miércoles, 13 de diciembre de 2017

Zen

Es medio día. Hace sol y las calles del lugar, un sector de oficinas, están repletas de personas: hombres encorbatados con gestos que quieren dar a entender que están en la cima del mundo, acompañados por mujeres muy arregladas que llevan carteras gigantes y gafas oscuras, cuyos marcos gruesos combinan con alguna de las prendas que llevan puestas. Todos caminan de afán para ver en qué lugar van a almorzar. 

Ciertos personajes rompen el equilibrio de la escena de urbe revolucionada: un guardia de seguridad que parece en posición firmes y lleva un uniforme azul impecable, con un perro bóxer, sentado en sus patas traseras, a su lado, que lo imita. Ambos observan el tráfico de gente, inmersos, quién sabe en qué tipos de pensamientos. El otro es una señora de los tintos diminuta y que también camina de afán, pero su destino no parecer ser un restaurante, sino quizás un banco o una tienda para comprar unos cafés o una gaseosa. Un French Poodle, para guardar el sentido de las proporciones, la acompaña.

La mujer pasa por enfrente del guardia de seguridad sin determinarlo, contraria a la actitud de su perro, quien encara al bóxer y comienza a ladrarle desesperado. El segundo no abandona su posición de firmes, aguanta los gruñidos, ladridos, quejas, alegato del primero como si nada. Su actitud de pelea le resbala por completo.

El Poodle hala la correa con fuerza, obliga a dar media vuelta a la mujer y que suspenda su paso. Ella tira de la correa con fuerza y lo llama por el nombre, uno bien ridículo, digno de perro escandaloso y chiquito. Este cede y, envenenado por dentro, continua su camino.

Todos deberíamos emular algo de la actitud Zen del Boxer.

martes, 12 de diciembre de 2017

Consignación

Tengo que consignar un dinero en el banco y hacer unos pagos. Antes de salir de la casa, me vuelvo un ocho haciendo los cálculos de la cantidad de dinero que debo retirar del cajero. 

Al llegar al banco una máquina me asigna el turno O343, con el que pienso,  me van a atender mañana, por el número, exagerado creo, que acompaña a la vocal. Mientras subo las escaleras imagino que en el lugar debe haber 342 Oes o personas, que madrugaron más, estaban más cerca del banco o lo que sea. 

Trato de adquirir una actitud positiva para uno de los peores planes del mundo: Hacer vueltas de banco. Me acompaña mi MP3, compañero de mil batallas; también lo hace el celular pero no pienso sacarlo, no quiero darle al celador el placer de pronunciar: “Por favor me colabora con el celular”.

Suena Nightrain de Guns and Roses, una canción que me sube el ánimo. Le subo al volumen porque tengo justo enfrente mío una pantalla que indica cuál turno van a atender, así que no hay forma de no darme cuenta cuándo me toca a mí.

Le doy a un bombo imaginario con mi pie derecho. Volteo a mirar hacia la izquierda y una mujer que lleva una falda blanca y blusa negra, se ve nerviosa. Se lleva las manos a la cabeza y se pone de pie, se vuelve a sentar y revisa los papeles que lleva en la mano. Por último, me dirige la palabra como si yo fuera su salvador, a mí, una persona que tiene la música a un volumen que tiende a ser ensordecedor. 

“¿Perdón?” le digo, mientras me quito el audífono del oído derecho. La mujer exagera su cara de angustia.

“Se me descargo el celular, ¿será que me puede regalar un minuto para llamar a que me dicten el número de la cuenta?”

Su petición tiene toda la pinta de chanchullo, paseo millonario, tráfico de órganos, enredos con mafia italiana, etc. “No tengo minutos”, respondo. La mujer se sienta, sigue con su actuación dramática y al rato abandona el lugar. 

Los turnos de diferentes letras y números, avanzan muy despacio, los de mi grupo, los hermanos O, apenas van en el 320. Antes de que me entre la angustia y me ponga a hacer cálculos de cuánto se demora un cajero atendiendo una persona, para luego descifrar el tiempo que todavía tengo que estar metido en este sitio del infierno, me distraigo con una pantalla ubicada al lado izquierdo del tablero de los turnos.

Si las entidades bancarias fueran consideradas en lo más mínimo, pasarían un video, cualquier capítulo de una serie, incluso uno de padres e hijos, por ser bien extremistas, pero no, lo único que transmiten y repiten hasta el cansancio son comerciales de la entidad con un eslogan flojo: “Es el tiempo de todos”. En estos predominan imágenes de bebes en los brazos de sus madres, personas con sonrisas perfectas y pintas de modelo que no se parecen en nada a ninguna de las personas que se encuentran conmigo. Son imágenes bellas que le apuntan a despertar emociones y en momentos me dejo llevar por ellas; maldita publicidad.

Luego de una tanda prolongada de comerciales, aparece una imagen de Einstein bajo el título, si no estoy mal, de cápsula de conocimiento con una de sus tantas citas célebres. 

La mujer-máquina, con una voz muy sexy, por fin pronuncia mi turno. En medio de la transacción, la cajera me cuenta que si no sabia lo afortunado que soy pues tengo preaprobado un crédito de no sé cuantos millones y que si  quiero, lo puedo solicitar con un simple chasquido de los dedos. No dijo eso, pero eso fue lo que quiso darme a entender, le digo que no, pero igual le doy las gracias. 

Lugares extraños los bancos.

lunes, 11 de diciembre de 2017

Javier

Debe tener un poco más de 50 años, pero no los aparenta. Es un hombre macizo y me lo imagino con un sombrero mexicano cantando una ranchera, pues lleva un bigote al mejor estilo mariachi. Maneja un carro pequeño y el timón casi le toca la panza.

Me cuenta que duró veinte años manejando mulas, pero que hace uno decidió dejar esa profesión. “Ya estaba cansado y las reglas del negocio han cambiado mucho. Imagínese —dice mientras le da un golpe suave al timón con la mano derecha— ya en algunos viajes no contratan coteros. Entonces a estás alturas del partido uno ya no está para esos trotes, de pronto cuando uno era joven se le medía a eso, pero ya ahora no”, concluye.

“Yo me le mido a todo, he sido conductor, electricista, albañil, mejor dicho, qué no he sido. Un hijo que es ingeniero de circuitos cerrados a veces me da trabajito, entonces también sé instalar cámaras.” 

Luego de unos segundos en silencio vuelve a hablar “Yo no sé qué pasa”, dice con tono apagado. “Desde que empecé a trabajar han pasado 35 años y como que mi vida no despega”. “¿Por qué dice eso?” “Aghh no sé, nada me sale bien. Imagínese que mi esposa, con la que duré 35 años, levantó la cola y se fue. Hace 5 meses me dejó”
“¿Y eso?, ¿se fue con otro?
“No, se largó sola”
“¿Qué Paso?

Javier me cuenta como un día un pariente lejano, el cuñado de una de sus hijas, se metió en el cuarto de su esposa con intención de algo más allá de una simple visita al cuarto de una mujer casada, si es que se puede afirmar tal cosa. 

“Yo escuché un grito y pues como ando con fierro, me les metí al cuarto a ver que era lo que pasaba. Yo iba a llenar de plomo a ese hijueputa, pero mis hijos se metieron y la cosa no pasó a mayores” 

“Para rematar no sé qué le pasa a mi hija mayor, esa parece que no fuera hija mía. Eso ni me da de comer ni nada. Le importo cinco”. “¿usted vive con ella?”, "Si, pero desde que se enteró que yo ya no quería volver a trabajar manejando mula, cambió completamente. Me trata como si yo no existiera."

“Esto de ahorita es porque la prima de una hija habló con el esposo para ver si les podía manejar este carro, pero está muy duro, la cuota que me piden es muy alta. Voy a manejar hasta el 31 de diciembre y ahí miro que otra cosa hago”, dice con tristeza en la voz.



viernes, 8 de diciembre de 2017

3:50 a.m.

Hace unos minutos se despertó. Siempre que le ocurre eso en la madrugada, intenta descifrar cuál fue la razón o causa del hecho. ¿Me duele algo? Se pregunta. Fija la atención en diferentes partes del cuerpo, y las repasa una a una, como si estuviera en una sesión de Yoga Nidra, pero no nota nada inusual. Llega a la conclusión de que el calor es la causa de su estado de vigilia, patea las cobijas con furia y sólo se queda con la frescura que le proporciona una sábana.


Da vueltas y más vueltas, pero no logra dormirse de nuevo. No quiere revisar el reloj pues alguna vez leyó un artículo en el que aconsejaban que en esas ocasiones lo mejor para volver a conciliar el sueño era cerrar los ojos como si nada hubiera pasado.

Como si nada hubiera pasado, ¡maldita sea! Algo, en algún lugar del mundo tuvo que haber ocurrido para que me haya despertado, piensa ahora. Ya no aguanta más, abre los ojos con rabia, estira una mano para coger el celular y mirar la hora. 3:50 a.m. le responde la pantalla, encegueciéndolo por un instante.

Se acuerda y se alegra que su tiempo esté 50 minutos por encima de la hora del diablo o la hora del tiempo muerto; lo que menos necesita ahora es tener un encuentro paranormal.

Se sumerge en una frenética revisión de sus redes sociales, en busca de algo, ¿qué? no lo sabe, pero teclea con habilidad buscando esa descarga de dopamina, producto de favoritos y likes; esa ilusión de aceptación social. 

Por alguna razón que supone paranormal, piensa que hay alguien: una entidad, algo, recostado en el sofá de la sala. ¿Quién puede ser? Siente algo de miedo al tiempo que sus tripas emiten un gruñido exigiendo algo de comida.

Seguro de que no va a poder dormirse de nuevo, sale del cuarto para averiguar quién demonios, valga la redundancia, está en la sala y picar algo que no le dañe el desayuno de unas horas más tarde.

jueves, 7 de diciembre de 2017

El asesino ciego

El café tiene una sección de libros, y la mujer que la atiende saluda a Luisa, una cliente frecuente, que acaba de llegar. Se cruzan unas palabras y la última la quiere invitar a tomar algo para que charlen un rato. “Ok vale, un chocolatico caliente” dice la primera. Luisa se dirige hacia la barra del lugar para ordenar las bebidas. 

En uno de los estantes veo un libro de Kazuo Ishiguro. “¿Has leído al último Nobel? Le pregunto. “No”, responde, pero Luisa ya leyó algunas de sus novelas, ella lee muchísimo”, me cuenta. Me cae bien Luisa, pertenece a mi tribu. 

Luisa se nos aparece al lado, como si se hubiera materializado de un momento a otro y le pregunta a la librera, “¿me guardaste el libro del asesino?”. “Si. Claro”. Le responde la mujer. “Ahh que bueno, es que la mujer que me lee el tarot no me quiere cobrar la próxima consulta y yo le prometí pagarle con un libro, y quiero regalarle mi libro favorito, el mejor del universo” 

Ante la evidente emoción de Luisa al hablar sobre el libro, no me aguanto y meto la cucharada en forma de pregunta, “¿Cuál es?”. 

"El asesino ciego de Margaret Atwood. Adoro ese libro”, dice con un dejo de suspiro. “¿Es el mejor del mundo mundial?” pregunto. “Pues para mí sí”. “ ¿Mejor que El Cuento de la Doncella?”, el único título de Atwood que tengo en mi radar de lectura”. “No tanto”, interviene la librera. “A mi me parece que sí” responde luisa muy rápido, “creo que está mucho mejor logrado”, concluye.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Para comenzar

Para comenzar estas cinco palabras, después que venga lo que tenga que venir, lo que surja, bueno o malo, ¿qué más da? Echar a rodar lo que sea que tenemos en mente para ver a dónde nos lleva, para no morir de inanición a causa de inactividad.

“En un pequeño hoyo en el suelo vivía un hobbit”, escribió Tolkien alguna vez en la esquina de una hoja de un examen que estaba calificando, solo porque sí, para comenzar, porque le dio la gana escribir eso, sin saber que la frase iba a ser la semilla de un libro, luego una trilogía y gran parte de su obra.

Queda claro que para Comenzar lo que sea, así lo consideremos una estupidez, aunque nuestra limitada mente no sea consciente de que todo comienzo tiene gracia y vale la pena. Arrancar a hacer algo a manera de capricho, por puro instinto; porque no todo tiene que tener un fin o un resultado y mucho menos una explicación.

Comenzar sin bases, en la oscuridad, a tientas, para luego avanzar despacio, a punta de trompicones o arrastrarnos si es necesario, y luego ir ganando tracción en búsqueda de esa nada hacia la que nos dirigimos y que aún no ha tomado forma.

Un arrebato, un tic, una palabra; tantas cosas que tenemos a la mano para comenzar.

martes, 5 de diciembre de 2017

Ver pasar gente

Desde hace algún tiempo Elsa adquirió la manía diaria de sentarse en un murito, de 10 a 15 minutos, y dedicarse a ver pasar gente. Al ser bajita, no mide más de un metro con cincuenta, el primer paso de su crucial tarea consiste en encontrar el murito adecuado. A veces le toca caminar mucho hasta que da con el indicado; en especial le gustan aquellos que permiten que sus pies toquen el suelo, de ahí el uso del diminutivo.

Cualquiera pensaría que dedicarse a ver pasar gente consiste en hacer nada, en otras palabras,  perder el tiempo, pero Elsa sabe que no es así. Más que una simple actividad es todo un arte que se debe cultivar y perfeccionar a diario.

Para ella el quid de la actividad y el pleno goce de esta se encuentra en lograr suspender a la  sabelotodo opinadora que carga encima; en solo mirar en vez de observar, en no ser ella, Elsa Irene Manrique, sino más bien ser nadie, nada, un algo inerte ajeno al acto de maquinar ideas. 

No todas las veces logra tal estado de, digamos, iluminación. En ocasiones no logra calmar el revoltijo de ideas en su mente que, tercamente, se pelean y gritan para imponerse una sobre otra. Por eso lo de escoger el murito adecuado, etapa crítica de su práctica diaria.

A veces recuerda muchas de las personas que vio con detalles precisos y está casi segura de que podría pintar un cuadro lleno de vida, con una de esas imágenes frescas que ocupan su cabeza durante todo el día. Otras veces, como hoy, escasamente recuerda algo de lo que vio: un viejito, con un bastón en la mano derecha, que paso caminando muy despacio y le sonrió, a ella, una completa desconocida. “Sonreírle a un extraño en la calle, otro arte que debemos aprender a dominar", piensa Elsa.