miércoles, 20 de junio de 2018

Estados

Celebro con mi hermana una sesión de película y comida chatarra. Nos decidimos por una  de “terror”, aunque imagino que a ella, al igual que a mí, le asustan cosas muy diferentes que muertos vivientes, posesiones demoníacas y el resto de tramas que presenta ese género, y me refiero, estimado lector, a esas guerras internas que uno lleva por dentro, tan difíciles de poner sobre la mesa. 

La película que vemos trata acerca de un grupo de científicos que crea un suero para revivir organismos muertos. 

Al principio ensayan con cerdos y perros y todo es color de rosa, pero llega un momento en que todo se va a la mierda, pues los genios deciden revivir a una persona, y resulta que esta vuelve a la vida con poderes especiales, pues el brebaje que le inyectaron hace que utilice el cerebro al 100%, mientras que, como bien sabemos, los vivos, bien brutos que somos, solo lo utilizamos al 10%

Por favor no vean la película, es un hueso. Afortunadamente no recuerdo el título. 

El muerto viviente, por llamarlo de alguna manera, me hizo pensar en estados, Muerte y vida, en este caso en particular, pero los hay de todo tipo: Rico-pobre, empleado-desempleado, Bello-Feo, Tonto-Inteligente, Inserte aquí el que sea de su agrado

Se me ocurre que independiente de en cuál estado nos encontremos imersos, siempre queremos saltar a otro, lo que nos hace vivir cargados de ansiedad, pues nos aterra y cuesta aceptar el carácter determinante del estado actual. 

lunes, 18 de junio de 2018

Blues y Jazz

Cuando salgo a la calle, examino los bolsillos de la chaqueta, y aparte de recibos, servilletas y una cuchara plástica, me encuentro con un folleto azul pequeño. 

Decido hojearlo y resulta ser una pieza promocional del festival de Blues y Jazz Libélula Dorada de este año. Tengo fresca en mi memoria la imagen de cuando lo tomé, pero borrosa la del lugar donde eso ocurrió, aunque recuerdo que ese día pensé: “Voy a ir”, evento que finalmente no ocurrió, pues el festival se celebró del 7 de abril al 16 de Junio y hasta ahora se me vuelve a presentar. 

El librito, a mi parecer, esta muy bien diseñado y antes de la presentación de las agrupaciones que hicieron parte de la última edición, hay una introducción, en la que se habla acerca de los 21 años del festival, dato que relacionan con la mayoría de edad que, hace algún tiempo, en algunos países, era apta para ejercer el voto y consumir alcohol aunque, como bien sabemos, se supone que ambos eventos son mutuamente excluyentes en un día de elección, aunque cada quien es libre de descerebrarse a punta de trago en su casa y no ir a votar si es el caso, pues al momento de votar cada quién hace lo que le venga en gana.

Escuché hablar sobre ese festival por primera vez en la universidad, cuando estábamos organizando un evento de bandas de rock con unos amigos, y las bandas invitadas que teníamos en la mira eran Seis peatones o Black Cat Bone; al final logramos contactar a la segunda. 

Pero volvamos al folleto. Este tiene 22 páginas, cada una de ellas con la foto de una banda y una corta descripción de su trayectoria, quiénes son sus integrantes y sus influencias. En la contraportada trae un listado de grupos invitados entre los que me llaman la atención, solo por el nombre, Isidore Ducasse jazz blues band, Arrabalero y Fónika band. 

Libelula Dorada, siempre me ha gustado como suena la combinación de esas palabras y las imágenes que evocan.

sábado, 16 de junio de 2018

Elecciones

“Apreciado cliente: Le recordamos que quedan 20 minutos para que empiece la ley seca que va desde las 6 de la tarde del hoy hasta las 6 de la mañana del lunes”, recita una voz de mujer a través de los parlantes de un supermercado, y concluye: “quedan 20 minutos para que lleve todo el trago que quiera”.

El mensaje lo repiten cada 5 minutos, y la mujer tiene mucho cuidado en decirnos el tiempo restante que tenemos para comprar licor. Paseo, como siempre en esos lugares, medio perdido, hasta que consigo todos los productos que voy a llevar.

A 5 minutos de que comience la ley seca, mientras hago fila en la caja, la mujer repite el mensaje. En ese momento, un hombre se ubica detrás de mí en la fila, y me pide permiso para poner encima de la banda dos six pack de cerveza y media de aguardiente.

No sé por qué el conversador con extraños que llevo dentro sale a flote y le digo: “Apenas…”
“Si toca reabastecerse”, responde.
“Para emborracharse mañana”, le digo
“Si, aunque dicen que eso ya lo gano Petro”


No entiendo bien el uso de la palabra “aunque” en su frase, y solo atino a preguntarle: “¿Usted cree?”, pero el hombre no me escucha, o simplemente se aburrió de conversar con un extraño.

jueves, 14 de junio de 2018

Efecto dramático

Es tarde, pero me enganchó en un capítulo de una serie. En él, llevan a una mujer a reconstruir la escena de un crimen. En una escena anterior el personaje relata un sueño recurrente en el que intenta gritar pero no le sale la voz. 

Me da un ataque de hambre repentino y caigo en cuenta de que no comí nada, así que pongo el capítulo en pausa y me voy a preparar una salchicha con pan francés. Pienso en eso de que uno no debe comer tan tarde, pero el hambre espanta mis dudas. 

Decido acompañar el snack nocturno con un vaso de jugo de mandarina, y cuando llegó al cuarto me meto en la cama y le pongo play al capítulo. La escena es tensionante, y ahora, al igual que en el sueño de la mujer, a ningún personaje le sale la voz. “ ¿Qué ocurre?” me pregunto, y luego de unos segundos, imagino que la mudez de los personajes fue idea del guionista, un efecto dramático para resaltar el desconcierto de la protagonista, su tristeza y desolación, en general, la agitación emocional con la que carga. 

La escena está a punto de acabar y todos siguen sin hablar. Luego comienza otra con otros personajes y supongo que algo está mal. 

Tomo el control y le subo el volumen, que está completamente en 0, al televisor. Ese efecto dramático en el que había pensado, lo causé yo mismo, cuando llegué con mi merienda nocturna y sin querer me apoyé en el control hasta que le quité todo el volumen al televisor.

miércoles, 13 de junio de 2018

Los libros de mi padre

Cuando era pequeño a veces me gustaba mirar los libros que tenía  mi papá en su biblioteca. Recuerdo, por ejemplo, que había uno pequeño con una portada amarilla. Ese libro estaba descuadernado y era de ejercicios matemáticos y acertijos, y tenía unos muy difíciles del tipo: Un autobús lleva 10 personas. Para y recoge 2, luego se bajan 3, al rato se suben 5 más, y después de un extenso y compacto párrafo, lleno de operaciones con humanos, al final preguntaban algo como : “¿Cuál era el nombre de la señora con el moño rojo que iba en la segunda fila de asientos?”. Yo leía los ejercicios y aunque no había forma de que los resolviera, me intrigaba mucho pensar cuál sería la posible respuesta. 

El que más me llamaba la atención era “Navidad en Ganímedes” de Isaac Asimov, que en la portada traía un dibujo futurista que, si no estoy mal, hacía alusión al satélite de Júpiter, junto con un extraterrestre. En ese entonces Me intrigaba mucho pensar en cómo sería esa época en ese lugar que, aunque bien lo suponía remoto, no tenía idea donde quedaba. 

Otro libro, que de solo verlo me parecía un libro denso y pesado en todo el sentido de la palabra, era Crimen y Castigo, y mis suposiciones eran reforzadas por una portada negra, rugosa y blancuzca que evidenciaba el trajín del libro en años previos. Ese era el único libro de literatura rusa en la biblioteca, al que mi padre le guarda un gran aprecio, y cada vez que hablamos sobre libros, siempre me cuenta cómo lo devoró en una sola noche. No sé si estará exagerando, pues me parece toda una proeza leerlo de un día para otro, pero pues hay lectores de lectores, ¿no? 

También estaba El amor en los tiempos del cólera, con las páginas ya amarillentas, uno de los pocos libros que leí de esa biblioteca, luego de que un amigo me insistiera en que era una obra maestra. 

Había muchos más libros, pero en mis pesquisas a ese sector de la casa, siempre caía en los mismos.

martes, 12 de junio de 2018

Reproductor

Hay cosas que no permiten que enloquezcamos, objetos que, sin darnos cuenta, nos mantienen equilibrados mentalmente, uno de ellos es el reproductor musical. 

¿Cuántas veces no habríamos cometido o planeado cometer un acto estúpido, de no ser porque nuestros pensamientos estaban ocupados, tarareando la canción que escuchamos en uno de ellos? 

Mi primer reproductor fue un Walkman Sony de color verde militar, que implicaba el uso de un par de pilas doble A y de casetes, en mi caso los TDK 90, con 45 minutos de grabación por cada lado. 

Ese Walkman sufrió muchos golpes, pero el que más recuerdo fue el de esa vez que crucé una calle corriendo y se salió del bolsillo de mi camisa, y lo único que pude hacer, luego de que se estampara contra el pavimento, fue patearlo fuerte hasta el otro andén, y esperar a que, por cosas del azar, ningún carro pasara por encima del casete que había salido disparado del walkman apenas se estrelló contra el piso. 

Tiempo después cuando el walkman dejó de funcionar, heredé de mi hermano mi primer mp3, un tubito plateado pequeño, que también necesitaba una pila triple A, pero que cargarlo no resultaba tan engorroso como llevar el walkman. 

Ese reproductor me duró bastante tiempo, hasta que mi hermana me regaló un Ipod nano. No sé por qué, pero nunca me han descrestado los productos de Apple y meterle canciones al aparatico siempre me pareció un proceso lento, así que le grabé unas cuantas, pero nunca ocupé toda su capacidad y lo utilizaba muy de vez en cuando, hasta que un día no volvió a prender; fue como si el aparatico hubiera muerto de tristeza. 

Después de ese reproductor compré el que tengo hoy en un día, un MP3 Sony que lleva conmigo más de 10 años y que al igual que el Walkman, también ha resistido muchos golpes, pero aunque algunos botones ya no le funcionan todavía suena bien.

viernes, 8 de junio de 2018

El saludo de Borges

¿Quién debe saludar, el que llega o el que está? Siempre he escuchado frases tipo: “el que llega saluda”, “saludar es de buena educación”, e imagino que otras, que no recuerdo en este momento. Ahora bien, ¿qué tan importante es saludar a alguien que no conocemos?

Hoy, cuando llegué al edificio, pedí el ascensor y mientras escuchaba Reach Down, canción con la que siempre practico batería aérea. Mientras hacía eso y me perdía en el solo de guitarra. Oprimí el botón del ascensor y esperé junto con otro señor a que este llegara.

Cuando por fin la cajita que sube y baja aterrizó en el primer piso, se abrió la puerta y salió de él un hombre canoso y calvo que me recordó a Borges.

El hombre se quedó mirándome fijamente, mientras movía los labios, pero sus palabras no llegaron a mis oídos pues, bien sabemos, estaba inmerso en la actividad de escuchar música, y justo en ese momento zapateaba fuerte el piso, dándole con mi pie derecho a un bombo imaginario.

No sé por qué me quedé mirando fijamente al hombre, hasta que caí en cuenta que me estaba hablando, así que me quité un audífono para ver que era lo que quería decirme. “¿Cómo perdón?”, fue la pregunta que formulé mientras colgaba el audífono en mi oreja derecha. “¡Que lo estoy saludando! Me respondió Borges con rabia con una especie de grito, como si fuera una obligación de mi parte tener que devolverle el saludo a él, un desconocido.

“Buenos días, no lo había escuchado”, le respondí. Tal vez, para aplacar los ánimos. Le habría podido contar sobre la canción del Temple of the Dog, mis ínfulas de baterista y, ¿por qué no?, de otras fantasías que me acompañan a diario, pero el Borges del que les hablo tenía cara de pocos amigos, como si no hubiera escrito por varios días, así que lo deje ser. 

Luego de mi respuesta dio media vuelta y farfulló otro par de palabras, imagino que hacían alusión a mi supuesta conducta inapropiada, que no llegaron a mis oídos.