miércoles, 28 de febrero de 2024

Tantos libros, poco tiempo

Esa es la mítica frase del músico Frank Zappa: So Many books, so little time.

Para tratar de ganarle la batalla al tiempo, la actividad de la lectura se convierte en un vicio, una costumbre tan placentera y adictiva como comer chocolate. Una vez se cae en ella, es muy difícil abandonarla. Leer como droga.

De ahí que siempre trate de leer más de un libro, porque, ya lo dijo Zappa no hay tiempo, no queda más que atragantarse de lecturas.

Ayer, por alguna razón, me acordé de la escritora Leila Guerriero. Como cronista me parece tremenda, al igual que para perfilar personas. Entonces le dije a mí mismo: mí mismo, hace tiempo que la tengo en mi radar de lectura y nada que leo uno de sus libros. Así que decidí leer Frutos Extraños, una recopilación de sus crónicas y perfiles. Me parece sana esa forma aleatoria de escoger los libros como por un capricho pasajero.

Hoy almorcé con M. Me contó que estaba contento porque había terminado de leer un libro. Hace poco el virus de la lectura le cayó encima y presenta esos síntomas de querer leer a cada rato.

¿Vamos a mirar libritos o qué? me dijo M. Después de nuestro consabido ritual de cafecito post-almuerzo. ¿Cómo negarme a ese pequeño placer? Ya en la librería me dijo que le recomendara libros. Siempre que alguien me dice eso, quedo en blanco. Es extraño pues es como si de un momento a otro se esfumara de mi cabeza la infomación que guardo de los libros que he leído.. M me dice que no quiere leer algo que lo ponga melancólico, sino que lo divierta. Esculco mi cabeza hasta que doy con un título: Memoria por Correspondencia de Emma Reyes. Ese libro me encantó y me sacó varias sonrisas.

Luego le mencioné otro par y abandonamos la librería porque M. tenía que regresar a la oficina.

–Juanma, le propongo un business, me dijo después de dar unos cuantos pasos.

–Cuente, le respondí.

–¿Qué dice si compramos un libro entre los dos, uno lo lee y la próxima vez que nos veamos para almorzar, se lo lleva el otro?

–Hágale, ¿cuando empezamos?

–Hoy mismo.

Al poco tiempo estábamos de vuelta en la librería mirando qué libro íbamos a llevarnos. En uno de los estantes estaba Solo un poco aquí de María Opsina Pizano. Se lo muestro a M. para que lea la contraportada. Está del putas, dice.

Luego el ve Antes de que se enfríe el café. ¿Cuál llevamos?, me pregunta. Algo nos dice que elúltimo..Y pues nada, ahora tengo otro libro por leer, ¿qué se le va a hacer?.

martes, 27 de febrero de 2024

Entrar a una iglesia

El sábado pasado pasé caminando por enfrente de una iglesia. Al fondo se veía un altar imponente con mucho dorado y figuras celestiales.

Ahí, justo en ese momento, se me ocurrió escribir sobre algo, pero le confié la idea a mi memoria y ahora no recuerdo nada. Voy a seguir escribiendo sobre el tema a ver si de pronto ocurre una sinapsis a modo de big bang a escala que va a lograr reproducir la idea que quería tratar en un principio.

Escribo esta línea luego de un minuto en el que no ocurrió nada. Es difícil precisar quién está más dormido, si yo o mis neuronas.

Les decía que pase por la entrada de la iglesia. Entonces me pregunté: ¿Será que entro? y una segunda voz respondió: ¿A qué?, Pues a rezar y esas cosas, acotó la primera. Y en medio de esa discusión pasé la puerta de entrada de largo.

Mi madre siempre que tiene la oportunidad entra a una iglesia. Reza un par de oraciones y ya está. Eso, parece, es algo que la hace sentir bien.

Hay otras personas que tienen otros rituales cuando pasan por enfrente de una. Christian, un amigo de la universidad, siempre se echaba la bendición cuando pasábamos por enfrente de una capilla entre clase y clase, Dejémoslo ahí porque echarse la bendición da para otros post.

Eso era todo lo que quería contar. Sigo sin recordar qué fue eso que pensé apenas vi el altar iluminado al fondo. Algo me dice que quizá tenía que ver con el par de personas que estaban esparcidas en unos bancos de la iglesia. Supongo que por un segundo traté de colocarme en sus zapatos por medio de unas preguntas: ¿Quiénes son? ¿qué hacen ahí? ¿Por qué rezan a esta hora de la tarde cuando otras personas se están divirtiendo?

Puede ser que en ese instante me haya contado una breve historia sobre alguno de ellos, pero, vuelvo y repito, ya la olvidé.

lunes, 26 de febrero de 2024

Una conversación

A la salida del evento me encuentro con Catalina. Hace tiempo, desde épocas pre-Covid que no nos veíamos.

Catalina, que siempre habla arrastrando las palabras, como si acabara de fumarse un porro, me saluda: “qué más, todo bien?”. Le cuento que sí, y no sé en qué momento nos da por hablar sobre el estado del mundo que, parece, lleva ya varios años en picada. Catalina me cuenta que ha estado estudiando numerología y Tarot y que eso era de ahí. Que sus investigaciones, justo antes del Covid, le habían mostrado que estábamos a punto de vivir una pandemia., y luego como de la nada dice: “Es que esos rusos son unas ratas, eso ya se sabía”.

No digo nada, solo escucho, a ver en qué momento decido meter la cucharada. Ahí estoy yo escuchando hablar a Catalina, que no para de hacerlo, cuando aparece Daniel y se une a nuestra conversación. Le pregunto que cómo ha estado. “Bien, recuperándome”, responde. “Es que somos unos guerreros”, comenta Catalina, y luego intercambian un par de frases entre ellos.

Me entero, entre líneas, que Daniel tuvo cáncer hace un par de años, al igual que Catalina. Es un punto en común que los une, se entienden, saben de lo que hablan. Catalina se da cuenta de que no estoy participando activamente y dice: “bueno y tú también”, haciendo referencia al accidente que me dejó el amable recordatorio. No respondo, solo sonrío dándole a entender que estoy agradecido de que me haya incluido en ese grupo de “guerreros”.

La conversación cae en un silencio incómodo, hasta que Catalina la rescata repitiendo algún tema de los que hemos tocado. Luego Daniel comienza a hablar de miles de proyectos que ha hecho y otros que tiene entre manos y se apodera de la palabra. Se aferra a ella con todas sus fuerzas y cuando Catalina o yo la intentamos llevar a otros terrenos, busca la manera de seguir hablando de él y de todo lo que ha hecho o tiene pensado hacer.

La conversación me está asfixiando y por una alineación de planetas o una súplica subconsciente al dios del silencio, nuevamente caemos en otro. Debo aprovechar esta ventana de oportunidad, así que antes de que alguno de mis interlocutore avive las brasas de la palabra, aprovecho para decir: "Bueeeeno, yo los dejo que voy a ir a la librería".

Nos despedimos y veo como Catalina y Daniel se alejan conversando animadamente.

jueves, 22 de febrero de 2024

300 palabras

¿Qué son 300 palabras?

Nada, poco menos de una hoja o una parrafada de una novela de Saramago con sus cambios de narrador omnisciente a diálogos sin la puntuación convencional. Esa que tantos lectores aborrecen.

Sea lo que sea es el número de palabras que trato de escribir como mínimo en este espacio cada vez que me siento en mi escritorio. A veces las entradas me llegan de forma clara a la cabeza y no veo el momento de sentarme a escribirlas para que no se pierdan en los abismos de la memoria.

Otras veces, la mayoría diría yo, como hoy, solo me siento y miro a ver qué carajos me sale. Entonces se convierte en un ejercicio de escritura libre sin dirección alguna a ver si el subconsciente tiene algo por contar. El mío, al parecer, es muy aburrido, porque los temas con los que salgo no me parecen nada del otro mundo. No sé, imagino que habrán subconscientes de subconscientes y que unos son más creativos, o bien están más torcidos que  otros. En fin.

“Nada dura, ¿qué puede ser eterno? La roca se corroe, los ríos se congelan, la fruta se pudre. ¿Quién está más solo? ¿El halcón o la lombriz?”

María Gainza,por ejemplo, cuenta en su Nervio Óptico que eso era lo que se preguntaba Truman Capote, a la edad de doce años, sentado a las orillas de un río pantanoso en Alabama.

No sé bien porque subrayé eso. En su momento me pareció interesante, pero es más bien un pensamiento oscuro, el subconsciente del escritor trabajando a mil. De pronto, si somos de esos que pensamos que todo está conectado, me fije en ese aparte porque hoy iba a escribir esto.

En fin, mejor dejémonos, de misticismos. Aun me quedan por escribir 4 palabras, ahora dos.

Ya cumplí con mi meta del día, así que está frase podría considerarse relleno, o bien todo el post. Sea como sea, no importa, yo solo cumplo con escribir, como mínimo, 300 palabras.

miércoles, 21 de febrero de 2024

Mi tinto y yo conectados con el universo

¿Cómo no olvidar algo, lo que sea, con todas las distracciones que tenemos a la mano? Repetimos y repetimos esas consignas místicas de vivir en el presente, conectados con el ahora, pero casi siempre nuestra cabeza nos lleva a otras partes.

Si hablo sobre olvidar es por culpa de la taza con tinto que tengo encima del escritorio. Alcancé a preparar la bebida justo antes de entrar a una reunión. En las reuniones me gusta estar callado y solo hablar si me preguntan algo, además tenía ganas de tomar tinto y nada mejor que hacerlo cuando la bebida todavía está caliente.

La mujer con la que me reuní de forma virtual hablaba y hablaba sobre la sesión de trabajo que tenemos mañana. Yo solo escuchaba y le daba sorbos a la bebida. Si de estar presente se trata, creo que en ese momento yo y mi tinto estábamos conectados con el universo, Dios, La Pacha Mama, en fin, todos los dioses de las culturas del planeta.

“¿Y tú qué piensas?”, me pregunto la mujer cuando ya no tenía más que decir. Entonces me tocó dejar de darle sorbos al tinto y dar mi punto de vista sobre lo que había expuesto.

Cuando se acabó la reunión me quedaba menos de medio pocillo. Le di un sorbo y torcí la cara porque ya estaba frío, pero la cantidad que quedaba ameritaba calentarla en vez de vaciarla en el lavaplatos, así que fui s ls cocina y metí la taza en el microondas por 20 segundos, ni uno más ni uno menos. Está claro que al recalentarlo baja de categoría, pero tomarlo frío, creo, es un sinsentido.

Después, cuando me senté de nuevo en el escritorio, ocupé mi cabeza con otros temas y hace unos minutos, cuando comencé a escribir estas palabras, vi la tasa, lo probé  y torcí la cara de nuevo.

Debería ser una obligación no olvidar tomarse todo el tinto antes de que se enfríe.

martes, 20 de febrero de 2024

Mirar la aguja

Me refiero a la de la jeringa que saca sangre; una experiencia que siempre me desestabiliza.

Quizá todo está conectado con algo que me ocurrió siendo niño. Debía tener unos 6 o 7 años y como era regordete, el enfermero que me iba a sacar la sangre no encontró ninguna vena en los brazos, así que al sádico se le ocurrió la brillante idea de pincharme el cuello.

Me di cuenta de que las cosas estaban mal cuando vi que entraron otros cuatro enfermeros al lugar. Apenas me recostaron en una camilla, los refuerzos se concentraron en sujetarme las piernas y brazos, mientras el otro buscaba una vena del cuello. Yo me retorcía como un caimán amarrado, y gritaba con todas mis fuerzas, pero mi esfuerzo y las lágrimas que derramé no sirvieron de nada. Es una imagen que nunca se me va a borrar de la cabeza.

Ahora cuando me sacan sangre siempre muestro el brazo izquierdo, porque en el derecho nunca hay una vena a la vista. Luego me amarran un caucho (algunos utilizan un guante) alrededor del brazo para que la vena se pronuncie más y piden que apriete la mano.

Como toda la experiencia me da malestar, tanto físico como moral, procuro pensar en cualquier cosa y nunca mirar la aguja. Solo una vez, no sé por qué, me propuse mirar como la sangre llenaba el tubo donde la recolectan.

Ese día, en un cubículo cercano, le estaban sacando sangre a un niño pequeño y gritaba como loco llamando a su mamá. No sé si sus gritos revivieron mi trágico recuerdo de infancia, pero me fui del mundo por unos segundos. Cuando volví a tomar conciencia después del desmayo, un enfermero me tenía agarrado de las axilas para evitar que me cayera al suelo.

Desde ese día me prometí no volver a mirar la aguja.

lunes, 19 de febrero de 2024

Síndrome del lunes

Siento un malestar general, liderado por un ligero dolor de cabeza. No tengo ganas de hacer nada, ¿Será el síndrome del lunes? me pregunto. No lo sé, es un término que me acabo de inventar.

Me siento a escribir. Escribir como receta para todo mal. Estoy seco de palabras así que intento con un disparador de escritura. Nada. Cero. Mi cabeza está completamente en blanco ¿Qué hacer?

Dormir, el Ctrl-Alt-Supr de la vida cuando los engranajes de la realidad se traban y esta se nos estampa en la cara. Nada que una siesta no solucione, pienso. Así que me echo en la cama sin ningún tipo de remordimiento.

Tiempo después, ¿cuánto?, ¿20 minutos, una hora, dos?, me despierto algo aturdido, como desubicado. La realidad y su solidez intentan entablar contacto conmigo, pero no logramos comunicarnos de forma adecuada. No llegamos a ningún acuerdo.

Veo sobre mi escritorio los Articuentos Completos y decido zamparme un par a ver si me sacuden. Los que leo no son tan buenos, entonces no tienen mayor efecto en mi estado.

¿Acaso no me queda más que soportar mi estado letárgico hasta que se esfume por sí solo? Me rehuso a aceptarlo, así que acudo a otro de esos remedios universales: una taza de café, ¿cómo no había pensado en ello antes?

Eso hago, prepararme una taza de café oscuro y bien caliente, para asegurarme de que si el fuerte sabor de la bebida no me despierta del todo, quizá lo haga su temperatura al quemarme la lengua.

¿Con qué más puedo combatir este estado?, me pregunto. Con algo dulce, responde una voz en mi interior que soy y no soy yo, ya saben, ese otro que nos habita. Le hago caso y me sirvo una bola de helado. Tinto y helado, uno de los pequeños placeres de la vida.

Y aquí estoy escribiendo esto, dándole sorbos al café y cucharadas al helado. ¿Qué si ya estoy conectado con la realidad? Creo que no del todo. Tal vez lo mejor sea actuar como Vicente Holgado, un personaje de Millás, que soportaba bastante bien las humillaciones de la existencia, porque no pasaba en la realidad más tiempo del estrictamente necesario.