jueves, 3 de mayo de 2018

Plegaria por un desconocido

Al kontar es su apellido, a menos que Al sea su segundo nombre; Hassan Al Kontar, así se llama. Muchas veces llego tarde a las noticias, supongo que se debe a que prefiero pasar  más tiempo en la ficción; por eso, hasta hoy me enteré de su existencia.

Kontar es un ciudadano sirio que lleva dos meses atrapado en Malasia, en el aeropuerto de Kuala Lumpur. Abandonó su país al no querer prestar servicio militar, estuvo 8 años en los Emiratos Árabes Unidos, y cuando comenzó la guerra en Siria su situación legal en ese lugar se complicó. Ahora está en la zona de transito del aeropuerto, intentando que algún país le conceda una visa.

Hoy escuché una entrevista que le hicieron por radio, donde muchas de las preguntas fueron puras maricadas, tipo: “¿Cómo ha sido su día hoy?”, “¿Qué come?” y cosas por el estilo. Luego vi un video que publicó en redes sociales en el que contaba que si lo veíamos sin audífonos era porque alguien se los había robado. Lo bueno era que hablaba sin rencor, sin embargo, no tener un par de audífonos debe ser una de sus menores preocupaciones en este momento.

Kontar respondía a todas las preguntas con un tono animado, pero su voz se puso triste cuando habló sobre la estigmatización hacia los ciudadanos sirios y cómo al resto del mundo parece importarle muy poco lo que les pueda ocurrir.

Siente mucho afán por pertenecer, es decir, por tener una nacionalidad, la que sea, y parece que ese desarraigo que siente es una de las cosas que mas conflicto interno  le produce . No entiende uno cuál es nuestro afán de poder llamar a algún pedazo de tierra patria. Como piensa uno de los personajes de la novela Tiempo Muerto: "La sola mención de la palabra me pone los pelos de punta. ¿Qué es esa mierda? ¿Quién nace con la bandera tatuada en la nuca?"

“¿De qué manera podemos ayudarle desde acá?”, le preguntó una periodista.
“La verdad no hay mucho que puedan hacer. Recen por mí.”

martes, 1 de mayo de 2018

Salsa de piña

Sábado 6 de la tarde. 

El café hace rato se acabó, y la luz del día también está a punto de extinguirse. Cada vez debo acercarme más el libro a la cara para leer. Siento que mi vista se cansa, pero también que estoy a pocas páginas de terminar el capítulo; acierto, solo faltaban dos. “Nunca sabremos quién fue. Qué más da”, son las palabras que lo cierran. 

Pienso en que quiero prepararme un perro caliente en la noche. No sé por qué llegan pensamientos acerca de comida, pero ahora el perro ocupa toda mi mente. Es uno sencillo, que bien podría llamársele salchicha entre dos panes más que perro. Preveo que no quiero complicarme con la preparación, es decir, derretirle queso, picarle cebolla y cosas por el estilo que, a la larga, no son nada del otro mundo, pero es sábado y quiero abusar de la ligereza con la que viene cargada este día y la practicidad de todo lo que esté por venir. 

“¿Y la salsa de piña?” me pregunto. Hace unos días exprimí los restos de la que quedaba y el empaque quedó chupado como una uva. Decido ir a comprar uno. Me gusta mucho el contraste dulce de esa salsa, mezclado con las otras salsas, las papitas machacadas, la salchicha y el pan. Pienso también en la salchicha, una edición limitada de chimichurri que compré hace unas semanas. 

El cielo amenaza con lluvia, pero que yo sepa, nadie ha muerto en un aguacero citadino, al menos no a causa del agua, dejemos los rayos para otro escrito, así que arranco a caminar. 

Ya en el supermercado, encuentro la salsa rápido. A veces me siento muy perdido en esos lugares, porque parece que cualquier producto que busco, lo han ubicado con el único fin de que no lo encuentre, pero esta ocasión es la excepción a la regla. 

La luz artificial del lugar es muy fuerte, como si pretendieran que compremos a ciegas. Hay filas en todas las cajas y los lectores ópticos en cada una de ellas no se cansan de hacer ruido. Ubico la a caja rápida y su fila solo la componen dos personas, un hombre que ya está terminando de pagar, y una mujer que pone una caja de huevos en la banda y dos frascos de yogurt con cereal saludable de granola, uvas y esas cosas. “Cereal de pajarito”, pienso. 

Mientras hago fila una pareja entra al supermercado. La mujer lleva tenis Converse, una falda de jean y medias negras hasta las rodillas, y tiene el celular colgado a manera de collar, solo le falta llevar un letrero que diga: “Por favor róbenme”. Imagino un ladrón halando el aparato con todas sus fuerzas u otro, más condescendiente con el cuello de la muchacha, cortando el cordel que lo sostiene con una navaja. 

La luz del día está a punto de apagarse por completo. Hace mucho frio, pero las nubes, grises y regordetas, se atragantan con la lluvia, unas por otras.

lunes, 30 de abril de 2018

La mamera, ¿qué hacer con ella?

“¿Pero acaso qué es lo que tiene qué hacer?” Me pregunta. 

Ese otro que nos habita a usted y a mí, estimado lector, repite la pregunta “Si, ¿qué tiene qué hacer?”. La evalúo un par de segundos, y recuerdo que mi interlocutor espera una respuesta, pero antes de que yo pueda decir algo, lo que sea, concluye, como acordándose que debía completar su pregunta: “¿Le da mamera?” Todo, como suele suceder en la vida, se complica en un instante, y ahora, aparte de intentar descifrar si tengo algo por hacer, también debo evaluar si me da mamera. 

Todo hace parte de un mensaje que recibo. Un amigo, que se disfraza como como tercero en la situación, me invita a la celebración de cumpleaños de un primero, otro amigo que hace de homenajeado. El evento se va a celebrar el siguiente fin de semana. 

“No sé, yo le aviso”; esa fue la frase que despertó su inquietud sobre mis planes a futuro, eso que debo o no hacer y que aún intento descifrar. Lo que de verdad pienso, es que falta mucho tiempo para que llegué el sábado como para ponerse a planear las actividades de ese día. Por ejemplo, si alguno de los tres: el primero y el tercero, mis amigos, o el segundo, que creo ser yo, muere de aquí al sábado, ¿qué ganas de celebrar quedarían? Por eso, supongo, mi respuesta tiende a ser evasiva, porque prefiero dejar al futuro, mientras pueda, lo más quieto posible, tener que ver con él en lo más mínimo, por eso se me dificulta responder qué es lo que voy a hacer. 

Ahora la mamera. Me parece increíble que la palabra no exista para los de la RAE, en fin. Andrés Ospina, en su Bogotálogo, la define como: “Estado de extenuación, indisposición, aburrimiento o hartazgo en lo concerniente a una actividad." 

Mientras conversaba e intentaba descifrar lo que tenía o tengo que hacer, que angustia eso, imaginé a la ciudad, en el día futuro del agasajo de mi amigo, envuelta en un aguacero torrencial y, me perdonarán ustedes, pues que pereza salir con ese clima. De pronto ahí está la mamera que, vale la pena aclarar, no tiene que ver nada con el evento, ni con ninguno de mis amigos. 

Independiente de cuál sea el tipo o la causa de esa presunta mamera que quizá tenga y no logro identificar, al igual que eso que debo hacer; Ospina también habla sobre el derecho a ‘mamarse’, y dice que es sagrado e inalienable.

viernes, 27 de abril de 2018

Escritos ajenos


Sería bueno escribir sin ningún rasgo de personalidad propio, desapegarnos por completo de nuestra esencia como personas, y crear obras con personajes completamente opuestos a nosotros, sin rasgos de nuestra identidad, o lo que eso signifique. 

Quizá eso sea imposible e incluso los más grandes novelistas le imprimen pequeños pedacitos del yo a sus personajes, sino que son tan buenos en su oficio que resulta difícil darnos cuenta. 

Pedro Camacho, el personaje que es escritor de Radionovelas en la Tía Julia y el Escribidor, se disfrazaba cuando se sentaba a escribir los guiones de sus radionovelas precisamente para lograr eso: ponerse en la piel de sus personajes, con el fin de que fueran ellos quienes los escribían o, más bien, contaran sus vidas.

En otra novela que leo ahora, uno de los personajes adopta la manía de comprar cartas antiguas en un mercado callejero, que nunca encontraron su destinatario. Las cartas que adquiere son muy emotivas, lo atrapan por completo y cada día se relaciona e involucra más con las historias que lee. Un día comienza a responderlas y, dependiendo de la persona, que probablemente ya está muerta, a quién le esté escribiendo, se viste, afeita a ras, perfuma y peina distinto. 

Ambos ejemplos, sin importar si son de ficción, prueban que escribir muchas veces se trata de escritos ajenos, de ser uno, al tiempo que se trata de ser otro y, a veces, lo segundo es lo que prima y marca la diferencia en un texto.

jueves, 26 de abril de 2018

Ser una canción

Hoy el dios de la aleatoriedad me concedió está canción y llegué a la conclusión de que me gustaría ser ella. ¿Como es eso posible?, no tengo ni la menor idea, pero fue algo que, digamos, sentí en el momento en el que la escuché. 

De pronto todos tenemos enterrado en el cerebro, en nuestras células, en los recuerdos, vaya uno a saber dónde, rasgos de sinestesia, esa maravillosa capacidad de sentir diferente, es decir: oír colores, ver sonidos, o saborear texturas, como un revuelto de las respuestas de nuestro cerebro ante cualquier tipo de estímulo. 

Me pregunto si algún escritor presenta o habrá presentado esa condición. Imagino que sería una ventaja increíble al momento de escribir, pues muchas veces se trata de eso, de percibir el mundo y lo que ocurre de forma diferente, ver conexiones donde no las hay y, con algo de suerte, lograr traducirlo en palabras. 

Hace un tiempo vi un programa en el que entrevistaban a una mujer, Melissa McCracken, que veía colores en la música y pintaba cuadros de canciones que, a simple vista, parecían manchones de diferentes colores. 

McCracken, a quien le parecía de lo más normal su condición, fue consciente de lo que le ocurría, al ver la confusión de un amigo un día en el que estaba escogiendo el tono del celular, y le dijo  que iba a escoger una canción naranja para que hiciera juego con su teléfono azul,

Le gusta pintar funk porque es música colorida y no pinta música country porque es de colores apagados. 

Ojalá que algún día me pinte.

miércoles, 25 de abril de 2018

Frases sueltas


No recuerdo cuando comencé con esa manía de marcar las frases, aparentemente sueltas, que me llaman la atención, si no estoy mal fue desde aquella vez que leí las Cartas a J.R.R. Tolkien, un libro que solo me costó $10.000, pues lo habían etiquetado mal. 

Cada vez que leía una frase que resaltaba entre las demás, le ponía un punto al lado y anotaba el número de la página. Luego, cuando terminé el libro, las transcribí todas en un documento y me pregunté: “¿por qué no hacer esto con cada uno de los libros que leo?” 

A veces las frases que punteo son figuras narrativas bellísimas, otras veces son pequeños fragmentos de diálogo o una descripción precisa, pero en la mayoría de ocasiones tienen algo que ver conmigo, o eso creo; cuentan algo que hace referencia a mi vida de forma implícita o explícita: lo que vivo, he vivido y, por qué no, lo que voy a vivir. 

Me imagino que esas frases sueltas que captan mi atención camuflan la respuesta de interrogantes que se ha planteado la raza humana desde sus inicios. Muchas veces creo saber a que hacen referencia y otras veces no lo tengo claro, pero algo me dice que son importantes y por eso, quizás a pesar de estar a años luz de entenderlas en su totalidad, las marco. 

Muchas veces cuando me encuentro con una muy buena, la leo y releo antes de continuar con la lectura, pues parece que en ellas se encuentra el sentido mismo de la vida o una de esas verdades indisolubles, que no se muy bien que signifique eso, pero me gusta esa palabra y apareció en mi mente justo en este momento. 

Es bueno vivir rodeado de frases sueltas.

martes, 24 de abril de 2018

Como tal

Espero a alguien en un café. Hace uno de esos días soleados pero fríos. La silla sobre la que estoy sentado es de metal y está helada. Al mí lado tres ejecutivas, una de ellas con pelo rubio abundante y mucho maquillaje, ríen. Al rato llega otra y la saludan levantando los vasos de café como si fueran botellas de cerveza. 

Llegué antes de la hora de encuentro así que aprovecho para leer el capítulo de una novela, que se titula: “De aquí a Roma”, me refiero al capítulo. Me gusta eso, es decir, que los escritores se tomen la molestia de titular los capítulos, en vez de ponerles simples números. 

A pocas mesas también se encuentran dos mujeres. Una de ellas teclea con velocidad en su portátil, mientras la otra la mira distraída. No hacen tanta bulla como el otro grupo, tal vez porque no son ejecutivas, sino estudiantes, o un híbrido entre ambas cosas, pues están arregladas como para ir a trabajar. En un momento, la que escribe le dice a su compañera: “La propuesta de valor es el valor agregado”, y la otra responde: “Osea… como tal”. 

Ante la respuesta de su compañera, la primera lee un párrafo en inglés que explica en que consiste la propuesta de valor. Calla unos segundos y finalmente dice. “Nuestra propuesta de valor es generar una experiencia diferente frente a la sensación de los espacios físicos personales, ya sabes, pain releavers y pain checkers

“Ahh osea, como tal” concluye su amiga, “ya estoy entendiendo”, afirma luego. 

La persona que estoy esperando llega y me dice que nos hagamos adentro, porque está haciendo mucho frio, justo cuando ya había calentado mi silla, así de desagradecida es la vida. Apenas entramos a buscar mesa, escucho a alguien preguntar en inglés: “What are our proposals?”, sin saber que afuera hay una mujer experta en propuestas de valor y cosas como tal.