viernes, 27 de abril de 2018

Escritos ajenos


Sería bueno escribir sin ningún rasgo de personalidad propio, desapegarnos por completo de nuestra esencia como personas, y crear obras con personajes completamente opuestos a nosotros, sin rasgos de nuestra identidad, o lo que eso signifique. 

Quizá eso sea imposible e incluso los más grandes novelistas le imprimen pequeños pedacitos del yo a sus personajes, sino que son tan buenos en su oficio que resulta difícil darnos cuenta. 

Pedro Camacho, el personaje que es escritor de Radionovelas en la Tía Julia y el Escribidor, se disfrazaba cuando se sentaba a escribir los guiones de sus radionovelas precisamente para lograr eso: ponerse en la piel de sus personajes, con el fin de que fueran ellos quienes los escribían o, más bien, contaran sus vidas.

En otra novela que leo ahora, uno de los personajes adopta la manía de comprar cartas antiguas en un mercado callejero, que nunca encontraron su destinatario. Las cartas que adquiere son muy emotivas, lo atrapan por completo y cada día se relaciona e involucra más con las historias que lee. Un día comienza a responderlas y, dependiendo de la persona, que probablemente ya está muerta, a quién le esté escribiendo, se viste, afeita a ras, perfuma y peina distinto. 

Ambos ejemplos, sin importar si son de ficción, prueban que escribir muchas veces se trata de escritos ajenos, de ser uno, al tiempo que se trata de ser otro y, a veces, lo segundo es lo que prima y marca la diferencia en un texto.

jueves, 26 de abril de 2018

Ser una canción

Hoy el dios de la aleatoriedad me concedió está canción y llegué a la conclusión de que me gustaría ser ella. ¿Como es eso posible?, no tengo ni la menor idea, pero fue algo que, digamos, sentí en el momento en el que la escuché. 

De pronto todos tenemos enterrado en el cerebro, en nuestras células, en los recuerdos, vaya uno a saber dónde, rasgos de sinestesia, esa maravillosa capacidad de sentir diferente, es decir: oír colores, ver sonidos, o saborear texturas, como un revuelto de las respuestas de nuestro cerebro ante cualquier tipo de estímulo. 

Me pregunto si algún escritor presenta o habrá presentado esa condición. Imagino que sería una ventaja increíble al momento de escribir, pues muchas veces se trata de eso, de percibir el mundo y lo que ocurre de forma diferente, ver conexiones donde no las hay y, con algo de suerte, lograr traducirlo en palabras. 

Hace un tiempo vi un programa en el que entrevistaban a una mujer, Melissa McCracken, que veía colores en la música y pintaba cuadros de canciones que, a simple vista, parecían manchones de diferentes colores. 

McCracken, a quien le parecía de lo más normal su condición, fue consciente de lo que le ocurría, al ver la confusión de un amigo un día en el que estaba escogiendo el tono del celular, y le dijo  que iba a escoger una canción naranja para que hiciera juego con su teléfono azul,

Le gusta pintar funk porque es música colorida y no pinta música country porque es de colores apagados. 

Ojalá que algún día me pinte.

miércoles, 25 de abril de 2018

Frases sueltas


No recuerdo cuando comencé con esa manía de marcar las frases, aparentemente sueltas, que me llaman la atención, si no estoy mal fue desde aquella vez que leí las Cartas a J.R.R. Tolkien, un libro que solo me costó $10.000, pues lo habían etiquetado mal. 

Cada vez que leía una frase que resaltaba entre las demás, le ponía un punto al lado y anotaba el número de la página. Luego, cuando terminé el libro, las transcribí todas en un documento y me pregunté: “¿por qué no hacer esto con cada uno de los libros que leo?” 

A veces las frases que punteo son figuras narrativas bellísimas, otras veces son pequeños fragmentos de diálogo o una descripción precisa, pero en la mayoría de ocasiones tienen algo que ver conmigo, o eso creo; cuentan algo que hace referencia a mi vida de forma implícita o explícita: lo que vivo, he vivido y, por qué no, lo que voy a vivir. 

Me imagino que esas frases sueltas que captan mi atención camuflan la respuesta de interrogantes que se ha planteado la raza humana desde sus inicios. Muchas veces creo saber a que hacen referencia y otras veces no lo tengo claro, pero algo me dice que son importantes y por eso, quizás a pesar de estar a años luz de entenderlas en su totalidad, las marco. 

Muchas veces cuando me encuentro con una muy buena, la leo y releo antes de continuar con la lectura, pues parece que en ellas se encuentra el sentido mismo de la vida o una de esas verdades indisolubles, que no se muy bien que signifique eso, pero me gusta esa palabra y apareció en mi mente justo en este momento. 

Es bueno vivir rodeado de frases sueltas.

martes, 24 de abril de 2018

Como tal

Espero a alguien en un café. Hace uno de esos días soleados pero fríos. La silla sobre la que estoy sentado es de metal y está helada. Al mí lado tres ejecutivas, una de ellas con pelo rubio abundante y mucho maquillaje, ríen. Al rato llega otra y la saludan levantando los vasos de café como si fueran botellas de cerveza. 

Llegué antes de la hora de encuentro así que aprovecho para leer el capítulo de una novela, que se titula: “De aquí a Roma”, me refiero al capítulo. Me gusta eso, es decir, que los escritores se tomen la molestia de titular los capítulos, en vez de ponerles simples números. 

A pocas mesas también se encuentran dos mujeres. Una de ellas teclea con velocidad en su portátil, mientras la otra la mira distraída. No hacen tanta bulla como el otro grupo, tal vez porque no son ejecutivas, sino estudiantes, o un híbrido entre ambas cosas, pues están arregladas como para ir a trabajar. En un momento, la que escribe le dice a su compañera: “La propuesta de valor es el valor agregado”, y la otra responde: “Osea… como tal”. 

Ante la respuesta de su compañera, la primera lee un párrafo en inglés que explica en que consiste la propuesta de valor. Calla unos segundos y finalmente dice. “Nuestra propuesta de valor es generar una experiencia diferente frente a la sensación de los espacios físicos personales, ya sabes, pain releavers y pain checkers

“Ahh osea, como tal” concluye su amiga, “ya estoy entendiendo”, afirma luego. 

La persona que estoy esperando llega y me dice que nos hagamos adentro, porque está haciendo mucho frio, justo cuando ya había calentado mi silla, así de desagradecida es la vida. Apenas entramos a buscar mesa, escucho a alguien preguntar en inglés: “What are our proposals?”, sin saber que afuera hay una mujer experta en propuestas de valor y cosas como tal.

lunes, 23 de abril de 2018

Caja de huevos

En las mañanas Lisbeth trabaja como asistente administrativa y en las tardes lo hace como conductora de Uber. No le pongo más de 35 años. A mitad de camino busco la forma de iniciar una conversación. Para hacerlo, me aferro a un lugar común que logra romper el hielo. Al instante noto que tiene acento de otra región que, supongo, es del caribe. 

Le pregunto que de dónde es. “Soy de Venezuela”, responde. Me cuenta que lleva dos años acá y que tuvo facilidad para venir a Colombia, pues su mamá es colombiana y le sacó la cédula cuando era pequeña. 

Me dice que la situación allá está terrible, que ella se formó como policía y que, en un momento, cuando vio las cosas muy mal, decidió abandonar su país, pues prefería dejar aquel lugar, antes de abusar de sus compatriotas solo por portar el uniforme de una fuerza militar. También me cuenta que ya logró traer a su mamá y que ahora solo falta su padre, y espera que el también, dentro de poco, pueda venir a hacerles compañía. 

“¿Y cómo fue la llegada?”, le pregunto. Me dice que ahorró 3 meses de su sueldo como policía, una cifra que en Bolívares equivalía a varios millones, pero que en pesos colombianos eran, más o menos, $300.000. 

“Fue duro, pero tenía que hacerlo, es que la situación está muy jodida allá—dice para romper el silencio en el que habíamos caído—, solo por ponerle un ejemplo, una caja de huevos está costando allá más de 1 millón de bolívares”. Le pregunto que a cuánto equivale esa cantidad en pesos y me dice que a unos $6000. 

El resto de viaje pienso en los millones de bolívares que puedo gastar en un solo día, y cuántas cajas de huevos podría comprar.

domingo, 22 de abril de 2018

Mar de libros

El primer pabellón al que entro es uno de los más grandes. “¿Por dónde comienzo?” me pregunto. Inquietud que dispara otra serie de preguntas: ¿Estaré desperdiciando mi tiempo en este?, ¿Y si compro libros ahora, pero más tarde, ya sin dinero, encuentro otros mejores, qué? 

Evado las preguntas y me lanzo a hojear libros en ese mar compuesto por ellos. Camino y camino y nada me llama la atención, “¿Estaré muy exigente?”, me pregunto ahora, mientras veo pasar hileras de niños de colegio agarrados de las manos, envueltos en una gritería y con caras que solo expresan felicidad y gozo. 

La escena me hace pensar que quizás estoy exagerando, que me debo relajar y gozarme la feria, y que mejor dejarse llevar por el impulso al momento de comprar algo. 

Llego a un stand que tiene expuestos unos libros bajo el título literatura universal. Una de las mujeres que lo atiende me sonríe. Le pago con el mismo gesto, mientras sigo examinando, una a una, las hileras de libros. “¿Te gusta la literatura universal?”, es la pregunta que me saca de mis pensamientos, “¿Qué es la literatura universal?”, me pregunto, supongo que se refiere a los clásicos de la literatura, que son los que predominan en el estante que tengo enfrente de mí. 

“Si”, respondo tímidamente, y la mujer se queda mirándome como esperando otras palabras…” ¿Cuál me recomienda?”, le pregunto. “Eso mismo le iba a decir”, responde. “Este”, dice, y señala El retrato de Dorian Gray, uno de los tantos libros que, a veces, pienso ya debería haber leído. Mientras diserto sobre eso, la mujer comienza a dar un resumen del libro. No me gusta eso, que me cuenten algo, lo que sea, de un libro, si pretendo leerlo en un futuro, bien sea cercano o lejano. Cuando la mujer, emocionada, termina su sinopsis, le doy las gracias y abandono el lugar. 

Trato de serle fiel a mí conducta de feria del libro, que consiste en dejarme llevar por el momento, en escoger libros a punta de feeling, pero algo ocurre en esta ocasión y ningún libro de los que examino logra captar mi atención. Acudo entonces a una lista que imprimí justo antes de salir de la casa, con títulos que he ido anotando a lo largo del tiempo que me encontré en artículos y que, por algún motivo, me llamaron la atención. 

La tengo en mis manos, pero me enredo con un mapa de la feria, doy menos de tres pasos para mirar otra mesa de libros, y ahora la lista ya no está. Reviso todos los bolsillos: los del pantalón, la chaqueta, la maleta, pero no hay rastros ni de ella ni del berraco mapa, al que le hecho la culpa de mi pequeña desgracia. Me devuelvo por los pasillos del stand a ver si la encuentro, pero no está por ningún lado, se la trago un maldito agujero negro. “Ni modo, me toco confiar en el dios de la incertidumbre”, pienso. Justo cuando voy a abandonar el lugar, veo el papel en el piso, una pequeña victoria.

Ya en otro pabellón, le suelto la lista a una de las personas que atiende. “Mmm déjeme ver” dice el hombre, “Este seguro lo tenemos”, menciona señalando el título con el dedo índice. “Me lo puede mostrar por favor”. “Es que no sé dónde está. Si quiere páseme la lista y miro en el sistema”, responde. 

Mientras el hombre se va a buscarlos, tomo unas hojas grapadas con todos los nombres de los libros que tienen, que el hombre saco de una gaveta. Paso las hojas, pero no me encuentro con nada, y la vuelvo a dejar donde la encontré. Otra vendedora, la toma, me mira con cara de “¿y usted que hacía con esa lista?” y la vuelve a guardar”. Mi tiempo de espera sirve para tomar tres libros. Leo y releo sus contraportadas para decidir cuáles me voy a llevar, pues, según mis cálculos, son dos los que puedo comprar en ese lugar. 

El hombre llega con la novela, Vibrato, y le suma otra variable a mi problema de decisión. Finalmente me llevo el que encontró y uno de Saramago. Otra vez tengo muchos papeles en la mano, aunque ahora estoy completamente seguro de que la lista de libros la tengo en el bolsillo derecho de atrás. 

Al frente veo un stand con muchas mesas y descargo mi morral en una silla para organizar mis compras y papeles. Una señora se me acerca y me pregunta que si sé hablar inglés, que tienen una promoción para mi y que puedo referenciar a otra persona. Por un instante y para quitármela de encima, me dan ganas de ser un cabrón y responderle algo como “Ya lo hablo, muy bien, y todos mis amigos y familiares también”, pero desisto de la conducta y solo le digo: “No, muchas gracias”. Le mujer me sonríe y se aleja sin insistir. 

Llego al pabellón de Argentina, el país invitado, lugar en el que siempre compro una novela de un autor que no conozco. Comienzo a mirar libros y veo unos de Claudia Piñeiro, una escritora que oí mencionar hace unos días. Después de una evaluación somera de sus novelas, tomo la que más me llama la atención y sigo caminando por el lugar. 

Le pregunto a una mujer que  si está atendiendo y me dice que sí. “Estoy buscando una novela, ¿qué me recomienda?”. “Ehhh, mmmm venga por acá”. La sigo y me lleva donde otra mujer. Es pequeña y lleva unas gafas con lentes muy grandes, le explico que es lo que busco. Le doy a entender que quiero leer novela, que hace rato no leo una que me atrape de cabo a rabo. 

“Bueno, empecemos” dice, parece que sabe mucho. La primera que me muestra es una que se llama “Las tetas de Perón”, me explica de qué se trata, pero no me llama la atención. Nota mi desinterés y sigue caminando. Luego me muestra un libro  de una joven promesa de la literatura argentina; una novela, según ella, sobre la vida nocturna, fiestas, drogas etc. La portada es precisa y hace alusión a todos los temas que menciona. La tomo en mis manos, pero es muy delgada y cuesta más de $40.000. Le expongo mi teoría respecto a el precio de los libros, su grosor y/o cantidad de páginas; pienso que una de ese precio debería tener por lo mínimo 300. Me da una respuesta relacionada con las editoriales independientes, y que una de ellas fue la que la públicó, y que esa es la razón del precio a pesar de lo corta. 

Le muestro la de Piñeiro que tengo en mis manos. Me dice que es una buena autora, pero noto, por su tono de voz, que no está convencida. "Mira esta otra, El secreto de sus ojos, me gustó mucho más", dice. Me cuenta que hicieron una película a partir del libro, y me suelta unos datos curiosos acerca de la novela y la película. Me decido por esa. A punto de despedirnos le pregunto, “¿Por qué sabes tanto?”. “Ahh, porque estudié literatura”, responde y luego se aleja mientras le doy las gracias. 

Luego decido ir al pabellón de descuentos. En otras ocasiones he conseguido buenos libros a precios muy bajos en ese lugar, pero me parece que este año está muy malo, lleno de puros libros viejos de páginas amarillentas, que quién sabe cuánto tiempo llevaban pudriéndose en una bodega. 

Apenas entro veo un libro pequeño que se llama “Viajeros”. Lo examino y son relatos de viaje de varios escritores. Lo cargo todo el tiempo que duro en el pabellón, y al final. justo cuando estoy pagando otro libro, decido dejarlo. Uno de los relatos es de Kerouac, autor de “En el camino”, uno de esos supuestos clásicos que uno no puede dejar de leer, pero que no me gustó; de nuevo pienso que, tal vez, mi encuentro con ese libro no se dio  en el momento adecuado.

jueves, 19 de abril de 2018

Hielo

Pertenezco al grupo de los que, apenas se va a dormir, hacen cálculos de cuantas horas de sueño pueden disfrutar. Las supuestas 8 reglamentarias me parecen exageradas, 7 son un lujo, las 6 caminan sobre el borde del cansancio del siguiente día y menos es un atentado contra la paz mental y porque no mundial, pues quién sabe qué cantidad de gente vive emputada porque tiene sueño y se desquita con los demás. 

Lo único malo de dormir es tener que despertarse no de forma natural, sino con una alarma. Es que solo el nombre ya evidencia lo negativo. Los eruditos de la RAE, que me los imagino viejos y desgastados, definen la palabreja como: “Mecanismo que tiene por función avisar de algo”, pero también significa: “Aviso o señal de cualquier tipo que advierte la proximidad de un peligro”. 

Por eso despertarse resulta alarmante, es, guardando las proporciones, como estar en un sauna y de un momento a otro sumergirse en una piscina con muchos cubos de hielo. 

Puede ser que la vigilia, tan cargada de realidad, sea ese peligro que nos advierte la alarma, por eso, a veces, lo mejor es andar dormidos, y es que ninguna chicharra (que buena palabra esta) de despertador, celular, etc. es cordial con el sueño. 

Desde hace unos días decidí volver a conectar un reloj despertador para cambiar el sonsonete de la alarma del celular, que ya me tenía aburrido, por el de una emisora de radio; “Por lo menos me despierto escuchando música” pensé y, hasta el momento, me ha parecido una mejor opción para despertarme. 

Hoy, por ejemplo, la canción que me despertó fue “La Nevera” y me hizo reír. Cuenta las desgracias de un hombre que tiene la nevera pelada, pero recapacita y cae en cuenta de que por lo menos tiene nevera  y que puede hacer hielo.