martes, 17 de octubre de 2017

Café sin servir

Menos de un segundo es el tiempo que tenemos de vida, lo complicado es que no queremos darnos cuenta. 

Hace poco vi una foto de una mujer a la que su nieta le estaba celebrando el cumpleaños número 91. Si convertimos los 91 años de esa abuela a segundos, la cifra que resulta es exagerada, pero a la vez es un mero engaño, una ilusión, pues resulta insignificante, es decir, no es que quiera denigrar del cumpleaños de esa mujer, y menos del milagro que es lograr vivir tal cantidad de años; lo que ocurre es que la vida se nos escapa en menos de un segundo. 

Carlos fue mi profesor en un taller de guion que tomé con una amiga. Era un cineasta al que le encantaba escribir y contar historias. Nunca tuvimos una amistad íntima, pero conversábamos de vez en cuando.

Una de nuestras últimas charlas fue por skype; él estaba en Italia, trabajando en proyectos de guiones para cine, mientras su esposa hacia un master. Esa vez quedamos en trabajar en un proyecto conjunto apenas él regresara al país.

El mes pasado me lo encontré a la salida de un supermercado. Yo estaba esperando a que mi hermana saliera del almacén, cuando un hombre con una chaqueta impermeable larga y gafas oscuras me saludo desde lejos. Yo le devolví en saludo sin tener idea quien era, y cuando él llegó a donde yo estaba, estiro la mano y sonriendo me dijo “Hola, ¿Qué más, cómo va?”. “Bien gracias”, le respondí. Él se dio cuenta que lo estaba saludando por puro código social y tuvo el gran detalle de recordarme quién era . “Soy Carlos del curso de guion”. Me contó que hacía poco había llegado al país y como ambos estábamos de afán, nos contamos rápido en que andaba cada uno. Al final quedamos en vernos, en tomarnos un café la semana siguiente. 

Hoy me enteré que Carlos murió hace poco a causa de un cáncer de pulmón que, sin previo aviso, se lo llevo en menos de 10 días. 

“Sólo en los nacimientos y en las muertes se sale uno del tiempo;
la Tierra detiene su rotación y las trivialidades en las que
malgastamos las horas caen sobre el suelo como polvo de purpurina.”
- La ridícula idea de no volver a verte -

sábado, 14 de octubre de 2017

Ripio

“A mí me gusta mucho la Arepa-Burger” me dijo.

Era la primera vez que escuchaba esa combinación de palabras. El nombre no deja mucho a la imaginación y visualicé el producto de inmediato: una hamburguesa con tapas de arepa en vez de tapas de pan. Ella seguía hablando, y describía con entusiasmo esa preparación desconocida para mi, pero obvia por sí sola.

“Se le echan salsitas, las que tú quieras, esto, lo otro, ripio de papa y mmm queda más bueno”, terminó la frase como saboreándose los labios.

“¿Qué?” le pregunté. 
“Qué, qué?”
“Ripio qué?, ¿qué es eso?”
“¿No sabes que es ripio?”, me preguntó.
“No, ¿debería?, ¿qué es?”
“Por ejemplo cuando comes papas de paquete son como las migajas que quedan al final”

No había escuchado la palabra nunca, o tal vez sí, pero la había olvidado. En vez de pasar a otro tema y con ánimos de sonar chistoso, solté un comentario burlándome de la palabra, dije que no le encontraba sentido, que de dónde venía o había salido.

Mi apunte surtió un efecto contrario y ella se puso seria. Lo noté, pero seguimos hablando como si nada. En medio de la conversación, mi instinto ñoño se activo y busqué en la RAE aquella palabreja:

“Ripio: Residuo que queda de algo.”

Me sentí estúpido, ignorante, cómo si mi conocimiento del español fuera el ripio del lenguaje, como ese ripio de los paquetes de papas que ingerimos con ansiedad.

Luego de eso hablamos otro par de semanas y, en un momento, una discusión lo estropeó todo. Hoy, de nuestra amistad, sólo queda su ripio.

viernes, 13 de octubre de 2017

Algo

Quiero escribir algo, no sé qué. 

Todos los días nos pasa algo, algo sobre lo que podríamos escribir historias, novelas, sagas, tratados, cartas, disertaciones, poemas, versos, canciones, en fin, lo que imaginemos. 

Algo suena a poco pero más bien es mucho. Por más simple que parezcan nuestros días, nos vemos envueltos en cientos de situaciones o eventos que podemos narrar y/o compartir.

Qué se yo, ahora, por ejemplo, mientras tecleo estás palabras, este algo, me llega el sonido, algarabía es también la palabra que me llega a la mente, de una celebración de un cumpleaños con un grupo vallenato. Predomina el sonido de la caja que un hombre macizo y de bigote aporrea con fuerza, sentado y sosteniéndola entre sus dos rodillas, mientras unas gruesas gotas de sudor le escurren por la frente. No le molestan, está feliz, disfruta la manera cómo se gana la vida de fiesta en fiesta, de trago en trago, de golpe en golpe. No se lo ha dicho a nadie, pero para cada celebración que lo contratan, se siente como el homenajeado. 

¿Qué cómo sé que es un hombre, en qué posición está, cómo es su apariencia y que suda? Y, más aún, ¿qué es lo que piensa? Lo supongo, o, más bien, lo imagino, pues nuestra imaginación ocupa un papel importante en todos los algos que nos ocurren a diario. 

Algo que me gusta mucho de los algos, perdonen la redundancia, es que carecen en principio, de carga moral o ética, no están bien o mal, ni son buenos o malos, son sólo algo y ya está; luego de cobrar fuerza o cierta permanencia, es que comenzamos a evaluarlos y así es como se transforman en líos y rollos mentales que nos complican la existencia, pero en su estado primitivo de algos son perfectos. 

Al sonido de la fiesta de cumpleaños, ahora se le suma el de unos juegos pirotécnicos. Supongo que ambos eventos están aislados, que uno no tiene nada que ver con el otro, que son algos independientes, pero recuerdo el cumpleaños del esposo de una amiga, en el que hubo juegos pirotécnicos. A diferencia del de hoy, no había un grupo de vallenato, sino uno de rock.  En esa ocasión la luz se fue por varias horas y los músicos, aburridos, sostenían sus instrumentos sin saber qué hacer. 

Después de un breve descanso para recargar energías, el grupo vallenato comienza a tocar Cachucha Bacana: 

“Jaime si Jaime si, Jaime si Alejo no…”

Gracias por leer este algo.

jueves, 12 de octubre de 2017

Fondue de queso

El año pasado escribí una historia, en primera persona a manera de confesión, sobre un tipo que se quedaba sin trabajo. En el primer segmento el personaje narraba todas las desgracias que lo habían conducido a su actual estado de desempleado.


En cierto momento al hombre se le acaba casi todo el dinero y ya no tiene como comprar comida, así que decide vivir de las muestras gratis de comida que dan en los supermercados.  



Me acordé de esa historia porque hoy en el supermercado, un hombre con un gorro de chef y un delantal con cuadros de colores, me ofreció fondue de queso. No suelo aceptar esas muestras, pero hoy tenía algo de hambre y el queso derretido se veía delicioso.


En la sartén que lo había calentado ya quedaba muy poco producto, así que lo recogió con una espátula y se lo zampó a una rebanada de pan francés que luego desaparecí en dos mordiscos. El hombre, el chef, el señor que ponen a hacer eso, vio que disfruté la muestra y me ofreció otra. En honor al personaje de mi historia se la acepté y ahí fue cuando atacó sin piedad alguna:
“Está rico, ¿cierto?”
“Si”
“¿No le gustaría llevarlo?, hoy este producto está a la mitad del precio normal, además es importado”
Me quedé callado uno segundos. Quería llevarlo, pero me molestaba que no hubiera estado en la lista de cosas que iba a comprar
“Bueno está bien, le dije”, al tiempo que tomaba una caja.

“No se va a arrepentir. Le aconsejo que cuando lo haga le heche un poquito de crema de leche para que suelte mejor y también le puede echar pollo desmenuzado o pasta”

Nunca se me había pasado por la cabeza lo de la pasta y, por mi expresión, el chef de supermercado concluyó: “pruébelo y verá”.

Al rato, en la caja registradora, el último producto que paso es la caja de fondue; apenas la cajera lo marca le pregunto el precio y no presenta ningún descuento. 


“Este no lo voy a llevar” le digo. Nunca le voy a echar pasta a un fondue de queso.

miércoles, 11 de octubre de 2017

Respirar como terapia

Llevo varios días con una gripa, tratada a punta de agua de panela con limón, que no parece mejorar. Voy al médico y me receta unas terapias respiratorias. La sala de espera del lugar está llena de personas con caras largas y tristes envueltos en bufandas y con tapabocas.

Le pregunto a la mujer en la recepción que cuantos turnos hay para terapia respiratoria, “dos o tres” me responde. “¿Será que alcanzo a comprarme un café ahí?” Doy media vuelta y le señalo ahí: un carrito sobre el andén que ofrece todo tipo de bebidas calientes. “Sí claro, con este frío” y luego ríe fuerte. Le sonrío, me gusta su actitud.

De vuelta al centro médico y con el capuchino en la mano, me dirijo hacia la vending machine y me decido por un paquete de “bocaditos”, unos pasteles gloria del tamaño de una falange. 

Mientras tanto alguien grita, como si lo estuvieran torturando, en uno de los consultorios. Imagino que es un paciente infectado con un virus tipo Zombie que esta en la etapa de trasformación y que pronto va a atravesar las puertas para comenzar a infectarnos a todos a punta de mordiscos, miro a mi alrededor y no cuento con ningún arma para estallarle la cabeza al muerto viviente, si tal situación llega a ocurrir, mi mejor opción es la sombrilla, pero me veo más bien engrosando la filas de  los zombis, “Que peleen los otros pacientes” pienso.

Saco el Kindle y decido leer un capítulo de Guerra y Paz; en él Tolstói habla acerca de una línea intagible que separa dos ejércitos y que se asemeja a la línea que separa los vivos de los muertos en la que se encuentra incertidumbre, muerte y sufrimiento. También dice que tememos y añoramos cruzar esa línea y sabemos que tarde o temprano la debemos cruzar para saber qué es lo que se encuentra ahí o allá. De igual forma vamos a aprender, de forma inevitable, que nos espera en el lado de la muerte.

Pienso cuantos de los que nos encontramos en la sala estamos caminando sobre esa línea, no solo por cuestiones de salud, sino porque así lo quieren el destino, el universo o nuestras vidas. En ese instante alguien pronuncia mi nombre, tomo el vaso de capuchino al que todavía le queda un poco más de la mitad, la sombrilla, mi maleta y me dirijo hacia la sala de terapia respiratoria.

Ya en el lugar, la enfermera me pregunta: ¿Cómo hacemos? Haciendo referencia a la bebida que llevo en la mano. Hago el ademan de poner el vaso sobre una mesa y me dice “igual no lo voy a sentar acá”. Las sillas están ocupadas por dos mujeres que me miran por encima de unas mascarillas de pilotos de avión de combate. Termino en fondo blanco la bebida, y la enfermera me dice: “sígame por acá. Me voy detrás de ella a un lugar repleto de habitaciones separadas por cortinas azules. 

Me siento en una silla, la mujer me conecta la mascarilla y dice “Respire únicamente por la nariz”. Como no tengo nada más que hacer, me concentro en mi respiración y noto que está muy pausada. Cada vez que boto el aire sale mucho vapor de la mascarilla y recuerdo como, cuando era pequeño y el clima estaba muy frío, exhalaba aire duro para simular que fumaba.

Hago un gran esfuerzo para no quedarme dormido; mi respiración está muy relajada y siento que podría quedarme por el resto de mi vida en ese pequeño cubículo, con una camilla a mi izquierda, una estructura metálica con ruedas y dos canecas, una roja y la otra verde, que están muy limpias. Al frente una cortina azul tapa otro cubículo, me pregunto que se encontrará detrás de ella, “¿El Zombie?” Hace rato que dejo de gritar, quizás escapó o alguien le estampo un objeto en su cabeza, la única forma, creo yo, de acabar con uno. 

En cierto momento dejo de pensar cosas y sólo me acompaña mi respiración.

lunes, 9 de octubre de 2017

Ser un vaso de capuchino

Marco Brand vive de afán, su rutina comienza muy temprano en la mañana, y sus días siempre le deparan reuniones, encuentros, llamadas, tareas y cosas por hacer, la mayoría de ellas relacionadas con su trabajo y profesión. ¿Hace cuánto que no toma vacaciones?, ¿Cuándo fue la última vez que leyó un libro por puro placer?, no lo recuerda, pero prefiere desechar esos pensamientos para no amargarse.

Hoy en medio de su correcorre, y mientras espera a un cliente en un café, aprovecha para tomarse un capuchino, una de esas actividades que considera un pequeño placer y que lo ayudan a tranquilizarse; un ritual que le permite bajar las revoluciones de su agotador estilo de vida. 

Brand pide la bebida en un vaso plástico, pues cree que cuando se la sirven en un pocillo, esta se enfría demasiado rápido. “Tomar capuchino frío, guardando las debidas proporciones, es igual de incomodo que lavarse los dientes sin crema dental” piensa. 

Últimamente a Brand le inquieta pensar cómo no hay un segundo del día en el que una marca no esté intentando entrar en contacto y/o colarse por cualquiera de nuestros sentidos, para luego clavarse y hacer de las suyas en el subconsciente, ese terreno extraño que nos pertenece, pero sobre el que no tenemos voz ni mando y que nos lleva a actuar de manera inesperada. 

Justo ahora todo a su alrededor son marcas, como el individual que, con una sonrisa amplia, como pidiendo disculpas, había puesto la mesera en su puesto. Brand lo observa y ve que lleva el logo del establecimiento y un slogan: “nuestras manos construyen un millón de historias”, que suena bien pero que no deja de ser sonso, un cliché. 

Cuando levanta la vista se percata de varias calcomanías pegadas en las paredes, avisos, carteles; incluso, de las palabras que logra descifrar de las conversaciones a su alrededor, nota como las personas quieren dejarle claro a su interlocutor que, antes que nada, son alguien en esta vida, una marca, un punto com, una arroba, que se dedica a hacer esto y lo otro, y de quienes dependemos para sobrevivir. 

Al rato la mesera llega con su bebida: un vaso plástico en su totalidad blanco. Brand lo toma y le da vueltas por todo lado buscándole alguna letra, símbolo, dibujo, hasta que la temperatura le obliga a dejar el vaso sobre la mesa. 

Le gustaría ser como ese vaso de capuchino, no aparentar, no ser nada ni nadie, pero paradójicamente ser algo que, solo con su presencia, reconforta a los que entran en contacto con él, con su mera esencia, que no tiene necesidad alguna de blandir una marca o eslogan a diestra y siniestra para reclamar su lugar en el mundo.

viernes, 6 de octubre de 2017

Sin Habla

Un día, de repente, Olga Flórez dejo de hablar. Lo hacía, como la mayoría de nosotros, desde pequeña, pero un día se quedó sin palabras, sin lenguaje, sin habla.

Primero, el caso fue evaluado por fonoaudiólogos expertos en trastornos de la comunicación humana y luego por reconocidos logopedas que no encontraron ni dieron con la causa de su extraña condición.

Como ningún de esos especialistas logró encontrar nada en particular, prestigiosos médicos psiquiatras entraron en acción, pues cuando las razones del síntoma no se identifican a "simple" vista, lo más probable es que su origen se deba a una falla en nuestro disco duro; pero estos tampoco encontraron nada, pues su labor se dificultó a niveles impensables pues no podían dialogar con la paciente, uno de los requisitos básicos de su práctica.

La ciencia médica antes había tratado casos al revés es decir, de niños que al haber sido maltratados de forma física y psicológica de pequeños, o que habían sufrido un fuerte trauma en sus primeros años de vida, se les dificultaba encontrar el habla, por decirlo de alguna manera. En estos casos, los especialistas sabían cómo guiarlos por el camino adecuado para que dieran con ella, pero con Olga todo el conocimiento adquirido no servía para nada.

¿Qué pensará? Se preguntaban todos los días, pero solo ella, que tenía frecuentes monólogos mentales para no enloquecer, lo sabía.

Ya cansada de tener malentendidos con familiares, amigos y conocidos, un día  decidió no hablarle a nadie durante un lapso de tres meses, luego de deducir que las palabras, muchas veces, son malinterpretadas y son el principal detonante de los conflictos entre las personas.

En un calendario pegado en la pared de su cuarto iba tachando los días de su reto, llamémoslo no verbal, y cuando por fin lo cumplió, cuando abrió su boca para hablar no logró hacerlo; las palabras se le estrellaban en su mente, pero no encontraban manera alguna de ser expulsadas.

Hoy en día Olga Flórez continua sin hablar y trata de llevar, en la medida de lo posible, una vida normal, si es que existe tal cosa; eso sí, una vida con menos malentendidos.