martes, 8 de mayo de 2018

El hombre

Llueve y hace frío. Es un día gris que más bien parece una película muda. 

El hombre que entra al café lleva un traje negro y una camisa blanca de rayas azules, desapuntada al nivel del cuello. No lleva corbata, suponemos que la carga en su maletín, destinada para un momento que lo amerite. ¿Cuál?, no lo sabemos, es algo que solo le concierne al hombre. 

Apenas se sienta, pone un paraguas contra la pared y lo observa durante un par de segundos, como pensando: “Ni por el putas se le ocurra resbalarse”. El paraguas le hace caso y se queda inmóvil. 

Luego el hombre descansa un maletín café de cuero sobre una silla. Acto seguido saca un portátil muy pequeño, lo abre y enciende con ágiles movimientos. A la par de esas acciones pone un bloc de hojas grapadas sobre la mesa, lo que parece una especie de informe, ¿de qué?, imposible saberlo. 

Teclea un rato en el computador. ¿Qué hace el hombre?, ¿Quién es el hombre? No sabemos. ¿Quiénes son esos con “desconocidos” con los que nos cruzamos a diario?, ¿qué papel juegan en nuestras vidas? El hombre ordena que le traigan un tinto. “¿Con azúcar?”, pregunta la mesera. “No, así, solo”, responde serio. Ahora lee el informe, con un marcador rojo en su mano derecha, listo para masacrarlo. 

Podemos pensar lo que queramos sobre el hombre. Que es un escritor que trabaja en su novela de a poquitos, a punta de frases sueltas, pues ya dejo de teclear y ahora solo se dedica con detenimiento a su lectura. Puede que no sea un informe, sino el borrador de su novela. También puede ser que no le interese para nada la literatura, y que sea un ejecutivo que trabaja en finanzas, alguien que maneja cifras que no nos caben en la cabeza, miles de millones que resultan difíciles de pronunciar, o bien, el hombre podría ser las dos cosas al mismo tiempo o ninguna 

En la muñeca izquierda lleva un reloj muy grande. Podemos imaginar que el hombre vive pendiente del tiempo, que lo obsesiona esa variable que inventamos y que determina en gran parte nuestras vidas. El hombre dirige la mirada a un reloj que cuelga en la pared, parece haber olvidado el que lleva puesto, como si los segundos, minutos y horas que lleva en la muñeca no le pesaran. 

El celular le suena. Lo contesta y con un acento que parece chileno, con frases pegadas ininteligibles y picos en la entonación, saluda a un tal Eduardo. Responde que si a lo que este le pregunta, que más tarde va a estar en el lugar acordado. “Un abrazo Eduardo”, dice para despedirse, “nos vemos más tarde”. 

El hombre ordena otro tinto.    

lunes, 7 de mayo de 2018

Desléame

Siempre me ha llamado la atención el prefijo Des que denota negación o inversión de algo: Des-lactosado, descafeinado, desatinado, descachalandrado; esta última no existe, o bien la podemos llamar es una no-palabra, pero el lenguaje sería más divertido si nos diéramos ciertas licencias creativas con él. Dejemos claro que para ese último ejemplo que pongo,  que cachalandrado, vendría a significar como bien puesto o arreglado. 

Volviendo al tema del Des en estos días me lo encontré dos veces de forma diferente. La Primera fue en Pedro Páramo cuando uno de los personajes utiliza el término “Des-mañanarse”, que significa madrugar y que, en mi humilde opinión, es demasiado preciso y tiene todo el sentido del mundo. 

Los mexicanos tienen un montón de palabras que, aunque lejos de ingresar al riguroso mundo de la RAE, son exactas para denotar una situación. De ahí que García Márquez haya escrito en uno de sus artículos: “El mejor idioma no es el más puro sino el más vivo. Es decir, el más impuro; el de México, que parece el más imaginativo, el más expresivo, el más flexible”. De pronto esa era una de las razones por las que al escritor le gustaba tanto ese país, por ese español elástico. 

Hoy por los misteriosos artilugios de un simple clic que  lleva a un sinnúmero de ellos, di con un cuento titulado “El Escritor Des-leído, que trata sobre el escritor Errelese (R.L.S), así firmaba sus libros y lo conocía todo el mundo. Al escritor no le gusta mucho el estrellato, y en 30 años había decidido no dar ninguna entrevista a la televisión, como si, extrañamente, no quisiera ser leído. 

Hace poco, en otra novela leí que las palabras siempre buscan algo más allá del placer propio, y que escribir para uno mismo sería como hacer el equipaje y no irse de viaje. 

De cierta forma es un pensamiento, digamos, inteligente, pero que lástima que hasta en la escritura se presente ese afán de reconocimiento que está tan presente en los demás campos de la vida. Si, uno escribe para que otros lean, pero es innegable que también uno escribe con ánimos de salvarse, como de curarse de algo que es difícil precisar. 

Este escrito, hasta el momento desleído, tomó otro rumbo, o bien, se des-controlo. La verdad no es que tuviera uno definido en un principio, pero se me acabo la gasolina con lo del Des, así que, estimado lector, bien pueda léame o desléame.

sábado, 5 de mayo de 2018

Desayuno

El protagonista de la novela “Ese dulce mal” de Patricia Highsmith, vive en una pensión. El narrador cuenta que al personaje le parece una falta de respeto, con el resto de los inquilinos, leer un libro durante la hora de la comida, y por eso realiza esa actividad al momento del desayuno. 

Una jefe que tuve, quien en ese entonces vivía con su mamá y un hermano, una vez me contó  que le molestaba de sobremanera que alguien le hablara durante el desayuno. Según ella el momento de la mañana en la mesa no era para hablar; “Que estrés eso”, me dijo en esa ocasión. “¿Y nadie habla ni dice nada al momento del desayuno?”, le pregunté, y me respondió que no, que ese ya era un acuerdo tácito entre todos los miembros de la familia. 

A mí tampoco me gusta conversar en los desayunos, pero no porque me moleste que alguien me dirija la palabra, sino porque es un momento contemplativo del día, uno de los únicos, junto con el tiempo que paso en la ducha, en el que me parece que se puede pensar con cabeza fría todos los asuntos que por una u otra razón dan vueltas en la cabeza. 

Pero ya ve, estimado lector, cada quien, en la ficción y/o la realidad, con sus rituales y manías al momento del desayuno.

viernes, 4 de mayo de 2018

Un lugar

Un hombre cuyo saco se pasea entre la frontera de los colores morado y vino tinto está sentado con las piernas abiertas y sus pies marcan las 4:40, no sabemos si de la tarde o de la mañana. Luego, en su madrugada o tarde, abandona junto a su acompañante el lugar y la mesa es ocupada por una pareja de novios adolescentes.

Ella lleva un uniforme de colegio gris con cuadros azules y él viste todo de azul con jeans y una chaqueta. Arriman los asientos hasta quedar lo más cerca posible para besarse seguido. Cada vez que lo hacen, la mujer lo toma firme de la nuca firme y hala su cabeza hasta que las bocas inquietas se encuentran.

A dos mesas una mujer con un chal de lana que cubre toda su espalda, pantalón negro y botas grises hasta las rodillas teclea frenéticamente en su teléfono celular. Dos botellas de agua fría, con gotas de agua que resbalan, reposan encima de la mesa. Al rato llega su pareja, un hombre con un saco amarillo de capucha. Apenas se sienta pone una mano sobre uno de los muslos de la mujer y comienza a acariciarlo. Ella, ante el gesto de su pareja, recuesta la cabeza sobre uno de los hombros del hombre, quien ahora le revuelca el pelo cariñosamente.

Complementa la escena un abuelo de pelo blanco y su nieta. La pequeña parece indecisa, y no sabe si sentarse o no. Al fin lo hacen y entablan una conversación en la que solo habla el viejo y la pequeña asiente o niega con su cabeza. Al cabo de un rato, el abuelo deja a la niña sola y se va a hacer fila para comprar algo de comer. En la fila, mientras habla por celular, no le quita los ojos de encima a su nieta, que ahora está desgonzada en la silla, con la cabeza echada hacia atrás y todo su pelo, largo y negro, colgando; una Rapunzel en miniatura.

Un niño de unos 10 años se pasea por el lugar de un lado a otro con una bandeja en sus manos. Distraído tumba un letrero amarillo que dice, en letras rojas: “Piso Mojado”. En una maniobra complicada se agacha a recogerlo, mientras hace equilibrio con la bandeja en una mano. Una señora que va pasando a su lado se da cuenta y se apresura a ayudarle. El niño, aliviado, se reincorpora y continúa caminando sin rumbo fijo; aún no encuentra a la persona que busca.

La mesa de las botellas de agua sudorosas, ahora está ocupada por un hombre de mediana edad, si suponemos que va a morir a los 86 años. A esa mesa la vamos a llamar: “mesa de los sacos amarillos”, pues este hombre también lleva uno de lana en ese color. Cruza una pierna sobre la otra a manera de contorsionista, mientras la luz del lugar se refleja sobre un zapato de charol negro muy brillante que quedó suspendido en el aire. De un momento a otro descruza las piernas sin ningún tipo de esfuerzo, y se pone de pie como activado por unos resortes. 

Al instante otra pareja ocupa la mesa y la despojan del título: “mesa de los sacos amarillos”pues ninguno de los dos lleva una prenda de ese color.

En este punto la tinta del esfero, que ya venía cansada, dejó de existir, evento que coincidió con la llegada de la persona que estaba esperando.

jueves, 3 de mayo de 2018

Plegaria por un desconocido

Al kontar es su apellido, a menos que Al sea su segundo nombre; Hassan Al Kontar, así se llama. Muchas veces llego tarde a las noticias, supongo que se debe a que prefiero pasar  más tiempo en la ficción; por eso, hasta hoy me enteré de su existencia.

Kontar es un ciudadano sirio que lleva dos meses atrapado en Malasia, en el aeropuerto de Kuala Lumpur. Abandonó su país al no querer prestar servicio militar, estuvo 8 años en los Emiratos Árabes Unidos, y cuando comenzó la guerra en Siria su situación legal en ese lugar se complicó. Ahora está en la zona de transito del aeropuerto, intentando que algún país le conceda una visa.

Hoy escuché una entrevista que le hicieron por radio, donde muchas de las preguntas fueron puras maricadas, tipo: “¿Cómo ha sido su día hoy?”, “¿Qué come?” y cosas por el estilo. Luego vi un video que publicó en redes sociales en el que contaba que si lo veíamos sin audífonos era porque alguien se los había robado. Lo bueno era que hablaba sin rencor, sin embargo, no tener un par de audífonos debe ser una de sus menores preocupaciones en este momento.

Kontar respondía a todas las preguntas con un tono animado, pero su voz se puso triste cuando habló sobre la estigmatización hacia los ciudadanos sirios y cómo al resto del mundo parece importarle muy poco lo que les pueda ocurrir.

Siente mucho afán por pertenecer, es decir, por tener una nacionalidad, la que sea, y parece que ese desarraigo que siente es una de las cosas que mas conflicto interno  le produce . No entiende uno cuál es nuestro afán de poder llamar a algún pedazo de tierra patria. Como piensa uno de los personajes de la novela Tiempo Muerto: "La sola mención de la palabra me pone los pelos de punta. ¿Qué es esa mierda? ¿Quién nace con la bandera tatuada en la nuca?"

“¿De qué manera podemos ayudarle desde acá?”, le preguntó una periodista.
“La verdad no hay mucho que puedan hacer. Recen por mí.”

martes, 1 de mayo de 2018

Salsa de piña

Sábado 6 de la tarde. 

El café hace rato se acabó, y la luz del día también está a punto de extinguirse. Cada vez debo acercarme más el libro a la cara para leer. Siento que mi vista se cansa, pero también que estoy a pocas páginas de terminar el capítulo; acierto, solo faltaban dos. “Nunca sabremos quién fue. Qué más da”, son las palabras que lo cierran. 

Pienso en que quiero prepararme un perro caliente en la noche. No sé por qué llegan pensamientos acerca de comida, pero ahora el perro ocupa toda mi mente. Es uno sencillo, que bien podría llamársele salchicha entre dos panes más que perro. Preveo que no quiero complicarme con la preparación, es decir, derretirle queso, picarle cebolla y cosas por el estilo que, a la larga, no son nada del otro mundo, pero es sábado y quiero abusar de la ligereza con la que viene cargada este día y la practicidad de todo lo que esté por venir. 

“¿Y la salsa de piña?” me pregunto. Hace unos días exprimí los restos de la que quedaba y el empaque quedó chupado como una uva. Decido ir a comprar uno. Me gusta mucho el contraste dulce de esa salsa, mezclado con las otras salsas, las papitas machacadas, la salchicha y el pan. Pienso también en la salchicha, una edición limitada de chimichurri que compré hace unas semanas. 

El cielo amenaza con lluvia, pero que yo sepa, nadie ha muerto en un aguacero citadino, al menos no a causa del agua, dejemos los rayos para otro escrito, así que arranco a caminar. 

Ya en el supermercado, encuentro la salsa rápido. A veces me siento muy perdido en esos lugares, porque parece que cualquier producto que busco, lo han ubicado con el único fin de que no lo encuentre, pero esta ocasión es la excepción a la regla. 

La luz artificial del lugar es muy fuerte, como si pretendieran que compremos a ciegas. Hay filas en todas las cajas y los lectores ópticos en cada una de ellas no se cansan de hacer ruido. Ubico la a caja rápida y su fila solo la componen dos personas, un hombre que ya está terminando de pagar, y una mujer que pone una caja de huevos en la banda y dos frascos de yogurt con cereal saludable de granola, uvas y esas cosas. “Cereal de pajarito”, pienso. 

Mientras hago fila una pareja entra al supermercado. La mujer lleva tenis Converse, una falda de jean y medias negras hasta las rodillas, y tiene el celular colgado a manera de collar, solo le falta llevar un letrero que diga: “Por favor róbenme”. Imagino un ladrón halando el aparato con todas sus fuerzas u otro, más condescendiente con el cuello de la muchacha, cortando el cordel que lo sostiene con una navaja. 

La luz del día está a punto de apagarse por completo. Hace mucho frio, pero las nubes, grises y regordetas, se atragantan con la lluvia, unas por otras.

lunes, 30 de abril de 2018

La mamera, ¿qué hacer con ella?

“¿Pero acaso qué es lo que tiene qué hacer?” Me pregunta. 

Ese otro que nos habita a usted y a mí, estimado lector, repite la pregunta “Si, ¿qué tiene qué hacer?”. La evalúo un par de segundos, y recuerdo que mi interlocutor espera una respuesta, pero antes de que yo pueda decir algo, lo que sea, concluye, como acordándose que debía completar su pregunta: “¿Le da mamera?” Todo, como suele suceder en la vida, se complica en un instante, y ahora, aparte de intentar descifrar si tengo algo por hacer, también debo evaluar si me da mamera. 

Todo hace parte de un mensaje que recibo. Un amigo, que se disfraza como como tercero en la situación, me invita a la celebración de cumpleaños de un primero, otro amigo que hace de homenajeado. El evento se va a celebrar el siguiente fin de semana. 

“No sé, yo le aviso”; esa fue la frase que despertó su inquietud sobre mis planes a futuro, eso que debo o no hacer y que aún intento descifrar. Lo que de verdad pienso, es que falta mucho tiempo para que llegué el sábado como para ponerse a planear las actividades de ese día. Por ejemplo, si alguno de los tres: el primero y el tercero, mis amigos, o el segundo, que creo ser yo, muere de aquí al sábado, ¿qué ganas de celebrar quedarían? Por eso, supongo, mi respuesta tiende a ser evasiva, porque prefiero dejar al futuro, mientras pueda, lo más quieto posible, tener que ver con él en lo más mínimo, por eso se me dificulta responder qué es lo que voy a hacer. 

Ahora la mamera. Me parece increíble que la palabra no exista para los de la RAE, en fin. Andrés Ospina, en su Bogotálogo, la define como: “Estado de extenuación, indisposición, aburrimiento o hartazgo en lo concerniente a una actividad." 

Mientras conversaba e intentaba descifrar lo que tenía o tengo que hacer, que angustia eso, imaginé a la ciudad, en el día futuro del agasajo de mi amigo, envuelta en un aguacero torrencial y, me perdonarán ustedes, pues que pereza salir con ese clima. De pronto ahí está la mamera que, vale la pena aclarar, no tiene que ver nada con el evento, ni con ninguno de mis amigos. 

Independiente de cuál sea el tipo o la causa de esa presunta mamera que quizá tenga y no logro identificar, al igual que eso que debo hacer; Ospina también habla sobre el derecho a ‘mamarse’, y dice que es sagrado e inalienable.