martes, 19 de septiembre de 2017

Trompicones

Me gusta esa palabra y no sé por qué apareció en mi mente, pues creo que nunca la he utilizado, no sé, supongamos que me haya resbalado hoy y que quiero contar el episodio; no empezaría diciéndoles, imagínense que hoy tuve un trompicón, diría algo como hoy me resbalé y casi me parto la cabeza. Pensé en decir crisma, pero pues es igual de rara que la otra. Entonces si usted se fija, querido lector, el lenguaje a veces también se desarrolla a punta de trompicones.

Quizá por eso es que las relaciones, las mías, las suyas; que tenemos con otras  personas  a veces se complican, pues las palabras se atropellan en la boca, unas mueren y nunca logran abandonar nuestro cuerpo y las que sobreviven tienen trompicones hasta que logran liberarse de su encierro, pero como vienen desbandadas, salen en desorden y decimos lo que no queríamos. 

De pronto andar a punta de trompicones es el orden natural por el que se rigen todos nuestros asuntos, pero como especie terca que somos, intentamos controlar todo lo que nos ocurre y ocurrirá, pero el caos y la aleatoriedad hacen de las suyas y destrozan todos nuestros detallados planes.

¿Por qué estoy hablando de trompicones? Porque es algo que siempre le ocurre a mi plan de lectura, es decir, a veces me propongo leer ciertos libros y alcanzó a ordernarlos mentalmente de alguna manera: primero tal, luego este otro, después ese que hace rato tengo en mi radar de lectura pero, de repente, a punta de trompicones, me cruzo con libros que por X o Y motivo me enganchan.

Por ejemplo, hace poco di con 4321, la última novela de Paul Auster y como estoy leyendo otro de ese autor, me metí a Amazon a mirar de que trata y leí la primera página que habla sobre un emigrante que llega a Estados Unidos y alguien le dice que olvide su apellido, pues no le hará bien en ese país. El hombre le sugiere que responda Rockefeller cuando le pregunten , que fijo no tiene pierde con ese apellido. 

Cuando el hombre llega al puesto de control y le preguntan como se llama, ya se le había olvidado el nombre que le habían dicho y solo atina a afirmar en Yiddish (Judio-Aleman) Ikh hob fargessen (Lo he olvidado) y así empieza su nueva vida como Ichabod Ferguson.

Me parece un inicio brillante para una novela que llega a los trompicones a mi vida. La misma pregunta de siempre, ¿cuándo la voy a leer?

lunes, 18 de septiembre de 2017

1500 palabras

Esa es la cuota mínima. Escribo un párrafo y dos líneas de otro. Alcanzo 108 con el título. Las leo y releo un par de veces y están bien flojas. Me acuerdo del cover de Crossed eyed Mary de iron Maiden , y abro una ventana de Youtube para escucharlo. 

Con la canción como música de fondo, vuelvo y leo lo poco que he escrito para decidir si sigo por el camino que está tomando el texto o si mejor lo borro, me decido por la segunda opción y escribo un nuevo párrafo de 74 palabras, mucho más acertado y sincero.   

Mientras deslizo los dedos por encima del teclado rápidamente, manía que tengo cuando me quedo sin palabras para teclear, me acuerdo que el líquido de lentes que utilizo está a punto de acabarse. En los últimos días lo he preguntado en varias partes y no lo he encontrado. Llamo a otro sitio y la mujer que me responde, María, me dice que si lo tienen. “¡Bingo!” pienso. Le pregunto que si lo puedo pedir a domicilio y me dice que si. Después de darle todos mis datos, encargo 2 frascos, cuelgo y estoy de vuelta en el escrito, pero no se me ocurre como continuarlo. 

Me llaman del lugar, supongo,para confirmar el pedido, pero la mujer, una tal Marcela, me dice que no lo tienen y me pide que la disculpe. ¿Y ahora qué? Llamo al laboratorio que lo produce, les cuento que estoy buscando el producto como loco, le pregunto que si lo van a descontinuar o qué. Me dice que no. “¿Y en dónde lo puedo conseguir?, ¿ustedes lo venden?” responde que no, pero me da el teléfono de otro lugar. 

Llamo y quien me contesta me dice que si lo tienen. Le pido la dirección, le doy las gracias y cuelgo. Otra vez estoy de vuelta en el artículo que aún no es artículo. Guardo y cierro el documento, tal vez lo que me falta es salir a caminar un rato, ver gente, mirar si algún suceso hace que se dispare mi subconsciente y/o la asociación de ideas. Decido ir a comprar el líquido.

Cerca del lugar paso por una plazoleta en la que el año pasado dejamos dos botellas de cerveza con M., antes de que se fuera a vivir a Canadá, a medio comenzar. Ese día Ya habíamos tomado y esa última compra fue un capricho de borracho. Igual creo que, a diferencia de las cervezas, nuestra conversación no quedó inconclusa, aunque ¿quién sabe?, siempre habrá más cosas por decir.

Hoy, en ese lugar, todas las bancas estaban ocupadas. Vi, aparte de un montón de palomas que caminaban torpemente, a una mujer, seguramente una estudiante, concentrada en la lectura de unas fotocopias a pesar de la cacofonía urbana; una pareja de adolescentes agarrados de la mano; dos policías, con sus chalecos verdes fosforescentes tomando notas; un hombre de aspecto sospechoso con cachucha y una bolsita en las manos.

Después de dar vueltas un rato por fin encuentro el edificio que ya había pasado de largo apenas tomé la carrera 16. En la recepción hay fila y la hago para ver si el celador me tiene que dar una ficha de ingreso. Espero que no me toque, porque suelo olvidar documentos en las porterías. Cuando es mi turno saludo al hombre y le digo, como si le interesara lo que estoy a punto de hacer, que voy para el consultorio 718 sólo a comprar un líquido. “Siga” me dice señalando los ascensores. 

Cuando me bajo del ascensor elijo ir hacia la derecha y el primer número de consultorio que veo es el 703, así que me devuelvo; nunca le pego al sentido en el que queda el consultorio al que voy. Por fin en el lugar, pido tres frascos mientras me pregunto si serán los últimos que quedan sobre la faz de la tierra.

De vuelta a casa, paso otra vez por la plazoleta y no veo a ninguna de las personas que vi antes, no puedo decir lo mismo acerca de las palomas. Camino en sentido contrario al tráfico hasta que pasa el bus que me sirve. Cuando me subo un hombre le está hablando a los pasajeros, me quitó el audífono derecho para ver que dice y está contando un cuento al que llego tarde. 

 La escena trata sobre un perro que está en un cuarto con un bebe. El perro tiene la boca llena de sangre. Cuando el dueño llega y lo ve, mira la cuna del hijo y también tiene sangre, así que va por una pistola y mata al perro. Se supone que el bebe sigue durmiendo plácidamente después del estruendo, así lo contó: “El bebe no se despertó y sigue dormido”. El hombre se acerca a la cuna, esperando lo peor, destapa a su hijo pero ve que está intacto y se sorprende al encontrar una serpiente hecha pedazos muy cerca de la cabeza del niño.

El hombre nos da las gracias y dice: “No los molesto más”. Esculco mis bolsillos y le doy unas monedas. Por la ventana veo como una mujer de pelo crespo negro y largo le pone la mano a una buseta que pasa de largo. En ese momento suena “Get Ready”,  una canción que siempre me ubica en un buen mood: “I’m in the mood get ready, I’m in the mood come on now”. 

Me bajo un par de cuadras antes de donde pensaba bajarme, porque quiero caminar por una calle que me cae bien; pues si, creo que existen calles agradables y otras aburridoras. A punto de cruzar una carrera apenas bajo un pie del andén, veo por el rabillo del ojo que alguien viene en bicicleta, freno en seco, doy un paso atrás y volteo a ver quién es. Es una mujer de pelo negro largo que. en un segundo me sonríe, a mí, a mí decisión o a ambos, pues de no haberla tomado, seguro nos habríamos estrellado. Es bonita, pienso caminar en su dirección para verla mejor y,  pero en cinco pedalazos desaparece de mi vida para siempre. En ese momento el dios de la aleatoreidad hace que suene My Michelle , canción que me parece perfecta.

Cuando llego a la casa ya es tarde y tengo pereza de escribir el artículo. Parece que la salida, a pesar que despejo mi mente no funcionó para la generación de ideas , pero ¿cómo saberlo?. Estás fueron 1607 palabras, ¿de dónde voy a sacar las otras 1420 que me hacen falta?

sábado, 16 de septiembre de 2017

Sobre el amor y la amistad

Aprovecho eso de “día del amor y la amistad” para contarles acerca de Angélica, sobre la que creo ya he escrito alguna vez en este, mi blog, su blog, estimado lector, bajo otro nombre. A la larga el orden de los nombres no altera el producto, es decir, el texto, las palabras que usted ha leído y las que le quedan por leer. Bien podría llamarla Petronila, pero no conozco nadie con ese nombre y si algún día me encuentro con una mujer que lo tenga, lo siento, pero me voy a morir de la risa. 

A Angélica la conocí en el matrimonio de un amigo. Durante la ceremonia en la capilla no dejé de mirarla, algo que debió resultar muy obvio porque ella se sentó detrás mío, no exactamente a mis 6, sino más o menos a las 4:37. 

Cuando pasamos al salón de la fiesta, y luego de ubicar la mesa que nos correspondía a mi y a mis amigos, a la que ella también estaba asignada, Angélica se sentó a mí lado de una. Uno de esos momentos en que uno dice mentalmente: “Gracias chuchito” sea o no creyente. Tiempo después me confesaría que actuó bajo la siguiente premisa: “Pues si me miro tanto, a ver qué va a hacer”. 

Imagino, ya no recuerdo bien, que en algún momento rompí ese molesto hielo que se interpone entre los desconocidos a los que les toca la misma mesa en ese tipo de reuniones y que habremos bailado algunas canciones. Antes de que la fiesta se terminara le pedí su número de celular y después de 3 semanas comenzamos a salir. 

Esa época coincidió con el día del amor y la amistad. Ese día la recogí en su casa y me pidió que la acompañara a comprar unas botas, plan aburridor al que no me opuse, pues quería estar todo el día con ella. 

Fue en un centro comercial donde el amor tomó un mal camino. Estábamos sentados en un almacén y me incliné a darle un beso, que recibió como si fuera un maniquí. Cuando me di cuenta y me eché para atrás, le pregunté que qué pasaba. Me dijo tan fría como un robot: “Es que hay veces que me siento obligada a corresponderte los besos”. 

Yo me emputé mucho y utilicé un cliché digno de telenovela mexicana: “Yo no estoy mendigando amor” o algo así fue lo que le dije. Me puse de pie y le dije que mejor dejáramos ahí, que todo bien, pero ella me agarró de la mano e insistió en que me quedara, que ya teníamos hecha la reserva en el restaurante. Como uno suele aprender más a las patadas, acepté. Esa noche hubo más besos que, supongo, no fueron 100% honestos, si tal cosa se puede decir  sobre algo tan complicado y tan fácil de dar. 

Al siguiente día Angélica me marcó al celular, pero me dio pereza contestarle. Días después hablamos por última vez fue por msn Messenger; una conversación llena de indirectas mordaces y algo que parece haber ocurrido hace siglos.

viernes, 15 de septiembre de 2017

Capuchinos fríos

La mujer tiene el pelo negro y le llega por debajo de los hombros. Lleva puesto un overol de Jean azul y una camisa blanca. Su interlocutor es un hombre de aspecto atlético y, al parecer, más joven que ella. 

Su tema de conversación es manejar en la ciudad. Un tema sencillo, quizá nada del otro mundo, pero la mujer y el hombre hablan y se cuentan diferentes episodios de manejo aquí o en tal calle.

De vez en cuando uno o el otro ríe de lo que acaba de escuchar. En un momento el mesero llega a la mesa y pregunta de manera retórica: “¿2 capuchinos?” “si” contesta el hombre.

Otra vez solos, la conversación se apaga; parece que no tienen nada más que decirse o que se les acabaron las historias relacionadas con los peligros de manejar en la ciudad. 

El tema anterior era, tal vez, un salvavidas que los mantenía a flote en el mar de conversaciones profundas. El hombre la mira, le toma la mano, sonríe y le dice: “Bueno, ahora yo te tengo que contar un par de cosas”

El lugar está repleto y hay mucho ruido de voces, cubiertos estrellando platos, música de fondo, carros que pasan por la calle. A pesar de que los tengo casi sentados en mí mesa, no escucho nada de esas cosas que el hombre le cuenta.

Sus palabras alteran la tranquilidad de la escena, pues apenas deja de hablar la mujer comienza a llorar, como si le hubieran dicho que un ser querido acaba de morir. 

Su asunto, sin tener idea de qué se trata, me llama mucho la atención, pues está cargado de drama, muestra la vida o vivir tal cual como es: personas despojadas de falsas risas, con sus sentimientos en carne viva. Es fácil relacionarse con eso, pues acaso ¿quién no se ha sentido  alguna vez así?

Intento agudizar mi oído, incluso me desplazo sutilmente hacía la izquierda a ver si logro entender la situación, pero nada, mi intento fracasa, y lo único que logro captar son frases sueltas cargadas de sentimiento por parte del hombre: “La persona que lo hizo es alguien muy cercano, alguien de la familia”, “Estamos todos juntos, lo importante es mirar hacia adelante, “Yo voy a estar muy pendiente de lo que va a pasar”. Lo que dice la mujer es imposible de comprender,  habla entre sollozos y está muy alterada.

En medio del sufrimiento, en una mesa de enfrente, una mujer con saco rojo sonríe y le habla fuerte a un hombre, al tiempo que chasquea los dedos para hacer énfasis en lo que dice. Su actitud suelta y alegre contrasta obscenamente con el drama de la mujer y el hombre.

Ahora la mujer del overol llora desconsolada, el hombre se inclina hacia ella y la abraza fuerte, mientras le susurra unas palabras al oído.

Al poco tiempo una amiga o familiar de ambos aparece en el lugar. La mujer que aún llora se pone de pie y la abraza, “Tu sabes que siempre cuentas conmigo” le dice la recién llegada. 

Los capuchinos, expectantes, a los que les han dado pocos sorbos, observan fríos la escena.

jueves, 14 de septiembre de 2017

Tinto con hielo

Diego, también conocido como Doitor, es un buen amigo con el que trabajé hace ya varios años. Ya no vive en Bogotá, pero cada vez que viene de visita procuramos vernos.

Almorzamos una picada, acompañada con una jarra de cerveza. La primera con empanaditas, chorizo, papas criollas, pinchos de carne, ají y guacamole y la segunda rubia; “lager” precisó el mesero.

El buen clima, un sol picante y brisa en una medida justa, completa la buena escena pues, ¿qué mejor que encontrarse con alguien que uno estima y hablar de todo y de nada, de temas, supuestamente, trascendentales y, otros que no lo son en absoluto?

Me cuenta cómo le ha ido viviendo en otra ciudad, qué proyectos tiene y cómo le ha ido con las mujeres. “Pues Juanma, he salido con varias viejas, pero no sé” se queda callado unos segundos y al final, como a manera de confesión, dice: “Hoy voy para la función del Circo del Sol. Compré las boletas hace rato, pues pensaba ir con una viejita.” 

“¿Y con quién va a ir?”, le pregunto.
“Con mi exnovia”, dice al tiempo que suelta una carcajada. Yo si es que no cambio. Yo a esa vieja la quiero mucho.
“¿Y por qué terminaron?”
“Es el momento en que aún no sé. Yo estaba en España y ella me terminó. No se imagina cuanto sufrí con eso; pero ya no me pone ni cinco de atención” concluye.

Sin ponernos de acuerdo, y para ayudarle a pasar ese recuerdo, digamos que ni bueno ni malo, levantamos de forma sincronizada los vasos de cerveza y los chocamos con entusiasmo. En su interior, el líquido se revuelve como un mar amarillo picado. 

Pagamos la cuenta, pero nuestros encuentros siempre terminan con un café. Ambos lo sabemos así que, sin decir palabra, nos dirigimos hacia uno. Doitor pide un tinto pequeño y me pregunta qué quiero. Me decido por un capuchino y, ya en la barra, cuando le pasan el tinto, mi amigo pide un vaso con hielo.

“¿Y eso para qué?”, le pregunto. Imagino que tiene que ver con la costumbre italiana de pedir una copita de agua con los expresos pero, en este caso el agua va en su estado sólido.

“Es que yo sirvo el tinto ahí”
“Que va, a ver muéstreme”
“En serio, así suelen hacer algunas personas en la época de verano en España, y luego de vivir allá se me pegó esa costumbre.

Por un instante imagino a Doitor como el personaje de una novela, y que su inusual costumbre sería perfecta para definir algún rasgo de personalidad. Todos, creo yo, somos literatura.

miércoles, 13 de septiembre de 2017

Paula

Habíamos quedado en tomarnos un café. Llegué al lugar temprano y como hacía mucho sol esperaba convencer a Paula de cambiar la bebida caliente por una(s) cerveza(s) helada(s).

En las ocasiones que nos vemos, ambos solemos ser puntuales; después de media hora de retraso, decido llamarla. Su número de celular es una combinación fácil y me lo sé de memoria, así que lo marco; no recuerdo donde, pero alguna vez leí que esos pequeños ejercicios consistentes en recordar datos, ayudan a mantener en forma al cerebro.

“Alo” contesta en un tono seco, casi agresivo.
“Hola, ¿dónde te metiste?” le respondo con un dejo de risa en mi voz
“¿Pues dónde va a ser? en mí casa tarado, o es que acaso se le olvido en que estado estoy?”
“Jaja, deja de joder. Imagino que ya estás cerca”
“Mire Carlos, yo no sé, pero esto no puede seguir así”

“¿Carlos?" Pienso


Miro rápidamente la pantalla del celular. No sale Paula sino un número de celular. Metí mal el dedo y por una de esas coincidencias dignas de novela, la mujer que me contestó tiene el mismo nombre que mi amiga.

Pienso en acabar la llamada pero, aunque no soy Carlos, me parece muy grosero, y creo que esa Paula quiere desahogarse. 

“Lo siento” respondo, y es verdad. Lamento que esta Paula esté de mal genio por un tal Carlos que soy y no soy yo, pues todos, a la larga, nos parecemos los unos a los otros más de lo que creemos.

“¿Dónde está? pregunta irritada,  "hace dos semanas que no viene” 


¿Qué seré de ella? Me pregunto: novio, esposo o, acaso amante? Tal vez lo último, pues en los zapatos de un Carlos amante, me parece prudente el espaciar las visitas.


¿Tendremos algún nombre cariñoso por el que nos llamamos? Evaluó rápidamente si decirle mi vida, mi amor, pero es muy riesgoso, pues es posible que Carlos sólo sea un técnico que revisa electrodomésticos, y que a Paula hace dos semanas se le daño la lavadora.

Me intriga mucho conocer cuál es ese estado del que habla, y qué tengo que ver con él, pero no soy capaz de preguntárselo pues, por su respuesta previa, es claro que lo conozco y, además, tengo el descaro de desaparecerme por quince días.

“Tranquila”, le respondo. En ese momento veo que Paula, la que conozco, viene caminando hacia mi con el mismo andar distraído de siempre.
“Paula" Trato de sonar lo más conciliador posible, "esta noche paso y la visito ”. Opto por no tutearla, pues me parece una forma de trato neutral, como para que sienta que ese Carlos también tiene sus razones para haberse desaparecido todo ese tiempo que, la verdad, no es mucho.

“Bueno, acá lo espero” responde en un tono más suave.

martes, 12 de septiembre de 2017

Escena

Tatiana Opertji lleva más de media hora navegando perdiendo el tiempo en Internet. Quiere escribir algo, pero, como por variar, las ideas se le resbalan de sus dedos antes de que estos comiencen a teclear.

Es un estado que le aterra, pues la deja al borde de despacharse una pieza desabrida de opinión con un punto de vista mordaz, pues ese es su estilo y es lo que sus lectores disfrutan leer, o por lo menos eso es lo que ella cree, y también es por lo que día a día recibe palmaditas en la espalda. Pero, vuelve y juega, es solo lo que ella cree. 

Opertji escribe, le pagan por ello; por columnas en las que sentencia supuestas verdades, en las que señala con sus letras a este o al otro, en las que denuncia injusticias, determina culpas y responsables, pero muy en el fondo sabe que, por más ritmo, vocabulario, leads enganchadores o contundencia de sus textos, a nadie, realmente, le importan sus opiniones. Muchos la alaban, si, pero para no desentonar, para ir a favor de la corriente, pero Tatiana sabe que ese amor se puede convertir en odio de la noche a la mañana. 

Quiere escribir algo, pero Sigue sin dar con ningún tema, no se lo cree, ¿cómo le puede ocurrir eso a ella, una de las mejores columnistas del país? Pero sabe que es mentira, no lo de querer escribir sino eso de ser una de las mejores columnistas. 

Hace rato que está convencida de que no quiere escribir  otra columna de mierda despotricando del mundo, alguien o la vida. Hace rato que quiere escribir cuentos, ficciones largas o cortas, y en las que sus lectores se puedan identificar con los personajes y sus conflictos.

Opertji le da un sorbo a una cerveza que ya lleva por la mitad, la estampa con fuerza sobre el portavasos y comienza a teclear una imagen que le llega a la cabeza. Imagina que es la escena que da inicio a una historia. 

En el lugar que imagina es de noche, hace frio, esta desolado y un niño de 8 años camina solo por una acera; su bufanda se agita con el viento. Tatiana escucha voces de fiesta de un grupo de personas que salen de un bar, no han visto al niño y mucho menos las lágrimas secas que lleva en su rostro.

Tatiana no lo puede dejar solo, olvida su columna y se concentra en su personaje, Nikolai, que acaba de quedar huérfano.