros. En fin.

“Nada dura, ¿qué puede ser eterno? La roca se corroe, los ríos se congelan, la fruta se pudre. ¿Quién está más solo? ¿El halcón o la lombriz?”

María Gainza,por ejemplo, cuenta en su Nervio Óptico que eso era lo que se preguntaba Truman Capote, a la edad de doce años, sentado a las orillas de un río pantanoso en Alabama.

No sé bien porque subrayé eso. En su momento me pareció interesante, pero es más bien un pensamiento oscuro, el subconsciente del escritor trabajando a mil. De pronto, si somos de esos que pensamos que todo está conectado, me fije en ese aparte porque hoy iba a escribir esto.

En fin, mejor dejémonos, de misticismos. Aun me quedan por escribir 4 palabras, ahora dos.

Ya cumplí con mi meta del día, así que está frase podría considerarse relleno, o bien todo el post. Sea como sea, no importa, yo solo cumplo con escribir, como mínimo, 300 palabras.

miércoles, 21 de febrero de 2024

Mi tinto y yo conectados con el universo

¿Cómo no olvidar algo, lo que sea, con todas las distracciones que tenemos a la mano? Repetimos y repetimos esas consignas místicas de vivir en el presente, conectados con el ahora, pero casi siempre nuestra cabeza nos lleva a otras partes.

Si hablo sobre olvidar es por culpa de la taza con tinto que tengo encima del escritorio. Alcancé a preparar la bebida justo antes de entrar a una reunión. En las reuniones me gusta estar callado y solo hablar si me preguntan algo, además tenía ganas de tomar tinto y nada mejor que hacerlo cuando la bebida todavía está caliente.

La mujer con la que me reuní de forma virtual hablaba y hablaba sobre la sesión de trabajo que tenemos mañana. Yo solo escuchaba y le daba sorbos a la bebida. Si de estar presente se trata, creo que en ese momento yo y mi tinto estábamos conectados con el universo, Dios, La Pacha Mama, en fin, todos los dioses de las culturas del planeta.

“¿Y tú qué piensas?”, me pregunto la mujer cuando ya no tenía más que decir. Entonces me tocó dejar de darle sorbos al tinto y dar mi punto de vista sobre lo que había expuesto.

Cuando se acabó la reunión me quedaba menos de medio pocillo. Le di un sorbo y torcí la cara porque ya estaba frío, pero la cantidad que quedaba ameritaba calentarla en vez de vaciarla en el lavaplatos, así que fui s ls cocina y metí la taza en el microondas por 20 segundos, ni uno más ni uno menos. Está claro que al recalentarlo baja de categoría, pero tomarlo frío, creo, es un sinsentido.

Después, cuando me senté de nuevo en el escritorio, ocupé mi cabeza con otros temas y hace unos minutos, cuando comencé a escribir estas palabras, vi la tasa, lo probé  y torcí la cara de nuevo.

Debería ser una obligación no olvidar tomarse todo el tinto antes de que se enfríe.

martes, 20 de febrero de 2024

Mirar la aguja

Me refiero a la de la jeringa que saca sangre; una experiencia que siempre me desestabiliza.

Quizá todo está conectado con algo que me ocurrió siendo niño. Debía tener unos 6 o 7 años y como era regordete, el enfermero que me iba a sacar la sangre no encontró ninguna vena en los brazos, así que al sádico se le ocurrió la brillante idea de pincharme el cuello.

Me di cuenta de que las cosas estaban mal cuando vi que entraron otros cuatro enfermeros al lugar. Apenas me recostaron en una camilla, los refuerzos se concentraron en sujetarme las piernas y brazos, mientras el otro buscaba una vena del cuello. Yo me retorcía como un caimán amarrado, y gritaba con todas mis fuerzas, pero mi esfuerzo y las lágrimas que derramé no sirvieron de nada. Es una imagen que nunca se me va a borrar de la cabeza.

Ahora cuando me sacan sangre siempre muestro el brazo izquierdo, porque en el derecho nunca hay una vena a la vista. Luego me amarran un caucho (algunos utilizan un guante) alrededor del brazo para que la vena se pronuncie más y piden que apriete la mano.

Como toda la experiencia me da malestar, tanto físico como moral, procuro pensar en cualquier cosa y nunca mirar la aguja. Solo una vez, no sé por qué, me propuse mirar como la sangre llenaba el tubo donde la recolectan.

Ese día, en un cubículo cercano, le estaban sacando sangre a un niño pequeño y gritaba como loco llamando a su mamá. No sé si sus gritos revivieron mi trágico recuerdo de infancia, pero me fui del mundo por unos segundos. Cuando volví a tomar conciencia después del desmayo, un enfermero me tenía agarrado de las axilas para evitar que me cayera al suelo.

Desde ese día me prometí no volver a mirar la aguja.

lunes, 19 de febrero de 2024

Síndrome del lunes

Siento un malestar general, liderado por un ligero dolor de cabeza. No tengo ganas de hacer nada, ¿Será el síndrome del lunes? me pregunto. No lo sé, es un término que me acabo de inventar.

Me siento a escribir. Escribir como receta para todo mal. Estoy seco de palabras así que intento con un disparador de escritura. Nada. Cero. Mi cabeza está completamente en blanco ¿Qué hacer?

Dormir, el Ctrl-Alt-Supr de la vida cuando los engranajes de la realidad se traban y esta se nos estampa en la cara. Nada que una siesta no solucione, pienso. Así que me echo en la cama sin ningún tipo de remordimiento.

Tiempo después, ¿cuánto?, ¿20 minutos, una hora, dos?, me despierto algo aturdido, como desubicado. La realidad y su solidez intentan entablar contacto conmigo, pero no logramos comunicarnos de forma adecuada. No llegamos a ningún acuerdo.

Veo sobre mi escritorio los Articuentos Completos y decido zamparme un par a ver si me sacuden. Los que leo no son tan buenos, entonces no tienen mayor efecto en mi estado.

¿Acaso no me queda más que soportar mi estado letárgico hasta que se esfume por sí solo? Me rehuso a aceptarlo, así que acudo a otro de esos remedios universales: una taza de café, ¿cómo no había pensado en ello antes?

Eso hago, prepararme una taza de café oscuro y bien caliente, para asegurarme de que si el fuerte sabor de la bebida no me despierta del todo, quizá lo haga su temperatura al quemarme la lengua.

¿Con qué más puedo combatir este estado?, me pregunto. Con algo dulce, responde una voz en mi interior que soy y no soy yo, ya saben, ese otro que nos habita. Le hago caso y me sirvo una bola de helado. Tinto y helado, uno de los pequeños placeres de la vida.

Y aquí estoy escribiendo esto, dándole sorbos al café y cucharadas al helado. ¿Qué si ya estoy conectado con la realidad? Creo que no del todo. Tal vez lo mejor sea actuar como Vicente Holgado, un personaje de Millás, que soportaba bastante bien las humillaciones de la existencia, porque no pasaba en la realidad más tiempo del estrictamente necesario.

viernes, 16 de febrero de 2024

Hacerse preguntas

A veces me pregunto: ¿Qué tal que esta noche en medio del sueño me de un infarto? En otras ocasiones, por ejemplo, voy caminando por un andén y veo un bus que viene a lo lejos. Entonces pienso: ¿Qué tal que tenga una falla mecánica, qué sé yo, que se le desajuste un tornillo importante del motor, que el conductor pierda el control y me arrolle?

Se podría decir que pienso en la muerte de forma recurrente. Si lo hago es solo a modo de estrategia para tratar de engañarla. Solo tratar porque la condenada es muy astuta y ya sabemos como termina la partida todas las veces. Pero me inclino a pensar que la muerte prefiere llevarse así, de imprevisto, de buenas a primeras, a aquellos que no piensan mucho en ella o que la ven como un evento lejano, es decir, aquellos que la menosprecian. De ahí que me aventure a imaginarme tales escenarios.

Una vez, estoy seguro, la vi en una cafetería a la hora del almuerzo. En esa ocasión tomó la apariencia humana de un rabino. Era un hombre de semblante pálido y su blancura contrastaba de forma violenta con su traje y sombrero negros. Hacía mucho calor, pero el hombre, es decir la muerte, iba tranquila por el frío que siempre la acompaña.

Ese día la muerte, que comía una lasaña y tomaba jugo de naranja, estudiaba con la mirada a las personas que estábamos en ese lugar, la mayoría preocupadas por nimiedades de estudio o trabajo. En un momento se dio cuenta de que la estaba observando y fijamos nuestras miradas por un breve instante. Cuando eso ocurrió pensé que me iba a atorar con un trozo de la mantecada que estaba comiendo.  Imaginé mi fin tan intensamente que comencé a toser. La muerte que, claro, lee los pensamientos se dio cuenta de que estaba pensando en ella y por eso decidió dejarme en paz.

En el último libro que escribieron Arsuaga y Millás, el paleontólogo le cuenta al escritor español que el infarto es el modo de ejecución preferido de los dioses y que por eso las personas utilizan tanto las muletillas “Si Dios quiere” o “Dios mediante”, ya que lo dioses no soportan que no los tengan en cuenta a la hora de hacer un proyecto.

Muerte, dioses, qué complicado es todo.

miércoles, 14 de febrero de 2024

En cualquier momento

¿Qué?

En cualquier momento llega mi hermana a recogerme. Entonces escribo esto con la angustia de dejarlo a medias, de que no diga nada, de que solo sea un arrume de palabras sin ningún sentido, pues vuelve y juega: tengo ganas de escribir algo y no sé qué tema tocar.

¿Y qué importa? La escritura no puede ser tan ordenada. Recuerdo que una vez conocí a una escritora que planeaba meticulosamente las historias que escribía. Es una técnica que puede funcionar, pero creo que al final los escritos quedan planos, o más bien faltos de sinceridad, de entraña, de esas vísceras que tiene todos los textos que remueven algo por dentro.

Tal vez eso tiene que ver con los libros que no son libres de los que habla Marguerite Duras en Escribir. La escritora dice que es fácil ver que son fabricados, organizados y reglamentados, en últimas que son libros conformes. Libros que deben ser como se supone es un libro. Un despropósito total, porque la escritura no puede tener ningún tipo de regla o límite.

Duras, que tenía millones de toneladas de precisión, creía que la escritura es sinónimo de desconocido, y que antes de escribir no sabemos nada de lo que vamos a escribir.

Otros escritores como Rosa Montero, Anaïs Nin, Isabel Allende o Cornac MacCarthy parecen pensar de forma similar, ya que creen que el subconsciente es el que manda la parada al momento de escribir, y que ello no son más que médiums que reciben a dictado las historias.

Montero dice que las novelas vienen del mismo lugar de donde provienen los sueños y Allende cuenta en su libro Paula que, fiel a su ritual de escribir la primera línea de su novela cada 8 de enero, intenta estar sola y en silencio por largas horas, pues necesita mucho tiempo para sacarse el ruido de la calle y limpiar su memoria del desorden de la vida.

Ray Bradbury salda todo diciendo lo siguiente: “la autoconciencia es el enemigo de todo arte, ya sea actuar, escribir, pintar o vivir, que es el arte más grande de todos.”

martes, 13 de febrero de 2024

El incidente del perro a mediodía

Es sábado y hace sol. La gente se ve feliz, libre de preocupaciones. Todos parecemos estar lejos de esa nostalgia del domingo a las 6 de la tarde, que ataca sin darnos tregua.

Quizá algunos aparentan estar felices, pero en realidad llevan pensamientos asesinos en su cabeza. Tal es el caso de un señor que conduce un coche de bebé y que pasa por el lado de otro hombre que está sentado en una mesa. A este último lo compaña su perro, negro y gigante, que está echado debajo de una silla.

Debido a su gran tamaño, las patas le quedan por fuera y ocupan un espacio mínimo del lugar por donde las personas caminan, o bien llevan coches de bebé.

A ratos los perros de otras personas comienzan a ladrar de forma exagerada cuando ven al perro negro. La mayoría son de esos perros chiquitos que hacen bulla por nada y que sí ayudan a generar pensamientos asesinos, en fin. El perro gigante, en cambio, es indiferente a la algarabía de otros perros y sigue echado como si nada con la cabeza encima de sus patas, en una actitud Zen.

La calma de la escena se quiebra cuando el señor que lleva el coche pasa por el lado del señor del perro negro y las ruedas del coche rozan las patas de la mascota. Discuten un poco: Que se corra para allá, que ahí cabe”, que cómo se le ocurre traer semejante animal tan grande. El señor del coche sigue su camino, el perro continúa echado, y su dueño sentado.

Al poco rato el señor del coche, que no sabemos qué piensa, vuelve a pasar por el mismo lugar y esta vez, parece que a propósito,  pasa las ruedas del coche sobre las patas del perro. El dueño de la mascota toma una de las manijas del coche para levantarlo y ahí el otro comienza a gritar: “¡No me toque el coche señor!”, “pero no ve que está pisando al perro, ahí tiene suficiente espacio”. “Que no me toque el coche, le vuelvo a decir”.

El  rifirrafe verbal dura un corto tiempo, pero no pasa a mayores.

Si hay que rescatar algo de esta escena es la actitud Zen del perro, que no se inmutó para nada.