jueves, 24 de abril de 2025

Marido enfermizo

Me despierto sin que suene la alarma. A diferencia de la mayoría de días, siento que descansé. Pocas veces recuerdo los sueños, pero hoy tengo claro las imágenes del que, creo, acabo de tener.

Imagino que no los recuerdo porque los debo tener en fases profundas del sueño. No como este que experimenté a solo unos minutos de despertarme. Tal vez esto que pienso sea basura para la ciencia del sueño, pero no importa.

En fin, sea como sea, soñé algo:

Escribo a mano y con un lápiz sobre una mesa que está iluminada por un bombillo que cuelga del techo.

Hay dos personas más en esa habitación, pero como tengo la mirada fija sobre la hoja de papel, no sé quiénes son.

Termino de escribir una frase y decido sacarle punta al lápiz. Es ahí cuando levanto la cabeza y una de las personas resulta ser uno de esos bultos opacos tan comunes en mis sueños. Me pide que lea lo que escribí.

Le hago caso y el fragmento que leo contiene el sintagma nominal: marido enfermizo. La persona-bulto dice que no le parece apropiado ese juego de palabras, y que la que no funciona es el adjetivo.

Volteo a mirar hacia la otra persona que está sentada en la mesa y resulta ser Juan José Millás. Le pregunto qué piensa sobre lo que acaba de decir la persona-bulto y no opina lo mismo que él/ella, sino que precisamente es la palabra enfermizo la que hace que la frase funcione.

Le doy las gracias. Vuelvo a agachar la cabeza y continuo escribiendo.

En tu cara, persona-bulto.

martes, 22 de abril de 2025

Antojo de tinto

Son las 8:38 de la noche y tengo muchas ganas de tomarme un tinto. No lo hice en la tarde, así que son ganas acumuladas que, pienso, son más tenaces.

Sé que no debería hacerlo. Sé que debería seguir ese consejo de no tomar tinto después de las seis de la tarde si quiero dormir bien, pero las ganas que cargo vencen todo mi poder de voluntad y me preparo una taza grande sin remordimiento alguno.

Conozco personas que toman más de cuatro tazas al día. Yo por lo general tomo dos y máximo tres.

Me gusta mucho esa sensación de urgencia, esas ganas desmedidas de saborear su sabor amargo y amaderado y aspirar el vaho que desprende, como pensando que es un elixir que me va a dar algún tipo de conocimiento arcano.

Sea como sea, acompaño el tinto con una porción de torta de zanahoria que me regaló E. También me regaló una arepa, pero pienso comerla mañana al desayuno con un café con leche.

No es que tome tinto tan tarde con frecuencia, pero a veces me dan esos antojos contra los que no puedo hacer nada. Antojos de tinto puro sin chorrito de leche o crema para suavizarlo; esa forma que muchos puristas afirman que es la única correcta de tomarlo.

Hoy me supo a gloria, pero me pasó lo de siempre. Me comí toda la porción de torta en un par de bocados y todavía tenía medio pocillo de tinto. Me lo habría podido terminar de tomar así no más, de a sorbos seguidos antes de que se enfriara, pero me autoengañé y decidí que debía acompañar el resto de la bebida con algo dulce: unas galletas Wafer de chocolate.

Puede que me desvele un poco, pero sé que habrá valido la pena. Es difícil precisar cuándo será la última vez que podremos disfrutar una taza de tinto en la vida.

lunes, 21 de abril de 2025

No hay milhojas, ¿va a pedir algo más o qué?

¿Tiene milhojas?, le pregunto a la mujer que atiende la panadería, una anciana que parece tener 100 años. No, ya se las llevaron todas, responde con una media sonrisa. Es una lástima porque son baratas y gigantes.

Se queda mirándome fijamente como dándome a entender: Yo estaba tranquila, sentada y descansando hasta que llegó usted. ¿Va a pedir algo más o qué? Miro los productos que tienen exhibidos en la vitrina y al final me decido por un paquete de galletas de mora y una porción de torta de queso. Hace poco la probé con miel de maple y un tinto. Es una combinación que roza lo divino.

La mujer me vuelve a sonreír y comienza a preparar mi pedido. Se mueve de un lado a otro dando pasos diminutos. Cuando llega a la vitrina toma las pinzas, un cuchillo y parte la porción de torta de queso. Luego pone los utensilios sobre una repisa y el cuchillo se comienza a resbalar en cámara lenta. La viejita se da cuenta, alcanza a agarrarlo, y luego lo tira con rabia dentro del mostrador.

Sus movimientos son lentos pero precisos. Busca una caja de cartón y la comienza a armar con sus manos inflamadas por la artritis. Cuando lo logra, coge la porción con las pinzas y la mete dentro de la caja.

Le pregunto cuánto le debo y ella me da el valor justo al terminar de hablar. Es como si compensara su lentitud física con agilidad mental.

Prueben la torta de queso con miel de maple. Después hablamos.

martes, 15 de abril de 2025

Feria del libro

Hace años, cuando se acercaba la feria del libro, siempre tenía a la mano un listado de los libros que quería comprar. En ese entonces aprovechaba el evento para atiborrarme de libros, como si al día siguiente de mi visita me fueran a enviar con ellos a una isla desierta.

Ya no hago ni lista ni compro libros compulsivamente. Si la visito, paseo por los pabellones y me llevo los libros a puro feeling. Creo que dejé de hacer listas, porque muy pocas veces encontraba los libros que anotaba en ellas. Solo recuerdo una ocasión en la que pude comprar dos novelas que andaba buscando: El tumbao de Beethoven y Vibrato.

Después de ese año no volví a cargar lista y comencé a comprar libros dejándome llevar por mi intuición, solo basándome en sus portadas, títulos, información de la contraportada, sumado a la lectura de algunos apartes que seleccionaba de forma aleatoria. De esa forma he dado con novelas que me han gustado mucho como: El hombre que murió la víspera, Matadero Franklin, Como los perros, felices sin motivo, y El señor de los dados.

Una mujer que antes leía mucho, parece que ahora no, o por lo menos no con la misma frecuencia, dice que ya no le encuentra mucho sentido ir a la feria del libro. Afirma que los libros que llevan a ese espacio, se pueden comprar en cualquier librería y que por eso ya no le emociona tanto el evento.

Es un buen argumento, pero así y todo, y aunque ya no me enloquezco comprando libros, a mí todavía me gusta ir a la feria del libro. Imagino que, de forma subconsciente, pienso algo similar a lo que describe el narrador de La biblioteca de Babel, el cuento de Borges, y que en alguno de los stands me voy a encontrar con un libro que contiene todo el conocimiento universal, una especie de libro-Dios que contiene a todos los demás.

lunes, 14 de abril de 2025

Urania y Vargas Llosa

Una vez, para una celebración de amigo secreto en el lugar donde trabajaba, alguien le dijo a la persona que había sacado el papelito con mi nombre que a mi me gustaba leer.

Esa persona no era aficionada a la lectura, pero alguna vez había leído La fiesta del Chivo de Vargas Llosa, así que decidió regalarme ese libro.

Debo darle las gracias, porque esa novela fue mi puerta de entrada a la obra del escritor peruano. Tiene un comienzo que me encanta y que, de vez en cuando, vuelvo a leer:

Urania. No le habían hecho un favor sus padres; su nombre daba la idea de un planeta, de un mineral, de todo, salvo de la mujer espigada y de rasgos finos, tez bruñida y grandes ojos oscuros, algo tristes, que le devolvía el espejo. ¡Urania! vaya ocurrencia.

No me convertí en un aficionado de Vargas Llosa, pero sí leí otro par de sus novelas. Tiempo después Peter, un amigo, me recomendó Conversación en la Catedral. Me aseguró que era una obra maestra. Busqué esa novela en la feria del libro de ese año y cuando la encontré leí la contraportada. Traía una frase del autor. Si mal no recuerdo decía lo siguiente: Si tuviera que salvar solo una  de mis obras de las llamas de un incendio, salvaría esta.

Esa frase lapidaria, sumada a lo que me había dicho Peter, me convenció de que debía comprarla, y la empecé a leer al día siguiente. Desafortunadamente no me gustó y me costó mucho trabajo terminar esa lectura, incluso creo que me obligué a hacerlo. Me sentía tonto por no disfrutarla, con todo lo que decían sobre ella. Imagino que si la hubiera comenzado ahora, no habría dudado ni un segundo en dejarla, en fin.

Siempre que muere un escritor, pienso que sería bueno leer una de sus novelas a manera de homenaje, pero eso casi nunca ocurre debido a mi forma errática de seleccionar qué libros voy a leer. Vamos a ver si lo logro cumplir con Vargas Llosa.

viernes, 11 de abril de 2025

Escribir ligero

Me siento frente al computador a eso de las 10 de la noche, decidido a escribir algo. Al menos unas 300 palabras.

Prendo la pantalla, listo para teclear, y aparece un cansancio milenario con forma de excusa: mejor me tiro en la cama a hacer scroll en redes sociales.

Entonces decido algo: hoy no voy a escribir, ¿y qué?

Con esa decisión en mente, todavía no me voy a la cama. Abro el correo y me encuentro con el Substack de una escritora que escribe ligero, es decir, parece que le encuentra tema a todo. Leo los primeros párrafos y me agrada cómo narra su cotidianidad de forma sencilla (nunca simple). Ojalá nunca se me acabara el tema y pudiera escribir tan ligero como ella, pienso.

Mando al carajo el cansancio y me pongo a escribir esto, sin rumbo fijo, hasta que recuerdo algo que me llamó la atención de Objetos perdidos, la novela que estoy leyendo.

La protagonista es una mujer a la que le apasiona bailar y se cuestiona esa pasión. Le ha invertido años a la profesión de bailarina, pero sabe que no destaca entre muchas otras personas que se dedican a lo mismo. Es una más del montón y no tiene un don innato para el baile.

Entonces se pregunta si es posible dejar de perseguir una pasión. Al final concluye que lo más probable es que no, que no le queda más remedio que seguir bailando cada día porque ese es su destino.

Relacioné eso con mi gusto por la escritura. Porque, al igual que la protagonista, puede que no sea especial y que muchos otros escriben mejor que yo, pero ¿qué importa eso?

No me queda otra opción que mandar al carajo la pereza y escribir un día sí y el otro también.

304 palabras, ¿cómo la vieron?

jueves, 10 de abril de 2025

La nota

Ese día volvió a ponerse la chaqueta de pana. Hacía meses que no la tocaba; vivía olvidada en un rincón del armario, y él casi siempre agarraba lo primero que encontraba a la mano.

Minutos más tarde, como de costumbre, al bus en el que se subió no le cabía ni una persona más. Poco a poco, metiendo un codazo por aquí, un empujón por allá, logró ubicarse en la mitad.

Dedicó gran parte del trayecto a mirar a otros pasajeros, en especial a la mujer sentada frente a él, que se estaba pintando la cara. Pensó que tenía cierta conexión mental con el chofer: ella dejaba de aplicarse el delineador justo antes de cada frenada. Le pareció una operación de extrema precisión y años de práctica.

En un momento, la mujer subió la mirada, y él alcanzó a desviar la suya. Justo entonces alguien le pasaba las monedas del pasaje de un hombre que acababa de subir por la puerta de atrás.

Cuando las entregó a otro pasajero, notó que la mujer ya había guardado el maquillaje en la cartera. Entonces metió una mano en uno de los bolsillos exteriores de la chaqueta y encontró un papel doblado en dos.

Se aferró con la otra mano al tubo del bus mientras lo desdoblaba. Al leerlo, vio un mensaje escrito con su caligrafía: no confíes en el hombre del abrigo azul.

Le pareció un sinsentido. Intentó recordar la última vez que se había puesto la chaqueta. Recordó utilizarla para una fiesta en casa de su amiga Carlota, la primavera pasada, pero no el momento en que escribió la nota. Al acercarse a su paradero, volvió a guardar el papel. Más tarde lo vuelvo a mirar a ver si recuerdo algo, pensó.

Cuando llegó a la puerta de atrás, luego de otros empujones, un tipo con abrigo azul también iba a bajarse. El hombre lo miró y le sonrió.

Aunque nunca ha creído en señales, se bajó en el siguiente paradero.