martes, 31 de julio de 2018

Estímulos

Vamos a suponer que todo a lo que estamos expuestos, todos los estímulos que nuestros sentidos captan durante el día y la noche son los que determinan lo que va a pasar con nuestras vidas. De esa forma se derrumba el mito del libre albedrío y esas ansías infinitas de libertad que llevamos encima, pues podríamos suponer que no somos dueños de nuestras acciones, y que lo que ocurre en nuestras vidas no depende de nosotros. 

De esa forma todo lo que nos pasa: una charla con un amigo o un desconocido, una noticia que vemos en el televisor de un restaurante de corrientazo, lo que escuchamos a cualquier hora del día en un programa de radio; lo que leemos, desde la etiqueta de la salsa de tomate hasta una novela; todo y todas las situaciones que se nos puedan ocurrir, influyen en nuestro destino y, mejor aún, son sucesos que están misteriosamente conectados. 

De esa manera, entenderíamos todo lo que ocurre en nuestra vida y no cuestionaríamos lo extraña que esta resulta a veces, ni por qué nos tocó interpretar el papel que desempeñamos ahora. 

El truco para lograrlo consiste en entender cómo se relaciona esa lluvia de estímulos a la que estamos expuestos. 

Dado que esta es una tarea de nunca acabar, pues con solo los estímulos de internet, por ejemplo, tendríamos de sobra para el análisis que propongo, recomiendo, a modo práctico, seguir creyendo que manejamos las riendas de nuestras vidas. 

Ayer, por ejemplo, internet me anunció varias cosas: El fin de tomorrowland, el festival musical imagino, pues no creo que hayan hecho referencia a la película que lleva ese título en la que sale George Clooney, aunque uno nunca sabe; los goles de Ibrahimovic en la MLS, con una foto en la que el jugador sale sin camisa y con todos los músculos brotados, celebrando, supongo, un gol, pero como si lo convirtiera en el rey del mundo. 

Justo después la gran autopista de la información me puso al tanto del hallazgo de un proyectil de la segunda guerra mundial en Francia; supongo que el gol que celebró el jugador Sueco fue producto del proyectil en el que se convirtió el balón luego de patearlo; he ahí, por ejemplo, una relación, floja, superflua, pero relación al fin y al cabo entre dos eventos de la vida que parecen distantes. 

Mas tarde, un correo electrónico me cuenta que ¡Miles de Damas! Están buscando hombres y debajo de ese prometedor mensaje. aparecen varias fotos de mujeres atractivas de las que, investigando un poco más, me entero que son Ucranianas. 

Amazon no se queda atrás y me recomienda el libro: “Escriba y vuélvase rico, El secreto de autores exitosos y…así es, me dejaron en puntos suspensivos, para que le de clic al enlace, deje de escribir posts y me entere de una vez por todas cómo debo escribir para volverme millonario. 

Trato de concentrarme y mirar cuál es la relación entre todos y cada uno de esos estímulos que recibí a lo largo del día, pero las pocas que se me ocurren me parecen erradas, o bien, muy simples. 

Mas tarde, con ganas de tumbarme en la cama y no darle más vueltas al asunto, aparece otro correo en el que promocionan un Sofá en L, que se convierte fácilmente en una cama doble o en dos camas individuales, pero justo en ese momento sentí afinidad hacía un sofá en M que, seguro, puede convertirse en más cosas y que,  cuando lo vea, me lo voy a comprar.

lunes, 30 de julio de 2018

Terminar un libro

Me refiero a esos libros que logran engancharnos de principio a fin, que uno quiere y no quiere acabar, en últimas, digamos, un libro “bueno” o lo que cada uno considere que es eso. 

Terminar un libro brinda cierta satisfacción. Algunos dirán que no es nada del otro mundo, y si uno se fija bien, están en lo cierto; un libro leído puede que no parezca más que un puñado, un tropel, un batallón de palabras leídas que, quizá, pueden deshabitarnos tan pronto las leemos. Palabras, aventurémonos a decir, que entran por un ojo y salen por el otro. 

Esos libros “buenos”, logran remover algo que llevamos dentro, ¿qué?, supongo que recuerdos, emociones, sentimientos, eso de lo que realmente estamos hechos; ayudan a comprendernos y harta falta que eso nos hace. 

Hablo de ese tipo de libros que dejan aporreado al lector, que al terminar la lectura descubre que su yo narrativo ya no es el mismo. Libros que ofrecen más preguntas que respuestas, en últimas aquellos que nos descolocan, al tiempo que subrayan lo realmente importante. 

Pero no todo es color rosa, a veces la relación Lector-libro termina mal pues uno de los dos decide dejar al otro. En estos días leí la reseña de una mujer sobre un libro, en la que la lectora decía que había perdido el tiempo con ese libro y que por eso decidió abandonarlo. Solemos creer que somos nosotros quienes tomamos tal decisión, pero puede que también ocurra al revés, y que los libros sean quienes nos abandonen. 

Terminar un libro también viene acompañado de otra acción que no tiene nada que ver con el libro terminado; ese momento casi Zen en que, dado el caso, liberamos de su envoltura al siguiente, pues en el simple acto de rasgar el celofán que los envuelve hay algo primitivo y que da placer.

jueves, 26 de julio de 2018

Ladridos a la madrugada

Me despierto en la madrugada. 

El reloj marca las 2:30, “¿Por qué mierdas me desperté?”, me pregunto; al instante el cuerpo me da la respuesta: Me duele la cabeza. 

En un edificio de parqueaderos cercano un perro gime. Supongo que tiene hambre, frío o puede que también le duela algo. En silencio me solidarizo con el animal en su pena. 

Caigo en cuenta de mi posición y me parece que estoy tronchado. “Tronchado, tronchado”, repito la palabra varias veces en mi mente, y me suena desprovista de cualquier significado. Palabras bobas, llamo a aquellas que, como esta, carecen de sentido en un momento determinado. 

Tronchar significa: “Partir o romper con violencia cualquier cosa de forma parecida a la de un tronco o un tallo”. Imagino que mi cuello es ese tallo del que habla la definición y que la posición en la que me encuentro lo está quebrando. 

Ahora siento nauseas, bienvenido el dolor de cabeza en pleno. “¿Tendrá está nueva sensación algo que ver con el pedazo de pizza que engullí de más en la comida?”, me pregunto. 

Decido ponerme de pie y me muevo nervioso de un lado al otro del cuarto, mientras maldigo al universo por obsequiarme un dolor de cabeza, de espalda y nauseas en la madrugada. 

Recuerdo que en algún lugar tengo una caja de un relajante muscular. La busco y, para mi sorpresa, la encuentro rápido. El médico que llevo por dentro dictamina que me zampe una pastilla, lo hago; me auto-receto, cosas que uno hace de madrugada. 

Pasados unos minutos el dolor persiste. Ahora, ese buen hombre que lleva una bata blanca y que me habita o en el que me he convertido, sugiere que me masajee la espalda. Me tumbo boca abajo e intento aplicarme presión, pero es una posición incómoda. Recuerdo que mi cuello es como un tallo quebrado y abandono esa misión. 

“Es una cefalea tensional”, que nombre tan trágico ese, determina ahora el buen hombre. Con el nuevo dictamen, tomo el celular y tecleo en google “masajes para aliviar una cefalea tensional”. 

Doy con una página que indica como aliviar una cefalea tensional, sin recurrir primero a la medicación, al trabajar los puntos de presión. 

Trato de seguir los masajes al pie de la letra y funcionan, el dolor comienza a disminuir. De vez en cuando una que otra picada arremete, aunque saben que, contra mis manos y los puntos de presión, tienen la batalla perdida. 

El dolor ahora está en su decrescendo, pero ahora el problema es que son las 3:40 a.m. y no tengo rastros de sueño. Opto por leer un artículo que me encontré, mientras buscaba información sobre los masajes, que habla sobre los trastornos psicóticos breves que, intuyo, debe ser como volverse loco por un breve instante de tiempo. 

El texto dice que son estados repletos de ideas delirantes, alucinaciones o un comportamiento catatónico; una perdida de las fronteras de si mismo. Me pregunto cuántas veces no hemos experimentado, así sea por un segundo, un estado de esos, pues todos tenemos algo de locura.

Ahora el perro ladra, y no sé si el ladrido es producto de mi imaginación.

miércoles, 25 de julio de 2018

El esfero mágico

Ayer almorcé tarde, a eso de las tres de la tarde. Al restaurante que decidí entrar estaba casi desocupado; solo había una mujer en otra mesa cuchareando un plato de sopa con desgano. “Todavía hay almuerzo”, pregunté. Si me respondió un mesero, al tiempo que extendía uno de sus brazos invitándome a sentar en una mesa. 

Apenas me senté me englobé en mis pensamientos, hasta que el mesero se me acercó, con las manos en la espalda, como si lo hubieran regañado, a preguntarme cuál de los dos menús quería, si el de pescado o el de carne. Me decidí rápido por el primero. Apenas le mencioné mi decisión, el hombre dio medía vuelta de forma ágil y se fue. 

Al rato, mientras ordenaba las mesas y corría de un lado para otro, paso por mí lado, recogió un esfero plateado que estaba en el piso y me dijo: “Mire, se le cayó, esto”. “No es mio, pero gracias”, le respondí, al tiempo que me lo pasaba. 

Es un esfero común y sencillo, de tinta negra; de esos que dan como souvenirs en las empresas y, a pesar de que no es de gel, como los que me gusta usar, decidí quedarme con  él. 

Tal vez sea posible que las buenas ideas no solo sean producto de nuestra imaginación, sino también se deban, en gran parte, a la herramienta que utilizamos para consignarlas en una hoja. 

Por eso me quedé con el esfero. Quizá su aparición en mi vida no fue una simple casualidad y  su tinta esconde quién sabe que cantidad de grandes historias. Les estaré contando.

martes, 24 de julio de 2018

Uno nunca sabe

El año pasado me llamó Wilson un, digamos amigo, es decir, un hombre que conocí en la universidad con el que coincidí en varias clases y con el que siempre hablé de cualquier cosa que no comprometiera mi vida privada, si es que tal termino se puede utilizar en estos tiempos. 

El día de la llamada, luego de más de 4 años sin hablarnos, un número apareció en mi teléfono celular y después de contestarlo identifiqué su tono de voz de inmediato. 

“¿Qué más cómo va?”, me peguntó. 
“Bien, ¿y usted?” 
“Bien gracias.” 

Después de ese saludo frío y estándar, quedamos callados por unos segundos”, hasta que Wilson retomó la conversación 

“Oiga y que ha hecho últimamente?” 
“¿A qué se refiere?”, le pregunte, pues se me hizo extraño ese repentino interés por mi vida. 

Respondí su pregunta lo mejor que pude, y de nuevo quedamos en silencio, pero uno en el que flotaba una pregunta: “¿Para qué carajos quiere saber eso?” 

Wilson la captó y comenzó a darme una explicación, a mi juicio, innecesaria. 

“Vea, lo que pasa es que le dije a Luisa, que me iba a ver con usted, entonces para que sepa, por si de pronto lo llama”. 

Luisa es su esposa, y fue su novia eterna durante toda la época de universidad. Le dije que veía innecesario tanto show, pues yo no tenía guardado el número de Luisa, y ella mucho menos el mío, y cuando terminé de hablar Wilson me dijo: “Pero es que uno nunca sabe”. 

Luego de eso rectificó lo que le había dicho acerca de mi vida que, supongo, le habrá contado a Luisa en algún momento; intercambiamos un par de bromas tontas, y nos despedimos. 

Puede suponer uno que Wilson se iba a ver con una vieja con la que le estaba poniendo los cachos a Luisa. La verdad no sé ni me importa, allá cada uno con sus líos de pareja. Lo que me molesta es ser el extra de historias en las que no tengo un mínimo interés en participar. 

Luisa nunca me llamó para comprobar lo que le había dicho Wilson. A veces me pregunto cómo habría sido nuestra conversación si lo hubiera hecho.

lunes, 23 de julio de 2018

Quisiera uno

Ya quisiera uno siempre tener la razón  y no equivocarse. También quisiera uno tener todo eso que consideramos bueno y necesario, tanto lo emocional como lo material: amor, dinero, en grandes cantidades de ser posible, para vivir libre de apuros por las deudas; belleza, un amor de película, una salud inquebrantable y miles, que digo miles, millones de cosas, necesarias e innecesarias porque si, porque no y por si acaso; pues siempre queremos más de lo que sea y nos resulta difícil quedar saciados. 

Quisiera uno, que ese fuera el escenario de vida mientras nos deslizamos, por un tobogán del tiempo repleto de dichas y libre de contratiempos, hacia la vejez. 

Fantasea, que a la larga también es querer, uno, que todas las personas nos dieran la razón; que todo lo que pensamos fuera una verdad absoluta, como un axioma matemático impenetrable, que nuestra historia fuera limpia, con un inicio, nudo y desenlace redondito, en el que ningún personaje sobra y todos sus elementos: trama, ritmo, tono, etc. funcionan y se acoplan a las mil maravillas, como las piezas de un reloj que nunca se equivoca al dar la hora. 

De ser así, entonces quisiera uno que nadie pensara diferente, que nuestras conexiones neuronales, forma de ser, anhelos, caprichos, neurosis, fueran las mismas; siete mil millones de replicas nuestras esparcidas por el mundo. 

Quisiera uno, entonces, una vida libre de conflicto, una especie de paraíso terrenal donde todo marcha a la perfección, pues se tiene todo y nada hace falta. 

Quisiera uno eso y mucho más, pero sabe uno que la realidad es otra, que a nuestras vidas muchas veces las rige una mezcla de incertidumbre y caos, y que en menos de un segundo, todo se puede poner patas arriba. 

Quisiera uno deshacerse del conflicto, pero sabe uno que sin conflicto no hay historia.

viernes, 20 de julio de 2018

Que extraño es todo

Termino de ver un programa que había grabado. Me englobo con cualquier pensamiento, mientras la grabación continúa, sin apagar el televisor. 

Ahora dan un magazín de noticias, y la noticia que vuelve a captar mi atención, es una que comienza con un plano de una ambulancia y luego se muestra a unos enfermeros desmontando una camilla. 

Las imágenes hacen referencia a un grupo de paramédicos que fueron a rescatar a una mujer que había estado limpiando la cocina con una mezcla de amoniaco y otro producto, combinación que produjo un gas tóxico mortal. 

La mujer se mareó, y ella misma fue quien llamó a los servicios de emergencia. Cuando llegaron tuvieron que derribar la puerta y la encontraron desmayada. Luego le practicaron una fallida reanimación cardiopulmonar durante media hora. 

Tratemos, por un segundo, de ponernos en los zapatos de esa mujer. Imaginemos que fregamos con fuerza unas baldosas mientras inhalamos la sustancia que nos va a enviar al otro lado; que la cabeza nos comienza a pesar, hasta que nos sentimos mareados. 

Pensemos también que, con dificultad, nos ponemos de pie y caminamos agarrados de las paredes hasta llegar al teléfono. Por fortuna el número de emergencia es una combinación de tres dígitos que conseguimos marcar sin problema. 

Cuando la operadora contesta, logramos decirle que nos sentimos mal, aunque sabemos que estamos hablando de forma extraña, como si las vocales no quisieran despegarse de las consonantes. 

“Un equipo de paramédicos ya está en camino” dice la mujer, pero éstas son palabras que no alcanzamos a escuchar, pues segundos antes nos hemos derrumbado en el piso. 

Por fin sabemos cómo es eso de ver nuestra vida en imágenes momentos antes de morir. 

Que extraño es todo. De repente nos levantamos dispuestos a repetir la rutina al pie de la letra de lo que sea que hagamos: ama de casa, banquero, médico, ingeniero, barrendero, etc. sin sentir que la muerte nos respira en la nuca.