viernes, 15 de septiembre de 2017

Capuchinos fríos

La mujer tiene el pelo negro y le llega por debajo de los hombros. Lleva puesto un overol de Jean azul y una camisa blanca. Su interlocutor es un hombre de aspecto atlético y, al parecer, más joven que ella. 

Su tema de conversación es manejar en la ciudad. Un tema sencillo, quizá nada del otro mundo, pero la mujer y el hombre hablan y se cuentan diferentes episodios de manejo aquí o en tal calle.

De vez en cuando uno o el otro ríe de lo que acaba de escuchar. En un momento el mesero llega a la mesa y pregunta de manera retórica: “¿2 capuchinos?” “si” contesta el hombre.

Otra vez solos, la conversación se apaga; parece que no tienen nada más que decirse o que se les acabaron las historias relacionadas con los peligros de manejar en la ciudad. 

El tema anterior era, tal vez, un salvavidas que los mantenía a flote en el mar de conversaciones profundas. El hombre la mira, le toma la mano, sonríe y le dice: “Bueno, ahora yo te tengo que contar un par de cosas”

El lugar está repleto y hay mucho ruido de voces, cubiertos estrellando platos, música de fondo, carros que pasan por la calle. A pesar de que los tengo casi sentados en mí mesa, no escucho nada de esas cosas que el hombre le cuenta.

Sus palabras alteran la tranquilidad de la escena, pues apenas deja de hablar la mujer comienza a llorar, como si le hubieran dicho que un ser querido acaba de morir. 

Su asunto, sin tener idea de qué se trata, me llama mucho la atención, pues está cargado de drama, muestra la vida o vivir tal cual como es: personas despojadas de falsas risas, con sus sentimientos en carne viva. Es fácil relacionarse con eso, pues acaso ¿quién no se ha sentido  alguna vez así?

Intento agudizar mi oído, incluso me desplazo sutilmente hacía la izquierda a ver si logro entender la situación, pero nada, mi intento fracasa, y lo único que logro captar son frases sueltas cargadas de sentimiento por parte del hombre: “La persona que lo hizo es alguien muy cercano, alguien de la familia”, “Estamos todos juntos, lo importante es mirar hacia adelante, “Yo voy a estar muy pendiente de lo que va a pasar”. Lo que dice la mujer es imposible de comprender,  habla entre sollozos y está muy alterada.

En medio del sufrimiento, en una mesa de enfrente, una mujer con saco rojo sonríe y le habla fuerte a un hombre, al tiempo que chasquea los dedos para hacer énfasis en lo que dice. Su actitud suelta y alegre contrasta obscenamente con el drama de la mujer y el hombre.

Ahora la mujer del overol llora desconsolada, el hombre se inclina hacia ella y la abraza fuerte, mientras le susurra unas palabras al oído.

Al poco tiempo una amiga o familiar de ambos aparece en el lugar. La mujer que aún llora se pone de pie y la abraza, “Tu sabes que siempre cuentas conmigo” le dice la recién llegada. 

Los capuchinos, expectantes, a los que les han dado pocos sorbos, observan fríos la escena.

jueves, 14 de septiembre de 2017

Tinto con hielo

Diego, también conocido como Doitor, es un buen amigo con el que trabajé hace ya varios años. Ya no vive en Bogotá, pero cada vez que viene de visita procuramos vernos.

Almorzamos una picada, acompañada con una jarra de cerveza. La primera con empanaditas, chorizo, papas criollas, pinchos de carne, ají y guacamole y la segunda rubia; “lager” precisó el mesero.

El buen clima, un sol picante y brisa en una medida justa, completa la buena escena pues, ¿qué mejor que encontrarse con alguien que uno estima y hablar de todo y de nada, de temas, supuestamente, trascendentales y, otros que no lo son en absoluto?

Me cuenta cómo le ha ido viviendo en otra ciudad, qué proyectos tiene y cómo le ha ido con las mujeres. “Pues Juanma, he salido con varias viejas, pero no sé” se queda callado unos segundos y al final, como a manera de confesión, dice: “Hoy voy para la función del Circo del Sol. Compré las boletas hace rato, pues pensaba ir con una viejita.” 

“¿Y con quién va a ir?”, le pregunto.
“Con mi exnovia”, dice al tiempo que suelta una carcajada. Yo si es que no cambio. Yo a esa vieja la quiero mucho.
“¿Y por qué terminaron?”
“Es el momento en que aún no sé. Yo estaba en España y ella me terminó. No se imagina cuanto sufrí con eso; pero ya no me pone ni cinco de atención” concluye.

Sin ponernos de acuerdo, y para ayudarle a pasar ese recuerdo, digamos que ni bueno ni malo, levantamos de forma sincronizada los vasos de cerveza y los chocamos con entusiasmo. En su interior, el líquido se revuelve como un mar amarillo picado. 

Pagamos la cuenta, pero nuestros encuentros siempre terminan con un café. Ambos lo sabemos así que, sin decir palabra, nos dirigimos hacia uno. Doitor pide un tinto pequeño y me pregunta qué quiero. Me decido por un capuchino y, ya en la barra, cuando le pasan el tinto, mi amigo pide un vaso con hielo.

“¿Y eso para qué?”, le pregunto. Imagino que tiene que ver con la costumbre italiana de pedir una copita de agua con los expresos pero, en este caso el agua va en su estado sólido.

“Es que yo sirvo el tinto ahí”
“Que va, a ver muéstreme”
“En serio, así suelen hacer algunas personas en la época de verano en España, y luego de vivir allá se me pegó esa costumbre.

Por un instante imagino a Doitor como el personaje de una novela, y que su inusual costumbre sería perfecta para definir algún rasgo de personalidad. Todos, creo yo, somos literatura.

miércoles, 13 de septiembre de 2017

Paula

Habíamos quedado en tomarnos un café. Llegué al lugar temprano y como hacía mucho sol esperaba convencer a Paula de cambiar la bebida caliente por una(s) cerveza(s) helada(s).

En las ocasiones que nos vemos, ambos solemos ser puntuales; después de media hora de retraso, decido llamarla. Su número de celular es una combinación fácil y me lo sé de memoria, así que lo marco; no recuerdo donde, pero alguna vez leí que esos pequeños ejercicios consistentes en recordar datos, ayudan a mantener en forma al cerebro.

“Alo” contesta en un tono seco, casi agresivo.
“Hola, ¿dónde te metiste?” le respondo con un dejo de risa en mi voz
“¿Pues dónde va a ser? en mí casa tarado, o es que acaso se le olvido en que estado estoy?”
“Jaja, deja de joder. Imagino que ya estás cerca”
“Mire Carlos, yo no sé, pero esto no puede seguir así”

“¿Carlos?" Pienso


Miro rápidamente la pantalla del celular. No sale Paula sino un número de celular. Metí mal el dedo y por una de esas coincidencias dignas de novela, la mujer que me contestó tiene el mismo nombre que mi amiga.

Pienso en acabar la llamada pero, aunque no soy Carlos, me parece muy grosero, y creo que esa Paula quiere desahogarse. 

“Lo siento” respondo, y es verdad. Lamento que esta Paula esté de mal genio por un tal Carlos que soy y no soy yo, pues todos, a la larga, nos parecemos los unos a los otros más de lo que creemos.

“¿Dónde está? pregunta irritada,  "hace dos semanas que no viene” 


¿Qué seré de ella? Me pregunto: novio, esposo o, acaso amante? Tal vez lo último, pues en los zapatos de un Carlos amante, me parece prudente el espaciar las visitas.


¿Tendremos algún nombre cariñoso por el que nos llamamos? Evaluó rápidamente si decirle mi vida, mi amor, pero es muy riesgoso, pues es posible que Carlos sólo sea un técnico que revisa electrodomésticos, y que a Paula hace dos semanas se le daño la lavadora.

Me intriga mucho conocer cuál es ese estado del que habla, y qué tengo que ver con él, pero no soy capaz de preguntárselo pues, por su respuesta previa, es claro que lo conozco y, además, tengo el descaro de desaparecerme por quince días.

“Tranquila”, le respondo. En ese momento veo que Paula, la que conozco, viene caminando hacia mi con el mismo andar distraído de siempre.
“Paula" Trato de sonar lo más conciliador posible, "esta noche paso y la visito ”. Opto por no tutearla, pues me parece una forma de trato neutral, como para que sienta que ese Carlos también tiene sus razones para haberse desaparecido todo ese tiempo que, la verdad, no es mucho.

“Bueno, acá lo espero” responde en un tono más suave.

martes, 12 de septiembre de 2017

Escena

Tatiana Opertji lleva más de media hora navegando perdiendo el tiempo en Internet. Quiere escribir algo, pero, como por variar, las ideas se le resbalan de sus dedos antes de que estos comiencen a teclear.

Es un estado que le aterra, pues la deja al borde de despacharse una pieza desabrida de opinión con un punto de vista mordaz, pues ese es su estilo y es lo que sus lectores disfrutan leer, o por lo menos eso es lo que ella cree, y también es por lo que día a día recibe palmaditas en la espalda. Pero, vuelve y juega, es solo lo que ella cree. 

Opertji escribe, le pagan por ello; por columnas en las que sentencia supuestas verdades, en las que señala con sus letras a este o al otro, en las que denuncia injusticias, determina culpas y responsables, pero muy en el fondo sabe que, por más ritmo, vocabulario, leads enganchadores o contundencia de sus textos, a nadie, realmente, le importan sus opiniones. Muchos la alaban, si, pero para no desentonar, para ir a favor de la corriente, pero Tatiana sabe que ese amor se puede convertir en odio de la noche a la mañana. 

Quiere escribir algo, pero Sigue sin dar con ningún tema, no se lo cree, ¿cómo le puede ocurrir eso a ella, una de las mejores columnistas del país? Pero sabe que es mentira, no lo de querer escribir sino eso de ser una de las mejores columnistas. 

Hace rato que está convencida de que no quiere escribir  otra columna de mierda despotricando del mundo, alguien o la vida. Hace rato que quiere escribir cuentos, ficciones largas o cortas, y en las que sus lectores se puedan identificar con los personajes y sus conflictos.

Opertji le da un sorbo a una cerveza que ya lleva por la mitad, la estampa con fuerza sobre el portavasos y comienza a teclear una imagen que le llega a la cabeza. Imagina que es la escena que da inicio a una historia. 

En el lugar que imagina es de noche, hace frio, esta desolado y un niño de 8 años camina solo por una acera; su bufanda se agita con el viento. Tatiana escucha voces de fiesta de un grupo de personas que salen de un bar, no han visto al niño y mucho menos las lágrimas secas que lleva en su rostro.

Tatiana no lo puede dejar solo, olvida su columna y se concentra en su personaje, Nikolai, que acaba de quedar huérfano.

lunes, 11 de septiembre de 2017

Gracias, pero no

La institución financiera con la que tengo una tarjeta de crédito que, como todas, pretende hacerse pasar como amiga de sus clientes y, como dijo una vez un gran amigo: “amigas las bolas y no se hablan”; hace unas semanas me envió una carta que tenía como encabezado la palabra Felicitaciones en letra roja en y entre signos de admiración. 

En la carta me contaban que por ser uno de sus mejores clientes, y debido al excelente manejo que le he dado a la tarjeta y bla, bla, bla, quieren que siga disfrutando de los beneficios. 

¿Cuáles beneficios? ¿Pagar cosas con dinero fantasma y endeudarse?, pero bueno, al parecer querían premiarme y por eso y, sin haberlo solicitado, me aumentaron automáticamente el cupo de la tarjeta porque se les dio la gana.

Justo después de ir al banco y decirles que no quiero que hagan eso deliberadamente nunca más, sólo porque si, porque soy buen cliente y se preocupan por mis beneficios y todo ese montón de pendejadas, me encuentro con el correo de otro banco. 

En este me informan: “Cumple tus metas con el cupo preaprobado que ya tienes en tus manos”. Las miro pero no encuentro el cupo por ningún lado, ¿Qué aspecto tiene?, ¿acaso es una mancha? , ¿una arruga?, ¿una nueva línea, de esas que se supone definen mi destino, en la palma de mi mano?

Luego me saludan de forma escueta solo por mi nombre, lo que, supongo, quiere dar a entender que somos viejos amigos. Finalizan con tres líneas, en las que me dan las excelentes noticias:

“Ahora puedes comprar aquellas cosas que te hacían falta con tu
CrediÁgil preaprobado
Queremos contarte que tienes un cupo disponible por: $9’700.000”

¿Tienen conocimiento de metas que debo cumplir y desconozco? ¿Cuáles son exactamente esas cosas que me hacen falta y que puedo comprar con ese dinero? 

Gracias, pero no.

domingo, 10 de septiembre de 2017

Recuerdos

Ese viernes, Julio Rismus, pintor de profesión, se despertó, desperezó y puso de pie. Después de unos minutos, prendió el fogón y cocinó un huevo duro. Lo devoró en menos de un minuto, le supo feo. Luego se enfermó. ¿Cómo lo hirvió?, ¿qué fue lo que ingirió?, mejor, ¿quién cocinó? Fue él mismo, pero, veloz, el recuerdo de Omu ocupó su mente; Lo entristeció “¿Qué se hizo mi mujer?” Pensó. 

Omu se esfumó; en un segundo, se despegó de él sin dolor. Fue de noche, reconstruye con desconsuelo el número que él interpretó. El domicilio libre de su voz, el recuerdo de su perfume, y él, como un loco, que buscó sin éxito su rumbo. 

Su mente es un embrollo de ilusiones que no comprende: borroso, poco nítido, con testimonios que no puede comprender. Tiene miedo, ¿de qué? no lo intuye, pero siente que su pecho se oprime y se consume en recuerdos.

El teléfono sonó, “Tiene que ser Omu”, pensó y se puso de pie con empeño. Le pesó pero, de todos modos, contestó con vigor 

“¿Quién?”, 
“¿Julio?” —preguntó su interlocutor, un hombre—. Rismus se desinfló. 
“Si, con él” 
“¿Julio Rismus?” repitió el hombre en un tono escéptico. 
“Si, soy yo” respondió Julio con un dejo indolente. 

Julio pegó él oído, espero unos segundos que se convirtieron en, cree con precisión, dos minutos. El hombre, de repente, colgó.

Julio corrió velozmente por su piso, el de Omu, el de ellos. Se sirvió cinco recipientes de ron; el líquido, muy fuerte, se le presentó nítido, esplendoroso. 

El teléfono sonó de nuevo. Julio sintió el estruendo débil, remoto, como en un sueño. Por fin despertó y lo contestó con desespero.

“ ¿Quién es? ¿Omu?, ¿eres tú?”
“Si”
“¿Por qué te fuiste?”
Un golpe interrumpió su voz y su quejido. Se hizo un silencio.

“¿Julio, Julio Rismus?”, preguntó de nuevo su interlocutor. 
Julio se mostró grosero “No le toque ni un pelo o lo eliminó, le juro que lo liquido”. 
El hombre rió y su interlocución se cortó.

“Tengo que moverme”, pensó Julio pero, sin quererlo, se tumbó en su lecho. Inducido por Morfeo se durmió.

jueves, 7 de septiembre de 2017

Clarita

Hoy me encontré con Clara en un café. En la universidad todo el mundo la conocía como Clarita. En ese entonces, un amigo insistía que el caminado era una de sus mejores características, más aún cuando se ponía pantalones apretados que resaltaban su atractiva figura. 

Rubia, alta, ni flaca, ni gorda, apretadita dirán algunos, llamaba o llama mucho la atención, y el contraste que generaba con su mejor amiga de ese entonces, una mujer de piel trigueña, nariz respingada y pelo tan negro como el petróleo, de la que parecía no separarse ni un segundo, era como un brochazo de pintura negra en una pared blanca.

Yo estaba distraído, y la escuché hablando fuerte a mis espaldas. Volteé a mirar quién era y le sostuve la mirada un segundo, sin haberla reconocido, hasta que ella fue la primera en hablar: “Hooooola, ¿cómo estás?, ¿y tú qué?” me preguntó, con la misma sonrisa resplandeciente de siempre, mientras me ponía de píe y ambos dabamos unos pasos para sellar el saludo con un abrazo.

Lo más chévere de Clarita, aparte de su belleza, es que siempre le ha hecho honor a su nombre. Es de ese tipo de personas que uno siente transparente, que no fingen sus gestos, en resumidas cuentas, que no es doble.

Luego del saludo me presentó a su acompañante, un man con barba, del que olvidé el nombre al instante. Clarita, como siempre había captado toda mi atención. 

Aturdido por su descarga de energía, no recuerdo cuál fue mi respuesta a su saludo. “Por acá a disfrutar de un cafecito” fue la suya, luego nos despedimos.