miércoles, 28 de marzo de 2018

Ringletes tristes

El día está oscuro. Fuertes ventarrones son los heraldos de un aguacero de proporciones  bíblicas. 

En el parque, un vendedor de unos 50 años, que lleva pantalones de drill y un sombrero, digamos, detectivesco sostiene en sus manos un palo del que cuelgan varios ringletes que, con sus diferentes colores, le hacen frente al día gris. 

El hombre está sentado en una banca y con la mirada perdida en algún punto. Es una escena triste, pues en el momento  en que lo observo el viento ha dejado de soplar y los ringletes, con sus colores, pero sin movimiento, como vivos pero muertos, pierden gran parte de su atractivo. 

A pocos metros del vendedor, dos mujeres adolescentes, ambas con camisas ombligueras (¡Con semejante clima!) se toman fotos. No es una simple selfie, sino que una de ellas posa, en una posición que considera sexy, con una mano apoyada en un árbol, mientras su amiga captura su imagen repetidas veces. Luego, la del árbol abandona su pose de modelo y corre a ver cómo quedó la foto. 

Ríen y alguna de las dos, difícil precisar si la fotógrafa o la que hace de modelo, considera que pueden hacerlo mejor, y la primera corre de nuevo hacia el árbol para adoptar su última postura, mientras bate su pelo y se lo echa hacia atrás. Imagino un séquito invisible de maquilladores y técnicos con luces que intentan mejorar su postura e imagen. 

Tal vez su foto se vería mejor si se la tomaran con uno de los tristes ringletes en sus manos.

lunes, 26 de marzo de 2018

Andar ligero

El hombre cuenta que ayer a las 4:00 a.m, cuando se dirigía hacia el trabajo, lo asaltaron y que por eso le tocó estrenar celular. También dice que nunca en su vida había sentido tanto pánico y terror. 

“El consejo que te puedo dar,—dice mientras parece recordar el amargo incidente y suspira para continuar—lo mejor es que cada vez que salgas de tu casa lo hagas lo más ligero posible, llevando la menor cantidad de cosas en tus bolsillos, porque no te imaginas, te lo revisan todo, hasta los calzoncillos.” 

El hombre dice que trató de ponerle la mejor cara a lo que le ocurrió, a no repasar el asunto en su cabeza una y otra vez, a dejarlo pasar. 

Me gusto eso de salir de la casa con la menor cantidad de cosas encima, algo que uno debería extrapolar a la forma de llevar la vida, pues tratar de andar ligeritos, en cualquier contexto, es un arte que a todos, creo yo, nos hace falta perfeccionar. 

La actitud del hombre, la forma en que reflexionó acerca de su robo, me recordó a Platon Karataev, un personaje que aparece en los últimos capítulos de Guerra y Paz. 

Karataev es tomado prisionero por los franceses cuando estos se toman Moscú. Es un hombre con pinta ordinaria al que llamaban “Pequeño Halcón”; la personificación eterna del espíritu de la simplicidad.  Para él, su vida no tenía sentido alguno como algo aparte y separado, sino como parte de un todo del que siempre estaba consciente. 

His words and actions flowed from him as evenly, inevitably, 
and spontaneously as fragrance exhales from a flower. 
He could not understand the value or significance of 
any word or deed taken separately.”

sábado, 24 de marzo de 2018

Pailander.com

Hace unas horas estaba rabón con el universo. El por qué es lo de menos, pues lo último que quiero hacer es jugar a ser mártir. Mástique el sentimiento por un rato, intentando diseccionarlo, y mientras estaba en esas se me paso. 

Para esos momentos en que no nos sentimos bien, debería existir Pailander.com, una red social solo apta para publicar la tristeza, nuestros desaciertos, etc. 

Que el mundo ya es lo suficientemente triste y no hay necesidad de recalcarlo es cierto, pero sería bueno que de vez en cuando dejáramos tanta felicidad pendejada de lado, tantas selfies, tantos platos de comida condimentados con filtros; pues lo que nos hace falta es mostrarnos tal cual cómo somos y nos sentimos. 

A la larga uno le abre puertas a otras personas, cuando deja ver las imperfecciones, Cuando eso ocurre, cuando otra persona muestra su versión con defectos, pensamos: “Ve, este(a) no es tan perfecto, como yo creía y sufre por asuntos iguales o similares a los míos.” 

Entre otras noticias, también les cuento que, desde ayer, estoy buscando el control remoto de mi televisor. Si alguien lo ha visto, por favor ponerse en contacto, gracias. 

El anterior párrafo ocurrió, solo para sumarle otras cuantas palabras a este post pues apenas llevaba 194 y desviarlo hacia cualquier otro tema. 

Me llega a la mente que mínimo cada entrada debería tener 300 palabras. Ese número imagino tiene que ver con lo que dice Stephen King es su autobiografía “Mientras Escribo”. El escritor dice que ese es el número mínimo de palabras que uno debería escribir a diario. Y pues si uno se fija sería bueno, pues al mes serían 9000 y al año más o menos 108.000, y entonces uno, sin mayor esfuerzo, tendría una novela completa, que si buena o mala, eso es otro cuento, pero del primer borrador en adelante todo es ganancia. 

Termino el párrafo anterior con 312 palabras. Ya puedo sentirme tranquilo, no sin antes recordarle, estimado lector, que está bien sentirse mal y que por favor tenga presente lo mí control remoto.

jueves, 22 de marzo de 2018

Estar

El verbo cuenta con la medio pendejadita de 28 definiciones de todos los sabores: pronominal, transitivo, copulativo, entre otros. 

Si nos fijamos bien estar está, valga la redundancia, en todo lado, y abarca nuestra vida de punta a punta, pues somos producto y emprendemos este extraño viaje porque alguien “estuvo” con alguien, de ahí, supongo, su carácter copulativo. También, cuando se acerca nuestro final podemos recurrir a la expresión: “estarse muriendo”. 

Va de la mano con el dinero, esa otra variable que se nos cruza hasta en la sopa, ¿cómo?, pongamos el mismo ejemplo que nos da la RAE: “A cuánto están las patatas?”, ahora bien, cambie la palabra patatas por la que usted desee, estimado lector. 

También para lo que somos o no somos, o al oficio al que nos dedicamos: Estar de ingeniero, de doctor, de escritor, de vendedor de patatas, o bien, estar de vago. 

Se encuentra uno entonces con lugares extraños como la “Sala de estar”, pues su nombre de cierta forma indica que, si no nos encontramos en ese espacio, no podríamos estar, pues es la sala quién nos otorga ese privilegio, y ¿si no estamos en una sala de estar en dónde carajos estamos o, más bien, ¿qué somos?, dilemas de la existencia que uno se encuentra por ahí. 

Lo bueno es que todos estamos de algo o en algún lugar. Me gusta eso, que no es un verbo excluyente, sino que nos deja en igualdad de condiciones, una de esas escasas pruebas que evidencia que, a pesar de las diferencias de raza, cultura, billete, estudio, etc. que nos empeñamos en resaltar, nos parecemos a cualquier persona más de lo que creemos duélale a quien le duela. 

Para estar solo hay que llegar, y a veces uno llega a lugares o se encuentra inmerso en diferentes situaciones sin ni siquiera desplazarse. Entonces, ¿para qué enredarnos la cabeza pensando si estamos en el lugar indicado, o si estamos haciendo o no lo que “deberíamos” hacer? ¿Qué tal si, como me dijo una mujer hace poco, uno está dónde tiene que estar y ya, así, sin más ni más; sin necesidad de reventarnos la cabeza al intentar encontrar una razón para justificar nuestro estar en el mundo?

miércoles, 21 de marzo de 2018

Atemporalidad

Los conceptos de tiempo y  muerte parecen estar estrechamente ligados. La escritora Rosa Montero dice que lo segundo es el lo que nos define en el sentido en que nos apura a hacer cosas, y sobre todo a terminarlas, debido al miedo que tenemos de llegar a ese estado, sin haber sembrado un árbol, tenido un hijo, o escrito un libro, por decir cualquier cosa.

Los Amondawa, una tribu indígena no cuenta con una idea abstracta del tiempo, pues no tienen estructuras lingüísticas que relacionen el tiempo y el espacio; gente pila que no se enreda con el pasado ni el futuro, y pues supongo que el presente, que quién sabe cómo lo entienden, no les debe parecer lo último en guarachas como a todos esos místicos de hoy en día, que no paran de decir lo importante que es estar inmersos en el ahora. No sabe uno entonces como referirse a ellos, la trobu indígena, sin utilizar los verbos ser y estar, dejémoslo en que viven. 

Einstein, vea usted, compartía parte de la sabiduría de los Amondawa, pues no creía en el tiempo, sino más bien en la atemporalidad, es decir, que todo: pasado, presente y futuro están presentes en un mismo instante. En otras palabras, no reconocía el concepto del “ahora”; un concepto bien extraño, porque afirmarlo es como decir que Sócrates y los dinosaurios están entre nosotros. 

A la larga creo que nunca dejamos de tener fragmentos del pasado, pues querámoslo o no, lo que hayamos hecho o dejado de hacer, es lo que nos ha llevado a ser lo que somos hoy, y ocurre lo mismo con el futuro, pues el conjunto de decisiones y caminos que hemos tomado el hasta el momento, y lo que vamos a hacer justo después de terminar de leer esta frase, determinarán cómo vamos a ser, queda entonces la duda de si somos más pasado que futuro o viceversa.

martes, 20 de marzo de 2018

Carta

Entro al edificio y luego de saludar al portero, este estira la mano para entregarme unos recibos. “Cuentas y más cuentas”, pienso, parece que a veces la vida se reduce sólo a eso. 

Ya en el ascensor, reviso rápidamente los papeles y caigo en cuenta que hay una carta sin remitente entre ellos. “¿Quién me habrá escrito?”, me pregunto, pues en esta era tecnológica es muy raro recibirlas. Imagino que está escrita a mano y con una letra cursiva, con miles de curvas y recovecos, elegante. “¿Quizás Una admiradora secreta?”, me aventuro a fantasear. 

Al entrar al apartamento boto los recibos encima del comedor y abro el sobre que contiene la carta con ansiedad, como si supiera que su contenido  me va a cambiar la vida. 

Apenas la comienzo a sacar veo que en la esquina superior izquierda tiene un gancho de grapadora, lo que indica que tiene más de una hoja y que el mensaje, declaratoria, lo que sea, es largo. 

Son 2 hojas, pero contrario a lo que pensé, están en blanco. ¡Qué broma tan tarada! Pienso. Pero ¿qué tal que sea un mensaje cifrado?, que alguien no tenga palabras para decirme algo que le molesta, ¿por ejemplo?, o como dice un dicho de mi padre: “Yo no le digo nada y con eso le digo todo”. 

¿Quién será esa persona que, no digamos escribió, sino simplemente envió la carta?, ¿puede llamársele carta a las hojas en blanco que recibí? 

Que extraño es todo.

lunes, 19 de marzo de 2018

Bouquet

Veo en mi biblioteca un libro pequeño, bueno, no es un libro, presumo que es una guía turística. ¿Qué hace ahí? Recuerdo que hace muchos años, para un viaje a Francia con mi hermana compramos un libro pequeño que tenía varias frases para comunicarse en francés, pues no teníamos ni la más mínima idea del idioma, más allá de: Bonjour o Excusez-moi, Je ne sais pas y, gracias a Cristina Aguilera, Voulez-vous coucher avec moi. Imagínese usted entonces, estimado lector, cómo pregunta uno donde quedan los baños, sólo con esas y otro par de frases que nada tienen que ver con el tema, jodidos ¿no? 

Tomo el librito, pero no es esa guía, sino un directorio cultural de Bogotá. La introducción cuenta: “Usted tiene en sus manos uno de los 20.000 ejemplares de la primera edición del directorio cultural Bogotá 2017-2018”. Intento sentirme importante debido a ese dato, pero no lo logro y me quedo oliendo un rato las páginas. Huele a nuevo, a tinta, pegante y quién sabe qué otra cantidad de químicos. 

Hay personas que dicen que les encanta oler las páginas de los libros, como si fueran unos catadores de libros que disfrutan del bouquet (he ahí otra palabra en francés, pero que no tiene nada que ver con libros, pues literalmente traduce “Ramo”, aunque, según el contexto, también significa aroma) de sus páginas. Algunas de esas personas hablan acerca de ese tema con superioridad moral, como si esa práctica los hiciera más inteligentes o interesantes, en fin cada cuál con sus tumbao, su caminao, en definitiva, cada quien con sus aromas o bouquets

En ese viaje, el “manual de francés para salir de apuros” nunca abandonó la maleta y nos las arreglamos para comunicarnos por señas o en inglés. Para hacerlo desarrollamos el siguiente método: Al momento de necesitar algo, más complicado que pedir algo de comer or ir al baño, preguntábamos con toda la propiedad del caso: Excusez-moi parlez-vous anglais?, y si el franchute hacía el que nos dirigíamos no hacía mala cara o evadía la pregunta, incluso no solo si respondía Yes, sino que sonreía amablemente, nos soltábamos en inglés, como si el orden mundial dependiera de lo que teníamos por decir. 

Ese librito para dummies en francés podría haberse quedado en mí casa, haciéndole compañía a esa chaqueta cortavientos que compré para el viaje y que olvidé empacar.