jueves, 12 de octubre de 2017

Fondue de queso

El año pasado escribí una historia, en primera persona a manera de confesión, sobre un tipo que se quedaba sin trabajo. En el primer segmento el personaje narraba todas las desgracias que lo habían conducido a su actual estado de desempleado.


En cierto momento al hombre se le acaba casi todo el dinero y ya no tiene como comprar comida, así que decide vivir de las muestras gratis de comida que dan en los supermercados.  



Me acordé de esa historia porque hoy en el supermercado, un hombre con un gorro de chef y un delantal con cuadros de colores, me ofreció fondue de queso. No suelo aceptar esas muestras, pero hoy tenía algo de hambre y el queso derretido se veía delicioso.


En la sartén que lo había calentado ya quedaba muy poco producto, así que lo recogió con una espátula y se lo zampó a una rebanada de pan francés que luego desaparecí en dos mordiscos. El hombre, el chef, el señor que ponen a hacer eso, vio que disfruté la muestra y me ofreció otra. En honor al personaje de mi historia se la acepté y ahí fue cuando atacó sin piedad alguna:
“Está rico, ¿cierto?”
“Si”
“¿No le gustaría llevarlo?, hoy este producto está a la mitad del precio normal, además es importado”
Me quedé callado uno segundos. Quería llevarlo, pero me molestaba que no hubiera estado en la lista de cosas que iba a comprar
“Bueno está bien, le dije”, al tiempo que tomaba una caja.

“No se va a arrepentir. Le aconsejo que cuando lo haga le heche un poquito de crema de leche para que suelte mejor y también le puede echar pollo desmenuzado o pasta”

Nunca se me había pasado por la cabeza lo de la pasta y, por mi expresión, el chef de supermercado concluyó: “pruébelo y verá”.

Al rato, en la caja registradora, el último producto que paso es la caja de fondue; apenas la cajera lo marca le pregunto el precio y no presenta ningún descuento. 


“Este no lo voy a llevar” le digo. Nunca le voy a echar pasta a un fondue de queso.

miércoles, 11 de octubre de 2017

Respirar como terapia

Llevo varios días con una gripa, tratada a punta de agua de panela con limón, que no parece mejorar. Voy al médico y me receta unas terapias respiratorias. La sala de espera del lugar está llena de personas con caras largas y tristes envueltos en bufandas y con tapabocas.

Le pregunto a la mujer en la recepción que cuantos turnos hay para terapia respiratoria, “dos o tres” me responde. “¿Será que alcanzo a comprarme un café ahí?” Doy media vuelta y le señalo ahí: un carrito sobre el andén que ofrece todo tipo de bebidas calientes. “Sí claro, con este frío” y luego ríe fuerte. Le sonrío, me gusta su actitud.

De vuelta al centro médico y con el capuchino en la mano, me dirijo hacia la vending machine y me decido por un paquete de “bocaditos”, unos pasteles gloria del tamaño de una falange. 

Mientras tanto alguien grita, como si lo estuvieran torturando, en uno de los consultorios. Imagino que es un paciente infectado con un virus tipo Zombie que esta en la etapa de trasformación y que pronto va a atravesar las puertas para comenzar a infectarnos a todos a punta de mordiscos, miro a mi alrededor y no cuento con ningún arma para estallarle la cabeza al muerto viviente, si tal situación llega a ocurrir, mi mejor opción es la sombrilla, pero me veo más bien engrosando la filas de  los zombis, “Que peleen los otros pacientes” pienso.

Saco el Kindle y decido leer un capítulo de Guerra y Paz; en él Tolstói habla acerca de una línea intagible que separa dos ejércitos y que se asemeja a la línea que separa los vivos de los muertos en la que se encuentra incertidumbre, muerte y sufrimiento. También dice que tememos y añoramos cruzar esa línea y sabemos que tarde o temprano la debemos cruzar para saber qué es lo que se encuentra ahí o allá. De igual forma vamos a aprender, de forma inevitable, que nos espera en el lado de la muerte.

Pienso cuantos de los que nos encontramos en la sala estamos caminando sobre esa línea, no solo por cuestiones de salud, sino porque así lo quieren el destino, el universo o nuestras vidas. En ese instante alguien pronuncia mi nombre, tomo el vaso de capuchino al que todavía le queda un poco más de la mitad, la sombrilla, mi maleta y me dirijo hacia la sala de terapia respiratoria.

Ya en el lugar, la enfermera me pregunta: ¿Cómo hacemos? Haciendo referencia a la bebida que llevo en la mano. Hago el ademan de poner el vaso sobre una mesa y me dice “igual no lo voy a sentar acá”. Las sillas están ocupadas por dos mujeres que me miran por encima de unas mascarillas de pilotos de avión de combate. Termino en fondo blanco la bebida, y la enfermera me dice: “sígame por acá. Me voy detrás de ella a un lugar repleto de habitaciones separadas por cortinas azules. 

Me siento en una silla, la mujer me conecta la mascarilla y dice “Respire únicamente por la nariz”. Como no tengo nada más que hacer, me concentro en mi respiración y noto que está muy pausada. Cada vez que boto el aire sale mucho vapor de la mascarilla y recuerdo como, cuando era pequeño y el clima estaba muy frío, exhalaba aire duro para simular que fumaba.

Hago un gran esfuerzo para no quedarme dormido; mi respiración está muy relajada y siento que podría quedarme por el resto de mi vida en ese pequeño cubículo, con una camilla a mi izquierda, una estructura metálica con ruedas y dos canecas, una roja y la otra verde, que están muy limpias. Al frente una cortina azul tapa otro cubículo, me pregunto que se encontrará detrás de ella, “¿El Zombie?” Hace rato que dejo de gritar, quizás escapó o alguien le estampo un objeto en su cabeza, la única forma, creo yo, de acabar con uno. 

En cierto momento dejo de pensar cosas y sólo me acompaña mi respiración.

lunes, 9 de octubre de 2017

Ser un vaso de capuchino

Marco Brand vive de afán, su rutina comienza muy temprano en la mañana, y sus días siempre le deparan reuniones, encuentros, llamadas, tareas y cosas por hacer, la mayoría de ellas relacionadas con su trabajo y profesión. ¿Hace cuánto que no toma vacaciones?, ¿Cuándo fue la última vez que leyó un libro por puro placer?, no lo recuerda, pero prefiere desechar esos pensamientos para no amargarse.

Hoy en medio de su correcorre, y mientras espera a un cliente en un café, aprovecha para tomarse un capuchino, una de esas actividades que considera un pequeño placer y que lo ayudan a tranquilizarse; un ritual que le permite bajar las revoluciones de su agotador estilo de vida. 

Brand pide la bebida en un vaso plástico, pues cree que cuando se la sirven en un pocillo, esta se enfría demasiado rápido. “Tomar capuchino frío, guardando las debidas proporciones, es igual de incomodo que lavarse los dientes sin crema dental” piensa. 

Últimamente a Brand le inquieta pensar cómo no hay un segundo del día en el que una marca no esté intentando entrar en contacto y/o colarse por cualquiera de nuestros sentidos, para luego clavarse y hacer de las suyas en el subconsciente, ese terreno extraño que nos pertenece, pero sobre el que no tenemos voz ni mando y que nos lleva a actuar de manera inesperada. 

Justo ahora todo a su alrededor son marcas, como el individual que, con una sonrisa amplia, como pidiendo disculpas, había puesto la mesera en su puesto. Brand lo observa y ve que lleva el logo del establecimiento y un slogan: “nuestras manos construyen un millón de historias”, que suena bien pero que no deja de ser sonso, un cliché. 

Cuando levanta la vista se percata de varias calcomanías pegadas en las paredes, avisos, carteles; incluso, de las palabras que logra descifrar de las conversaciones a su alrededor, nota como las personas quieren dejarle claro a su interlocutor que, antes que nada, son alguien en esta vida, una marca, un punto com, una arroba, que se dedica a hacer esto y lo otro, y de quienes dependemos para sobrevivir. 

Al rato la mesera llega con su bebida: un vaso plástico en su totalidad blanco. Brand lo toma y le da vueltas por todo lado buscándole alguna letra, símbolo, dibujo, hasta que la temperatura le obliga a dejar el vaso sobre la mesa. 

Le gustaría ser como ese vaso de capuchino, no aparentar, no ser nada ni nadie, pero paradójicamente ser algo que, solo con su presencia, reconforta a los que entran en contacto con él, con su mera esencia, que no tiene necesidad alguna de blandir una marca o eslogan a diestra y siniestra para reclamar su lugar en el mundo.

viernes, 6 de octubre de 2017

Sin Habla

Un día, de repente, Olga Flórez dejo de hablar. Lo hacía, como la mayoría de nosotros, desde pequeña, pero un día se quedó sin palabras, sin lenguaje, sin habla.

Primero, el caso fue evaluado por fonoaudiólogos expertos en trastornos de la comunicación humana y luego por reconocidos logopedas que no encontraron ni dieron con la causa de su extraña condición.

Como ningún de esos especialistas logró encontrar nada en particular, prestigiosos médicos psiquiatras entraron en acción, pues cuando las razones del síntoma no se identifican a "simple" vista, lo más probable es que su origen se deba a una falla en nuestro disco duro; pero estos tampoco encontraron nada, pues su labor se dificultó a niveles impensables pues no podían dialogar con la paciente, uno de los requisitos básicos de su práctica.

La ciencia médica antes había tratado casos al revés es decir, de niños que al haber sido maltratados de forma física y psicológica de pequeños, o que habían sufrido un fuerte trauma en sus primeros años de vida, se les dificultaba encontrar el habla, por decirlo de alguna manera. En estos casos, los especialistas sabían cómo guiarlos por el camino adecuado para que dieran con ella, pero con Olga todo el conocimiento adquirido no servía para nada.

¿Qué pensará? Se preguntaban todos los días, pero solo ella, que tenía frecuentes monólogos mentales para no enloquecer, lo sabía.

Ya cansada de tener malentendidos con familiares, amigos y conocidos, un día  decidió no hablarle a nadie durante un lapso de tres meses, luego de deducir que las palabras, muchas veces, son malinterpretadas y son el principal detonante de los conflictos entre las personas.

En un calendario pegado en la pared de su cuarto iba tachando los días de su reto, llamémoslo no verbal, y cuando por fin lo cumplió, cuando abrió su boca para hablar no logró hacerlo; las palabras se le estrellaban en su mente, pero no encontraban manera alguna de ser expulsadas.

Hoy en día Olga Flórez continua sin hablar y trata de llevar, en la medida de lo posible, una vida normal, si es que existe tal cosa; eso sí, una vida con menos malentendidos.

jueves, 5 de octubre de 2017

Pronunciación

Fanshawe es el nombre del protagonista de La Habitación Cerrada, el tercer libro de la trilogía de Nueva York de Paul Auster. Me intriga la pronunciación ¿Fans-Haw, Fanshaw? A poco de acabar el libro, no me decido por ninguna, y lo leo de cualquier forma, incluso a veces ni me preocupo en pronunciarlo para no darle más vueltas al tema en mí cabeza. Si se llamara John, o Mark no tendría pierde alguno.

Sé que no es un asunto de vida o muerte y que voy a poder vivir sin necesidad de saber cómo se pronuncia correctamente, pero el nombre de un personaje y como lo leamos, cambia la imagen mental que nos hacemos de este.

Hace mucho tiempo, estoy hablando del año 2007, cuando leí Millenium, de Stieg larsson, comenté algo de la novela con una amiga que también la estaba leyendo. No recuerdo a que hacía referencia el comentario, pero tenía que ver con Dragan Armansky, director de la Milton Security, la firma de seguridad para la que trabajaba Lisbeth Salander. Apenas mencioné al personaje, mi amiga me preguntó “¿quién?”, se lo volví a repetir y dijo: “Ahhh Dragan Armansky”, y lo pronunció de una manera completamente diferente a la mía, marcándole el acento en sílabas diferentes.

De pronto le he dado a Fanshawe rasgos de Fans-Haw y Fanshaw, y es un híbrido entre los dos, y es posible que el personaje haya tomado más fuerza y carácter por eso, por un mero asunto de pronunciación. 

miércoles, 4 de octubre de 2017

Medias

La media que lleva en el pie derecho es de color negro y la del otro blanca. El resto de su ropa es negra o, con el tiempo, ha adquirido ese color. Él camina por la 53 un poco más arriba de la caracas. Su piel es oscura y tiene el pelo enmarañado. Está Muy sucio y Seguro que lleva días sin bañarse, pero a él ese hecho parece importarle poco.

Falta poco para el medio día, pero ¿cuánto le importa a él la hora, el tiempo? Ninguna de sus muñecas lleva el aparatico con el que intentamos controlar nuestra ocupada y ajetreada rutina, siempre llena de reuniones, citas importantes, o de nada pero casi siempre tenemos, queremos o creemos tener algo que hacer.

De milagro lleva ropa puesta, quizá su único patrimonio en esta vida; eso y una empanada amarilla que, junto con la media blanca, son dos parches coloridos que resaltan de esa mancha ambulante que es todo él y que se mueve por las calles de la ciudad.

Da gusto verlo comer, los mordiscos que le da a la empanada son  decididos, pausados y tranquilos. A diferencia de otros personajes en la misma situación su cara no refleja odio ni resentimiento. Lleva un semblante tranquilo, como el de alguien que espera un mejor mañana.

Su media blanca, tal vez un amuleto, resiste intacta los embistes del pavimento. Sigue pulcra ante la indiferencia de la ciudad.

martes, 3 de octubre de 2017

Pagar el gas

Llego al banco y cuando termino de subir las escaleras, el celador del lugar, un hombre con un traje azul, corbata roja y una reata de la que cuelga un bolillo negro y amenazante, me saluda.
“ ¿Acá se puede pagar el gas?” le pregunto
“Si claro” responde como si nada.

Me dirijo a la fila y delante mío hay 13 personas. Sé que la espera va a ser larga así que trato de distraerme con cualquier pensamiento no relacionado con la transacción bancaria. 

Al rato llega otra mujer a hacer fila. Después de unos minutos pronuncia en voz alta, a modo de disparo al aire: “No, esto sí que está demorado hoy”. No quiero caer en su conversación, pero en un arranque de cordialidad, volteo para responderle: “Si, y solo hay dos cajeros”. Afortunadamente mi respuesta es lo suficientemente floja para que la conversación muera justo ahí.

Después de un rato la señora, con cara de misericordia me pide que le cuide el puesto, que va a averiguar si puede pagar en el Éxito. Apenas le dijo que sí, sale disparada.

La fila no se ha movido para nada. Una nueva mujer, con aspecto de señora de los tintos, asumo por el delantal que lleva puesto, ocupa el lugar de mi antigua acompañante.

La fila por fin se mueve. Cuando quedo acomodado en mi nuevo puesto, la señora de los tintos, sin haber establecido contacto visual, sino tras un análisis de la factura que tengo en la mano, dice: “Acá no se puede pagar el gas, ayer yo vine a pagarlo y me toco ir al éxito porque me dijeron que acá no lo recibían.”

Hago cara de asombro, pero no respondo nada. Confío en lo que me dijo el vigilante, así que continuó haciendo la fila más lenta del mundo.

Mientras tanto, el celador se pasea cerca de la fila, para cerciorarse de que nadie esté usando el celular. Aburrido y todavía con 10 personas por delante, me aventuro a sacarlo para distraerme un rato, y ubico mi cuerpo detrás de una persona para que el celador no me fastidie.

De repente el hombre de la corbata roja pega un grito con acento costeño: “!Allá el señor, por favor guarde el celular!” ¿Cómo carajos me vio? No sé, pero le hago caso al instante, pues no quiero ser molido a palos, mucho menos por el celador de un banco que parece un personaje de Jumanji.

La mujer que decidió abandonar el barco, que rima con banco, para ir a pagar al Éxito no ha vuelto, seguro que ya logro pagar su recibo y, por hoy, está libre de transacciones bancarias.

Decido imitarla, le pido a la mujer que está detrás mío que me cuide el puesto y salgo hacía el Éxito. Ya en ese lugar, en la fila de pagos sólo hay una persona delante de mí. Sonrío al haberme librado de la experiencia “fila de banco”. 

Justo cuando es mi turno para pagar la cajera detrás de la maquinita que contiene los papeles del baloto, me mira con pena mientras me dice: “Lo siento se acaba de caer el sistema. Le pregunto que donde más puedo hacer el pago, y me dice que en un Farmatodo.

Camino hasta el lugar y la mujer que atiende me dice que en ese lugar el sistema también está caído. Un señor pregunta que dónde más se puede pagar. Le digo que en un Olímpica cercano también hay un punto de Baloto. “¿Olímpica?,  ¿en serio?” responde y pregunta en un tono incrédulo. Otro hombre, como para que dejemos de darle vueltas al asunto de la olímpica, se dirige hacia la cajera y le dice: “pero cuando se cae el sistema, se cae en toda la zona, ¿cierto?” La cajera confirma la suposición del hombre con un ligero movimiento de cabeza.

Miro al hombre que acaba de hablar, quien al instante siente mi desazón y me dice: “pero aquí no más, en el Sudameris, puede pagarlo.”

Camino hacia ese lugar, imaginándome otra fila eterna. Cuando entro al banco paso por una capsula de seguridad e imagino que va a fallar y que me voy a quedar encerrado en ella el resto de la tarde. En el banco no hay fila, supongo que tiene que ver con la capsula, pero no puedo precisar por qué. Me acerco hacia el mostrador y le pregunto a la cajera que si reciben el gas. Me responde que sí, sonrío y le cuento que he intentado pagarlo en tres lugares diferentes. Ella me mira con ese típico gesto cordial de “¿y a mí qué me importa?”, recibe la plata, le pone un sello al recibo y me lo entrega.