lunes, 20 de noviembre de 2017

Chispita azul

Chispita, supongo que así se llama, no lo sé, llega un momento en que uno se aterra de la cantidad de temas sobre los que no sabe nada, o sobre los que se cree saber pero en verdad son asuntos que navegamos a plena oscuridad; lo que pasa es que somos buenos contándonos historias de que somos unos chachos, me gusta esa palabra, y que tenemos todo bajo control, que dominamos lo poco que sabemos. 

Estimado lector, si todavía sigue acá, conmigo, leyendo estas palabras que escribí y se aguantó esa especie de regaño, muchas gracias, pues ese fue el narrador que surgió, qué se yo, si hubiera decidido inventarme un relato, seguro habría sido otro, uno más objetivo y menos cantaletudo.

Creo que se llamaba Natalia y llevaba una chispita de color azul en la nariz. Su pelo era de color rubio y trabajaba de mesera en el bar El Anónimo, en esa época en que lo frecuentaba mínimo una vez cada quince días pues un amigo era el encargado de poner la música, y a veces me dejaba llevar mis cd’s y me soltaba la consola toda la noche. Los dueños del bar no ponían problema, e incluso, en ocasiones, me regalaban un par de cervezas, cortesía de la casa, por tomarme el trabajo de poner la música, mientras ellos y mi amigo se dedicaban a tomar cerveza y atender a la gran cantidad de amigos que los visitaban, que prácticamente era toda la clientela. Siempre me gustó mucho eso de ese bar, que todos parecían conocerse con todos. 

Natalia Me parecía sexy a morir y me intimidaba como nadie. Cada vez que iba, la saludaba tímidamente pues ya nos conocíamos de vista, que llaman. Imagino que así saludaba a otros tipejos que también eran clientes frecuentes del bar. Nunca le dije nada más allá del saludo; puro miedo, puro hueva que es uno en ciertos momentos de la existencia. Me inventaba la excusa de que estaba muy ocupada, y en serio lo estaba, pero pues era obvio, ¿qué más se podía esperar de una mesera de bar en una noche de viernes o sábado? 

Había otra mesera, una flaquita, crespita con la que si dialogaba más. A otro amigo le gustaba mucho, pero a mí no. No me parecía fea,  en términos generales era atractiva, pero no tenía nada que hacer contra la monita de la chispita azul.

De un momento a otro la dejé de ver, supongo que dejó de trabajar en el bar y que yo deje de ir tan seguido, Hoy vi una mujer con una de esas chispitas y por eso me acordé de ella.

sábado, 18 de noviembre de 2017

Asaltantes

Es una pareja, al parecer, dispareja en edad. El hombre, con muchas canas, bien podría ser el padre de la mujer rubia, que lleva el pelo corto, un pantalón negro ceñido, tenis del mismo color y cara con un gesto agrio, como si la existencia le supiera feo.

Los novios, amantes, padre e hija, agentes secretos, asaltantes; las combinaciones resultan alarmantes, se sientan en la mesa de al lado y no conversan. Si lo hacen, es a través de un lenguaje de miradas que solo ellos conocen.

El hombre comienza a hojear una revista y la mujer a mirar su teléfono celular. Continúan sin decir nada, excepto ese intercambio de miradas que quién sabe que cantidad de información contiene.

El mesero los saluda y les entrega las cartas. Sin haber recibido la suya, la mujer dice que por favor le traigan una porción de papaya. También Ordena dos tintos. “Por favor bien cargaditos” dice ahora. El hombre que la acompaña muestra desinterés en la dinámica de ordenar platos; la mujer podría ordenarle un café con cicuta y se lo tomaría sin problema. Pero el veneno no está disponible en la carta, aunque recordemos que pueden ser agentes secretos y la mujer lo lleva en un frasquito en algún compartimiento secreto de la chaqueta que lleva puesta.

“Por favor que los cafés queden bien cargaditos” dice ahora. “Ok, ya mismo se los traigo”. “Pero, ¿no nos a tomar la orden de una vez?” responde la mujer en un tono que evidencia ganas de cachetearlo. “Si claro” responde apenado.

Antes de que el mesero, quien pienso le vas a escupir en sus platos en respuesta a la actitud agria de la mujer, se vaya, la mujer le pregunta: “¿Cuántos meseros hay hoy?. “siete” responde el hombre como si estuviera en una evaluación oral. “y cuántas mesas son?”. “dieciocho”.

Un rato después, el mesero llega con las bebidas que ordenaron, la mujer prueba su tinto y le dice, “noooo, se fueron para el otro lado, ahora quedó muy cargado, ¿me puede traer agua caliente por favor?. El hombre que los atiende evita el contacto visual y responde: “con gusto”. 

La mujer dice: “Casi 2 meseros por mesa”, soltando el pensamiento en voz alta, “18 mesas”, concluye. Me extraña su obsesión con los cálculos y el tema de los meseros y mesas, definitivamente deben ser asaltantes.

Luego de que les traen lo que ordenaron, comen muy deprisa, y el hombre por fin habla, menciona algo relacionado con un comercial de un banco, que le vino a la memoria por algo que vio en la revista.

Piden la cuenta, pagan y dejan el lugar. Al rato me voy, Quién sabe para que día y hora están planeando el golpe al lugar

viernes, 17 de noviembre de 2017

Título

Tengo muchas notas en mi libreta, 4 páginas llenas de ellas. Algunas son casi ininteligibles y parecen más bien el garabato de un niño pequeño; me cuesta leerlas. 


Todas, supongo, hacen parte de un texto que quiero escribir sobre una charla a la que asistí. Mientras las leo en su crudeza de apunte a mil por hora, me imagino un día, o un tiempo, en el que mi escritura haya evolucionado al punto de comenzar a escribir los textos antes de asistir y /o presenciar un evento, el que sea: una charla, una conferencia, una conversación entre dos personas, el ladrido de un perro a lo lejos, el avistamiento de una mosca que pasa volando, o una sirena que suena y se repite sin cansancio. ¿Cuál es la historia?, ¿qué ocurre en esos instantes de realidad de los que podré o no hacer parte?, ¿cómo nos oprimen el corazón hasta hacer añicos nuestras emociones?

Un momento en el que las notes que tome, se van a entrelazar de forma casi perfecta, van a encajar y cobrar sentido al compararlas con mis ideas, posturas, miedos, recuerdos, y los miles de variables y micro-momentos que hacen posible y ocurren dentro de la escritura.

Escribo a medida que leo esos apuntes de trazo ansioso, mientras voy  tratando de ser lo más fiel posible a lo que ocurrió, sin ponerle atención al vanidoso y engreído punto de vista, que pretende colarse en cualquier momento.

Ingenuamente creo que lo termino, son casi 1000 palabras que deben, supongo, en la medida de los posible, funcionar como un todo. Empiezo a editarlo, le mocho signos de puntuación y palabras o las sustituyo por otras que considero más apropiadas.

El título, que está subrayado en color amarillo, pues es provisional, fue el que dio inicio al texto; una mera corazonada que ya no me convence, es como si fuera el título de otro escrito o como si otra persona lo hubiera puesto, otro yo que me habita y desconozco, y que no fue a la charla o no le interesó y por eso no puso atención.

Por el momento lo dejo, pero tiene sus horas o días contados. Lo voy a matar antes de que él acabe con mi texto, pues los títulos a veces tienen la capacidad de aniquilar el conjunto de palabras que lideran, sin darles ninguna oportunidad de ser leídas.

jueves, 16 de noviembre de 2017

Costumbre

Se había acostumbrado a los muchos componentes y situaciones de su vida: trabajo, relaciones, rutinas y a unas ya le resultaba imposible encontrarles sabor, sin importar cómo o por qué lado las mascara, abordara, digiriera.

También se había acostumbrado a que los relatos tuvieran un inicio, nudo y desenlace, porque así lo reza la teoría narrativa, ese legado de exposición, confrontación y resolución que dejaron los padres de la narrativa, pero diseccionar una historia, su historia, en elementos que encajen cómo piezas de rompecabezas en una línea de tiempo, es una labor imposible; las historias son mucho más que únicamente los tres actos. 

Cuando va a salir de la casa y el cielo está gris, se acostumbró a llevar sombrilla, porque está acostumbrado a permanecer seco que, sabe, se relaciona, con alejarse de los extremos, pues le tiene mucho miedo a los abismos de lo que desconoce.

La costumbre lo ha llevado a convertirse en un ser binario, un 1 o 0, completamente predecible, un blanco y negro, unos extremos que se unen en las puntas y que forman una circunferencia, un loop que nunca deja de recorrer. 

Está cansado, y se cansa aún más al ver a los otros en la misma situación, en la que el tiempo parece que no avanza y se repite una y otra vez: el blanco, lo bueno, el 1, el negro, lo malo, el 0, siempre lejos de los bordes de la existencia. 

Quiere desacostumbrarse, acaso, ¿quién no? Ser otro, ser otros, anular su identidad costumbrista y encontrar dicha en su caos, sus contradicciones, sus fisuras como ser humano imperfecto y burdo.

Truena y sale a caminar sin sombrilla.  Por algo se empieza.

martes, 14 de noviembre de 2017

Insignificante

A la altura del cuarto libro de la novela Guerra y Paz, el príncipe Andrei Nikolayevich Bolkonsky, uno de los personajes principales, no le va bien en una batalla. 

Malherido y tendido boca arriba, se asombra con la inmensidad y grandeza del cielo y se pregunta cómo no se había fijado en semejante espectáculo antes. Concluye que “Todo es vanidad, todo falsedad, excepto ese cielo infinito.”

Bolkonsky llega a esa conjetura porque está débil, ha perdido mucha sangre y su estado, más la cercanía a la muerte, hacen que deje de pensar en la guerra y otros asuntos que consideraba importantes que, si nos fijamos bien, no dejan de ser “trivialidades en las que malgastamos nuestro tiempo”, como dice Rosa Montero.

Es probable que día a día, la velocidad con la que avanza el mundo y nuestras vidas, nos haya hecho perder nuestra capacidad de asombro ante eventos sencillos, pero de naturaleza casi perfecta, qué se yo: un cielo azul despejado, la carcajada de un bebé, un abrazo sincero, y no concluyo esta corta enumeración con “etc.”, pues la expresión se quedaría corta. Cada quién atesora aquellos momentos sublimes sin necesidad alguna de pregonarlos o hacer alarde de ellos.

En medio de ese instante de iluminación, Bolkonsky se encuentra con el mismísimo Napoleón, quien llega a revisar el terreno de batalla par regodearse en su capacidad destructiva. El príncipe ruso emite un quejido para que noten que todavía esta vivo y, mientras mira a los ojos a Napoleón, piensa en la insignificancia de la grandeza, la poca importancia de la vida que nadie puede entender, la también y aún más inentendible importancia de la muerte, cuyo significado nadie puede explicar.

Que la muerte no sea la única encargada de hacernos fijar en lo insignificante que resultan nuestras preocupaciones y delirios de grandeza.

lunes, 13 de noviembre de 2017

Champeta

Sábado. 

Recuerdo un cuento que leí hace unas horas y que me cuestiona. Caigo en un remolino existencial poco provechoso para un fin de semana. Intento distraerme de cualquier manera y decido revisar el celular, aunque no haya sonado, que se está cargando. 

Tengo unos mensajes. Uno de ellos de una amiga que me invita a la celebración de cumpleaños de un primo. “Voy”, “no voy”, Esta tarde”, “no estoy haciendo nada”, “ ¿Será que sí?” “Hace frio”, “no, no hace frio”. Me paseo por esos y otra serie de pensamientos y al final me decido por ir.

Camino al lugar me entero que la entrada cuesta $15.000 de los que $6000 son consumibles, pregunto que cuanto cuesta la unidad y me responden: “Es que hoy hay una fiesta de champeta. Hasta las 11 dejan entrar”. Me queda media hora, así que no me preocupo, mientras converso temas comodín con el taxista: tráfico, clima, el año se pasó muy rápido, uber; lo de siempre. 

Llego al lugar y me encuentro con mi grupo compuesto por gente que conozco y no conozco, esas personas que siempre vemos en reuniones de los amigos que se tienen en común, pero de las que escasamente sabemos el nombre. 

Los $6000 de cover me alcanzan para una cerveza, a la que comienzo a darles pequeños sorbos. “Ojalá que me duré toda la noche” pienso, aunque sé que no hay forma alguna de que eso ocurra.

Estoy sentado y el grupo de conocidos-desconocidos me invita, en medio de bulla y una especie de bullying de ambiente de rumba, a que me pare a bailar. Lo hago y me ubico en un lugar de un círculo de baile que se formó de un momento a otro. 

Me meneo de un lado a otro despreocupadamente intentando que mis pisadas coincidan con el beat de la canción suena, que podría catalogarse como un: currulao-champeta-merengue-regaetton-hiphop. El rincón en el que estamos tiene poca luz y nuestras caras se encienden por momentos gracias a las luces estroboscópicas, que buena palabra esta, del bar. A nadie parece interesarle la capacidad de baile de sus respectivos vecinos.

Veo como un hombre que está con su novia la toma por atrás, de la cintura, y se le arrima a bailar sensualmente. Ella, apenas ve las intenciones de su pareja se separa y le indica: “así no”, moviendo el dedo índice de su mano derecha de un lado a otro muy rápido. El hombre no dice nada, solo sonríe como queriendo no echarle tiza al asunto. Al rato veo que la agarra de sus nalgas para bailar apretaito’, lo que, al parecer, evapora cualquier residuo de pudor en su pareja.

Comienza una tanda de salsa con “Sonido Bestial” y me siento, pues soy malísimo para bailar ese estilo de música. En el grupo de al lado veo como dos mujeres bailan juntas a falta de parejos, son buenas dando vueltas y mueven los pies muy rápido. En un sofá una bomba inflable de Hello Kity no deja de moverse a causa del soplido de un ventilador.

Ahora me fijo en la puerta por donde entramos, tiene un letrero con letras neón rojas que dice salida. El lugar lleno, aunque no repleto. me Me imagino una situación de peligro en el bar, un incendio para ser preciso. ¿Alcanzaría a atravesar la puerta antes de la estampida de las personas que están en la pista de baile? Imagino titulares de periódico trágicos: “Mueren calcinadas…” “Fiesta en llamas: incendio deja un saldo de…” y otros por el estilo.

El sonido de un órgano una guitarra y una batería cortan de tajo mi imaginación. Un grupo en vivo ha comenzado a tocar champeta. Me acerco al escenario para ver de cerca a los músicos. Las melodías son alegres y me fijo en cómo toca el baterista; le da con feeling gradable y muy fuerte a los tambores, y se nota que tiene los tiempos completamente grabados en su cabeza, lo que le permite hacer cortes precisos que alterna entre el redoblante y el hi-hat de forma hábil.

El grupo deja de tocar, acabo una tercera cerveza y voy al baño. En el lavamanos, que comparten ambos baños, una mujer se limpia los pies con toallas de papel y con gran fervor. Un par de baletas rojas reposan a su lado; imagino que alguien le chorreó trago en sus pies o que estos le sudan de forma exagerada.

Cuando me devuelvo al sitio que  ocupa mi grupo todos están poniéndose los sacos y chaquetas. La noche de champeta terminó.

viernes, 10 de noviembre de 2017

Cobrar

Uno va por la vida adquiriendo deudas de todo tipo. Por ejemplo, con la lectura. Día a día nos encontramos con libros y autores que no habíamos ubicado en nuestro radar de lectura, e inmediatamente los añadimos a lo que Humberto Eco llama la anti-librería o los libros que no hemos leído y que, quizá, nunca vamos a leer.

Hace mucho me recomendaron que leyera “El Cobrador”, un cuento de Rubem Fonseca. Desde ese día lo había tenido presente, pues me pareció ingeniosa su trama: Un tipo que siente que el universo, la vida, dios, las personas, la sociedad, todo y todos están en deuda con él en cuanto a dinero, pinta fama, mujeres, sexo, etc. y asesinar personas es su manera de saldar cuentas. 

La deuda con la lectura es una constante, y el dios de la lectura, aventurémonos a imaginar que existe, siempre nos la está cobrando, igual no hay mucho por lo que preocuparse pues siempre vamos a quedar debiéndole; además los libros también tienen una deuda permanente con nosotros, que consiste en ayudarnos a comprender la realidad que, a diferencia de la ficción, no necesita sentido alguno.

Hoy por fin leí el cuento en una antología de los mejores relatos de Fonseca. Creo que, en medio de su salvajismo, nos parecemos a su protagonista.

“Me quedo frente a la televisión para aumentar
mi odio. Cuando mi cólera va disminuyendo y pierdo 
las ganas de cobrar lo que me deben, me siento frente
a la televisión y al poco tiempo me vuelve el odio”
- El Cobrador -