sábado, 6 de enero de 2018

Eso o esto

La lámpara que tengo en el escritorio, que alumbra ahora el teclado porque tengo las persianas cerradas, me la gané, hace muchos años, en una celebración de amor y amistad con un grupo de gente que no conocía. Eran amigos de la oficina de mi hermano y él me invitó, se supone que únicamente al asado que tenían programado, posterior a la entrega de regalos.

No recuerdo como terminé involucrado en la dinámica de los regalos en la que, primero, cada uno recibía el regalo de su amigo secreto y después las personas tenían la opción de quitarle el regalo a otra persona, es decir de intercambiarlo por el que les había tocado. Me imagino que mi hermano me cedió su puesto, porque ¿qué otra razón para que me hubieran dejado participar?

La lámpara era de lo mejorcito que había ese día, y había pasado por muchas manos hasta el momento de mi turno de cambiar regalo, y, por una misteriosa alineación de planetas, o porque todos ya estaban mamados del jueguito, querían comer carne, tomar cerveza y aguardiente, me la quedé.

Hablando de asados, recuerdo los que hacíamos en la casa de un tío que se llamaba Guillermo; eran muy buenos. El día del asado era una de las pocas veces que veía a Manuel, un primo con el que siempre he tenido mucha afinidad, y nos la pasábamos jugando futbol todo el día. Ahora él vive en Australia y hace, mas o menos, unos 7 años que no lo veo, pero lo chévere es que es ese tipo de personas con las que uno se encuentra y parece que nos hubiéramos visto la semana pasada, pues la conversación fluye de forma natural y nunca cae en esos silencios incomodos que, a veces, experimentamos cuando hablamos con desconocidos.

En Australia también vive Paola, quien fue vecina mía hace mucho tiempo, bueno, un decir, porque vivía un piso arriba. Creo que intentamos ser amigos cuando estábamos chiquitos, pero la verdad a mi en ese entonces me aburría estar con ella, no sé, me imagino que consideraba aburridores los juegos que me proponía. Muchas tardes Paola timbraba en mí casa para invitarme a Jugar; recuerdo la pereza infinita que me daba y que prefería mil veces seguir ocupado en lo que estuviera haciendo, qué se yo, con mis carreras de carritos, por ejemplo, que salir a jugar con ella.

Muchos años después, convertida en una mujer muy atractiva: rubia, con el pelo hasta la cintura y un cuerpazo, cuando nos cruzábamos escasamente nos saludábamos, pero pues eso ocurre, ¿no?, uno comparte mucho tiempo con una persona y luego por algo que uno hizo o dejo de hacer, se convierten en desconocidos, entonces uno piensa que habría pasado si hubiera actuado así o asá, pero luego ocupamos el pensamiento con cualquier trivialidad, quizás a manera de defensa, para evitar darnos palo mental.

Eso o esto, estimado lector, era todo. Quería escribir algo y eso o esto fue lo que salió.

jueves, 4 de enero de 2018

Gusto y placer

A Sara le duele la cabeza y se pregunta por qué acepto la invitación. Está sentada en una de las puntas de un comedor junto a nueve personas de las cuales sólo conoce a Carlos, un hombre que hace equilibrio entre los territorios de la amistad y el noviazgo que limitan con ella. 

Sara decide hacer cara de nada y escuchar lo que dicen; es una experta para estar y no estar. Voltea a mirar cada vez que alguien tiene algo por decir. A cada comentario le preceden muchas risas, pero Sara no entiende por qué ríen y nada le parece chistoso; por eso se limita a sonreír con educación cada vez que alguien establece contacto visual con ella, la intrusa, que no ríe a la par con esos chistes familiares, igual no le importa; sabe que si se los explicaran, tampoco los entendería, por eso sonríe a manera de escudo con el que pretende decir: “Que graciosos son todos ustedes, pero la verdad no entiendo un culo”.

Encima de la mesa hay muchas cosas: Quesos, pastelitos, jamones, galletas, vino, maní y dos jarras, una con agua y otra con jugo de naranja.  Cada cierto tiempo, Sara pica aquí y allá con desgano. Tampoco tiene hambre, pero ¿qué importa? Solo quiere que su malestar desaparezca, de pronto lo único que necesita es atragantarse con comida. 

El dolor de cabeza ha aumentado y ahora no solo le martillea el costado izquierdo de la cabeza sino también la frente. Intenta no pensar en nada, suspenderse en las voces que escucha. Inhala y exhala profundamente, alguna vez leyó que una respiración pausada y con propósito es la clave de todo, pero cuando va por la décima una mujer se pone de pies junto con su hija y comienzan a despedirse, lo que la saca de su trance.

Cuando le toca el turno a ella aprieta las manos que le extienden y se inclina para dar besos en la mejilla. “Hasta luego que estés muy bien, fue un gusto conocerte”. “lo mismo, un placer”, responde Sara, sin acordarse de los nombres de ambas mujeres. 

miércoles, 3 de enero de 2018

Regalos

“¿Sabías que los niños que se ponen tristes no reciben regalos?” Le dice una madre a un hijo, que debe tener unos 4 años. Apenas escucho la frase volteo a mirarlo y, en verdad, el niño tiene un semblante muy triste, como si por alguna razón y a pesar de su corta edad, una experiencia lo hubiera convencido de que no vale la pena esta vida. 

El niño está sentado entre las piernas del padre, y ahora este le habla en susurros al oído. El niño, que lleva un gorrito de lana blanco y guantes negros, continúa con la mirada fija en un punto del piso, ni siquiera parpadea. Intento descifrar que es lo que mira con tanta intensidad, pues es de noche y yo no veo nada aparte de pasto. Pienso que si lograra hackear su mente para ver todos los pensamientos que atraviesan su cabeza, de pronto entendería mejor el mundo y la vida, como parece hacerlo el menor que, hasta ese momento, no ha dicho ni una sola palabra. Poco le molesta eso de quedarse sin regalos. Quiere, al parecer, revolcarse en su estado melancólico que solo él entiende. 

“¿Si o no?” le pregunta la madre al padre en busca de apoyo, y después de semejante terror psicológico, canta como si nada: “Ana nanita nana, nanita nana, nanita EA” con un fervor impresionante, quizá convencida de que a raíz de su estado de ánimo dicharachero y festivo, ella si va a recibir muchos regalos.

martes, 2 de enero de 2018

Llamado

Muchas veces he leído sobre personas que escogen su profesión de acuerdo con un llamado, es decir, un suceso o experiencia que les plantea la vida y que actúa sobre ellos como un momento de iluminación, ese estado que da la sensación de poseer una sabiduría perfecta. A los afortunados a quienes les ocurre eso tienen claro, de ahí en adelante,   que es lo que deben hacer por el resto de sus vidas. 

Me imagino que eso le ha ocurrido a muchísimas personas en diferentes campos y profesiones. Recuerdo una historia que leí alguna vez, acerca de una periodista muy famosa que lo tenía “todo”: casa, esposo, hijos, trabajo, etc.”, pero un acontecimiento la hizo dejarlo para comenzar a vivir con lo mínimo.

En el campo de la escritura se me viene a la mente el caso de Murakami, a quien el llamado se le presentó un día en un partido de béisbol, con una cerveza en la mano, bajo un cielo muy azul y un fuerte contraste de la bola blanca contra el verde del pasto.

En el partido un tal Dave Hilton, un jugador delgaducho y proveniente de Estados Unidos le tocó el turno de bateo. En el primer lanzamiento de Sotokoba, el lanzador del equipo contrario, Hilton conecto la bola y el golpe le permitió llegar a segunda base.

Justo en el momento del impacto, al producirse ese satisfactorio sonido de la madera al golpear la bola, y bajo los aplausos y gritos de júbilo de los aficionados que estaban a su alrededor, Murakami, sin ninguna razón aparente, pensó: “Creo que yo puedo escribir una novela.”

Según el escritor, fue como si hubiera logrado atrapar con sus manos ese llamado y/o revelación que caía del cielo; algo que cambió el  curso de su vida por completo.

Espero que las líneas, la mía, la suya, querido lector, estén desocupadas en esos momentos cruciales.

lunes, 1 de enero de 2018

Música y novelas

Estoy en una rueda de prensa en una librería y no conozco a ninguno de las personas que están en el lugar, solo a la jefe, es decir, la jefe de prensa de un músico inglés que viene a dar un concierto. La verdad no la conozco sino que, por ciertas vueltas del destino, me llegó la invitación y la acepté, pero he cruzado, escasamente, un par de palabras con ella.

Hay cámaras, micrófonos, y varios grupos de conversación llenos de risas y quién sabe que tipo de conversaciones, y también estoy yo, estudiando el panorama, ahí en medio de todo y todos, evitando a toda costa refugiarme en mí celular.

A mi derecha está un tipo que, creo, está en las mismas. Lleva una chaqueta café clara que tiene muchos bolsillos —parece de pescador—, y pelo, algo largo, peinado completamente hacia atrás, y que cubre su cabeza como si fuera un casco.

Me acerco a él y comenzamos a conversar. Se llama David y trabaja como redactor para un portal web de noticias. Estudio economía, pero sólo lo hizo para complacer a sus papás. Le pregunto que cómo consiguió su trabajo y me cuenta que hace unos años fue seleccionado para participar en uno de los talleres de escritura creativa del distrito, que fue ahí dónde se convenció que lo suyo era escribir. 

Cuando lo terminó, un amigo le contó que estaban recibiendo hojas de vida para trabajar en el portal de noticias y David envió la suya junto con una crónica. No tardó mucho tiempo en ser aceptado y comenzar a trabajar, y por eso está en la rueda de prensa; se la pasa cazando historias, eventos o acontecimientos sobre los que pueda escribir textos de más o menos 1000 palabras.

Luego hablamos de libros, de autores que apreciamos, libros que hemos leído o que vamos a leer. Me cuenta que acaba de terminar 4321 de Paul Auster y, con emoción en su voz, me dice que es asombroso. Le pregunto si es mejor que la Trilogía de Nueva York, y me dice que sí, aunque no especifica si leyó esa obra. 

También me cuenta que ha escrito dos novelas, que una está de finalista en un concurso y que está mirando qué hace con la otra. ¿Qué cómo empezó? Antes de embarcarse en esa titánica tarea de escribir una novela, decidió estudiar música, aprender como funciona una pieza, pues, según él, un texto, no importa su longitud, tiene una estructura similar a la de una melodía. 

La jefe de prensa interrumpe nuestra conversación y le dice a David y a mí que ya podemos disponer tres minutos con el músico. Se supone que cada periodista tenía cinco minutos para hablar con él, pero los grandes medios, sólo porque sí, por ser ellos, se tomaron más de quince y jodieron al resto.

“No hay problema, sólo quiero saludarlo y que me firme el libro”, dice David
“Perfecto”, le responde la mujer

Cuando se va le digo “Pero ya tiene suficiente para escribir, ¿no?”
“Si”, me responde rápido, pues no quiere perder ni medio segundo del tiempo que le concedieron.

“Oiga”, me dice, “Se me descargó el celular. ¿Me puede tomar una foto con el suyo y luego me la manda?

Por fin es nuestro turno, entramos y el músico nos saluda. David intenta decirle en un inglés desajustado, todo lo que lo admira. Le pasa el libro y el hombre lo firma, sólo un decir, pues hace un garabato con el esfero, y es imposible precisar si contiene, al menos, sus iniciales.

David posa para la foto con el músico, ambos sonríen y el último le pasa un brazo por encima. Se las tomo; luego todos estrechamos las manos y nos despedimos. 

“Writing a passage ten or fifteen times, going over and over and over,
fixing the senses, trying to hear the ryhtm, until it looks like a
piece of music, efortless, smooth”
— Paul Auster —

domingo, 31 de diciembre de 2017

Año nuevo

Cuando Gregorio Salazar se despertó el 31 de diciembre, por fortuna no se había convertido en un monstruoso insecto. Desde que había leído la novela de Kafka en el colegio, siempre había sentido una cercanía con Samsa, ese personaje con el que compartía nombre.

Todos los días, lo primero que hacía al despertar era mirar sus extremidades, para ver si durante la noche había experimentado una metamorfosis que lo hubiera convertido en otra cosa: persona, animal u objeto; igual sabía que era imposible que eso pasara, pues era un simple humano y no un personaje de novela al que le ocurren cosas extraordinarias.

De todas maneras, muchos días se levantaba sintiéndose otro; ustedes saben, esa otredad que nos habita y que sabemos camuflar muy bien bajo la fachada de eso que llamamos personalidad. 

Salazar detestaba el último día del año, pues nunca se hallaba en ellos, no sabía si sentirse triste, melancólico, alegre y entonces adquiría condición de nada, un bulto que deambulaba por la ciudad esperando a que fueran las 12 de la noche para decirle feliz año a unas cuantas personas. Dos palabras desprovistas de cualquier emoción, un mero código social, arraigado en lo profundo de su ser o, bien cabe decir, personalidad.

Pero ese día había algo diferente en el ambiente; sentía ligeras a todas las personas con las que cruzaba alguna palabra, y cada vez que se despedía de una persona, ninguna le deseaba un feliz año nuevo.

Salazar había adquirido la costumbre, agüero que es casi lo mismo, de estrenar un vestido nuevo para el fin de año, pero ese día al ver la normalidad en la que se desenvolvían las últimas horas de este, tuvo miedo y prefirió no ponérselo.

Llamó a su madre para averiguar dónde se iba a reunir la familia para la cena de año nuevo, pero ella, como siempre, sólo le hablo pestes sobre su padre y no mencionó palabra alguna sobre fiesta, encuentro familiar o celebración. 

Salazar decidió quedarse en su apartamento, prendió la televisión y sintonizo un canal nacional en el que solían presentar un concierto de fin de año, pero esta vez no había nada más que la programación común y corriente de todos los días.

Decidió mirar una serie y dejar que el día o el año se le fuera en eso. A las 12 sonó el teléfono. Era Martina, una mujer con la que había salido al principio del año y, aunque las cosas con ella no habían resultado, habían logrado continuar como amigos.

“Por fin alguien llama a desearme un feliz año nuevo” pensó Salazar, mientras contestaba. Martina lo saludo llorando, y luego le contó que había terminado su noviazgo con Felipe. Salazar la escucho atento, cuando iban a colgar no se aguantó más y pronunció esas dos palabras muertas: “¡Feliz año!”
“¿De que hablas Gregorio?, ¿estás bien?”
“Si tranquila”, respondió él dudando, “no pasa nada”
“bueno chao, un beso y hablamos luego”

Parecía que no él, sino el mundo se había transformado. En un último intento desesperado cambió canales, quería ver como había sido la celebración de año nuevo al otro lado del hemisferio, la muchedumbre agolpada junto a la torre Eiffel bebiendo champaña como si fuera el fin del mundo, la algarabía en Times Square, pero nada, era un día como cualquier otro.

Al final se fue a la cama y se quedó dormido escuchando Pink Floyd. Al otro día, ya en año nuevo, el mundo seguía girando como si nada, y Salazar no se había convertido en un monstruoso insecto.

viernes, 29 de diciembre de 2017

Tropezarse con un libro

Una de las paredes de la sala es gigante y la ocupa una biblioteca repleta de libros. Sara saca su celular para tomarse una foto. Es un proceso al que le dedica bastante tiempo pues debe enfocar muy bien, para que al tiempo que sale su cara en la pantalla, también salga, como telón de fondo, la mayor cantidad de libros posible. 

Quiere dar la impresión de que es descomplicada, pero interesante, linda pero no bruta, eso nunca. Hace mucho que no lee un libro, pero ¿a quién le importa?, es fin de año y todo es motivo de alegría. Un par de segundos después de que toma la foto, siente la piel de la cara estirada y cae en cuenta que no ha dejado de hacer la expresión Duck face, esa que le permite verse sensual —así lo cree—, al tiempo que le elimina la papada. 

Se deja caer en el sofá, cierra los ojos por un instante y cuando los abre, parece que la biblioteca la mira de vuelta mientras le pregunta en silencio: “¿a quién engañas? Le da un par de vueltas a la pregunta en su cabeza, y la saca de su cabeza pensando en otra cosa. 

Se pone de pie y siente que la biblioteca la llama. Al rato se encuentra hojeando los libros. Pasa sus dedos por caratulas duras, unas de papel, otras de cuero, y se detiene en uno de tapa roja, muy grueso, mínimo de 800 páginas. “Que larguero”, piensa.

Lo saca y abre más o menos por la mitad. Decide leer algún fragmento de la página en la que cayó, pero antes de hacerlo acerca el libro a la nariz y aspira con fuerza. Le resulta difícil precisar a qué huele, como a viejo, pegante,  madera,  tinta, o quizás a recuerdos; le gusta esa mezcla de olores. Lee: 


“Cenzo Rena le preguntó si eran marcas de la guerra, pero Gabriel le contó que en la cocina del restaurante una vez se le había caído encima una sopera con sopa hirviendo”

Está ahí, al lado de ese personaje con esa marca de guerra bélica o culinaria. Luego imagina la cocina del restaurante sobre la que habla Gabriel, es pequeña pero ordenada, y huele a manteca y especias; con esos olores también le llega el sonido de una carne que se asa en una parrilla, junto con el de unos cubiertos y una  vajilla, y los gritos de un hombre, el chef, con aspecto malhumorado y  con un gorro blanco muy alto. 

El citófono suena y la aleja de de la escena que acaba de crear en su mente. La rutina la ocupa, pero no puede dejar de pensar en los personajes el resto del día. 

Por la noche, otra vez se toma una foto en la sala. Le queda mal, pero no la repite, toma el libro, se envuelve en una cobija y comienza a leerlo desde el principio: 

“Me llamo Anna. Antes respondí a otros nombres: en esta historia tuve otra edad y otro sexo…”