jueves, 22 de febrero de 2018

Opinionado

La palabra no se encuentra en el diccionario de la RAE, como diría Millás, es una palabra no palabra. Cada uno de nosotros, creo, cuenta con ellas en su arsenal lingüístico, y son más de carácter privado que público. Opinionado es una de las mías.

El idioma inglés cuenta con la palabra opinionated, pero su traducción, según el diccionario de Oxford, lastimosamente no es opinionado sino dogmático, que viene a ser lo mismo: alguien aferrado a sus opiniones. 

Los anteriores párrafos sólo para contarles en este, que hoy me siento de esa manera, pero ¿qué es eso?, veamos, trataré de dar una definición, ¿Que si pobre o no estimado lector?, no importa, pues es solo para que lleguemos a un acuerdo


Opinionado: persona que se siente poseída por opiniones e intenta compartirlas a través de cualquier medio o manera, como si fueran verdades absolutas

Con el ánimo de despojarme de ciertos pensamientos, o más bien de diseccionarlos hasta lograr entender por qué les he dado tantas vueltas hoy, algo que creo se puede lograr a través de la escritura, comencé a escribir, pero caí en cuenta que las ideas que intentaba expresar con palabras, no eran más que opiniones, puros puntos de vista que uno considera verdad, solo porque sí, porque son nuestros y ya está.

Fue ahí que borré todo y lo que salió fue esto.


miércoles, 21 de febrero de 2018

Otro título

Este post, agrupación de palabras, escrito, texto, llámelo como quiera, estimado lector, iba a tener otro título, ¿cuál?, no sé, pero iba a tratar sobre algo que alguien dijo hoy en una reunión y que en el momento que lo escuché, se me ocurrió conectarlo con otro tema y pensé: “Creo que puedo escribir unas cuantas palabras sobre eso”.

Pero, como ocurre muchas veces, ambas ideas, la principal, la que escuché, y la secundaria, con la que de alguna forma iba a respaldar a la primera, se me esfumaron de la cabeza, dado que aún no he perfeccionado el arte de anotarlo todo, manía indispensable, creo yo, para escribir, pues ¿cómo saber qué de una frase que pensamos, de algo que escuchamos, un sencillo avistamiento, lo que sea, no va a germinar un cuento o una novela? Además no es tan bueno confiar tanto en la memoria.

En el momento en que intenté recordar el tema y no pude hacerlo, lo dejé ser, me dije: “fijo cuándo me siente a escribir va a aparecer como por arte de magia”, como si ponerme a teclear lo fuera a invocar, pero luego de estás 192 palabras, sigue sin salir a la superficie de mí consciencia. 

Es un poco frustrante, porque es como si uno quisiera agarrar una paloma que picotea el piso mientras camina torpemente llevando, en cada paso, un ritmo cualquiera con su cabeza. De antemano uno sabe que, de adulto, no tiene sentido alguno corretear un pájaro, pero supongamos que nos empeñamos en hacerlo  y corremos  como locos detrás del animal, que sale volando apenas se siente amenazado. De ahí, imagino que tiene que ver algo todo ese cuento de “Se me fue la paloma”.

Tal vez ese podría haber sido el título, pero no creo que la idea y/o paloma, me haya abandonado aún. Quizás está, digamos, hibernando para hacer su aparición en un momento crucial, uno de esos en que uno se queda sin nada por decir. De pronto esa idea perdida, será la perfecta para rellenar un silencio incomodo o para meter la cucharada en el momento indicado. Ya les contaré.

martes, 20 de febrero de 2018

Extremos

Ya casi es de noche y estamos en una sala de espera. Esperamos. Eso hacemos mi hermana, mi madre y yo, y pues de ahí su nombre, me refiero al de esas salas, ¿no? No es una sala cualquiera, es decir, no es la de un consultorio odontológico, donde uno va a un control rutinario, sino la sala de espera de un hospital.

Los que llegan tienen que quedarse de pie, pues no hay lugar donde sentarse. Todos los sofás de la sala, de cuero negro, rígidos y de aspecto frío, están ocupados por nosotros, personas con caras largas que ya no sabemos qué hacer aparte de mirar el celular, hojear un libro, una revista o conversar; en un lugar donde, al parecer, el tiempo se expande de forma extraña.

Parece que eso de conversar lo hacemos desinteresadamente, como para aplacar esa ansiedad y tensión que permea la sala. Un hombre, aprovechando que dos mujeres se levantan del sofá en el que está, se recuesta sobre él boca arriba, y sólo deja un puesto libre. El celador se acerca, le da dos golpecitos con el dedo índice en una pierna y le dice: “Los sofás son para todas las personas”. El hombre, con cara de cansancio, se reincorpora de inmediato y lo encara. Alega que ha estado ahí desde las 3 de la mañana, murmura otras palabras ininteligibles, y les dice a sus acompañantes que va a salir a dar una vuelta. 

Hay dos puertas a los extremos de la sala: una que da a las salas de cirugía y la otra al pabellón de maternidad. Cada cierto tiempo, de la primera, el celador que la vigila dice fuerte: “Familiares de Fulanito de tal”, y estos se ponen de pie para hablar con el doctor que acaba de realizar una cirugía a uno de sus familiares. 

Es nuestro turno, y el celador pronuncia el nombre de mi padre. Mi madre y hermana, que están hablando, no se dan cuenta. “Ya nos llamaron”, les digo y nos acercamos a conversar con el doctor, un hombre de aspecto bonachón, de unos cincuenta años, que se quita un tapabocas segundos antes de apretarle la mano. 

Con una amplia sonrisa nos tranquiliza, al tiempo que nos cuenta que todo salió bien, y que ya sólo debemos esperar a que pase el efecto de la anestesia. 

El gesto de mi madre, despojado de toda tensión, es otro. A mí izquierda el celador, ese voceador de nombres, juega con un esfero en su mano. Aprovecho para preguntarle cómo es cuando las noticias no son buenas, que si las dan ahí mismo. “Si, un poco más hacia adentro” responde.

lunes, 19 de febrero de 2018

Aguacero

El aguacero me toma por sorpresa a pocas cuadras de mí casa. Arrancó con una cadencia lenta, una mera llovizna, pero fue cobrando fuerza, como un in crescendo, si la figura aplica, y si no bueno, me gusta esa palabra; hay palabras que, pareciera, se pueden saborear y esa es una de ellas, al lado de bourgeois y otras cuantas, en fin, volvamos a lo del aguacero.

En medio de su etapa de lluvia menuda, apresuro el paso y justo antes de que el cielo se quiebre, paro en la entrada de un edificio para escampar. El agua cae en su sinfonía desordenada de aguacero, golpeando con rabia el suelo. Dos mujeres rollizas, ambas con una trenza larga y pelo negro y bolsas plásticas en sus manos también deciden esperar en ese sitio. “Uyy no hermana, tocó esperar” le dice una a la otra y luego ríen, no sé de qué pero hago como que si y le sonrió a una de ellas. La mujer me devuelve la sonrisa sin decir nada. 

“Va para largo pienso” mientras suena Anthem y, con la vista clavada en el suelo, me sumerjo en el sólo de guitarra de esa canción, que me parece igual o más sabroso que la palabra crescendo.

Percibo que el aguacero va a finalizar o se va a convertir en una lluvia floja pero no, toma fuerzas de quién sabe donde y arranca a llover de nuevo con furia.

Levanto la vista. La calle está muy sola. Cada cierto tiempo pasan personas envueltas como en un halo de melancolía, producto de la lluvia. Algunas llevan sombrillas y otras, que no tienen inconveniente con mojarse, van sin ellas, incluso veo una mujer en pantaloneta, de bonitas piernas, con un saco de capucha empapado.

Al frente, a lo lejos se alcanza a ver un edificio blanco de 4 pisos, con las luces encendidas en todos, aunque está casi por completo desocupado, una de esas paradojas urbanas. Sólo se ve una mujer en el segundo, una señora de la limpieza con un uniforme azul, que trapea el piso con desgano.

Un hombre  empuja su puesto de trabajo, una carreta de dulces envuelta en plásticos negros y él también va envuelto en un impermeable amarillo. Salpica y levanta mucha agua con cada paso, pero camina con decisión, con una cadencia que tal vez le hace falta a la mujer que trapea el piso.

Luego pasa una Chiva Rumbera, un lunes; si, cuesta creerlo por ser inicio de semana y también cuesta creer que todavía existen. Está forrada con plásticos negros y se ven fogonazos de luces de discoteca en su interior, pero, al parecer, va con muy pocas personas, todas sentadas.

El aguacero termina y sigo mi camino.

domingo, 18 de febrero de 2018

M&M's y cerveza

Erick, el primo de unos primos, tiene diez años. Luego de comprar las boletas para entrar a cine, nos dice que quiere M&M’s. Le digo que es de los míos, pues me gusta combinar las crispetas de sal con los que vienen en un empaque amarillo, pero él me responde que no, es decir, que no quiere crispetas, ni gaseosa, “¡Es un asco!”, dice haciendo una mueca, y que solo necesita sus M&M’s.

En el supermercado parece que la gente compra cosas como si se estuvieran aprovisionando para una guerra, pues las filas son inmensas. Nos separamos en varias, y al final nos hacemos a la que está más corta o tiene una cajera eficiente y por eso se mueve más rápido. 

Al rato de comenzar a hacer fila, un empleado del supermercado se nos acerca, con un letrero amarillo plastificado en las manos, y nos pregunta que si por favor podemos decirle a la posible gente que llegue a hacer fila, que en esa caja ya no van a atender más porque la van a cerrar”. Le damos a entender que sí, que vamos a cumplir con esa amarga función, pero olvidamos sus palabras y la fila crece en segundos.

Otro empleado se acerca y les dice a las personas que acaban de llagar, que la fila solo va hasta nuestro grupo. Algunos reniegan y, resignados, se dirigen hacia otras cajas.

El empleado se queda por un rato vigilando que nadie más se haga en la fila, luego se aburre y se va. Justo después llega un grupo de tres amigos, dos que parecen adolescentes y otro, el líder supongo, que lleva barba y una chaqueta de Jean negro descolorida; parece mayor. 

En sus manos llevan trago, algunas botellas y cajas de cerveza y discuten, entre risas, sobre si les gusta o no tomar guaro. El cajero los ve y les repite que la fila solo va hasta nosotros. “¿Qué dijo ese men?” pregunta el hombre de barba. Le doy la mala noticia de que no pueden pagar sus cervezas en la caja. Los adolescentes protestan en medio de gestos de tedio, pero el hombre de barba, en su actitud de líder y en completa calma, les dice: “Tranquilos, vamos a hacer fila a otra caja y nos vamos tomando una cervecita”.

jueves, 15 de febrero de 2018

Voces

No sé quién cuenta esto, bueno o si, seguro un narrador, pero ¿quién o qué es eso?, imposible saberlo. Hoy pensé en este tema apenas me desperté.


Siempre ese yo de la primera persona un poco mezquino, algo creído y autoritario, que habla con propiedad y que se atreve a narrar algo. A veces creo que eso de la primera persona se refiere a ser el pionero, el primero en hablar, más no a la voz narrativa, pero ¿quién soy yo para saber algo?

Atropellemos estas palabras y que, por su culpa, se cometa el “error” de cambiar de voz. Es él sobre quien cuentan algo, un él sin nombre, una tercera persona involucrada; Él imagina que, en su caso, el escrito tiene esa voz, porque la primera es él, aquel sobre el que se cuenta algo, la segunda el lector, y la tercera el narrador, pero igual que en el caso de la primera, no lo sabe, siente muy raro todo ese tema del narrador y, pues mucho más, definirlo y tratar de explicárselo a alguien.

Lees esto, pero no sabes de que trata o si te va a servir, no quieres desperdiciar ni un segundo de tu vida, quieres ser el primero, alejarte del tercer puesto, pero te tocó conformarte con el segundo, la segunda persona, aquel en el qué narrador, personaje y lector se entrelazan de misteriosa manera y no sabes quién es quién.

El otro día en una reunión, dijiste que el narrador existe en cualquier texto, incluso en la más simple noticia del periódico, pero alguien refuto tú teoría y te dijo que no, que eso es imposible, que solo la literatura cuenta con él, que es imposible hallarlo en otros textos: un E-mail, las instrucciones para armar un mueble, la guía de televisión, etc.

Igual, ¿qué importa? Por ahí voy, vas, va; vamos narrándonos, muchas veces sin darnos cuenta.

miércoles, 14 de febrero de 2018

Café con arepa

“Café con Arepa” es uno de sus desayunos preferidos o, más bien, de combate, pues implica muy poca preparación, es decir, solo necesita poner a calentar la arepa y hacer el café. Otro cuento sería preparar la arepa desde cero, pero sus habilidades culinarias tienden a la baja.

Le gustan las arepas delgaditas, pero con algo de sabor, no como esas gruesas, que llevan un montón de queso por dentro, ni mucho menos esas rueditas pequeñas que ponen en las bandejas paisas de los corrientazos que, además de ser pequeñas, no saben a nada.

El horno en el que la calienta es pequeño y tiene tres perillas: la primera controla la temperatura; la del medio, el tipo de horneo, y la tercera, el tiempo.

Siempre gira la primera a más de 300 grados. Un poco exagerado, lo sabe, pero esto se debe a que intenta que la arepa esté caliente, justo en el momento en que el agua hierve. Es una técnica que sigue perfeccionando pues nunca ha ocurrido tal escenario, ya que el agua hierve muy rápido, así que al principio la pone a calentar en bajito, para luego meterle más candela al fogón. 

La perilla del medio, por alguna razón que desconoce, la ubica en la opción de “hornear” aunque tiene claro que la arepa ya fue horneada, junto a cientos de otras, en un horno industrial, que imagina descomunal. Las otras opciones de esta perilla son: calentar y tostar, pero para la primera no tendría que mover la perilla, cosa que le molesta un poco, y la segunda, tostar, la asocia con comer suela de algo; está seguro que necesito un test psicológico con todo ese cuento de poner a calentar una arepa.

La última perilla, la del tiempo, es la que más le gusta manejar, pues luego de girarla, comienza a hacer un ruido que imagina como el temporizador de una bomba. Cuando está perilla termina su recorrido, suena como un campanazo, que nunca, óigase bien, nunca ha coincidido con el momento en el que el agua hierve.