viernes, 29 de diciembre de 2017

Tropezarse con un libro

Una de las paredes de la sala es gigante y la ocupa una biblioteca repleta de libros. Sara saca su celular para tomarse una foto. Es un proceso al que le dedica bastante tiempo pues debe enfocar muy bien, para que al tiempo que sale su cara en la pantalla, también salga, como telón de fondo, la mayor cantidad de libros posible. 

Quiere dar la impresión de que es descomplicada, pero interesante, linda pero no bruta, eso nunca. Hace mucho que no lee un libro, pero ¿a quién le importa?, es fin de año y todo es motivo de alegría. Un par de segundos después de que toma la foto, siente la piel de la cara estirada y cae en cuenta que no ha dejado de hacer la expresión Duck face, esa que le permite verse sensual —así lo cree—, al tiempo que le elimina la papada. 

Se deja caer en el sofá, cierra los ojos por un instante y cuando los abre, parece que la biblioteca la mira de vuelta mientras le pregunta en silencio: “¿a quién engañas? Le da un par de vueltas a la pregunta en su cabeza, y la saca de su cabeza pensando en otra cosa. 

Se pone de pie y siente que la biblioteca la llama. Al rato se encuentra hojeando los libros. Pasa sus dedos por caratulas duras, unas de papel, otras de cuero, y se detiene en uno de tapa roja, muy grueso, mínimo de 800 páginas. “Que larguero”, piensa.

Lo saca y abre más o menos por la mitad. Decide leer algún fragmento de la página en la que cayó, pero antes de hacerlo acerca el libro a la nariz y aspira con fuerza. Le resulta difícil precisar a qué huele, como a viejo, pegante,  madera,  tinta, o quizás a recuerdos; le gusta esa mezcla de olores. Lee: 


“Cenzo Rena le preguntó si eran marcas de la guerra, pero Gabriel le contó que en la cocina del restaurante una vez se le había caído encima una sopera con sopa hirviendo”

Está ahí, al lado de ese personaje con esa marca de guerra bélica o culinaria. Luego imagina la cocina del restaurante sobre la que habla Gabriel, es pequeña pero ordenada, y huele a manteca y especias; con esos olores también le llega el sonido de una carne que se asa en una parrilla, junto con el de unos cubiertos y una  vajilla, y los gritos de un hombre, el chef, con aspecto malhumorado y  con un gorro blanco muy alto. 

El citófono suena y la aleja de de la escena que acaba de crear en su mente. La rutina la ocupa, pero no puede dejar de pensar en los personajes el resto del día. 

Por la noche, otra vez se toma una foto en la sala. Le queda mal, pero no la repite, toma el libro, se envuelve en una cobija y comienza a leerlo desde el principio: 

“Me llamo Anna. Antes respondí a otros nombres: en esta historia tuve otra edad y otro sexo…”

jueves, 28 de diciembre de 2017

Almohadas y patadas

Finales de los años 50.

Mi padre estudia en un internado especializado, al parecer, en reprimendas fuertes que a veces incluyen golpizas. “no importaba la falta que cometieras, pequeña o grande, te agarraban a golpes” me cuenta.

Un día él orquestó una guerra de almohadas en el dormitorio. Es agradable verle la cara de placer y satisfacción cuando cuenta la historia, seguro se divirtió muchísimo.

Al siguiente día, mientras caminaba por uno de los pasillos del colegio vio que venía, en dirección contraria, el director del colegio, uno de esos seres que tienen ojos y oídos en todas partes. Para pasar desapercibido, mi papá agachó la cabeza, y continuó caminando pues estaba justo sobre el tiempo para tomar una clase.

A pocos metros de cruzarse con el sujeto, este exclamo: “¡Ahh claro! Tenía que ser el señor Rodríguez el que organizó la guachafita de ayer, ¿no? Mi padre frenó en seco, pues pasarlo de largo y no reponderle nada, habría sido tomado como una grave ofensa. Cuando levantó la cara para mirarlo, el viejo le metió una fuerte cachetada.

Luego de recibirla, mi papá pensó: “Si me quedo de pie, el viejo marica me sigue cacheteando, mejor me voy a botar al suelo”, y así lo hizo.

Ya tendido en el piso, mientras esperaba a que el viejo le dijera otras palabras, hasta que se cansara y se fuera, su plan fracasó; el viejo al ver que ya no podía alcanzarlo con los brazos, decidió cogerlo a patadas.

miércoles, 27 de diciembre de 2017

Opiniones invisibles

Sara y Carlos se encuentran en una librería. Hace meses no se ven y hablan con entusiasmo sobre libros, su punto en común preferido. Sara esta acompañada por un tipo que Carlos no conoce. El sujeto lleva barba rala, tiene puestas unas gafas de marco grueso negro, y una bufanda azul oscuro, enroscada en el cuello que parece no incomodarle, a pesar del calor infernal que hace en el lugar.

Carlos supone que el hombre anda detrás de Sara, sabe que así le gustan a ella, medio intelectuales, medio dejados y medio aburridos.

“¿Tenías que traer a este tarado?” le susurra Carlos al oído

Sara abre los ojos y se lleva un dedo índice a la boca. El sujeto se da cuenta que están hablando y se acerca a ellos. “Sapo marica” piensa Carlos, mientras le sonríe.
“¿Sarita y entonces qué?, ¿cómo te fue con la lectura este año?”, pregunta Carlos
“Pues en medio de mis lecturas del trabajo y la universidad, traté de leer por lo menos una novela cada mes, pero fracasé”
“¿Cuáles te leíste?"
“Haber te digo algunas: Dientes Blancos de Zadie Smith, Americanah de Chimamanda Ngozi Adichie, o como sea que se pronuncie y las ciudades invisibles de Calvino."
“¿Qué tal estuvo el de Calvino?, hace rato lo tengo ubicado en mi radar de lectura”
“Está bien pero no me atrajo del todo. Creo que es un texto reflexivo, descriptivo y quizás evocativo, pero no vi tan clara la historia que quería contar. Tal vez en el futuro le daré otra oportunidad; a veces como que los libros tienen un tiempo con uno, ¿no crees?”
“Cierto”, responde Carlos


Barbas, sobrenombre que le dio Carlos al sujeto apenas le apretó la mano, interviene en la conversación mientras se acomoda la bufanda y se sube las gafas con un dedo índice.

“Sarita”, dice en un tono que le da a Carlos ganas de cachetearlo, “Lo que pasa es que Las ciudades invisibles de Italo—Pronuncia el nombre como si fuera un amigo íntimo con el que se emborrachó el fin de semana pasado— no trata acerca de una o varias historias, en realidad trata sobre las posibilidades del lenguaje.”

“¿Pero quién putas se cree este pseudo-intelectual?”, piensa Carlos, que no sabe si reírse o agarrarlo a pata "¿Acaso no le cabe en la cabeza que un libro nunca es el mismo para dos personas?, ¿que cada lectura, cada novela, texto, columna, poema, noticia, cada conjunto de letras con el que nos topamos a diario, deliberadamente o no, lo interpretamos como se nos dé la gana?"

Carlos y Sara se miran, saben que piensan lo mismo, así que continúan hablando como si nada, no quieren desperdiciar palabras en opiniones, muchos menos en aquellas que consideran invisibles.

martes, 26 de diciembre de 2017

Ruinas

Antonia almuerza sola en un restaurante. Hace rato paso la supuesta franja horaria del almuerzo, pero ¿acaso qué sabemos?, cada quién con sus tiempos y sus horas. 

Revuelca con desgano un plato en el que se alcanza a observar una pierna de pollo mordisqueada y bañada en una salsa color ocre. A la presa la acompañan trocitos de papa al vapor y verduras o, más bien, restos de una ensalada fría: rodajas de tomate, hojas de lechuga y arvejas distribuidas aleatoriamente por todo el plato que, en vez de comida, se asemeja, más bien, a unos escombros que alguien amontonó en el plato.

Igual no importa, las ruinas, por nostalgia o lo que sea, nos atraen y parecen bonitas, así que Antonia pica aquí y pica allá, y va consumiendo su comida sin ninguna molestia. 

Con la mano derecha maneja hábilmente un tenedor, con el que trincha, de manera distraída, pero con decisión, los alimentos que, no olvidemos, son ruinas. En verdad lo que almuerza es una desbandada de likes, favoritos, fotos y comentarios, del celular que revisa con la otra mano.

A manera de tic, desliza la pantalla con el pulgar y frena cuando algo le llama la atención, examina esas ruinas, las suyas, las mías, de personalidad de un desconocido, amigo o familiar con detenimiento  y, de un momento a otro, deja el celular sobre la mesa para volver a fijar su atención en  el plato, en sus ruinas, que revuelve con desgano con el cubierto; El celular vibra y lo  levanta para revisarlo por enésima vez. 

Al poco tiempo, quizá ya llena de likes, emoticones y reconocimiento social, mira hacia los lados, se pone de pie, recoge la bandeja, el vaso y se acerca a una caneca para botarlos.

En un par de horas sentirá hambre.

viernes, 22 de diciembre de 2017

La mujer inesperada

“Quiero que el texto sea parecido al de la “Mujer inesperada”, me dice un hombre, al que no le puedo ver la cara; está ahí, justo enfrente mío, pero me limito a escucharlo, como si yo fuera ciego. “Bueno”, le respondo. No recuerdo haber escrito nada con ese título, así que le pregunto "¿dónde lo leyó?". Ahora no pronuncia palabra, pero me hace entender a través de telepatía, supongo, que fue en el blog. 

Es un título que encuentro distante o, más bien, ajeno a mis pensamientos. Me pregunto cómo lo habrá relacionado conmigo. De todos modos, me gusta como suena; la palabra que lo cierra lo hace muy llamativo.

La conversación hace parte de un sueño que termina con esa escena al tiempo que abro los ojos como si el hombre me lo hubiera susurrado en el oído para despertarme. Tengo la sensación de haber dormido muy profundo, a pesar de no haber cumplido con esas supuestas 8 horas de sueño reglamentarias.

Luego de dar vueltas de manera infructuosa para tratar de dormirme de nuevo, me quito las cobijas y con pereza, casi reptando, me siento en el escritorio, prendo el computador y busco ese archivo, el de la mujer inesperada. No aparece nada, solo uno que hace referencia a “La Mujer Loca”, una novela de Millás. 

Otra vez pienso en la ridiculez esa de las señales. Hace poco una prima soñó que la llamaban para un trabajo, ¿quién? Seguro alguien sin cara, parece que a esos personajes les gusta aparecerse en los sueños. Ese mismo día, en la tarde, la llamaron para ofrecerle el trabajo que le habían mencionado en el sueño, que susto, ¿cierto?

“La mujer inesperada” pienso, es un título sugestivo. Intento visualizar a esa mujer, y descifrar qué la hace inesperada, pero es mi primer encuentro con ella y es una total desconocida.

Realizo una búsqueda; parece que nadie ha escrito una  novela con ese título todavía, por eso lo de las señales, de pronto ese misterioso personaje sin cara me sopló el título de mi primer texto literario de largo aliento: “La mujer inesperada”.

Le he dado vueltas a las tres palabras, y al personaje que encierran, todo el día, a ver si logro dar con algún atisbo de trama, algo, lo que sea, por lo menos una situación en la que se vea involucrada la mujer, que me sirva para narrar un cuento corto o, una viñeta de vida al menos; algo por dónde empezar para destejerla, lo que sea, pero nada, la mujer le hace honor al adjetivo que la acompaña.

jueves, 21 de diciembre de 2017

Compras

Un hombre de barba poblada, que lleva jean y camiseta azules, está a punto de pagar algo. Espera a que la mujer que atiende la caja registradora lo llame. Tiene las manos ocupadas con el producto que quiere llevar, la billetera y el celular. Este último le timbra y, luego de mirar la pantalla lo ubica, con un gesto de molestia, en el oído derecho y lo aprisiona con el hombro. No sabemos qué le dice su interlocutor, pero él no lo(a) saluda; en cambio le dice: “¿Me estás llamando en serio o es una equivocación?”.

Vamos a suponer que el hombre habla con alguien involucrado con él de alguna manera, usted sabe, estimado lector, uno de esos asuntos sentimentales no resueltos que, por la carga melancólica con la que irrumpe el fin de año, suelen tomar fuerza en estas fechas. ¿Fue la llamada una mera equivocación?, esperemos que, por la salud mental del hombre, no haya sido así.

En la librería dos mujeres adolescentes hojean libros de forma ansiosa. Los levantan, leen sus contraportadas y los vuelven a dejar rápido en su sitio para tomar otro y repetir la tarea: “¿Ya leíste este?, ¿cómo te pareció?”, pausa para tomar aire, “¿A ti te gustan por el estilo de Dawn Brown, ¿cierto?”. La amiga, que tiene ambas manos ocupadas con dos libros gruesos dice en un tono animado: “Si, pero yo sin plata y comprando esta mierda sin un peso”. La primera le responde: “Yo no voy a comprar nada para mí, hasta que termine el que tengo”; que fácil nos decimos mentiras. Uno de los libros que hojean es una novela histórica: “El imperio eres tú” de Javier Moro.

En un almacén de ropa la mujer de la caja, que no sabemos cuánto tiempo lleva de pie, pasa con desgano el código de barras de las prendas por el lector óptico. Teclea sin mirar el teclado, cobra y da vueltas, es muy buena en lo que hace. Cuando acaba esa serie de pasos que tiene tatuados en la memoria, dice “¡Siga!” en voz alta, a las personas de una fila que crece de forma exponencial; esto último no lo sabemos pero, así parece.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

¿Qué más de nuevo?

“Todo muy bien gracias”

Es lo primero que dice Melisa Segura luego del saludo, una frase robótica, con la que espera prender la chispa de la conversación, pero no por mucho tiempo. “Hay conversaciones que deberían morir con el saludo”, piensa.

Espera que la que sostiene sea una de esas. Había dejado que el teléfono diera varios timbrazos, hasta que pensó: “¿Y si es algo importante?”, pero sabía que no, nunca es así, que las noticias de vida o muerte rara vez se dan por teléfono.

“Ahh ya…” respondió la voz al otro lado; luego una pausa incomoda, ¿de cuánto tiempo?. ¿5, 10 segundos? Quería colgar pero le daba pena hacer eso con su interlocutor. “La pena” pensó, “Deberíamos tener las agallas para cortar las conversaciones que no van para ningún lado”. 

“¿Y qué tal la familia?, ¿Qué más de nuevo?” 

Qué más de nuevo, la familia, el trabajo, la política, y así sucesivamente, un remolino de temas que nos traga de un momento a otro y que, sin darnos cuenta, nos obligan a hablar como si no tuviéramos alma, piensa Melisa. 

“Todo muy bien, gracias” repite con un dejo de cansancio en la voz” Otra vez silencio. 

“Y, Qué más de nuevo por allá?

Le gustaría conocer más a la persona qué está al otro lado, saber que le duele de la vida, cuáles son sus aspiraciones, sus miedos, qué le gusta, qué aborrece, pero al otro solo le interesa saber qué hay de nuevo. A Melisa también le gustaría conocer todo lo nuevo y enumerarlo, armar grupos y categorías y, por supuesto, decírselo.

Sabe que no todos pueden ser como ella, y no es que lo le interese hablar pendejadas y reírse con ellas, pero siente que envejece más rapido con cada  conversación rutinaria que sostiene.

Melisa quiere que sea más preciso, “nuevas muchas cosas” piensa, pero el aburrimiento la obliga a rayar el disco.

“Todo bien”

El hombre, al parecer, capta su tedio, pero hace un nuevo intento, sólo por si acaso: “ ¿Y, nada nuevo?” 

Melisa Calla, siente que le puede llegar la muerte mientras el silencio la ocupa, pero no le importa.

“Bueno, yo vuelvo a llamar luego”
“Chao”
“Chao”