martes, 4 de julio de 2017

Recién llegado

Llego al lugar. No soy de los primeros así que me toca saludar y tratar, de la mejor manera, de adaptarme a una dinámica de conversación que ya lleva cierto tiempo, en el que, me imagino, se han pactado tácitamente ciertos patrones de conducta: temas, formalismos, camaradería, etc. señales casi imperceptibles que nuestro cerebro capta y obedece para poder desenvolvernos “bien” cuando hacemos parte de un grupo. 

Esperamos en una esquina y somos tres mujeres y un hombre, más un recién llegado, yo, quien libra de ese papel a la persona que había arribado antes. Trato de buscarla con la mirada para buscar algo de apoyo y, quizá, dirección, pero ninguno me la sostiene, se nota que quieren que sufra con mi nuevo papel en el grupo.

Conozco a dos de las personas: un hombre y una mujer, las otras dos hacen parte de ese amplio grupo demográfico conocido como “desconocidos”.

Saludo a mis amigos, y en seguida me dirijo hacia las mujeres, “Hola” les digo esbozando una sonrisa algo estúpida y le extiendo la mano a la primera, que me hace sentir ridículo pues se abalanza a darme un beso en la mejilla. Descuelgo el brazo que había estirado, para que su estampida corporal no lo atropelle. 

Me dice su nombre, pero instantáneamente empieza a caer en los abismos de mi cerebro, mientras volteo a mirar a la otra mujer. Es rubia y tiene pinta de extranjera. Sin dejarme coger ventaja de la situación, esta vez soy yo quien se lanza a saludarla de beso, pero la escena se torna algo torpe pues, logrado mi cometido y mientras hecho mi cuerpo hacia atrás, la mujer me ofrece su otra mejilla, por lo que tengo que deshacer mi impulso, en una especie de baile o pasito tun tun, para plantarle el segundo beso.

Mientras nos colgamos de lugares comunes y conversamos sobre cosas poco comprometedoras, cada vez me despojo más de mi papel y hago parte de los presentes. Al rato alguien dice “Allá viene Laura”; sonrío. Es hora de abandonar mí papel de “recién llegado”.

lunes, 3 de julio de 2017

To the Lighthouse

Maia es actriz y tiene pensado estudiar terapia de drama.  Pasó 7 meses actuando, en un barco que viajaba entre Estados Unidos e Inglaterra.  Mientras conversamos es difícil no distraerse con sus ojos que son de color miel.

Le digo, sin ánimo de coqueteo, que me gusta su nombre y le pregunto que si sabe que significa.  Me cuenta que tiene raíces griegas y que significa "madre". "¿Quieres ser mamá algun día?" "Hopefully" responde.

Me cuenta un par de cosas más sobre su profesión y su vida en Inglaterra, hasta que nuestra conversación llega o la dirijo como quien no quiere la cosa, hacia libros y literatura.

Le cuento que hace un tiempo me leí “The Waves” de Virginia Woolf y que me costó mucho trabajo. Que lo comencé a leer en inglés, tuve que releer varios pasajes, hasta que decidí leerlo en español, pero la traducción de algunas palabras me parecía extraña así que finalmente me propuse terminarlo en su idioma original.

Le pregunto que si tendré problemas con mi inglés. Maia sonríe y me dice que no, que a los ingleses también les cuesta leer a Woolf.

De repente abre los ojos y me dice: “Mira que hace mucho tiempo estaba caminando de noche hacia mi residencia universitaria y escuché unos pasos detrás de mí”. Su cara refleja la emoción de alguien que está a punto de empezar a contar un relato, y con la con la imagen que me hago de su primera frase ya me tiene atrapado: Maia caminando de afán  por una calle de adoquines envuelta en la penumbra .

“Cuando me iba a dar vuelta para ver quién era, siento que alguien me rodea con los brazos, me levanta, mete la mano en mi cartera, esculca en ella con desesperación, me suelta y sale a correr."

Después de eso caminé rápido hasta que llegué a mi apartamento.  Revisé mi cartera y veo que lo único que se llevo el hombre fue una copia que había comprado ese día de "To the Lighthouse",   ¿puedes creerlo?" concluye su relato con una sonrisa.

Le sonrío de vuelta y le pregunto, "¿y qué tal es ese libro?".  "No sé, después de eso nunca lo leí".

viernes, 30 de junio de 2017

Curiosidad

Voy camino a casa, apenas voy a cruzar una calle, un grupo de gente se arremolina en la acera opuesta. Dos policías resaltan en la noche con sus chalecos verdes fluorescentes y los acompaña la sirena de una ambulancia que, muda, salta de una luz roja a otra azul frenéticamente.

¿Qué ocurre? es imposible no sentir curiosidad. Una vez al otro lado, veo lo que el resto de chismosos, como yo, observan. Un hombre, que me hace pensar en una momia por lo rígido que se encuentra, está recostado sobre una camilla en la ciclorruta. Supongo que iba en la suya y un carro lo atropelló, aunque también podría haberse caído y dado un golpe en la cabeza, o algo por el estilo.  Hay miles de maneras de que en cualquier momento se nos dañe el caminao'.

No entiendo por qué el circulo de personas no se dispersa; tal vez esperan que el hombre se levante y diga algo como : “Ehhh los tramé” o que se ponga de pie y haga una venia, pues ahí siguen todos, como los espectadores mudos de una obra de teatro. 

Sigo de largo, a veces es mejor alejarse de ciertas descargas de realidad.

jueves, 29 de junio de 2017

Rápido y lento

En ocasiones parece que todo se detiene o anda demasiado lento; en otras, los eventos de nuestra vida ocurren tan de prisa que desearíamos reproducirlos en cámara lenta, para disfrutarlos mejor o por más tiempo. 

Es difícil determinar qué es mejor entre la velocidad o la lentitud. Cada uno le mete los cambios a su existencia como mejor le parezca.

Ahora, por ejemplo, siento que este instante es lento: La noche envuelve a la ciudad, las cortinas de mi cuarto están cerradas y tengo prendida la lámpara del escritorio, lo que genera un ambiente de penumbra, lento, en el que me gustaría permanecer por mucho rato.

Esto me recuerda una historia sobre Ōe Kenzaburō que un escritor nos contó a un grupo de personas en un taller de escritura. Decía él, el escritor, que Kenzaburo más que escribir sus novelas se las dictaba. Se sentaba justo en toda la mitad de un cuarto completamente a oscuras con una grabadora a la que le narraba las historias para luego transcribirlas. 

Por alguna razón, y con ínfulas de sinestésico, me atrevo a decir que la lentitud es oscura.

Otro día, hace mucho tiempo, iba con mi hermano en carro por la séptima. En un punto de la vía donde no había cruce peatonal, un indigente decidió cruzar la calle. Mi hermano freno para darle paso y el hombre comenzó a hacerlo con una parsimonia increíble, más despacio que un andar de pica-pala. Mi hermano le pito levemente para que se apurara un poco, y el señor volteo a mirarnos, extendió los brazos y nos gritó ¡Qué!. Tenía la mirada perdida; seguramente estaba drogado, pero lo que quedó completamente claro es que la velocidad de su vida en ese momento, para él, era la adecuada 

¿Quién es uno para criticar lo rápido o lento que anda, o nos parece que anda, otra persona?

miércoles, 28 de junio de 2017

Madrugada

Abro los ojos como si fuera un robot programado para iniciar labores a una hora determinada. Aunque alguna vez leí que una de las peores cosas por hacer cuando uno se despierta así, de repente, es mirar el reloj despertador, es lo primero que hago. Son las 3:30 a.m. 

No logro determinar cómo me siento, suena extraño, incluso paranormal, pero me parece que algo, no bueno, está a punto de ocurrir ¿Qué otra razón para que mi organismo, a manera de defensa, me hubiera sacado del sueño? Doy media vuelta y cierro los ojos. Pasan varios minutos acompañados de prolongados bostezos, en los que me enrosco en las cobijas, adopto diferentes posiciones, pero no logro conciliar el sueño de nuevo, hasta que concluyo que no hay forma alguna de quedarme dormido de nuevo.

Evalúo la opción de escribir o Leer, pero no tengo ganas; la pereza no me ha abandonado del todo. Decido ver un capítulo de una serie en la que los guionistas, me parece, utilizaron todo punto de trama para darle vueltas a la historia y alargarla hasta el infinito. 

5:30 a.m. Sigo con esa sensación extraña. “No queda más que ducharse” pienso, para ver si el agua arrastra mi incomodo estado de conciencia. 

La ducha me quita cualquier resquicio de modorra. Me visto y voy a la cocina a prepararme un tinto; si la ducha no fue 100% efectiva, el tinto es la solución. El café guarda la respuesta de todo.

6:00 a.m. Mientras me lo tomo, hojeo las caricaturas en el periódico, y sin querer llego a la sección del horóscopo. Pienso, ridículamente, que ese oráculo intemporal tal vez tiene la respuesta a la sensación imprecisa de esta mañana.

Lo leo y es Lo mismo de siempre, un pequeño párrafo con flojos tintes motivacionales, en el que me cuentan que algo que voy a hacer me va a brindar “mayor seguridad en lo que hago y grandes satisfacciones”. Pienso que la persona que lo escribe es un escritor que en cualquier momento publicará una novela, una obra maestra, que sacudirá los cimientos del mundo literario. 

7:00 a.m. Ninguno de los rituales de inicio del día, sirvieron para identificar mi peculiar estado psicoemocional que, de un momento a otro, desapareció. Luego trato de encarrilarme en mis labores diarias lo mejor posible.

martes, 27 de junio de 2017

Treinta y ocho palabras

Treinta y ocho palabras. Es un párrafo pequeño de apenas tres líneas, la última cortada a la mitad. Es la transición de una escena a otra, una que comenzó reflejando el sentimiento del amor y termina llena de odio. Sabe lo mucho que le gusta a los lectores montarse en esas montañas rusas emocionales.

Su meta eran 1000 palabras, pero simplemente no las pudo sacar de su cabeza, sistema, tripas, corazón, o de donde sea que le salen. Esto es un decir, pues si lo había hecho; después de ese corto párrafo había escrito otro par de más de 100 palabras cada uno, con los que sobrepasaba su cuota diaria, pero estos, en forma, estilo, palabras y ritmo no tenían la calidad de ese pequeño párrafo. Por eso los borró y justo después de escribirlos dedicó todos sus esfuerzos al pequeño párrafo. 

Pasó toda la tarde editándolo, escogiendo las palabras adecuadas, mirando mil maneras de puntuarlo, podándolo para expresar lo que quería en la menor cantidad de palabras posibles.

Por el momento le parece que está perfecto. Quizá mañana, justo después de leerlo, lo borre, pues a veces las palabras tienen sus días, nosotros los tenemos para ellas o viceversa.

Treinta y ocho palabras. Ese fue el avance de su novela hoy y que prefiere no comentar con nadie. Está seguro de la pregunta que le harían “¿Sólo treinta y ocho?”

“Ojalá el esfuerzo siempre fuera proporcional al resultado” piensa.

lunes, 26 de junio de 2017

Dulces por balas

Son casi las 5 y ellos son 6. Llegan haciendo mucho ruido. pegan 3 mesas y se sientan. Ordenan, la mayoría postres y algunos comida de sal. La media de la edad del grupo debe ser de unos 20 años. 

Tres hombres: uno alto de barba, que parece ser el mayor  y, los otros dos, uno con aspecto preppy que mira por encima del hombro a las personas que pasan por su lado, y el otro gordo con acento venezolano. 

Dos de las mujeres, rubias, se ríen de a poquitos de los comentarios de los hombres y una pelinegra, que resalta con su pelo largo, llena la conversación con comentarios certeros a los que el resto de grupo presta toda la atención posible.

Hablan, pero sobre todo ríen. Es una conversación que está plagada de doble sentido o, más que eso, de puros códigos de amistad. Caen en el tema de un paseo al que van a ir, están invitados o las dos cosas. Una de las rubias le dice a la otra, que fijo la van a emborrachar, y su interlocutora le responde, frunciendo los labios: "no hay chance de que eso pase". La pelinegra, que aparenta más edad, ríe del intercambio de palabras de sus amigas, y salda el tema con una frase en la forma: “Marica + opinión personal”.

Tocan un tema sexual y una de las monitas se apena ante un comentario del venezolano. No pasa nada, ninguno se relame en el tema y con facilidad alguno plantea otro, ríen intercambian más palabras y ya está.

De repente, el gordo, a manera de anécdota les cuenta: “Las 2 semanas que estuve en Caracas, me la pasé viendo las protestas desde la ventana de mi cuarto.” Luego pide la cuenta y el datáfono, mientras rechaza unos billetes, con expresión de: " ¿Pero cómo se les ocurre?, que los otros han puesto encima de la mesa.