domingo, 10 de septiembre de 2017

Recuerdos

Ese viernes, Julio Rismus, pintor de profesión, se despertó, desperezó y puso de pie. Después de unos minutos, prendió el fogón y cocinó un huevo duro. Lo devoró en menos de un minuto, le supo feo. Luego se enfermó. ¿Cómo lo hirvió?, ¿qué fue lo que ingirió?, mejor, ¿quién cocinó? Fue él mismo, pero, veloz, el recuerdo de Omu ocupó su mente; Lo entristeció “¿Qué se hizo mi mujer?” Pensó. 

Omu se esfumó; en un segundo, se despegó de él sin dolor. Fue de noche, reconstruye con desconsuelo el número que él interpretó. El domicilio libre de su voz, el recuerdo de su perfume, y él, como un loco, que buscó sin éxito su rumbo. 

Su mente es un embrollo de ilusiones que no comprende: borroso, poco nítido, con testimonios que no puede comprender. Tiene miedo, ¿de qué? no lo intuye, pero siente que su pecho se oprime y se consume en recuerdos.

El teléfono sonó, “Tiene que ser Omu”, pensó y se puso de pie con empeño. Le pesó pero, de todos modos, contestó con vigor 

“¿Quién?”, 
“¿Julio?” —preguntó su interlocutor, un hombre—. Rismus se desinfló. 
“Si, con él” 
“¿Julio Rismus?” repitió el hombre en un tono escéptico. 
“Si, soy yo” respondió Julio con un dejo indolente. 

Julio pegó él oído, espero unos segundos que se convirtieron en, cree con precisión, dos minutos. El hombre, de repente, colgó.

Julio corrió velozmente por su piso, el de Omu, el de ellos. Se sirvió cinco recipientes de ron; el líquido, muy fuerte, se le presentó nítido, esplendoroso. 

El teléfono sonó de nuevo. Julio sintió el estruendo débil, remoto, como en un sueño. Por fin despertó y lo contestó con desespero.

“ ¿Quién es? ¿Omu?, ¿eres tú?”
“Si”
“¿Por qué te fuiste?”
Un golpe interrumpió su voz y su quejido. Se hizo un silencio.

“¿Julio, Julio Rismus?”, preguntó de nuevo su interlocutor. 
Julio se mostró grosero “No le toque ni un pelo o lo eliminó, le juro que lo liquido”. 
El hombre rió y su interlocución se cortó.

“Tengo que moverme”, pensó Julio pero, sin quererlo, se tumbó en su lecho. Inducido por Morfeo se durmió.

jueves, 7 de septiembre de 2017

Clarita

Hoy me encontré con Clara en un café. En la universidad todo el mundo la conocía como Clarita. En ese entonces, un amigo insistía que el caminado era una de sus mejores características, más aún cuando se ponía pantalones apretados que resaltaban su atractiva figura. 

Rubia, alta, ni flaca, ni gorda, apretadita dirán algunos, llamaba o llama mucho la atención, y el contraste que generaba con su mejor amiga de ese entonces, una mujer de piel trigueña, nariz respingada y pelo tan negro como el petróleo, de la que parecía no separarse ni un segundo, era como un brochazo de pintura negra en una pared blanca.

Yo estaba distraído, y la escuché hablando fuerte a mis espaldas. Volteé a mirar quién era y le sostuve la mirada un segundo, sin haberla reconocido, hasta que ella fue la primera en hablar: “Hooooola, ¿cómo estás?, ¿y tú qué?” me preguntó, con la misma sonrisa resplandeciente de siempre, mientras me ponía de píe y ambos dabamos unos pasos para sellar el saludo con un abrazo.

Lo más chévere de Clarita, aparte de su belleza, es que siempre le ha hecho honor a su nombre. Es de ese tipo de personas que uno siente transparente, que no fingen sus gestos, en resumidas cuentas, que no es doble.

Luego del saludo me presentó a su acompañante, un man con barba, del que olvidé el nombre al instante. Clarita, como siempre había captado toda mi atención. 

Aturdido por su descarga de energía, no recuerdo cuál fue mi respuesta a su saludo. “Por acá a disfrutar de un cafecito” fue la suya, luego nos despedimos.

miércoles, 6 de septiembre de 2017

Moto fantasma

Hace unos días me llegó un mensaje al celular en el que me cuentan que la revisión técnico-mecánica de mi moto, placas BRD52 se vence en Septiembre. Al no darme fecha exacta puede que ya se haya vencido y, ¿cómo voy a andar por la calle sin ese requisito en regla? También me dan una dirección de la avenida 1 de Mayo donde los puedo visitar para hacer ese trámite. 

Me gusta que me recuerden las cosas, pues soy muy olvidadizo, hasta tal punto que no recuerdo haber comprado nunca una moto. El mensaje desapareció de mi mente ese día, pero al siguiente me entró una llamada de un número desconocido. Al contestarla una voz robótica me dio la misma información del mensaje del día anterior.

Ante tanta insistencia me angustié, y bajé al parqueadero de mi edificio para mirar si en el lugar que me corresponde había una moto. No encontré nada, paseé un rato por ese espacio desprovisto de emoción y alcancé a ver 3 motos parqueadas, pero los números de sus placas no coinciden con el de mi moto fantasma.

Imagino entonces que la moto pertenece a mi Doppelgänger, ese doble mío, que vive en Buenos Aires y sobre el que ya he escrito en un par de ocasiones, que tenía una suscripción a una licorera en línea y una cuenta de televisión por cable que ya le habrán cancelado pues siempre me llegaban archivos pdf de las facturas que tenía en mora.

Cómo siempre, me intriga y preocupa mucho el bienestar de ese otro yo, pues el trago y las motos nunca han sido una buena combinación, e imagino que estamos conectados de extrañas maneras y lo que le pueda pasar repercutirá en mi vida de alguna manera. Ojalá solucione pronto sus problemas con la bebida, el de fondos para que no le corten la televisión, y que se acuerde de su revisión técnico mecánica para que no se quede sin medio de transporte.

martes, 5 de septiembre de 2017

Lo que importa

La semana pasada me encontré con Mauricio, con quien trabaje hace más de 5 años. Ya en el lugar en que habíamos quedado de vernos, me preguntó: 

“¿Cafecito o cervecita?

“Cervecita” respondí, después de evaluar flojamente la pregunta.



Comenzamos a conversar y la conversación, como suele pasar ente nosotros, se encaminó hacia el Rock. Mauricio tomó su celular y me mostró una foto que publicó Billy Sheehan, bajista de Mr Big, de una taza de café. En la foto el músico escribió que por fin había logrado conocer a ese señor Valdez que veía en comerciales de TV cuando era pequeño.



“¿Y eso qué es?”
“Marica, ayer tocaron acá” me dijo resignado
“¿En Bogotá?” pregunté con asombro
“Sí, imagínese”

Luego comenzamos a hablar de otros temas: trabajo, conocidos en común, viejas, etc. Tiempo después, en la tercera cerveza, la de pirnos, caímos nuevamente en el tema de Mr. Big. 

“ ¿Aghh sabe? A veces eso me molesta
“¿A qué se refiere?”
“Pues que el trabajo me consuma tanto. No tenía ni idea que iban a venir, igual creo que no hubiera podido ir, pero me da rabia. Ayer apenas supe eso, me puse a mirar que otros conciertos va a haber este año. Pille este”.

De nuevo toma su celular y me muestra un video de War Pigs de Zakk Sabbath, un tributo a Black Sabbath del guitarrista Zakk Wylde. 

“¿Vamos o qué?”
“me suena, hablémonos”

Cuando la picada que habíamos pedido, con un par de trozos de patacón, ya lucía triste” y nuestras cervezas están a punto de terminarse, Mauricio me dice:

“Pues sí, a veces vivo tan metido en el trabajo, que este tipo de cosas que me importan, se me pasan. Eso me emputa.”

“Por eso me gusta mucho cuando llegó a mí casa, y me pongo a jugar con Santi, pues es un momento en el que me olvido de cualquier preocupación del trabajo. El chino me hace caer en cuenta de lo que me importa”.


“Writing can give you what having a baby can give you:
it can get you to start paying attention, can help you soften,
can wake you up.”
— Bird by bird —

lunes, 4 de septiembre de 2017

Final feliz al revés

Hace poco me vi Happy End, una película que es al revés, es decir en la que se narra una historia reproduciendo la cinta en reversa. 

La historia normal, es decir, la que veríamos si se reprodujera la cinta de forma habitual, trata sobre un asesinato pasional. La otra, la que magistralmente se cuenta en reversa, se le acomoda una narración de principio a fin, o bien de final a principio, con un final feliz.

¿Qué tal si no existieran el principio y el final? ¿O mejor aún, que fueran simplemente otras de nuestras tantas invenciones fantásticas como el tiempo, los pecados y otro montón de conceptos que rigen nuestras vidas? 

Imaginemos entonces, por lo menos por un segundo o lo que se demore usted, estimado lector, leyendo estás palabras, que nada tiene un principio ni fin, que los eventos no van de ningún lado a otro, que simplemente estamos ahí, y ya, que habitamos un espacio físico y en el tiempo, sin estar en la obligación de lograr un objetivo, alcanzar una meta o llegar a algún lado.

Sé que es difícil porque vivimos habituados a iniciar y finalizar, a empezar una frase en el lado izquierdo de la página y concluirla en su lado derecho, pero ¿qué tal que no sea necesario que las cosas sean así? de pronto en el desapego de ese paradigma, nos aguarda un final feliz. 

Ahora bien, si considera muy extraña esta teoría, le propongo el siguiente ejercicio, ¿Qué tal si toma un acontecimiento pasado de su vida que no terminó como usted quería y se lo cuenta de final a principio, acomodándole una narrativa que lo haga sentir bien?

sábado, 2 de septiembre de 2017

Café amargo

Vicencio Ramírez entra a un café. Rara vez lo hace, pues prefiere prepararse un tinto en casa. Ahorra todo lo que puede porque siente que, en cualquier transacción comercial, la contraparte siempre lo quiere robar. Que el impuesto, que la propina, que el lugar. Esto último es lo que más le molesta, a veces siente que lo que le cobran es el derecho de sentirse cool por estar en determinado establecimiento, por tener el placer de sentarse junto a hombres y mujeres prestantes, que muchas veces fingen ser importantes y de mundo.

Citizen Café, así se llama el lugar al que entra. “¿Cuál es la berraca manía de poner nombres en inglés? Se pregunta Vicencio. Le parece que Café Ciudadano es una mejor opción, incluso más sonora, “pero bueno, seguro eso les da oportunidad de cobrar más, porqué no es cualquier café sino el Citizen Café, con ínfulas gringas o mejor aún londinenses” piensa. 

Entra al lugar en el que hay varias familias y parejas desayunando. Se sienta, Saca un libro y le dice “buenos días” a un mesero quien, según él, lo mira mal al instante. “¿No soy lo suficiente ciudadano para este café?” le pregunta mentalmente y en tono irónico al hombre, que lleva puesto un delantal blanco con el logo del establecimiento, mientras le sostiene la mirada con rabia.

“Buenos días, ¿Qué va a ordenar?”
“Un café y un muffin de manzana”
“¿Nada más?”

Vicencio siente de nuevo esa mirada incriminatoria, como si sólo ordenar la bebida y algo de pastelería fuera un crimen. “Si, nada más.” Responde indignado.

El mesero le sonríe y se va.

Después de un rato le trae su orden. El café está rico, no tanto como el tinto que él hace en casa, y el muffin sabe bien, además el ambiente del lugar es agradable, con buena luz natural para leer y música de fondo que no distrae. Sin embargo, Vicencio se empeña en buscarle defectos al lugar: el baño queda muy lejos, los meseros son groseros, las sillas no tienen cojín donde reposar las nalgas y otro par de cosas.

Se acaba el pastelito con tres mordiscos voraces y todavía le queda más de medio pocillo de café, así que ordena otro muffin. “El mundo de la comida está destinado a ser desproporcionado: el pan de la hamburguesa se acaba más rápido que la carne de esta, las papas a la francesa de cualquier plato se extinguen como si nada y la media de café rara vez coincide con lo que sea que lo acompañamos” Piensa.

Luego de 40 minutos en los que su lectura le ayuda a alejar pensamientos molestos llega el momento de pagar. Vicencio, con mala cara y actitud grosera, le pide la cuenta al mesero. 

“¿Desea incluir la propina?”

Vicencio, indignado abre los ojos y contrapegunta: “¿Cree usted, ¿cómo me dijo qué se llama?, Pablo, ¿cierto?. Bueno Pablo, ¿cree usted, que como buen mesero que es—en ese momento deja escapar una mueca burlona—, se la merece?. Pablo lo mira, sin saber que responder mientras recoge la vajilla de la mesa. 

Seamos claros señor Pablo; ¿yo me di cuenta como me miraba cada vez que le dirigía la palabra, de su actitud déspota con aires de quién sabe que, actitud que, imagino, seguro es impulsada por tener la fortuna de trabajar en el Citizen café, y es que me lo puedo imaginar hablando con sus amigos y familiares “Yo que trabajo en el Citizen café y bla bla bla bla…Así que dígame Pablo se merece usted no sólo mi propina sino la del resto de clientes? 
...

Vicencio abandona del café contento. No se dejó estafar con el cuentico de la propina. Apenas sale a la calle los rayos de sol le golpean la cara con violencia, de inmediato comienza a renegar y reprenderse mentalmente pues su mala intuición meteorológica lo obligó a sacar un gran paraguas negro de la casa.     

jueves, 31 de agosto de 2017

Espacios

“Los espacios nunca son iguales” piensa García que se encuentra en esa pequeña plazoleta en forma de hexágono, ubicada en la mitad de un parque, y que está rodeada por un jardín con plantas que parecen estar felices de recibir unos rayos de sol picantes.

El piso de ladrillos está erosionado, producto de las ramas de grandes árboles que, sigilosamente se retuercen debajo de este.

García cree, si no está mal, que en la banca que está a su derecha fue donde Ángela le terminó, un hecho que le parece ocurrió hace siglos. El viento hace que unas hojas caigan de los árboles y se revuelquen por el piso.

Ángela, “¿Qué será de su vida?” se pregunta. ¿La quiso? Sí, no cabe duda. En cierto momento, cree, la quiso como si fuera la mujer con la que iba a compartir el resto de su vida, como casi siempre ocurre con nuestras parejas, independiente de los días, meses, años que llevemos junto a esa persona.

Un hombre atraviesa rápidamente la pequeña plaza en forma de figura geométrica, en una bicicleta con un marco de color amarillo pollito, a la misma velocidad con la que a veces, cree García, los sentimientos hacia una persona cambian.

Un insecto pequeño aterriza en la manga de su chaqueta y comienza a caminar por los surcos de esta. García levanta el brazo para inspeccionarlo de cerca. El bicho, diminuto, mueve sus antenas como intentando decirle algo, quizá: “Sé en que estás pensando García”. Él toma aire y se deshace del intruso con un fuerte soplido para que le haga compañía a las hojas de hace un momento. 

Vuelve a Ángela, bueno, a su recuerdo. De nuevo mira hacia la derecha; fue en esa silla donde le pidió un último beso, “uno de despedida” le había dicho. Tremendo sinsentido. “Si para algo somos buenos, es para dar o regalar besos desprovistos de afecto o cariño” piensa García.

“¿Hola, en que piensas que estás tan concentrado?”, le dice Carolina, su novia. Ensimismado en sus pensamientos no la había visto venir.

“En nada” responde, y complementa su respuesta fingiendo una sonrisa. 

García se pone de pie; la pareja entrelaza las manos y arranca a caminar.