lunes, 30 de octubre de 2017

Papelitos

La billetera, al igual que los bolsillos de las chaquetas, se convierten en lugares perfectos para guardar papelitos basura cuando no se tiene una caneca a la mano; otro podría ser las maletas, pero hace mucho que no utilizo una con frecuencia. 

Hoy decidí hacerle limpieza a la primera. Hacía rato que tenía comprobantes de pago que no había ingresado en un archivo en el que intento organizar mis finanzas, pero que a veces olvido, pues muchas veces intento llevar, de forma infructuosa, las cuentas en la cabeza, que tiende a enredarlo todo. 

Me encontré con muchos papelitos que no tenían nada que ver con mis finanzas y que resultaban intrigantes por la cantidad de dobleces que les había hecho. Siempre que doy con uno de esos papeles, pienso que me voy a encontrar con un mensaje muy importante, un recordatorio de algo que, o ya pasó o está a punto de ocurrir. Casi nunca ocurre eso y, en un segundo, el papelito pierde su estatus de mensaje importante y termina en el fondo de una caneca, una de verdad. 

Uno de esos papeles era uno en el que se repetía la palabra domeboro muchas veces, con las instrucciones para su uso. Apenas lo leí me quede jugando con la palabra en mi boca o en mi mente, pues suena bien, ¿no? Es de esas palabras que, creo, alcanzamos a saborear.

No tengo idea de cómo ese papel que indica el uso apropiado de esa solución de calcio y sulfato de aluminio y que se utiliza para alergias, llegó a mí billetera. Intenté hacer memoria, pero no recuerdo haber tenido alergias en los últimos meses.

Sigo inspeccionado la billetera y doy con un papel, más pequeño que el del domeboro y que tiene los teléfonos de un hombre que vende plantas carnívoras y cactus. ¿Tiene alguna relación ese papel con el anterior?, qué se yo, ¿seré alérgico a las plantas carnívoras o algo así? Hago el mismo ejercicio de hacer memoria, término que más bien suena a inventarse cosas, y creo que el papel me lo dieron en un mercado de las pulgas, no porque estuviera interesado en comprar plantas, sino que lo recibí solo para no dejarle la mano extendida al hombre que las vendía. 

A punto de terminar la revisión de los papelitos, o bien, la basura, doy con un comprobante de hace poco que, por la hora, parece ser de una salida nocturna. Tampoco logro recordar con quién estaba ese día y cuál fue el motivo para haber salido esa noche, ¿estaré perdiendo la memoria y, peor aún, voy por ahí, comprando cosas o gastando dinero, sin ser consciente de ello?

viernes, 27 de octubre de 2017

Dejar de hacer

Cuando dejamos de hacer algo que nos gusta porque nuestras ocupaciones, a las que solemos darles demasiada importancia, supuestamente no lo permiten, algo se rompe dentro de nosotros. ¿Qué? no lo sé, pero el equilibrio, el poco o mucho que tengamos en nuestra vida, se altera, enloquecemos un poco y, supongo, eso solo desencadena en desgracias.

En mí caso ese algo es escribir, Que si bien o mal, eso es lo de menos; lo importante es que realizar esa actividad, sin la que uno se siente incompleto, nos haga sentir bien, nos brinde alegrías, nos ponga a pensar y confronte, pues creo que si no nos genera un poco de conflicto, no dejar de ser una mera distracción.

Bien lo dijo Millás en su artícuento La Contrisión me mata:

“Al dejar de escribir, se acelera la rotación de la Tierra. 
Por cada cien sustantivos no escritos, el caos avanza 
una milésima de segundo.”

Hace cinco años que leí eso, y el escrito siempre viene a mí cabeza cuando tengo pereza de escribir. En varias de esas ocasiones me obligo a sentarme en el escritorio y muchas veces me quedo mirando la pantalla blanca, y la maldita no me dice nada. Cuándo eso pasa me pongo a describir cualquier cosa o hurgo en mi mente hasta que doy con algún suceso para narrar, sin importar si es un hecho trivial, como una mosca que paso volando o un asunto “serio”.

Cuando definitivamente la pereza me gana, luego me siento mal. Creo que a todos nos pasa lo mismo, sin importar qué sea lo que nos guste hacer: escribir, hacer yoga, bailar, jugar yo-yo, trompo o fútbol; patear una piedra en la calle, dibujar, meditar, tocar un instrumento, caminar, correr, cantar, leer; todas esos algos que nos mantienen unidos, permiten que seamos personas y que no nos desmoronemos. 

Tal vez, cada vez que dejamos de hacer algo, no sólo la rotación de la tierra es la que se acelera, sino también el tempo que nos queda de vida se acorta en una centésima de segundo. Si sumamos la cantidad de veces que hemos dejado de hacer, seguro no dormiríamos tranquilos.

jueves, 26 de octubre de 2017

La vaina esta jodida

“La vaina esta jodida, Conejo.”

Con un suspiro al final, eso le dijo una vez Mauricio Lleras, librero y fundador de la librería Prólogo, a Edgar Blanco, su similar de la hace poco clausurada Madriguera del Conejo. El segundo debido, supongo, a la cercanía de ambas librerías en ese entonces, había pasado a visitar al primero; imagino, también, que para hablar sobre cómo iban sus negocios y, en especial, sobre uno de los puntos de apoyo sobre el que siempre han girado sus vidas: los libros. 

En esa ocasión yo acababa de llegar a la librería de Lleras y, apenas me disponía a entregarme al sencillo placer de hojear libros, capté ese fragmento de diálogo, justo antes de la despedida y apretón de manos de estos paladines de los libros y la lectura. Desde ese día la frase se me quedó grabada y le daba varias vueltas cada vez que me acordaba de ella: ¿Sobre qué estaban hablando?, ¿qué vaina estaba o está jodida?, ¿Se van a acabar las librerías?

Ese pensamiento sobre ese terrible escenario, que no deja de generarme algo de angustia, se alumbró de nuevo en mi cabeza, cuando leí la noticia sobre el cierre de la Madriguera del Conejo; el negocio de las librerías independientes está jodido, pensé. 

Es un tema difícil, ¿a quién culpar, al pobre índice de lectura en nuestro país?, ¿al alto precio de los libros? no tengo la repuesta. Lo ideal sería que el grupo de personas que conocemos: amigos, familiares, enemigos, pareja, les gustara leer; además de eso que fueran también ese tipo de románticos que huyen de los formatos digitales, pero ¿qué podemos hacer si no es así, si la lectura nunca los cautivó, rara vez cogen un libro y prefieren hacer cualquier otra cosa antes que leer? Bonito sería encontrarnos en un escenario como el de Urueña, un pueblito español que sólo cuenta con doscientos habitantes y once librerías, más que su número de bares. 

Quizás el caos de las grandes ciudades, acompañado de nuestro agotador estilo de vida, es lo que juega en contra y sentencia a las librerías independientes. De pronto con más tiempo libre y menos afanes, la gente le daría una oportunidad a la lectura. 

Ver cómo, poco a poco, esos espacios que le apuestan a los libros y la literatura no resisten los embistes del mundo moderno, debería preocuparnos de alguna manera. ¿Será que todas van a “caer”?

miércoles, 25 de octubre de 2017

Punto y coma

Iba a empezar escribir este texto a las 11:30. Me distraje con el celular y ahora son las y 41. Seguramente no lo voy a terminar antes del cambio de día, por eso la razón del título, es decir, digamos que el punto corresponde a hoy y la coma a un mañana que ocurrirá, ahora, dentro de 16 minutos, si no es que un meteorito impacta la tierra y acaba con este cuento, tan surreal en ocasiones, tan subjetivo, en últimas tan punto y coma.

Dicen que el uso de ese signo de puntuación es el más ambiguo de todos, Muchos le temen y prefieren darle palo hasta el cansancio a la coma sencilla , otros pretenden ir más a la fija y optan por el punto, que da una sensación de seguridad por su carácter cortante y de: “Hasta aquí  llegamos, busque otra idea si quiere decir algo más”.

Daniel, un gran amigo que estudio literatura, quien, considero, escribe muy bien, me contó hace un tiempo que él sabe muy poco de puntuación, tiende a dejarse llevar por el instinto y pone los signos a punta de feeling. Dicha conducta le permite crear escritos sabrosos, que tal vez se quedarían en el mundo de las ideas si fuera un lingüista puro. 

Yo, sin ínfulas de lo último, lo utilizo y trato de mezclar ambos acercamientos, cuando siento que la idea que quiero expresar está ligeramente desconectada de la anterior, pero pende de un hilo casi invisible que todavía la conecta, como ese pedazo de carne al que se aferra un diente cuando está a punto de caerse.

De pronto, sobrellevar la vida se trata más de punto y comas que de comas sencillas o puntos, pues a veces es difícil entender de qué forma se conectan los sucesos de nuestras vidas.

Por mí parte, si la vida fuera una mera cuestión de puntuación, la viviría a punto de comas de inciso, pues me parece el signo de puntuación más justo  y apropiado de todos.

martes, 24 de octubre de 2017

Atardecer

El hombre escribe mientras el cielo se oscurece rápidamente. Al cuarto sólo lo alumbra la luz de una lámpara de escritorio, que refleja unas sombras sobre la pared, y que tiene una calcomanía que dice: “Cuidado: Para reducir el riego de incendio use bombillos tipo A de 75 Watts.” “ ¿Cuál es el miedo? A veces es mejor arder, ¿no?” piensa, “¿acaso no lo dijo Neil Young y luego lo reforzó Cobain?: “es mejor quemarse que desvanecerse”

Las paredes de la habitación son blancas, pero las imagina púrpuras. Alguien, no recuerda quién, una vez le dijo que ese era el color de la tranquilidad y que, en momentos de angustia, terror o temor, solo bastaba con respirar profundamente y pensar en ese color para calmarse. Hace el intento. Deja de teclear por unos segundos para convertir su mente en un mar púrpura, pero una estampida de pensamientos lo atropella, le hace olvidar la respiración y la pared vuelve a ser blanca. 

Al rato recuerda otro color, el amarillo, una amiga que se esfumo de su vida, como si hubiera ardido, una vez le contó que cuando quisiera pasar desapercibido, tan solo tenía que concentrarse e imaginarse rodeado por una burbuja de color amarillo. Ella escuchó la historia de una mujer que iba por un callejón en el que había unos rateros que no la vieron, gracias a que paso por delante de ellos inmersa en su burbuja amarilla imaginaria. 

Sonríe, le gusta ese relato poco creíble, pero no sabe qué tanto funcionarían las historias si no les inyectáramos una fuerte dosis de credibilidad, por más fantasía que sean. Toma un sorbo de jugo de naranja, sabe bien, le agrada cuando da con la proporción de agua y zumo justa, al igual que con la cantidad de azúcar, no mucha, menos de un cuarto de cucharadita.

Se muerde los labios. ¿Por qué nadie lo llama?, ¿por qué nadie le envía un mensaje que lo distraiga del remolino en el que se ha convertido su cabeza? “Acaba de sonar, ¿cierto?” se pregunta. El aparato se está cargando. Se desliza hacia atrás en la silla para revisarlo. Sabe que lo había dejado en silencio, pero considera vital mentirse, acaso ¿quién no lo hace?

Apenas lo desbloquea le pone sonido. La pantalla le dice “6 mensajes de dos chats”: Uno, es de una amiga que le envía puros emoticones. Se supone que son alegres, pero a él no le dicen nada. Recuerda la canción de los Beatles que dice que “la felicidad es un arma caliente”. Así lo cree, está sobrevalorada y repudiamos la tristeza como si fuera un ente maligno que sólo nos conduce a la desgracia. 

 Cree que ninguna postura, per se, es buena o mala, sólo dos fuerzas que se equilibran como muchas otras cosas en la vida: la muerte y la vida, la noche y el día, el queso y el bocadillo, el sonido y el silencio. El otro mensaje es de una conversación de un grupo de más de 10 personas, en la que se habla de todo y de nada; más bien, le parece, una competencia de egos.

La batería está al 79%, “¿será una señal?” se pregunta, juega con él número, le da la vuelta, 97, ese no le gusta, prefiere el otro. “1979” piensa ahora, ¿qué pasó ese año? no lo recuerda, o no importa, da lo mismo. Si fuera numerólogo seguro le sacaría algún significado importante al número.

Una notificación del celular lo trae de vuelta al cuarto de paredes blancas o púrpuras, a la lámpara y su bombillo que no descansa, al vaso de jugo ya desocupado, “¿quién será?” se pregunta.

lunes, 23 de octubre de 2017

Paro andado

La aplicación no funciona, se queda cargando como si los taxis hubieran desaparecido. Por un segundo me imagino en un futuro en el que, por alguna razón, imposible de precisar, qué se yo, un régimen totalitario, digamos, no hay carros. 

Al salir a la calle mi fantasía se desmorona. Camino un par de cuadras estirando la mano sin éxito, hasta que por fin uno para. Le doy la dirección al conductor y luego de un rato de trayecto, caemos en una conversación casi obligada: el paro de taxistas.

Es un hombre joven, debe tener un poco más de 30 años. Me cuenta que sus compañeros de gremio ya se han empezado a reunir en diferentes puntos de la ciudad, que la cosa se va a poner fea en un par de horas.

“¿Y usted no va a ir a uno de esos puntos?”, le pregunto.

“Pues a uno lo ponen entre la espada y la pared. Yo tengo que trabajar porque el patrón así lo quiere. Hasta que no le rompan un carro debo seguir en la calle. Eso sí, me toca andar con cuidadito, pero no puedo dejar de trabajar. 

En ese momento le llega una notificación al celular, lo mira y luego dice:“Ya comenzaron a mandar mensajes”. Son un par de audios que me deja escuchar:

“Compañeros, ya saben taxi que pillemos cargado, lo rompemos”
“Yo lo único que aspiro es que los que rompan carros se tapen la cara, que utilicen pasamontañas para que no los cagturen
“Sí”, dice otro en un tono emocionado, “a los taxis que estén trabajando se les debe dar más duro que a los UberX”

Noto que el hombre que  conduce sólo quiere trabajar, y que está algo nervioso. Revisa el mapa en su celular y antes de tomar cada curva mira la calle que está a punto de tomar para cerciorarse de que ningún retén amarillo lo espere unos metros adelante.

Al momento de bajarme del taxi le deseo suerte y que ojalá no le rompan el carro.

jueves, 19 de octubre de 2017

Nuestras rarezas

Hace unos años en un taller de escritura, el escritor que lo dictaba habló en una sesión sobre uno de los rituales del escritor japonés Oe Kenzaburo, que consistía en apagar las luces y sentarse, en plena oscuridad, en la mitad de una habitación con una grabadora en mano, para narrar las novelas, que luego transcribía y editaba. 

El comentario fue una nota al margen, que se quedó grabada en mi memoria y que, considero, tiene algo de fascinante. Hoy busqué en internet para ver si lograba dar con algún vínculo relacionado con Kenzaburo y su particular método creativo, pero no encontré nada relacionado con el tema, sólo un documento sobre una conversación epistolar que mantuvo con Vargas Llosa, quien es un gran admirador de su trabajo.

Fue bueno saber que internet no lo sabe todo o que soy pésimo para realizar búsquedas concretas, aunque no deja de preocuparme que me haya inventado esa historia, hecho que tal vez indique inicios de demencia, en fin.

Imagino que todos tenemos ciertas rarezas creativas que puede ser, digamos, la forma en que le untamos mantequilla y mermelada a una tostada, el ritual para secarnos cuando salimos de la ducha o la manera en que nos ponemos las medias. Esas particularidades en nuestro carácter deben sobresalir en nuestra conducta, para ayudarnos a entrar al tan, a veces, esquivo mundo de las ideas.