martes, 17 de abril de 2018

Sombra

Catalina publica videos; son grabaciones cortas en las que narra episodios de su día a día. Tiene pelo negro largo y una cara con buena simetría, es decir, es bonita, pues dicen que lo que realmente nos atrae de otra persona son las distancias entre los órganos que componen la cara y su distribución en la misma, como quien dice que uno no vaya a ser un cuadro de Picasso. 

Dice que es domingo, pero es imposible saber si dice la verdad, supongamos que sí. Cuenta que son las 5 de la tarde, esa hora en que la tarde se perfila hacia ese momento en que dan ganas de pegarse un tiro; también, hace unos años, en una conferencia sobre búsqueda de trabajo, el expositor dijo que los Domingos en la tarde es cuando se presenta el índice más alto de suicidios, pero mejor sigamos hablando de Catalina.

Ella, en sus videos, es de esas personas que nunca parece estar triste. Siempre habla con una voz animada, como si su audiencia fuera tarada o niños menores de cinco años. Abre los ojos y dice que un fulano la llamo, “Me llamo hoy domingo a las 5 para invitarme a salir, ¿lo pueden creer?” Me hago la pregunta y sí lo creo. Luego de eso Catalina dice ¿y ahora que hago con estas ojeras? Y se las señala, yo no las veo, pero se supone que ahí están y que son toda una desgracia.

Ahora saca un tubito y lo acerca y aleja de la pantalla varias veces. Luego dice: “No hay problema, pues tengo esta Sombra marca ”ihuyfguygus” que lo va a solucionar todo. Luego se la aplica y ¡Charán! Sus ojeras desaparecen, como por arte de magia; se edita eso de su apariencia que odia o, que cree, los otros odian. Yo sigo sin verlas, y no sé si es porque desaparecieron gracias a la sombra o no existían desde un principio. 

lunes, 16 de abril de 2018

Limpiar las gafas

El año pasado compré gafas, pues llevaba un montón de tiempo con las viejas y la fórmula ya necesitaba un reajuste. Cuando me las entregaron en la óptica, la mujer que me atendió me las hizo poner para ver que tal las sentía. Luego se las pasé y me mostró cómo las debía limpiar. “¿Pero qué ciencia tiene acaso limpiar los lentes de unas gafas?” me pregunte, mientras la mujer les pasaba un trapo y me decía: “solo debe mover el trapo en una sola dirección, sin hacer círculos, para no rayar el lente” 

Las primeras semanas las limpié como me indicó la mujer, despacio, con un movimiento en una única dirección y con mucho cuidado, pero después de un tiempo me aburrí de tanta parsimonia y las comencé a limpiar en círculos, incluso, cuando estoy acostado leyendo, no con el paño sedoso del estuche, con mi camisa. 

¿Cuánto tiempo de mi vida me quita la actividad de limpiar las gafas?, seguro muy poco, entonces ¿Por qué no lo hago de la manera que se supone es la más adecuada? Porque yo, como muchos otros,  soy feliz tratando de ahorrar tiempo, de simplificar las cosas. Por eso desconectamos la USB sin expulsarla, ¿qué si se daña?, que importa, compramos otra y ya está. También, por ese afán incomprensible de vivir a toda velocidad, cruzamos las calles cuando el semáforo esta en verde, pues alegamos no tener tiempo, como si fuera algo que pudiéramos meter en una maleta.  Quién sabe que otra cantidad de actividades las hacemos como si la vida se nos fuera a acabar.

¿Y qué tal si un día de estos la vida se nos va, por apresurarnos al momento de limpiar las gafas?

domingo, 15 de abril de 2018

Abuelita

Escucho a los carros pasar con ese particular sonido que hacen las llantas sobre el pavimento mojado, mientras una niña, a la que no le pongo más de cinco años grita: “¡Abuelitaaa!, ¿Por qué abuelita?”. 

¿Qué le ocurre?, ¿Qué le está haciendo su abuelita?, ¿qué le paso a su abuelita? ¿será que se desmayó a causa de un paro cardíaco y su nieta llora desconsolada a su lado al no saber qué hacer? “Qué le importa?” podrá preguntar usted, estimado lector, y tiene toda la razón para hacerlo. No es que me importe, sino que por naturaleza somos curiosos, pues es una condición necesaria para sobrevivir; siempre andamos tras la búsqueda del significado de los eventos que ocurren a nuestro alrededor, por más simples que parezcan. 

Los gritos me hacen acordar de mi abuela materna, que era a la que veía con mayor frecuencia, pues la paterna vivía muy lejos y murió cuando yo era pequeño. Nunca tuve une relación cercana con mi abuela materna, a diferencia de unos primos que vivieron con ella y para quienes fue una persona muy importante en su vida. De ella recuerdo como movía con el pie a “Ita” una perra Cooker Spanish que se echaba en el piso al lado de ella a descansar, y cuando mi abuela se iba a parar, casi siempre le bloqueaba el paso, por lo que metía uno de sus pies debajo de ella y la movía, delicadamente, como arrastrándola por el piso, mientras decía “eche pa allá”. 

También recuerdo esas veces que entraba a la cocina y salía con las manos debajo de los sobacos. “Mamá, qué lleva ahí?”, le preguntaba alguna de sus hijas. “Nada mija”, respondía ella mientras se alejaba rápidamente. Lo más probable era que llevara un pan en una mano y en la otra un bocadillo. Ella era diabética y tenía una dieta muy estricta y de vez en cuando hacia esas trampas. Cuando ya estaba bien viejita, sufrió unas complicaciones respiratorias y cardiovasculares y quedo postrada en una cama por cuatro años, hasta que su cuerpo no aguantó más. En lo que duró en ese estado, recuerdo como cuando alguien hablaba en la habitación, ella seguía el sonido de la voz con sus ojos, dos pepitas negras que se movían a toda velocidad, y que hacían pensar que ella estuviera al tanto de la conversación. 

Carolina, Una amiga que fue muy apegada a su abuela, porque también había vivido mucho tiempo con ella, hace un tiempo me contó que su abuela falleció y que ella y su hermano sufrieron mucho con su muerte, pues duro una temporada larga en el hospital con muchos altibajos de salud, y en una ocasión su hermano tuvo que ver cómo, un equipo de médicos y enfermeros, la revivieron. 

La niña ya dejó de gritar. Nunca vamos a saber que fue lo que le hizo su abuelita,  y/o lo que ocurrió a ambas.

viernes, 13 de abril de 2018

Fiesta

Supongo que muchos de mis contemporáneos, al igual que yo, tuvimos una época en la que no queríamos quedarnos en casa un viernes por la noche, y considerábamos obligatorio salir de fiesta. Después de unos años de ese frenesí de rumba, las ganas caen en picada. 

No me imagino, por ejemplo, salir de fiesta hoy con el clima tan horroroso que está haciendo, usted ya sabe estimado lector, uno de esos días de lluvia eterna, que cae no copiosamente, porque la palabra se queda corta, sino, más bien, con rabia. 

“Fiesta” es también el título de una novela de Hemingway que leí hace mucho tiempo porque una mujer me la recomendó, precisamente en una fiesta. Ella, si no estoy mal, había terminado en el bar por el primo de la hermana del amigo del novio de la amiga del colegio, que conocía al homenajeado de esa noche de rumba. 

En medio de los tragos y la algarabía nos pusimos a hablar y resultó que también le gustaba leer. Creo que me sentí ligeramente atraído hacia ella (en esa época era algo blandengue sentimentalmente hablando, y el simple hecho de que una mujer compartiera mi gusto preferido, me hacía pensar que me gustaba). 

Pero no dejemos que el post se descarrile y volvamos a la “Fiesta” de Hemingway. Luego de su recomendación, apenas acabé la novela que estaba leyendo, me la compré, pues pensé que iba a ser uno de esos textos reveladores y/o que cambian la vida, debido al entusiasmo con el que la mujer me había hablado acerca de la novela. Luego de terminarla, no me pareció nada del otro mundo; tal vez eso se debió por el momento en el que llegó a mi vida, pues bien sabemos que el significado e impacto que los libros tienen  en uno cambia, al tiempo que lo hacemos nosotros, con el pasar de los años.

En un artículo de prensa de 1981, titulado “mi Hemingway Personal”, García Márquez a sus 28 años, relató una ocasión en la que, “con una novela publicada y un premio literario en Colombia, pero varado y sin rumbo en Paris”, según sus propias palabras, vio al legendario escritor norteamericano, que acababa de cumplir 59 años, caminando junto a su esposa por la acera opuesta. En medio del éxtasis que le produjo el avistamiento, solo atinó a gritarle “Maeeestro”, a lo que Hemingway le respondió con un saludo con la mano, y las palabras: Adióoooos Amigo”. 

En el artículo Márquez también habla de que Hemingway era un monstruo para escribir relatos cortos, pero que algo fallaba en su técnica en los relatos de largo aliento; que uno podía diseccionar sus cuentos y asombrarse con la manera en que todas sus partes habían sido escritas para acoplarse de manera perfecta, como el engranaje de un reloj, al contrario de sus novelas que, al momento de someterlas a ese mismo estudio riguroso, resultaban ser “cuentos desmedidos a los que le sobran demasiadas cosas”. 

No creo que mi yo lector de ese entonces hubiera precisado lo mismo que el Nobel colombiano, sino que simplemente no me gusto y ya. A ella, la mujer que conocí en la fiesta, el libro la había tocado profundamente por alguna razón: un recuerdo, una experiencia, la relación con un personaje, vaya uno a saber qué cosa en particular. 

Recuerdo también como La Metamorfosis de Kafka se me apareció el año pasado de diferentes maneras y la volví a leer. Quizá haga lo mismo, este año, con la novela de Hemingway.

miércoles, 11 de abril de 2018

Libros sin dueño

Alguna vez leí, no recuerdo si en una novela o un artículo, sobre un libro usado que pasaba de persona en persona, y quien lo recibía tenía como condición no romper la tradición,   y entregárselo a otro lector al terminarlo, no sin antes dejar constancia, en una de las páginas del libro destinada a eso, en qué lugar geográfico (país, ciudad, provincia, etc.) había sido leído; así la nueva persona que lo recibía, adicional a la lectura, se sentía a la vez parte de un viaje, promotor de una aventura, y se creaba, de alguna manera, un lazo fraternal entre los lectores del libro. 

El año pasado, el 24 de diciembre, compré el libro de las Notas de prensa de Gabriel García Márquez en un mercado callejero, y las páginas del libro, que alguna vez fueron blancas, ya comienzan a tomar un color amarillento, y parece que dentro de poco se va a descuadernar.

¿Quién lo leyó?, ¿quién lo vendió o donó?, ¿por cuántas manos pasó antes de llegar a las mías?, me pregunto. Reviso el libro con la esperanza de encontrar una nota de alguno de sus anteriores dueños, pero no hay nada, solo tiene una anotación a lápiz en la primera página, y es el precio que, supongo, anotó el librero callejero. 

¿Por qué no pasar los libros a alguien, una vez los terminamos de leer? Como a todos los que les gusta leer, comparto ese placer casi enfermizo de atesorar libros, pero no lo entiendo;  supongo que está ligado a esa compulsión enfermiza por comprarlos, aun cuando tenemos varios en cola pendientes por leer.

Sería una especie de trueque eterno, de uno de los objetos más fascinantes que ha creado la raza humana.

martes, 10 de abril de 2018

Cueva

Hay días en los que no abre las persianas y su cuarto se sume en una penumbra acogedora. Suelen ser días fríos en los que el sol no existe y un cielo encapotado despliega toda una gama de grises; son días, también, en los que el frío parece penetrar hasta los huesos. 

Le gustan esos días, pues suelen venir acompañados de una tranquilidad abrumadora, como si la banda sonora fuera Three Little birds de Bob Marley. 

Su mente trabaja a toda marcha, pero no patina en ninguno de los pensamientos que llegan: imágenes, recuerdos, anhelos, que se presentan en ráfagas desordenadas, imágenes inconexas que se evaporan igual de rápido como aparecen. Siente que es como estar y no estar presente, como acción, pero sin ninguna reacción.

A veces piensa que, en uno de esos días, en medio de ese estado de presencia y tranquilidad absoluta, va a dar con un párrafo o línea inicial, como el de Ana Karenina o La Metamorfosis, el comienzo de una gran novela que lleva oculta y que está esperando el momento preciso para salir a la superficie la consciencia, pero, como ya sabemos, no le hecha tiza a ese asunto tampoco; es como si la pregunta que me lo acompañara en esos días fuera “¿Qué tal si?”, esa sencilla indagación que abre un resquicio en cualquier barrera de escepticismo, por el que se cuelaun rayo de esperanza.

En esos días también le gusta imaginar que está solo, que no hay ni una sola persona en varios kilómetros a la redonda, pero no es una soledad melancólica, sino, digamos, necesaria. Una de las pocas cosas que le hacen compañía es la luz de su lampara preferida, que crea sombras con los objetos que se encuentran encima del escritorio: Un pocillo con restos de café, iguales de frio que el día, y un montículo de libros y papeles en desorden, que quien sabe hace cuanto no revisa. 

Recuerda que alguien le contó que Rushdie, en sus inicios como escritor, escribía en un ático, y que cuando retiraba la escalera de mano y cerraba la trampilla, se quedaba solo en una cueva triangular de madera.

lunes, 9 de abril de 2018

Cuento al vacío

“Muchas gracias por su participación, recibimos más de 100 
Cuentos. Preseleccionamos cinco, que fueron 
enviados al jurado calificador” 

Ese es el mensaje de agradecimiento que me llegó por haber participado en una convocatoria de cuento. En esa palmadita virtual en la espalda, venían los nombres de los cinco primeros puestos y un link con el cuento del ganador. 

“¿De qué quedó mi cuento?, ¿Hace parte de un montón que no merece ser ranqueado?”, me pregunto, pero eso, a la larga, no debería importarme. 

Doy clic en el link y leo el cuento ganador, pretendiendo identificar que fue lo que le falto al mío. Al principio no me parece nada del otro mundo, pero llego a la conclusión de que es pura envidia. Lo vuelvo a leer y el cuento es bueno, está muy bien escrito. Trata de una amistad entre dos hombres, y uno de ellos está en su lecho de muerte. ¿Habrá sido ese factor emocional lo que le hizo falta al mío?, ¿El conflicto que planteé fue muy soso, falto de, digamos, sabor, o acaso el punto de vista que seleccione, esa tercera persona que se las sabe todas, fue el inadecuado? 

Puede que sí o puede que no, tal vez me faltó tiempo de planeación, pues lo envié justo faltando 10 minutos para que el día se acabara y no trabajé en él más de una hora, pero de pronto eso son puras excusas que me invento y simplemente el texto que produje ese día no fue bueno. 

Creo que a veces eso ocurre con la escritura. Hay días en los que los textos fluyen más fácil, como si fueran bellos antes de ser escritos o tecleados, es decir, como si ya existieran en algún lugar al que, en ocasiones y con algo de fortuna, logramos acceder, pero hay otros días, como me dijo un joven novelista una vez, que uno solo escribe popó. Tampoco creo que una situación sea la buena y la otra la mala, pues todo intento de escritura, por más simple o desatinado que parezca, siempre será válido. 

Imagino al ganador trabajando en su texto poco a poco, quitando y añadiendo palabras todos los días, puntuándolo de mil maneras para dar con el ritmo adecuado, esculpiéndolo  poco para lograr su forma final. 

También debemos tener en cuenta que existen aquellos a los que esto de escribir se les da de forma natural, que incluso cuando redactan una lista de mercado, parece que fuera un poema.