sábado, 5 de mayo de 2018

Desayuno

El protagonista de la novela “Ese dulce mal” de Patricia Highsmith, vive en una pensión. El narrador cuenta que al personaje le parece una falta de respeto, con el resto de los inquilinos, leer un libro durante la hora de la comida, y por eso realiza esa actividad al momento del desayuno. 

Una jefe que tuve, quien en ese entonces vivía con su mamá y un hermano, una vez me contó  que le molestaba de sobremanera que alguien le hablara durante el desayuno. Según ella el momento de la mañana en la mesa no era para hablar; “Que estrés eso”, me dijo en esa ocasión. “¿Y nadie habla ni dice nada al momento del desayuno?”, le pregunté, y me respondió que no, que ese ya era un acuerdo tácito entre todos los miembros de la familia. 

A mí tampoco me gusta conversar en los desayunos, pero no porque me moleste que alguien me dirija la palabra, sino porque es un momento contemplativo del día, uno de los únicos, junto con el tiempo que paso en la ducha, en el que me parece que se puede pensar con cabeza fría todos los asuntos que por una u otra razón dan vueltas en la cabeza. 

Pero ya ve, estimado lector, cada quien, en la ficción y/o la realidad, con sus rituales y manías al momento del desayuno.

viernes, 4 de mayo de 2018

Un lugar

Un hombre cuyo saco se pasea entre la frontera de los colores morado y vino tinto está sentado con las piernas abiertas y sus pies marcan las 4:40, no sabemos si de la tarde o de la mañana. Luego, en su madrugada o tarde, abandona junto a su acompañante el lugar y la mesa es ocupada por una pareja de novios adolescentes.

Ella lleva un uniforme de colegio gris con cuadros azules y él viste todo de azul con jeans y una chaqueta. Arriman los asientos hasta quedar lo más cerca posible para besarse seguido. Cada vez que lo hacen, la mujer lo toma firme de la nuca firme y hala su cabeza hasta que las bocas inquietas se encuentran.

A dos mesas una mujer con un chal de lana que cubre toda su espalda, pantalón negro y botas grises hasta las rodillas teclea frenéticamente en su teléfono celular. Dos botellas de agua fría, con gotas de agua que resbalan, reposan encima de la mesa. Al rato llega su pareja, un hombre con un saco amarillo de capucha. Apenas se sienta pone una mano sobre uno de los muslos de la mujer y comienza a acariciarlo. Ella, ante el gesto de su pareja, recuesta la cabeza sobre uno de los hombros del hombre, quien ahora le revuelca el pelo cariñosamente.

Complementa la escena un abuelo de pelo blanco y su nieta. La pequeña parece indecisa, y no sabe si sentarse o no. Al fin lo hacen y entablan una conversación en la que solo habla el viejo y la pequeña asiente o niega con su cabeza. Al cabo de un rato, el abuelo deja a la niña sola y se va a hacer fila para comprar algo de comer. En la fila, mientras habla por celular, no le quita los ojos de encima a su nieta, que ahora está desgonzada en la silla, con la cabeza echada hacia atrás y todo su pelo, largo y negro, colgando; una Rapunzel en miniatura.

Un niño de unos 10 años se pasea por el lugar de un lado a otro con una bandeja en sus manos. Distraído tumba un letrero amarillo que dice, en letras rojas: “Piso Mojado”. En una maniobra complicada se agacha a recogerlo, mientras hace equilibrio con la bandeja en una mano. Una señora que va pasando a su lado se da cuenta y se apresura a ayudarle. El niño, aliviado, se reincorpora y continúa caminando sin rumbo fijo; aún no encuentra a la persona que busca.

La mesa de las botellas de agua sudorosas, ahora está ocupada por un hombre de mediana edad, si suponemos que va a morir a los 86 años. A esa mesa la vamos a llamar: “mesa de los sacos amarillos”, pues este hombre también lleva uno de lana en ese color. Cruza una pierna sobre la otra a manera de contorsionista, mientras la luz del lugar se refleja sobre un zapato de charol negro muy brillante que quedó suspendido en el aire. De un momento a otro descruza las piernas sin ningún tipo de esfuerzo, y se pone de pie como activado por unos resortes. 

Al instante otra pareja ocupa la mesa y la despojan del título: “mesa de los sacos amarillos”pues ninguno de los dos lleva una prenda de ese color.

En este punto la tinta del esfero, que ya venía cansada, dejó de existir, evento que coincidió con la llegada de la persona que estaba esperando.

jueves, 3 de mayo de 2018

Plegaria por un desconocido

Al kontar es su apellido, a menos que Al sea su segundo nombre; Hassan Al Kontar, así se llama. Muchas veces llego tarde a las noticias, supongo que se debe a que prefiero pasar  más tiempo en la ficción; por eso, hasta hoy me enteré de su existencia.

Kontar es un ciudadano sirio que lleva dos meses atrapado en Malasia, en el aeropuerto de Kuala Lumpur. Abandonó su país al no querer prestar servicio militar, estuvo 8 años en los Emiratos Árabes Unidos, y cuando comenzó la guerra en Siria su situación legal en ese lugar se complicó. Ahora está en la zona de transito del aeropuerto, intentando que algún país le conceda una visa.

Hoy escuché una entrevista que le hicieron por radio, donde muchas de las preguntas fueron puras maricadas, tipo: “¿Cómo ha sido su día hoy?”, “¿Qué come?” y cosas por el estilo. Luego vi un video que publicó en redes sociales en el que contaba que si lo veíamos sin audífonos era porque alguien se los había robado. Lo bueno era que hablaba sin rencor, sin embargo, no tener un par de audífonos debe ser una de sus menores preocupaciones en este momento.

Kontar respondía a todas las preguntas con un tono animado, pero su voz se puso triste cuando habló sobre la estigmatización hacia los ciudadanos sirios y cómo al resto del mundo parece importarle muy poco lo que les pueda ocurrir.

Siente mucho afán por pertenecer, es decir, por tener una nacionalidad, la que sea, y parece que ese desarraigo que siente es una de las cosas que mas conflicto interno  le produce . No entiende uno cuál es nuestro afán de poder llamar a algún pedazo de tierra patria. Como piensa uno de los personajes de la novela Tiempo Muerto: "La sola mención de la palabra me pone los pelos de punta. ¿Qué es esa mierda? ¿Quién nace con la bandera tatuada en la nuca?"

“¿De qué manera podemos ayudarle desde acá?”, le preguntó una periodista.
“La verdad no hay mucho que puedan hacer. Recen por mí.”

martes, 1 de mayo de 2018

Salsa de piña

Sábado 6 de la tarde. 

El café hace rato se acabó, y la luz del día también está a punto de extinguirse. Cada vez debo acercarme más el libro a la cara para leer. Siento que mi vista se cansa, pero también que estoy a pocas páginas de terminar el capítulo; acierto, solo faltaban dos. “Nunca sabremos quién fue. Qué más da”, son las palabras que lo cierran. 

Pienso en que quiero prepararme un perro caliente en la noche. No sé por qué llegan pensamientos acerca de comida, pero ahora el perro ocupa toda mi mente. Es uno sencillo, que bien podría llamársele salchicha entre dos panes más que perro. Preveo que no quiero complicarme con la preparación, es decir, derretirle queso, picarle cebolla y cosas por el estilo que, a la larga, no son nada del otro mundo, pero es sábado y quiero abusar de la ligereza con la que viene cargada este día y la practicidad de todo lo que esté por venir. 

“¿Y la salsa de piña?” me pregunto. Hace unos días exprimí los restos de la que quedaba y el empaque quedó chupado como una uva. Decido ir a comprar uno. Me gusta mucho el contraste dulce de esa salsa, mezclado con las otras salsas, las papitas machacadas, la salchicha y el pan. Pienso también en la salchicha, una edición limitada de chimichurri que compré hace unas semanas. 

El cielo amenaza con lluvia, pero que yo sepa, nadie ha muerto en un aguacero citadino, al menos no a causa del agua, dejemos los rayos para otro escrito, así que arranco a caminar. 

Ya en el supermercado, encuentro la salsa rápido. A veces me siento muy perdido en esos lugares, porque parece que cualquier producto que busco, lo han ubicado con el único fin de que no lo encuentre, pero esta ocasión es la excepción a la regla. 

La luz artificial del lugar es muy fuerte, como si pretendieran que compremos a ciegas. Hay filas en todas las cajas y los lectores ópticos en cada una de ellas no se cansan de hacer ruido. Ubico la a caja rápida y su fila solo la componen dos personas, un hombre que ya está terminando de pagar, y una mujer que pone una caja de huevos en la banda y dos frascos de yogurt con cereal saludable de granola, uvas y esas cosas. “Cereal de pajarito”, pienso. 

Mientras hago fila una pareja entra al supermercado. La mujer lleva tenis Converse, una falda de jean y medias negras hasta las rodillas, y tiene el celular colgado a manera de collar, solo le falta llevar un letrero que diga: “Por favor róbenme”. Imagino un ladrón halando el aparato con todas sus fuerzas u otro, más condescendiente con el cuello de la muchacha, cortando el cordel que lo sostiene con una navaja. 

La luz del día está a punto de apagarse por completo. Hace mucho frio, pero las nubes, grises y regordetas, se atragantan con la lluvia, unas por otras.

lunes, 30 de abril de 2018

La mamera, ¿qué hacer con ella?

“¿Pero acaso qué es lo que tiene qué hacer?” Me pregunta. 

Ese otro que nos habita a usted y a mí, estimado lector, repite la pregunta “Si, ¿qué tiene qué hacer?”. La evalúo un par de segundos, y recuerdo que mi interlocutor espera una respuesta, pero antes de que yo pueda decir algo, lo que sea, concluye, como acordándose que debía completar su pregunta: “¿Le da mamera?” Todo, como suele suceder en la vida, se complica en un instante, y ahora, aparte de intentar descifrar si tengo algo por hacer, también debo evaluar si me da mamera. 

Todo hace parte de un mensaje que recibo. Un amigo, que se disfraza como como tercero en la situación, me invita a la celebración de cumpleaños de un primero, otro amigo que hace de homenajeado. El evento se va a celebrar el siguiente fin de semana. 

“No sé, yo le aviso”; esa fue la frase que despertó su inquietud sobre mis planes a futuro, eso que debo o no hacer y que aún intento descifrar. Lo que de verdad pienso, es que falta mucho tiempo para que llegué el sábado como para ponerse a planear las actividades de ese día. Por ejemplo, si alguno de los tres: el primero y el tercero, mis amigos, o el segundo, que creo ser yo, muere de aquí al sábado, ¿qué ganas de celebrar quedarían? Por eso, supongo, mi respuesta tiende a ser evasiva, porque prefiero dejar al futuro, mientras pueda, lo más quieto posible, tener que ver con él en lo más mínimo, por eso se me dificulta responder qué es lo que voy a hacer. 

Ahora la mamera. Me parece increíble que la palabra no exista para los de la RAE, en fin. Andrés Ospina, en su Bogotálogo, la define como: “Estado de extenuación, indisposición, aburrimiento o hartazgo en lo concerniente a una actividad." 

Mientras conversaba e intentaba descifrar lo que tenía o tengo que hacer, que angustia eso, imaginé a la ciudad, en el día futuro del agasajo de mi amigo, envuelta en un aguacero torrencial y, me perdonarán ustedes, pues que pereza salir con ese clima. De pronto ahí está la mamera que, vale la pena aclarar, no tiene que ver nada con el evento, ni con ninguno de mis amigos. 

Independiente de cuál sea el tipo o la causa de esa presunta mamera que quizá tenga y no logro identificar, al igual que eso que debo hacer; Ospina también habla sobre el derecho a ‘mamarse’, y dice que es sagrado e inalienable.

viernes, 27 de abril de 2018

Escritos ajenos


Sería bueno escribir sin ningún rasgo de personalidad propio, desapegarnos por completo de nuestra esencia como personas, y crear obras con personajes completamente opuestos a nosotros, sin rasgos de nuestra identidad, o lo que eso signifique. 

Quizá eso sea imposible e incluso los más grandes novelistas le imprimen pequeños pedacitos del yo a sus personajes, sino que son tan buenos en su oficio que resulta difícil darnos cuenta. 

Pedro Camacho, el personaje que es escritor de Radionovelas en la Tía Julia y el Escribidor, se disfrazaba cuando se sentaba a escribir los guiones de sus radionovelas precisamente para lograr eso: ponerse en la piel de sus personajes, con el fin de que fueran ellos quienes los escribían o, más bien, contaran sus vidas.

En otra novela que leo ahora, uno de los personajes adopta la manía de comprar cartas antiguas en un mercado callejero, que nunca encontraron su destinatario. Las cartas que adquiere son muy emotivas, lo atrapan por completo y cada día se relaciona e involucra más con las historias que lee. Un día comienza a responderlas y, dependiendo de la persona, que probablemente ya está muerta, a quién le esté escribiendo, se viste, afeita a ras, perfuma y peina distinto. 

Ambos ejemplos, sin importar si son de ficción, prueban que escribir muchas veces se trata de escritos ajenos, de ser uno, al tiempo que se trata de ser otro y, a veces, lo segundo es lo que prima y marca la diferencia en un texto.

jueves, 26 de abril de 2018

Ser una canción

Hoy el dios de la aleatoriedad me concedió está canción y llegué a la conclusión de que me gustaría ser ella. ¿Como es eso posible?, no tengo ni la menor idea, pero fue algo que, digamos, sentí en el momento en el que la escuché. 

De pronto todos tenemos enterrado en el cerebro, en nuestras células, en los recuerdos, vaya uno a saber dónde, rasgos de sinestesia, esa maravillosa capacidad de sentir diferente, es decir: oír colores, ver sonidos, o saborear texturas, como un revuelto de las respuestas de nuestro cerebro ante cualquier tipo de estímulo. 

Me pregunto si algún escritor presenta o habrá presentado esa condición. Imagino que sería una ventaja increíble al momento de escribir, pues muchas veces se trata de eso, de percibir el mundo y lo que ocurre de forma diferente, ver conexiones donde no las hay y, con algo de suerte, lograr traducirlo en palabras. 

Hace un tiempo vi un programa en el que entrevistaban a una mujer, Melissa McCracken, que veía colores en la música y pintaba cuadros de canciones que, a simple vista, parecían manchones de diferentes colores. 

McCracken, a quien le parecía de lo más normal su condición, fue consciente de lo que le ocurría, al ver la confusión de un amigo un día en el que estaba escogiendo el tono del celular, y le dijo  que iba a escoger una canción naranja para que hiciera juego con su teléfono azul,

Le gusta pintar funk porque es música colorida y no pinta música country porque es de colores apagados. 

Ojalá que algún día me pinte.