domingo, 15 de abril de 2018

Abuelita

Escucho a los carros pasar con ese particular sonido que hacen las llantas sobre el pavimento mojado, mientras una niña, a la que no le pongo más de cinco años grita: “¡Abuelitaaa!, ¿Por qué abuelita?”. 

¿Qué le ocurre?, ¿Qué le está haciendo su abuelita?, ¿qué le paso a su abuelita? ¿será que se desmayó a causa de un paro cardíaco y su nieta llora desconsolada a su lado al no saber qué hacer? “Qué le importa?” podrá preguntar usted, estimado lector, y tiene toda la razón para hacerlo. No es que me importe, sino que por naturaleza somos curiosos, pues es una condición necesaria para sobrevivir; siempre andamos tras la búsqueda del significado de los eventos que ocurren a nuestro alrededor, por más simples que parezcan. 

Los gritos me hacen acordar de mi abuela materna, que era a la que veía con mayor frecuencia, pues la paterna vivía muy lejos y murió cuando yo era pequeño. Nunca tuve une relación cercana con mi abuela materna, a diferencia de unos primos que vivieron con ella y para quienes fue una persona muy importante en su vida. De ella recuerdo como movía con el pie a “Ita” una perra Cooker Spanish que se echaba en el piso al lado de ella a descansar, y cuando mi abuela se iba a parar, casi siempre le bloqueaba el paso, por lo que metía uno de sus pies debajo de ella y la movía, delicadamente, como arrastrándola por el piso, mientras decía “eche pa allá”. 

También recuerdo esas veces que entraba a la cocina y salía con las manos debajo de los sobacos. “Mamá, qué lleva ahí?”, le preguntaba alguna de sus hijas. “Nada mija”, respondía ella mientras se alejaba rápidamente. Lo más probable era que llevara un pan en una mano y en la otra un bocadillo. Ella era diabética y tenía una dieta muy estricta y de vez en cuando hacia esas trampas. Cuando ya estaba bien viejita, sufrió unas complicaciones respiratorias y cardiovasculares y quedo postrada en una cama por cuatro años, hasta que su cuerpo no aguantó más. En lo que duró en ese estado, recuerdo como cuando alguien hablaba en la habitación, ella seguía el sonido de la voz con sus ojos, dos pepitas negras que se movían a toda velocidad, y que hacían pensar que ella estuviera al tanto de la conversación. 

Carolina, Una amiga que fue muy apegada a su abuela, porque también había vivido mucho tiempo con ella, hace un tiempo me contó que su abuela falleció y que ella y su hermano sufrieron mucho con su muerte, pues duro una temporada larga en el hospital con muchos altibajos de salud, y en una ocasión su hermano tuvo que ver cómo, un equipo de médicos y enfermeros, la revivieron. 

La niña ya dejó de gritar. Nunca vamos a saber que fue lo que le hizo su abuelita,  y/o lo que ocurrió a ambas.

viernes, 13 de abril de 2018

Fiesta

Supongo que muchos de mis contemporáneos, al igual que yo, tuvimos una época en la que no queríamos quedarnos en casa un viernes por la noche, y considerábamos obligatorio salir de fiesta. Después de unos años de ese frenesí de rumba, las ganas caen en picada. 

No me imagino, por ejemplo, salir de fiesta hoy con el clima tan horroroso que está haciendo, usted ya sabe estimado lector, uno de esos días de lluvia eterna, que cae no copiosamente, porque la palabra se queda corta, sino, más bien, con rabia. 

“Fiesta” es también el título de una novela de Hemingway que leí hace mucho tiempo porque una mujer me la recomendó, precisamente en una fiesta. Ella, si no estoy mal, había terminado en el bar por el primo de la hermana del amigo del novio de la amiga del colegio, que conocía al homenajeado de esa noche de rumba. 

En medio de los tragos y la algarabía nos pusimos a hablar y resultó que también le gustaba leer. Creo que me sentí ligeramente atraído hacia ella (en esa época era algo blandengue sentimentalmente hablando, y el simple hecho de que una mujer compartiera mi gusto preferido, me hacía pensar que me gustaba). 

Pero no dejemos que el post se descarrile y volvamos a la “Fiesta” de Hemingway. Luego de su recomendación, apenas acabé la novela que estaba leyendo, me la compré, pues pensé que iba a ser uno de esos textos reveladores y/o que cambian la vida, debido al entusiasmo con el que la mujer me había hablado acerca de la novela. Luego de terminarla, no me pareció nada del otro mundo; tal vez eso se debió por el momento en el que llegó a mi vida, pues bien sabemos que el significado e impacto que los libros tienen  en uno cambia, al tiempo que lo hacemos nosotros, con el pasar de los años.

En un artículo de prensa de 1981, titulado “mi Hemingway Personal”, García Márquez a sus 28 años, relató una ocasión en la que, “con una novela publicada y un premio literario en Colombia, pero varado y sin rumbo en Paris”, según sus propias palabras, vio al legendario escritor norteamericano, que acababa de cumplir 59 años, caminando junto a su esposa por la acera opuesta. En medio del éxtasis que le produjo el avistamiento, solo atinó a gritarle “Maeeestro”, a lo que Hemingway le respondió con un saludo con la mano, y las palabras: Adióoooos Amigo”. 

En el artículo Márquez también habla de que Hemingway era un monstruo para escribir relatos cortos, pero que algo fallaba en su técnica en los relatos de largo aliento; que uno podía diseccionar sus cuentos y asombrarse con la manera en que todas sus partes habían sido escritas para acoplarse de manera perfecta, como el engranaje de un reloj, al contrario de sus novelas que, al momento de someterlas a ese mismo estudio riguroso, resultaban ser “cuentos desmedidos a los que le sobran demasiadas cosas”. 

No creo que mi yo lector de ese entonces hubiera precisado lo mismo que el Nobel colombiano, sino que simplemente no me gusto y ya. A ella, la mujer que conocí en la fiesta, el libro la había tocado profundamente por alguna razón: un recuerdo, una experiencia, la relación con un personaje, vaya uno a saber qué cosa en particular. 

Recuerdo también como La Metamorfosis de Kafka se me apareció el año pasado de diferentes maneras y la volví a leer. Quizá haga lo mismo, este año, con la novela de Hemingway.

miércoles, 11 de abril de 2018

Libros sin dueño

Alguna vez leí, no recuerdo si en una novela o un artículo, sobre un libro usado que pasaba de persona en persona, y quien lo recibía tenía como condición no romper la tradición,   y entregárselo a otro lector al terminarlo, no sin antes dejar constancia, en una de las páginas del libro destinada a eso, en qué lugar geográfico (país, ciudad, provincia, etc.) había sido leído; así la nueva persona que lo recibía, adicional a la lectura, se sentía a la vez parte de un viaje, promotor de una aventura, y se creaba, de alguna manera, un lazo fraternal entre los lectores del libro. 

El año pasado, el 24 de diciembre, compré el libro de las Notas de prensa de Gabriel García Márquez en un mercado callejero, y las páginas del libro, que alguna vez fueron blancas, ya comienzan a tomar un color amarillento, y parece que dentro de poco se va a descuadernar.

¿Quién lo leyó?, ¿quién lo vendió o donó?, ¿por cuántas manos pasó antes de llegar a las mías?, me pregunto. Reviso el libro con la esperanza de encontrar una nota de alguno de sus anteriores dueños, pero no hay nada, solo tiene una anotación a lápiz en la primera página, y es el precio que, supongo, anotó el librero callejero. 

¿Por qué no pasar los libros a alguien, una vez los terminamos de leer? Como a todos los que les gusta leer, comparto ese placer casi enfermizo de atesorar libros, pero no lo entiendo;  supongo que está ligado a esa compulsión enfermiza por comprarlos, aun cuando tenemos varios en cola pendientes por leer.

Sería una especie de trueque eterno, de uno de los objetos más fascinantes que ha creado la raza humana.

martes, 10 de abril de 2018

Cueva

Hay días en los que no abre las persianas y su cuarto se sume en una penumbra acogedora. Suelen ser días fríos en los que el sol no existe y un cielo encapotado despliega toda una gama de grises; son días, también, en los que el frío parece penetrar hasta los huesos. 

Le gustan esos días, pues suelen venir acompañados de una tranquilidad abrumadora, como si la banda sonora fuera Three Little birds de Bob Marley. 

Su mente trabaja a toda marcha, pero no patina en ninguno de los pensamientos que llegan: imágenes, recuerdos, anhelos, que se presentan en ráfagas desordenadas, imágenes inconexas que se evaporan igual de rápido como aparecen. Siente que es como estar y no estar presente, como acción, pero sin ninguna reacción.

A veces piensa que, en uno de esos días, en medio de ese estado de presencia y tranquilidad absoluta, va a dar con un párrafo o línea inicial, como el de Ana Karenina o La Metamorfosis, el comienzo de una gran novela que lleva oculta y que está esperando el momento preciso para salir a la superficie la consciencia, pero, como ya sabemos, no le hecha tiza a ese asunto tampoco; es como si la pregunta que me lo acompañara en esos días fuera “¿Qué tal si?”, esa sencilla indagación que abre un resquicio en cualquier barrera de escepticismo, por el que se cuelaun rayo de esperanza.

En esos días también le gusta imaginar que está solo, que no hay ni una sola persona en varios kilómetros a la redonda, pero no es una soledad melancólica, sino, digamos, necesaria. Una de las pocas cosas que le hacen compañía es la luz de su lampara preferida, que crea sombras con los objetos que se encuentran encima del escritorio: Un pocillo con restos de café, iguales de frio que el día, y un montículo de libros y papeles en desorden, que quien sabe hace cuanto no revisa. 

Recuerda que alguien le contó que Rushdie, en sus inicios como escritor, escribía en un ático, y que cuando retiraba la escalera de mano y cerraba la trampilla, se quedaba solo en una cueva triangular de madera.

lunes, 9 de abril de 2018

Cuento al vacío

“Muchas gracias por su participación, recibimos más de 100 
Cuentos. Preseleccionamos cinco, que fueron 
enviados al jurado calificador” 

Ese es el mensaje de agradecimiento que me llegó por haber participado en una convocatoria de cuento. En esa palmadita virtual en la espalda, venían los nombres de los cinco primeros puestos y un link con el cuento del ganador. 

“¿De qué quedó mi cuento?, ¿Hace parte de un montón que no merece ser ranqueado?”, me pregunto, pero eso, a la larga, no debería importarme. 

Doy clic en el link y leo el cuento ganador, pretendiendo identificar que fue lo que le falto al mío. Al principio no me parece nada del otro mundo, pero llego a la conclusión de que es pura envidia. Lo vuelvo a leer y el cuento es bueno, está muy bien escrito. Trata de una amistad entre dos hombres, y uno de ellos está en su lecho de muerte. ¿Habrá sido ese factor emocional lo que le hizo falta al mío?, ¿El conflicto que planteé fue muy soso, falto de, digamos, sabor, o acaso el punto de vista que seleccione, esa tercera persona que se las sabe todas, fue el inadecuado? 

Puede que sí o puede que no, tal vez me faltó tiempo de planeación, pues lo envié justo faltando 10 minutos para que el día se acabara y no trabajé en él más de una hora, pero de pronto eso son puras excusas que me invento y simplemente el texto que produje ese día no fue bueno. 

Creo que a veces eso ocurre con la escritura. Hay días en los que los textos fluyen más fácil, como si fueran bellos antes de ser escritos o tecleados, es decir, como si ya existieran en algún lugar al que, en ocasiones y con algo de fortuna, logramos acceder, pero hay otros días, como me dijo un joven novelista una vez, que uno solo escribe popó. Tampoco creo que una situación sea la buena y la otra la mala, pues todo intento de escritura, por más simple o desatinado que parezca, siempre será válido. 

Imagino al ganador trabajando en su texto poco a poco, quitando y añadiendo palabras todos los días, puntuándolo de mil maneras para dar con el ritmo adecuado, esculpiéndolo  poco para lograr su forma final. 

También debemos tener en cuenta que existen aquellos a los que esto de escribir se les da de forma natural, que incluso cuando redactan una lista de mercado, parece que fuera un poema.

domingo, 8 de abril de 2018

Existencialismo

Hace unas semanas me dio una crisis de existencialismo, de pronto es exagerado llamarlo de esa manera y fue mera pendejada mía, pero uno tiende a agrandar lo que le pasa. 

En esos días comencé a cuestionarlo todo; a cualquier tema que aparecía en mi cabeza, lo puntuaba con una coma a la que le seguía la pregunta: ¿para qué? 

El viernes pasado, tomando cerveza con unos amigos, les pregunté, en medio de una discusión de temas, digamos, poco profundos, pero que suelen ser los más importantes, que si, a veces, no se ponían en extremo existenciales. 

“¿Cómo así?”, me pegunto uno. “Pues sí, a veces no les parece que nada tiene sentido y sienten ganas de cuestionarlo todo” respondí. Todos casi al unísono respondieron: “ahh si, claro”, como si fuera lo más normal del mundo. 

“Esa es una de las razones por las que Lucia y yo no queremos tener hijos”, No nos parece bien tenerlos y sentirnos así”, concluyó el primero que había hablado. 

Dimos otras opiniones sobre el tema y me preguntaron que qué había hecho para salir de ese estado. Les dije que traté de no echarle mucha cabeza al asunto, sino más bien apostarle al importa culismo; que seguí el consejo de otra amiga que está buscándose en un viaje, que no sabe si tiene fin, en otro país. Ella me dijo que enredarse la cabeza con esas preguntas, sólo lleva a que surjan infinidad más, relacionadas con: éxito, libertad, expectativas, etc. que solo nos llevan a lugares muy oscuros y empantanados de nuestra mente.

Ahí se acabó nuestra discusión, y continuamos con otra relacionada con el top 5 de los mejores discos de rock, libros, películas y canciones de toda la historia.

jueves, 5 de abril de 2018

Enemigo

Al entrar al lugar, las personas, 2 hombres y una mujer, ya hablan animadamente. No los conozco, pero los saludo y ellos también lo hacen entre sonrisas y gestos cordiales, tal vez invitándome a entrar en la discusión, pero mi yo huraño se antepone y me obliga a sentarme apartado y a sumergirme en la pantalla de mi celular. 

Después de un par de minutos venzo mi actitud de “no me jodan” y me acerco al grupo, que de nuevo me recibe con gestos amables. Saltan de un tema a otro rápidamente, sin llegar a ninguna conclusión, solo botan ideas o puntos de vista, pero sin intentar imponerlos ante los demás. Trato de acoplarme a la dinámica de conversación lo mejor posible. 

En cierto momento hablan de un personaje público y la mujer dice que lo detesta, que es un ridículo y expone sus razones para tildarlo de esa manera. Meto una cucharada de palabras en la conversación, y le digo lo que pienso: que la persona de la que habla no debería actuar de la manera en que lo hace, pero que está en su libre derecho de hacerlo. 

La mujer calla por unos segundos, mientras parece masticar mi opinión frente al tema, y arranca de nuevo a despotricar: “pero es que ese hijue…”, Uno de los hombres interviene. Tiene voz grave y habla con una forma pausada que hace parecer que lo que está a punto de decir es importante y que es mejor ponerle toda la atención posible. 

“Pero mira”, comienza a hablar, “¿Para qué te estresas de esa manera, uno va por ahí clasificando enemigos y estos, en toda su vida, nunca se enteran cómo nos sentimos hacia ellos”, hace una pausa y luego concluye, “¿no te parece?, yo siempre he dicho algo, a quien consideres tu enemigo ignóralo o atácalo, pero no lo sufras”.