martes, 20 de febrero de 2018

Extremos

Ya casi es de noche y estamos en una sala de espera. Esperamos. Eso hacemos mi hermana, mi madre y yo, y pues de ahí su nombre, me refiero al de esas salas, ¿no? No es una sala cualquiera, es decir, no es la de un consultorio odontológico, donde uno va a un control rutinario, sino la sala de espera de un hospital.

Los que llegan tienen que quedarse de pie, pues no hay lugar donde sentarse. Todos los sofás de la sala, de cuero negro, rígidos y de aspecto frío, están ocupados por nosotros, personas con caras largas que ya no sabemos qué hacer aparte de mirar el celular, hojear un libro, una revista o conversar; en un lugar donde, al parecer, el tiempo se expande de forma extraña.

Parece que eso de conversar lo hacemos desinteresadamente, como para aplacar esa ansiedad y tensión que permea la sala. Un hombre, aprovechando que dos mujeres se levantan del sofá en el que está, se recuesta sobre él boca arriba, y sólo deja un puesto libre. El celador se acerca, le da dos golpecitos con el dedo índice en una pierna y le dice: “Los sofás son para todas las personas”. El hombre, con cara de cansancio, se reincorpora de inmediato y lo encara. Alega que ha estado ahí desde las 3 de la mañana, murmura otras palabras ininteligibles, y les dice a sus acompañantes que va a salir a dar una vuelta. 

Hay dos puertas a los extremos de la sala: una que da a las salas de cirugía y la otra al pabellón de maternidad. Cada cierto tiempo, de la primera, el celador que la vigila dice fuerte: “Familiares de Fulanito de tal”, y estos se ponen de pie para hablar con el doctor que acaba de realizar una cirugía a uno de sus familiares. 

Es nuestro turno, y el celador pronuncia el nombre de mi padre. Mi madre y hermana, que están hablando, no se dan cuenta. “Ya nos llamaron”, les digo y nos acercamos a conversar con el doctor, un hombre de aspecto bonachón, de unos cincuenta años, que se quita un tapabocas segundos antes de apretarle la mano. 

Con una amplia sonrisa nos tranquiliza, al tiempo que nos cuenta que todo salió bien, y que ya sólo debemos esperar a que pase el efecto de la anestesia. 

El gesto de mi madre, despojado de toda tensión, es otro. A mí izquierda el celador, ese voceador de nombres, juega con un esfero en su mano. Aprovecho para preguntarle cómo es cuando las noticias no son buenas, que si las dan ahí mismo. “Si, un poco más hacia adentro” responde.

lunes, 19 de febrero de 2018

Aguacero

El aguacero me toma por sorpresa a pocas cuadras de mí casa. Arrancó con una cadencia lenta, una mera llovizna, pero fue cobrando fuerza, como un in crescendo, si la figura aplica, y si no bueno, me gusta esa palabra; hay palabras que, pareciera, se pueden saborear y esa es una de ellas, al lado de bourgeois y otras cuantas, en fin, volvamos a lo del aguacero.

En medio de su etapa de lluvia menuda, apresuro el paso y justo antes de que el cielo se quiebre, paro en la entrada de un edificio para escampar. El agua cae en su sinfonía desordenada de aguacero, golpeando con rabia el suelo. Dos mujeres rollizas, ambas con una trenza larga y pelo negro y bolsas plásticas en sus manos también deciden esperar en ese sitio. “Uyy no hermana, tocó esperar” le dice una a la otra y luego ríen, no sé de qué pero hago como que si y le sonrió a una de ellas. La mujer me devuelve la sonrisa sin decir nada. 

“Va para largo pienso” mientras suena Anthem y, con la vista clavada en el suelo, me sumerjo en el sólo de guitarra de esa canción, que me parece igual o más sabroso que la palabra crescendo.

Percibo que el aguacero va a finalizar o se va a convertir en una lluvia floja pero no, toma fuerzas de quién sabe donde y arranca a llover de nuevo con furia.

Levanto la vista. La calle está muy sola. Cada cierto tiempo pasan personas envueltas como en un halo de melancolía, producto de la lluvia. Algunas llevan sombrillas y otras, que no tienen inconveniente con mojarse, van sin ellas, incluso veo una mujer en pantaloneta, de bonitas piernas, con un saco de capucha empapado.

Al frente, a lo lejos se alcanza a ver un edificio blanco de 4 pisos, con las luces encendidas en todos, aunque está casi por completo desocupado, una de esas paradojas urbanas. Sólo se ve una mujer en el segundo, una señora de la limpieza con un uniforme azul, que trapea el piso con desgano.

Un hombre  empuja su puesto de trabajo, una carreta de dulces envuelta en plásticos negros y él también va envuelto en un impermeable amarillo. Salpica y levanta mucha agua con cada paso, pero camina con decisión, con una cadencia que tal vez le hace falta a la mujer que trapea el piso.

Luego pasa una Chiva Rumbera, un lunes; si, cuesta creerlo por ser inicio de semana y también cuesta creer que todavía existen. Está forrada con plásticos negros y se ven fogonazos de luces de discoteca en su interior, pero, al parecer, va con muy pocas personas, todas sentadas.

El aguacero termina y sigo mi camino.

domingo, 18 de febrero de 2018

M&M's y cerveza

Erick, el primo de unos primos, tiene diez años. Luego de comprar las boletas para entrar a cine, nos dice que quiere M&M’s. Le digo que es de los míos, pues me gusta combinar las crispetas de sal con los que vienen en un empaque amarillo, pero él me responde que no, es decir, que no quiere crispetas, ni gaseosa, “¡Es un asco!”, dice haciendo una mueca, y que solo necesita sus M&M’s.

En el supermercado parece que la gente compra cosas como si se estuvieran aprovisionando para una guerra, pues las filas son inmensas. Nos separamos en varias, y al final nos hacemos a la que está más corta o tiene una cajera eficiente y por eso se mueve más rápido. 

Al rato de comenzar a hacer fila, un empleado del supermercado se nos acerca, con un letrero amarillo plastificado en las manos, y nos pregunta que si por favor podemos decirle a la posible gente que llegue a hacer fila, que en esa caja ya no van a atender más porque la van a cerrar”. Le damos a entender que sí, que vamos a cumplir con esa amarga función, pero olvidamos sus palabras y la fila crece en segundos.

Otro empleado se acerca y les dice a las personas que acaban de llagar, que la fila solo va hasta nuestro grupo. Algunos reniegan y, resignados, se dirigen hacia otras cajas.

El empleado se queda por un rato vigilando que nadie más se haga en la fila, luego se aburre y se va. Justo después llega un grupo de tres amigos, dos que parecen adolescentes y otro, el líder supongo, que lleva barba y una chaqueta de Jean negro descolorida; parece mayor. 

En sus manos llevan trago, algunas botellas y cajas de cerveza y discuten, entre risas, sobre si les gusta o no tomar guaro. El cajero los ve y les repite que la fila solo va hasta nosotros. “¿Qué dijo ese men?” pregunta el hombre de barba. Le doy la mala noticia de que no pueden pagar sus cervezas en la caja. Los adolescentes protestan en medio de gestos de tedio, pero el hombre de barba, en su actitud de líder y en completa calma, les dice: “Tranquilos, vamos a hacer fila a otra caja y nos vamos tomando una cervecita”.

jueves, 15 de febrero de 2018

Voces

No sé quién cuenta esto, bueno o si, seguro un narrador, pero ¿quién o qué es eso?, imposible saberlo. Hoy pensé en este tema apenas me desperté.


Siempre ese yo de la primera persona un poco mezquino, algo creído y autoritario, que habla con propiedad y que se atreve a narrar algo. A veces creo que eso de la primera persona se refiere a ser el pionero, el primero en hablar, más no a la voz narrativa, pero ¿quién soy yo para saber algo?

Atropellemos estas palabras y que, por su culpa, se cometa el “error” de cambiar de voz. Es él sobre quien cuentan algo, un él sin nombre, una tercera persona involucrada; Él imagina que, en su caso, el escrito tiene esa voz, porque la primera es él, aquel sobre el que se cuenta algo, la segunda el lector, y la tercera el narrador, pero igual que en el caso de la primera, no lo sabe, siente muy raro todo ese tema del narrador y, pues mucho más, definirlo y tratar de explicárselo a alguien.

Lees esto, pero no sabes de que trata o si te va a servir, no quieres desperdiciar ni un segundo de tu vida, quieres ser el primero, alejarte del tercer puesto, pero te tocó conformarte con el segundo, la segunda persona, aquel en el qué narrador, personaje y lector se entrelazan de misteriosa manera y no sabes quién es quién.

El otro día en una reunión, dijiste que el narrador existe en cualquier texto, incluso en la más simple noticia del periódico, pero alguien refuto tú teoría y te dijo que no, que eso es imposible, que solo la literatura cuenta con él, que es imposible hallarlo en otros textos: un E-mail, las instrucciones para armar un mueble, la guía de televisión, etc.

Igual, ¿qué importa? Por ahí voy, vas, va; vamos narrándonos, muchas veces sin darnos cuenta.

miércoles, 14 de febrero de 2018

Café con arepa

“Café con Arepa” es uno de sus desayunos preferidos o, más bien, de combate, pues implica muy poca preparación, es decir, solo necesita poner a calentar la arepa y hacer el café. Otro cuento sería preparar la arepa desde cero, pero sus habilidades culinarias tienden a la baja.

Le gustan las arepas delgaditas, pero con algo de sabor, no como esas gruesas, que llevan un montón de queso por dentro, ni mucho menos esas rueditas pequeñas que ponen en las bandejas paisas de los corrientazos que, además de ser pequeñas, no saben a nada.

El horno en el que la calienta es pequeño y tiene tres perillas: la primera controla la temperatura; la del medio, el tipo de horneo, y la tercera, el tiempo.

Siempre gira la primera a más de 300 grados. Un poco exagerado, lo sabe, pero esto se debe a que intenta que la arepa esté caliente, justo en el momento en que el agua hierve. Es una técnica que sigue perfeccionando pues nunca ha ocurrido tal escenario, ya que el agua hierve muy rápido, así que al principio la pone a calentar en bajito, para luego meterle más candela al fogón. 

La perilla del medio, por alguna razón que desconoce, la ubica en la opción de “hornear” aunque tiene claro que la arepa ya fue horneada, junto a cientos de otras, en un horno industrial, que imagina descomunal. Las otras opciones de esta perilla son: calentar y tostar, pero para la primera no tendría que mover la perilla, cosa que le molesta un poco, y la segunda, tostar, la asocia con comer suela de algo; está seguro que necesito un test psicológico con todo ese cuento de poner a calentar una arepa.

La última perilla, la del tiempo, es la que más le gusta manejar, pues luego de girarla, comienza a hacer un ruido que imagina como el temporizador de una bomba. Cuando está perilla termina su recorrido, suena como un campanazo, que nunca, óigase bien, nunca ha coincidido con el momento en el que el agua hierve.

martes, 13 de febrero de 2018

Ninja en la selva

Cuando era pequeño estaban en auge las antenas parabólicas. En mi edificio pusieron una a la que le entraban los canales peruanos, unos de películas, Cinemax y HBO, y también estaba el infaltable Disney Channel.

Esa esa época, en la que estaba “enamorado” de Kelly, la de Saved by the Bell, lo veía mucho. Recuerdo que pasaban unos comerciales de juguetes buenísimos, no tanto por los juguetes en sí, sino por la forma en que los exhibían. Por ejemplo, si promocionaban unos muñecos, qué se yo, digamos, unos militares o mercenarios, los montaban en camionetas que atravesaban una selva en miniatura y, mientras lo hacían, ocurrían explosiones y sonidos de armas de fuego.

Nunca me compraron ninguno de los juguetes que anunciaban porque, supongo, era complicado conseguirlos, pero en una navidad me regalaron un Ninja. Era uno de esos típicos muñecos de plástico con las extremidades tiesas. La mano izquierda del muñeco tenía los dedos en posición de agarrar algo, y ese algo era una Katana gris que, ajustándola a presión, parecía como si la estuviera sujetando con mucha fuerza. En su arsenal de armas también contaba con unas estrellas, pero esas casi no las utilizaba cuando jugaba, pues o sujetaba la espada o las estrellas y, la verdad, el muñeco se veía mejor y concordaba mejor con mis fantasías, cuando tenía la espada en la mano. 

El ninja, tenía un compañero de misión. Este era una especie de G.I. Joe con una metralleta y un chaleco con muchos bolsillos del que, se supone, colgaban granadas y cuchillos. El papel que interpretaba el militar siempre fue secundario, pues el ninja era el chacho del paseo, el cool, el que, al final del día, salvaba la patria. 

Aunque me resultaba imposible recrear los escenarios de los comerciales de televisión, procuraba que los muñecos interactuaran con otras cosas diferentes a los implementos con los que venían equipados. Uno de mis escenarios favoritos para las misiones de esa dupla pintoresca, era uno en el que el ninja debía aterrizar en el techo de un garaje de carros Fisher-Price. Aterrizar era un decir, pues más que aterrizar lo que hacía era estrellarse contra el techo, para luego terminar en el piso. 

Para esa compleja misión, que no recuerdo si era la misma siempre, supongo que cambiaba el objetivo cada vez que la recreaba, amarraba un hilo de la chapa de la puerta al techo del garaje, y el ninja, gracias a la posición de agarre de su mano, se podía deslizar por el hilo, para luego estamparse contra el suelo, pero siempre se reponía y salía victorioso.

Quizá por eso era que prefería al ninja, pues las manos del G.I. Joe solo le servían para sujetar su arma y no contaba con la habilidad necesaria para agarrar el hilo y deslizarse por él.

lunes, 12 de febrero de 2018

Tatuajes y notas musicales

La mujer lleva una camisa suelta que permite que se le vean sus hombros y parte de la espalda. En el omóplato derecho lleva un tatuaje. Son tres notas musicales inclinadas y en color negro; una corchea, una negra y una clave de sol, que, parece, se revelan ante un pentagrama, pues están una encima de otra. 

¿Por qué se lo hizo?, ¿tiene un significado especial para ella o solo le gustan esas formas de trazos elegantes?, imposible saberlo, pero me gusta pensar que hay toda una historia detrás del tatuaje, que no solo son unas figuras que le agradan, sino que tienen un significado especial para ella. 

Hace un tiempo una amiga se hizo uno del mantra Om en sánscrito, no porque sea muy mística o algo por el estilo, sino solo porque le gusta la figura. Laura, una mujer que conocí hace poco,  lleva un tatuaje grande y a color en la espalda; había sido el regalo de una amiga tatuadora para su cumpleaños. Nunca había pensado en hacerse uno, pero no dudo en aceptarlo como regalo.

Más tarde, una pareja de novios camina agarrados de las manos. De repente ella lo frena, se pone delante de él, cruza los brazos sobre su cuello y se empina para darle un beso. Se ve, por lo menos en ese instante, que suenan bien, son una melodía que funciona.

Luego, a lo lejos, se ve una mujer que camina lento en dirección contraria.  Está oscuro y pienso en La Patasola.  El beat de sus pasos es extraño, lleva un bastón y cojea. Más cerca, noto que su pierna izquierda produce un destiempo en su caminar.

Cada uno con sus tatuajes y notas musicales.