jueves, 11 de enero de 2018

Despacito

Un reciclador arrastra una carreta por una calle. En un cruce, un semáforo en rojo lo obliga a detenerse. El hombre suelta las agarraderas del vehículo, y este se inclina hacia atrás debido al peso que lleva.

El semáforo se pone en verde. El hombre, que tiene manchas de suciedad en la cara, levanta la mirada y alza su propio peso agarrando los soportes de madera con los que arrastra la carreta. Esta no se mueve así que, sin soltar las agarraderas, se inclina hacia adelante como si quisiera desplomarse en el piso a propósito.

El hombre no se da por vencido y su esfuerzo, que parece no va a resultar en nada, por fin hace que las dos ruedas de la carreta avancen lento, despacito; pocas acciones son proporcionales en esta vida. Hace poco oscureció y el recorrido hasta su hogar le tomará hasta la media noche.

El hombre intenta en no pensar en lo que le falta por recorrer y cuan cansado esta, sólo se empeña en poner un pie delante del otro, como si fuera lo único que sabe hacer en esta vida. Los carros que viene detrás lo ignoran y esquivan sin percatarse del esfuerzo que está haciendo; otros le pitan como si su ritmo lento pero cadencioso fuera algo que hace a propósito. 

En su lento andar el hombre cruza una tienda, con mesas sobre el andén, donde varias personas toman cerveza. Una mujer le sostiene la mirada por un segundo, pero luego le da un sorbo a una botella y se sienta sobre las piernas de un hombre que le acaricia la espalda.

De unos parlantes sale la canción “Despacito”, a un volumen que el hombre considera exagerado. Recuerda que está mañana en la radio, un locutor anunció sobreexcitado que la canción continuaba de número uno en los listados musicales después de no sé cuantas semanas. Pasa de largo la algarabía y continua su camino despacito.

miércoles, 10 de enero de 2018

Ganas

Dicen algunos que saben mucho, o dicen saber mucho acerca del arte de escribir, que el cuentico de la musa es una patraña, me gusta como suena esa palabra, como que uno la puede saborear mientras la pronuncia, ¿cierto?, en fin, y que escribir se resume a las ganas que uno tenga de hacerlo.

Como le venía diciendo, estimado lector, además de eso, dicen aquellos que ya denominamos como algunos, pero vienen a ser los mismos, que una de las cosas realmente importantes al momento de escribir o al querer hacerlo, es que uno se obligue, es decir, sentarse enfrente o hacerle frente a la hoja y/o pantalla en blanco, así no se tenga ni la más remota idea sobre qué se va a escribir. Comenzar a teclear a ver que sale; mirar si algún par de neuronas se dignan a hacer sinapsis, que ya sabemos es el proceso en el cual hay conexión entre el axón de una neurona y la dendrita de otra cercana, gracias RAE; que complejo es nuestro cuerpo.

Que si el producto de nuestras ganas, de nuestra(s) sinapsis, por decirlo de alguna manera, vale la pena o no, creo yo que es harina de otro escrito; dicho esto, de paso, blindo esta sentada ante una posible crítica.

Pero hablaba sobre las ganas, ¿no?, veamos cómo me enrumbo de nuevo hacia allá. 

A veces, cuando me siento a escribir y resulta que no tengo ganas de hacerlo, igual me obligo, pues aparte del tema de la musa ficticia, también dicen otros, que no sabemos si pertenecen al grupo de los algunos, aquellos o mismos, que escribir es como un músculo, y que por ende se debe trabajar todos los días para que adquiera volumen y robustez.

Hace un momento cuando me senté tenía muchas ganas de escribir, quizá producto de una conversación que tuve, con un grupo de personas, relacionada con libros, pero no sabía sobre qué. por eso de pronto tomé la vía fácil y decidí escribir sobre el tema en sí, es decir lo que hago ahorita: escribir. 

En un momento pensé en narrar algo sobre una monita que llegó al restaurante en el que estaba, sacó su computador, colgó la chaqueta en el espaldar de la silla y se puso a teclear con furia, actividad que intercalaba con unas notas que realizaba en una libreta. La estudié por un rato, y pensé que era una gran escritora que está a punto de terminar una novela que va a a sacudir los cimientos de la literatura, pero la verdad es un pensamiento recurrente y que le achaco a cualquier persona que veo con un portátil en un café , así que por eso lo descarté.

Pero bueno, en últimas todo se resume a las ganas que tengamos de hacer algo, y esto aplica no solo para la escritura sino para cualquier asunto de nuestras vidas: llamar a alguien, caminar, patear una piedrita en la calle o un tiro libre en un partido de fútbol, decirle a alguien lo mucho que significa para nosotros, inserte a continuación la situación que desee__________, y si nos faltan las ganas, pero creemos que es algo que debemos hacer, pues ahí si debemos aplicar el consejo de los algunos que mencioné al principio, que ya sabemos que otros pueden ser, y obligarnos a hacer lo que sea que queramos.

martes, 9 de enero de 2018

Lluvia y guaro

La ciudad luce gris y hace frío. Dos hombres, ambos cargan una guitarra en sus espaldas y llevan puestos ponchos antioqueños, se resguardan del aguacero en un paradero. Uno de ellos ríe mientras el otro se carcajea. Apenas el segundo toma algo de aire, el primero, con la mano derecha, levanta una copita de plástico a la altura de la cara, y con la otra una media de aguardiente de la que, hábilmente, deja caer un hilillo del trago en la copita, hasta que la llena y se la ofrece a su amigo. 

Es raro ver personas con un ambiente tan festivo por la calle a inicio de semana, y mucho más cuando llueve con furia sobre la ciudad; si uno se fija bien la mayoría de personas caminan con expresión seria en sus caras, como inmersas en una capsula de la que, supongo, esperan que salga un letrero que diga: “no se metan conmigo ni por el putas”. 

¿Qué ocurre en la ciudad aparte de nuestras ajetreadas vidas, y de esas desgracias o aciertos que tenemos a diario? ¿Quiénes son esas personas que no conocemos, esos completos desconocidos, que nos topamos en la fila de un supermercado, panadería o banco, o esos que vemos a lo lejos cuando echamos un vistazo por la ventana?

Seguro que tenemos mucho en común con cualquier habitante de nuestra ciudad. ¿No les causa un poco de intriga cualquier persona?, es decir, conocer algún detalle de sus vidas, el que sea, independiente de lo irrelevante que puedan o no ser, qué sé yo, por ejemplo, ¿cuál será su comida favorita, sus agüeros, costumbres, a quién extrañan o qué los pone tristes?

¿Qué festejaban esos hombres? Hoy, en lo que duro el avistamiento, mientras los veía reír y tomar aguardiente, me hice esa y otras preguntas . Seguro que si continuamos hurgando esa breve escena, nos da para escribir una novela.

“Lluvia y Guaro” podría ser el título.

lunes, 8 de enero de 2018

Migajas

Sábado en la mañana.

Es un día soleado y me tomo un café, que acompaño con una galleta, sentado en la terraza de un restaurante. Hace calor y los rayos de sol, por momentos, permiten ver partículas de polvo suspendidas en el aire. Parece que estuvieran danzando. Es un espectáculo simple al que le achaco propiedades mágicas, las cuales nos permiten, si acaso, en una fracción de segundo, darnos cuenta del verdadero sentido de la vida que, supongo, nadie tiene claro.

Dejo de elucubrar fantasías y vuelvo al libro que estoy leyendo. Apenas ubico el párrafo en el que iba, una mosca aterriza en la mesa. Camina despreocupada con sus cientos de ojos que dan la apariencia de un casco, pero alerta a un manotazo humano. Transita por un sector de la mesa que tiene migajas de galleta. Los recoge con su lengua y las come, una a una, sin prisa, se está dando un verdadero banquete.

No me esta haciendo nada, pero me molesta su insignificante presencia. Si no la espanto,  algo malo me ocurrirá más tarde en el día, pienso, y no puedo permitir que una mosca dañe el curso de un día que inició con un avistamiento de una danza de unas partículas de polvo, por más ridículo que eso suene o parezca.

Dejo de sostener el libro con la mano derecha, y en vez de hacer un movimiento brusco para espantarla, comienzo a moverla lentamente. Está claro que las partículas de polvo, su avistamiento, ambas cosas, en fin, me han llenado de confianza y pienso que la voy a poder agarrar sin que se percate del peligro que la acecha.

La mosca sigue consumiendo las migajas de galleta, como si fuera lo único que le importara; si nos fijamos bien comer es una de las pocas actividades en las que encontramos paz total, de ahí su displicencia.

Mi mano ahora está a menos de un centímetro del insecto, ¿Qué ocurre?, me pregunto. El episodio surreal, producto, creo, de los rayos de sol y ese efecto mágico de las partículas de polvo suspendidas en el aire, debió haber alterado el orden de las cosas; uno de esos errores en la programación del universo que nos permiten jugar a ser Dios por unos segundos, aunque dios debe tener tareas más importantes que agarrar una mosca con los dedos. Cuando me percato de eso dejo de sentirme importante.

Finalmente la agarro, la tengo sujeta entre los dedos pulgar e índice. Se ve satisfecha, mueve sus paticas como queriéndome decir algo, pero no entiendo su lenguaje, otra prueba más de que solo juego a ser dios,  pues si en verdad lo fuera, debería entender el lenguaje de cada ser que habita este planeta, desde aquella semana de furia creativa en la que me dio por crear el mundo.

Aburrido de mi proeza, de ser, quizás, el primer ser humano que logra agarrar una mosca con una mano,  dejo a la intrusa libre y vuelvo a la última frase del párrafo que estaba leyendo. 

“Aquel día volvía a ser así”, leo. Mi día continúa normal, sin ningún otro episodios mágico y sin descubrir cuál es el verdadero sentido de la vida.

sábado, 6 de enero de 2018

Eso o esto

La lámpara que tengo en el escritorio, que alumbra ahora el teclado porque tengo las persianas cerradas, me la gané, hace muchos años, en una celebración de amor y amistad con un grupo de gente que no conocía. Eran amigos de la oficina de mi hermano y él me invitó, se supone que únicamente al asado que tenían programado, posterior a la entrega de regalos.

No recuerdo como terminé involucrado en la dinámica de los regalos en la que, primero, cada uno recibía el regalo de su amigo secreto y después las personas tenían la opción de quitarle el regalo a otra persona, es decir de intercambiarlo por el que les había tocado. Me imagino que mi hermano me cedió su puesto, porque ¿qué otra razón para que me hubieran dejado participar?

La lámpara era de lo mejorcito que había ese día, y había pasado por muchas manos hasta el momento de mi turno de cambiar regalo, y, por una misteriosa alineación de planetas, o porque todos ya estaban mamados del jueguito, querían comer carne, tomar cerveza y aguardiente, me la quedé.

Hablando de asados, recuerdo los que hacíamos en la casa de un tío que se llamaba Guillermo; eran muy buenos. El día del asado era una de las pocas veces que veía a Manuel, un primo con el que siempre he tenido mucha afinidad, y nos la pasábamos jugando futbol todo el día. Ahora él vive en Australia y hace, mas o menos, unos 7 años que no lo veo, pero lo chévere es que es ese tipo de personas con las que uno se encuentra y parece que nos hubiéramos visto la semana pasada, pues la conversación fluye de forma natural y nunca cae en esos silencios incomodos que, a veces, experimentamos cuando hablamos con desconocidos.

En Australia también vive Paola, quien fue vecina mía hace mucho tiempo, bueno, un decir, porque vivía un piso arriba. Creo que intentamos ser amigos cuando estábamos chiquitos, pero la verdad a mi en ese entonces me aburría estar con ella, no sé, me imagino que consideraba aburridores los juegos que me proponía. Muchas tardes Paola timbraba en mí casa para invitarme a Jugar; recuerdo la pereza infinita que me daba y que prefería mil veces seguir ocupado en lo que estuviera haciendo, qué se yo, con mis carreras de carritos, por ejemplo, que salir a jugar con ella.

Muchos años después, convertida en una mujer muy atractiva: rubia, con el pelo hasta la cintura y un cuerpazo, cuando nos cruzábamos escasamente nos saludábamos, pero pues eso ocurre, ¿no?, uno comparte mucho tiempo con una persona y luego por algo que uno hizo o dejo de hacer, se convierten en desconocidos, entonces uno piensa que habría pasado si hubiera actuado así o asá, pero luego ocupamos el pensamiento con cualquier trivialidad, quizás a manera de defensa, para evitar darnos palo mental.

Eso o esto, estimado lector, era todo. Quería escribir algo y eso o esto fue lo que salió.

jueves, 4 de enero de 2018

Gusto y placer

A Sara le duele la cabeza y se pregunta por qué acepto la invitación. Está sentada en una de las puntas de un comedor junto a nueve personas de las cuales sólo conoce a Carlos, un hombre que hace equilibrio entre los territorios de la amistad y el noviazgo que limitan con ella. 

Sara decide hacer cara de nada y escuchar lo que dicen; es una experta para estar y no estar. Voltea a mirar cada vez que alguien tiene algo por decir. A cada comentario le preceden muchas risas, pero Sara no entiende por qué ríen y nada le parece chistoso; por eso se limita a sonreír con educación cada vez que alguien establece contacto visual con ella, la intrusa, que no ríe a la par con esos chistes familiares, igual no le importa; sabe que si se los explicaran, tampoco los entendería, por eso sonríe a manera de escudo con el que pretende decir: “Que graciosos son todos ustedes, pero la verdad no entiendo un culo”.

Encima de la mesa hay muchas cosas: Quesos, pastelitos, jamones, galletas, vino, maní y dos jarras, una con agua y otra con jugo de naranja.  Cada cierto tiempo, Sara pica aquí y allá con desgano. Tampoco tiene hambre, pero ¿qué importa? Solo quiere que su malestar desaparezca, de pronto lo único que necesita es atragantarse con comida. 

El dolor de cabeza ha aumentado y ahora no solo le martillea el costado izquierdo de la cabeza sino también la frente. Intenta no pensar en nada, suspenderse en las voces que escucha. Inhala y exhala profundamente, alguna vez leyó que una respiración pausada y con propósito es la clave de todo, pero cuando va por la décima una mujer se pone de pies junto con su hija y comienzan a despedirse, lo que la saca de su trance.

Cuando le toca el turno a ella aprieta las manos que le extienden y se inclina para dar besos en la mejilla. “Hasta luego que estés muy bien, fue un gusto conocerte”. “lo mismo, un placer”, responde Sara, sin acordarse de los nombres de ambas mujeres. 

miércoles, 3 de enero de 2018

Regalos

“¿Sabías que los niños que se ponen tristes no reciben regalos?” Le dice una madre a un hijo, que debe tener unos 4 años. Apenas escucho la frase volteo a mirarlo y, en verdad, el niño tiene un semblante muy triste, como si por alguna razón y a pesar de su corta edad, una experiencia lo hubiera convencido de que no vale la pena esta vida. 

El niño está sentado entre las piernas del padre, y ahora este le habla en susurros al oído. El niño, que lleva un gorrito de lana blanco y guantes negros, continúa con la mirada fija en un punto del piso, ni siquiera parpadea. Intento descifrar que es lo que mira con tanta intensidad, pues es de noche y yo no veo nada aparte de pasto. Pienso que si lograra hackear su mente para ver todos los pensamientos que atraviesan su cabeza, de pronto entendería mejor el mundo y la vida, como parece hacerlo el menor que, hasta ese momento, no ha dicho ni una sola palabra. Poco le molesta eso de quedarse sin regalos. Quiere, al parecer, revolcarse en su estado melancólico que solo él entiende. 

“¿Si o no?” le pregunta la madre al padre en busca de apoyo, y después de semejante terror psicológico, canta como si nada: “Ana nanita nana, nanita nana, nanita EA” con un fervor impresionante, quizá convencida de que a raíz de su estado de ánimo dicharachero y festivo, ella si va a recibir muchos regalos.