jueves, 23 de agosto de 2018

Condenado a muerte

El hombre está condenado a muerte y sabe que ya no hay nada que lo salve. Trata de hacerse a la idea de que en media hora su vida se va a acabar o, mejor, alguien la va acabar; que no fue el destino, y uno de sus tantos vericuetos el que se encargo de ponerle un punto final a la narración, sino alguien. “Que desgracia morir de esta manera”, piensa.

Antes de llevarlo al patíbulo le preguntan que si no tiene un último deseo. El hombre alguna vez había pensado acerco de eso, y todo el asunto le parece una farsa, "¿Qué sentido tiene toda esa estupidez del último deseo?”, se pregunta. Piensa en decirles que lo que desea es que lo maten lo más rápido posible, pero sabe que es una mentira. 

El hombre, como la gran mayoría, no quiere morir. Se Imagina entonces viejo, con el pelo totalmente blanco, en una reunión con una gran familia que nunca va a tener: Hijos, nietos, bisnietos; todos sentados a su alrededor en una gran mesa. Celebran su cumpleaños, el numero 103. Al yo de su fantasía se le escurren las lágrimas al ver a toda la familia reunida, celebrando su larga vida.

“¿Tiene alguno?”, la pregunta del guardia lo saca de su ensoñación. El hombre, en ese momento, siente urgencia por contar algo, lo que sea, así que pide una máquina de escribir y unas hojas.

Los guardias ríen, pero al hombre no le importa lo que piensen acerca de su petición, si es ridícula o no, es su último deseo y ojalá no se lo nieguen. Luego de la mofa, le traen una silla y mesa de madera descoloridas y cansadas, y ponen la máquina encima.

El hombre les pide el favor de que le quiten las esposas para poder escribir con libertad. Los guardias consultan por la radio con algún superior si pueden hacer eso.

Luego de un rato liberan sus manos y el hombre, con pasitos cortos, se acerca a la mesa y finalmente se sienta. “¿Qué debo contar?”, es la primera pregunta en la que piensa. El problema, como siempre, es el maldito tiempo, que no para de correr, y del que solo puede disfrutar media hora.

El hombre se queda mirando fijamente la hoja, pero nada se le ocurre, o de lo que se le ocurre nada le interesa. “Bonita hora para sufrir del síndrome de la hoja en blanco”, piensa.

Más que teclear, espicha algunas letras aleatoriamente y con rabia “xgxjkjdjfofnfoifndkdjdhdofnjcn”. Luego escribe: “El guardia que lea esto es un maricón”, pero no quiere irse de este mundo con una broma floja.

Con un movimiento decidido arranca la hoja del rodillo la arruga y la bota lo más lejos posible. Inserta otra y se queda mirándola por un largo rato. Un guardia le dice: “Ya solo le queda cinco minutos”.

“Me pareció que el desayuno de hoy fue uno de los mejores en mi estadía en la cárcel”, cuenta el hombre. La imagen de un café aguado, un huevo duro y un trozo de pan, fue la que le llegó  a su cabeza, y en sus ´últimos minutos de vida, trata de narrar esa breve experiencia de la mejor manera posible.

miércoles, 22 de agosto de 2018

El ritual del limpión de cocina

Preparar el desayuno es uno de los rituales del día que más me agrada. Hay algo, creo, en todos los pasos y/o subrituales que componen ese gran ritual que, digamos, resulta sanador. Debe ser, imagino, que el cerebro lo asocia con un momento zen de presencia plena; algo muy personal y que nos me brinda la oportunidad de estar realmente solo, al mismo tiempo que en paz con mis pensamientos. ¿A alguien más le ocurre eso?, espero que sí.

Sé que no tiene nada del otro mundo, pero el simple hecho de medir el agua, la cantidad de café para que quede en el punto que me gusta, ni muy fuerte, ni muy claro; decidir si utilizar la cafetera italiana o la prensa francesa; prender el fogón, calentar una arepa o un pan en el horno; alistar el huevo y lo que le voy echar, en fin, hacer lo uno y lo otro es algo que me tranquiliza.

En medio del proceso, utilizó el limpión de cocina para secarme las manos o secar la loza que voy a utilizar, actividad que representa el clímax del todo el ritual del desayuno; a ver me explico.

Cuando termino de utilizarlo lo lanzo, a veces con un estilo de basquetbolista, otras muy chambonamente, hacia los ganchitos de la pared donde se cuelgan esos trapos.

Mi ritual es el siguiente: Cuento con tres intentos para que el limpión quede colgando de un gancho. Si lo encesto, enchocolo, le atino al primero, significa que voy a tener un día maravilloso, y esa suerte disminuye si logro mi cometido en el segundo o tercer intento.

A veces ocurre que no me levanto con la puntería adecuada y no logro que el limpión quede colgando de un gancho en ninguno de los tres intentos. En ese caso repito la operación hasta que consigo dejar el trapo colgando, pues, de no ser así, significa que mi día va a ser muy normal, aburridor o, incluso, trágico. 

No llevo una estadística de éxitos y fracasos en mi lanzamiento de limpión y mucho menos una de días buenos y días malos; ni tampoco sé muy bien a que me refiero cuando hablo de un día genial o un día trágico. Solo quería contarles un poco sobre uno de mis rituales mañaneros.

martes, 21 de agosto de 2018

Chocolate con yuca frita

Mi padre, Ingeniero civil, pasó gran parte de su vida lejos de la familia, pues su trabajo siempre fue la construcción de carreteras por toda Colombia. 

En una de sus estadías en Bogotá, cuando yo tenía unos 10 años, me invitó a que lo acompañara en uno de sus viajes, con paradas en distintos lugares

Un día, en medio del viaje, nos levantamos muy temprano, y apenas salimos, recuerdo como el aire caliente que salía de mi boca se convertía en “humo” al estrellarse con el aire frío de la madrugada. 

Viajar con mi papá al volante, siempre fue un deleite para mi y mis hermanos, pues sus viajes estaban llenos de historias,reales, pero sobre todo fantásticas sobre infinidad de cosas, así que aburrirse era muy difícil, y  tenerlo para mí solo en esa ocasión, era como una especie de premio. 

Yo estaba expectante, pues mi padre me comentó que íbamos a pasar por Ambalema, Tolima, el lugar donde nació mi abuela. No sé por qué, pero en ese momento me pareció fascinante entrar, del alguna manera, en contacto con los orígenes de la familia. 

A eso de las 8 de la mañana paramos en un lugar de la carretera para desayunar. Recuerdo que yo tenía mucha hambre, y estaba pensando en unos huevitos pericos con pan y chocolate. Ya adentro del lugar, una choza con tejas de zinc, mi padre pidió la comida. 

Al rato el mesero se se acercó a la mesa con el pedido: Yuca frita, chocolate y carne en bistec. Al principio hice mala cara, y mi padre me dijo la misma frase de siempre: “Pruebe, y si no le gusta pues lo escupe”. Como tenía mucha hambre me llevé un trozo de yuca a la boca, seguido de un mordisco de carne en bistec, y maridé el revuelto con un sorbo de chocolate. 

¡Me supo a gloria!

lunes, 20 de agosto de 2018

Diario

Hablemos de nuevo sobre el amable recordatorio que llevo impreso en la garganta. Cada vez que veo la cicatriz, recuerdo a qué se debe, por qué está ahí y todos los incidentes que, de forma desordenada, revolotearon a su alrededor. 

Cuando digo recuerdo es un decir, pues estuve más de 15 días tendido en una cama de cuidados intensivos, así que todo me lo han contado. Dicen que fue un coma, pero el término me asusta, así que prefiero engañarme, y pensar que fue un sueño prolongado; dormir es morir un poco dicen por ahí. 

Para mí fue fácil, es decir, en esos días no me enteré qué era lo que estaba pasando y no sufrí ningún tipo de angustia por la gravedad de mi estado. Antes de que se pregunte, estimado lector, no vi ningún túnel, ninguna luz intensa y mucho menos sentí que flotara fuera de mi cuerpo. Menos mal, pues que pánico experimentar alguna de esas cosas, ¿no? 

En cambio, mi familia si que tuvo que haber pasado unos días de mierda; cada uno de ellos de la casa al hospital y del hospital a la casa, esperando una evolución en mí estado, pero no había forma de saber eso; transitaba la cuerda floja de la vida. 

Asumo que mis hermanos y mis padres, adoptaron diferentes mecanismos de supervivencia para poder sobrellevarlo todo sin derrumbarse, para poder continuar adelante con la vida y sus rutinas. 

El método que adoptó mi hermana mayor me gustó mucho. Ella decidió, cada vez que llegaba del trabajo a su apartamento, contarme esos días escribiendo en una libreta. Eran diferentes asuntos en los que me narraba, siempre se dirigía a mí, cosas que le pasaban a ella en su día a día, y cosas que ocurrían en el mundo. Recuerdo que en una de las entradas me contó sobre el carro que se había comprado y los paseos que íbamos a dar en él tan pronto me recuperara. También anotaba todo lo que los médicos decían, que si movía los ojos, un dedo, etc. 

Solo he visto ese diario, digamos, una sola vez, y en esa ocasión únicamente leí unos cuantos apartes. Lo hojeé rápido porque, pues aunque sé que trata mucho sobre mí, no me pertenece, pues hace parte de un momento muy privado de mi hermana, un ejercicio privado de escritura. 

Joan Didion dice en su ensayo Acerca de llevar una libreta, que esos ejercicios de registrar las experiencias propias no son para consumo público, sino que resultan ser un indiscriminado y errático montaje, con sentido solo para su creador. 

A veces pienso que si estoy vivo, en gran parte se lo debo a la buena energía que contiene ese diario.

viernes, 17 de agosto de 2018

Dos semanas de vida

Dos hombres están sentados en la mesa de un café. Hablan sobre negocios y mencionan algunas empresas mayoristas de tecnología; al rato llega otro. 

“Pero miren quien llego”, dice uno de los primeros en voz alta, y yo, que estoy leyendo, le hago caso y levanto la mirada para cumplir con su orden y examino al recién llegado: un hombre que lleva una camisa roja con pintas de rombos y pepas blancas, blue jeans y unos tenis, también rojos. 

El nuevo integrante del grupo les cuenta cuál fue la ruta que escogió para que le rindiera de tal manera. “¿Pero hoy vernos en un café?”, alega. “Si me dicen que nos veamos en un BBC, seguro que llego más temprano. 

“Si quiere ahorita después vamos, le responde uno algo ofendido, seguro el que escogio el café como lugar de reunión. 

Los envidio un poco. Estoy en el lugar quemando tiempo para una cita médica que tengo a las 5:40 p.m. ¿Pero en qué carajos estaba pensando cuándo la programé? 

Miro nuevamente a los bebedores de cerveza en potencia. Lo más sensato, para equilibrar los asuntos que me competen a mí y a ellos, sería que yo estuviera esperando a a una mujer que me gustara mucho para tomar un café y charlar de la vida, de todo y de nada. Pero no, mi plan de viernes es una cita médica. 

Se me ocurre pensar que el médico, después del saludo y una conversación sonsa que da arranque a nuestro encuentro, me va a decir que me quedan dos semanas de vida. Aparte del pavor, me daría mucha rabia que fuera así, pues 14 días no son nada; seguro pasarían volando y san se acabó. 

¿Qué tal que hubiera programado la cita para una fecha posterior a esas dos supuesta semanas de vida? ¿Moriría sin saber que la parca me iba a visitar?, ¿es eso una ventaja o una desventaja? 

¡A las 5:40 p.m.! ¿A Quién diablos se le ocurre? 5:40, 5:40. Repito la hora varias veces, más con un sentimiento de aburrimiento que de rabia. 

Minutos antes de la cita llego al lugar y la sala de espera está casi desocupada; obvio, pocos son los tarados que programaron citas para un virnes que precede un lunes festivo. Aparte de la recepcionista, solo me acompañan una abuela, su hija y nieta. 

El médico las hace pasar y aprovecho para leer otro par de capítulos de la novela. 

Cuando las mujeres salen, bromean con la recepcionista. Cuando dejan de hacerlo, la segunda me indica que puedo seguir. Ya en el consultorio, el médico me saluda y comienza a preguntarme que cómo me he sentido, me toma al presión, el pulso, me hace tomar aire y botarlo lentamente. La cita, al parecer transcurre normalmente. 

Cuando siento que va a acabar, le pregunto a bocajarro: Doctor, dejemos el teatro para otro momento, ¿cuánto tiempo me queda de vida? 

Abre los ojos y me mira sorprendido, sus labios se curvan, no sé si en una sonrisa sincera o malévola. 
“ ¿Qué quiere que le diga?, seguro más de dos semanas”.

jueves, 16 de agosto de 2018

Tiempo, maní y dinero

Time is money, reza un dicho, frase que los Les Luthiers, en uno de sus sketchs, traducen como: El tiempo es maní. ¿Que cómo es el maní ahí? Difícil saberlo, pues todo se basa en ese intangible que, vuelvo y digo, tratamos de atesorar y tanto nos enreda la existencia. 

Podría decir que hoy, en una vuelta bancaria, perdí tiempo, dinero y maní, pues los tres vienen a ser lo mismo, ¿acaso no? Ahí nos vamos entendiendo. 

Desde hace mucho tiempo tengo una tarjeta de crédito con el banco X. La tarjeta se venció el mes pasado y nunca me llegó el plástico, acudo a la terminología bancaria, nuevo. En una primera ida al banco, logré averiguar que la nueva tarjeta está, desde abril, en poder de la empresa de logística que las reparte. 

Ayer Intenté comunicarme con la línea de servicio al cliente, pero me aburrí de marcar 1 para esto, 2 para lo otro y tres para repetir el menú. Mi intención era comunicarme con una persona, un asesor, y no una berraca grabación, pero no lo logré. De pronto, lo acepto, me emberraqué antes de tiempo y desistí muy rápido, pero bueno, ¿qué más da? 

Hoy  visité de nuevo el banco. En la entrada hay una máquina que expende los turnos, y luego de digitar mi cédula y escoger la opción de asesoría, salió el número E333 en la pantalla, pero no me dio papelito. “¿Al fin me dio o no me dio turno?”, me pregunté, y repetí el proceso. Esta vez me asignó el E334, pero nuevamente sin papelito. 

Armado de dos turnos me senté a esperar y Luego de un poco más de 10 minutos, noté que llamaban a los A, B, C,D, pero el E no se movía del 228. “¿quién es el tarado ese que está haciendo visita?”, pensé, pero no logré identificarlo. 

Por fin dejaron de atender a ese E, el 329 y 330 pasaron rápido y el 331 y 332 los llamaron varias veces, pero nunca aparecieron, quién sabe, antes de decidir irse ,  cuánto tiempo esperaron a que atendieran al 228. 

“E333”, pronunció una voz femenina entre robótica y sensual. Me puse de pie rápido y me senté en el módulo que me asignaron, dispuesto a armar un escándalo si la mujer me pedía el papelito del turno. 

Ella, muy amable me pidió que le contara por qué estaba ahí y luego de escuchar mi historia me dijo que desafortunadamente el trámite que quería realizar solo se podía hacer llamando a la línea de servicio al cliente. 

Al ver mi actitud derrotada, y a punto de ponerme de pie, la mujer me sonrió y me dijo que podíamos llamar ahí mismo. Marco el número, digitó mí cédula y puso la llamada en altavoz, mientras otra grabación decía que pronto me iban a comunicar con un asesor. 

Cuando creí que solo estaba perdiendo tiempo, maní o dinero, alguien contestó. La mujer me pasó el teléfono, canceló la opción de altavoz y me dijo: “Dale, cuéntale tú caso.” 

Luego de que le repitiera a María, la mujer al otro lado de la línea, todo lo que ya le había Conrado a la primera mujer, me dijo que perfecto, que a continuación iba a ejecutar un protocolo de seguridad para cerciorarse de que yo si era realmente yo. “Señor juan, el protocolo consiste en tres preguntas que va a generar el sistema, espere en línea por favor”. 

“¿Aló, señor Juan?” 
“Si, dígame” 
“Le voy a hacer las preguntas, ¿ok? 
“Adelante” 

“La primera pregunta es: ¿En qué rango está el cupo de su tarjeta de crédito?” y luego me dio tres opciones de montos. No estaba seguro, sabía que una vez había solicitado que lo rebajaran porque el banco, de un día para otro y sin consultarme, decidió subirlo a 15 millones; noticia que me informaron emocionados en una escueta carta. Pero justo en ese momento no recordaba bien el monto. Me decidí por la opción B. 

“La otra pregunta es: ¿Cuántos puntos tiene acumulados con su tarjeta?” Que preguntas tan jodidas. Esta vez me decidí, también dudando, por la opción C” 

Ya no recuerdo cuál fue la otra pregunta, pero estaba seguro de que me iba a rajar en la prueba para comprobar mi identidad. 

Cuando terminé de contestar las preguntas, la mujer me pidió que esperara un momento. Luego de escuchar una fastidiosa música de espera a base de instrumentos de viento, la mujer me dijo: “Señor Juan los siento pero no pasó el protocolo de seguridad”, Vida perra.

“Señorita espere, ¿no me puede hacer otras preguntas? 
“Lo siento señor Juan, si no pasa el protocolo de seguridad, Lo único que puedo hacer es comunicarlo con otro asesor para que le repita el procedimiento. 

“Qué paso?”, me pregunto la mujer del banco, la que me prestó el teléfono. Después de que le conté, me dijo: “la próxima vez me dices y miramos en el sistema esos datos”, Le di las gracias y esta vez quería que me hicieran preguntas más difíciles, pero Lady la nueva asesora que me contestó, me pregunto por mi segundo apellido, si la dirección registrada empezaba por calle o carrera y que si tenía más tarjetas de crédito con el banco. 

En definitiva, no sé cuánto tiempo, maní y dinero, perdí hoy.

miércoles, 15 de agosto de 2018

Hola soledad

Una amiga me cuenta que quiere tomarse un año sabático. En el transcurrir de nuestra conversación, recapacita y dice que, por cuestiones de dinero y trabajo, le queda complicado efectuar la pirueta por tanto tiempo, pero que mínimo haría el plan a menor escala, viajando sola por dos meses. 

Le pregunto que qué dice su novio al respecto y me cuenta que el plan que tiene en mente es perfecto, pues a él no le gusta viajar tanto como a ella, y que además es quiere hacerlo sola. Le pregunto que por qué: "me  gusta la soledad", responde. 

Puede ser también  que  muchas veces esa afinidad por la soledad vaya de la mano con unas ansías por probarnos, de enfrentarnos solos al mundo, a la vida, al destino para así descifrar de qué realmente estamos hechos. Se me viene a la mente una de las citas de la película Into the wild, que dejo en inglés para no traicionar la intención de las palabras con una pobre traducción:

And I also know how important it is in life not necessarily to be strong 
but to feel strong. To measure yourself at least once. To find yourself at
 least once in the most ancient of human conditions. Facing the blind 
death stone alone, with nothing to help you but your hands and your own head.”
- Into the wild -

Punto para la soledad, tan mal vista por muchos que estigmatizan como bicho raro al solo, al loner, a ese que se atreve a ir a un bar, un cine o a hacer cualquier tipo de plan solo. 

Un jefe que tuvo mi hermana, conoció a su esposa de esa manera un día en que decidió ir a cine solo y ella también. Recuerdo que una vez con mi hermana, también en cine, cuando se acabó la película y ya saliendo del teatro, vi a una mujer bellísima que estaba sola, sentada en una de las última filas. 

De todos modos  no deja uno de preguntarse que les habrá ocurrido a esas personas que andan solas, si es que están tristes, despechadas, o no tienen amigos, pero muchas veces la respuesta tiende a ser solo  una: Les agrada estar solos. Disfrutan de la soledad tanto o más que esos otros que no pueden vivir si no están rodeados de personas 

Hace un par de años en la prueba de sonido de un concierto de las 1280 almas, el cantante de un grupo de Ska telonero, un hombre gordo que llevaba un vestido y sombrero negros, comenzó a cantar a capela. La primera palabras con las que probó el sónido fueron: “¡Hola soledad!”, el bolero de Rolando Laserie. Conocí esa canción ese día y el dejo nostálgico que tiene me agrada mucho. 

La soledad tiene muchas cosas por decirnos, deberíamos darle una oportunidad,

“Hola Soledad 
no me extraña tu presencia 
casi siempre estás conmigo, te saluda un viejo amigo 
que te encuentres uno más” 
- Hola soledad -