jueves, 27 de septiembre de 2018

16 minutos

Si yo fuera sinestésico, de pronto diría que el 16, en lo que se refiere a tiempo es redondo, mientras que, por otro lado, el 15, el cuarto de hora, es como la punta de una esquina, algo que, por su exactitud, encaja en cierto lugar. 

Hablemos entonces de los 16, minutos, claro está, que los encuentro más amables. Se supone que ese es el tiempo con el que cuento para escribir algo; ese algo es esto, un texto que va saliendo de algún lugar al que a veces tengo fácil acceso, y otras, como últimamente ocurre, se me es negado. 

Ahora tengo 11 minutos. La razón de, supuestamente, no tener tiempo, es porque me fije como hora para empezar a ver una película, las 10:30, pues si no la empiezo a esa hora, fijo me trasnocho y mañana debo madrugar. 

La película es una tarea para un curso de escritura que estoy haciendo, en el que estamos discutiendo la estructura dramática: Inicio, nudo, desenlace, y la debemos ver para discutir como está estructurada, analizar el minuto 33 en el que se acaba el primer acto y esas cosas. 

Esa es una película que ya me debería haber visto, de pronto ya lo hice, pero no lo recuerdo. Ocurre que no he visto mucha de esas películas que todo el mundo parece haber visto. A veces lo que pasa es que las veo por fragmentos, es decir, un día las comienzo a ver, algo ocurre que interrumpe mi sesión de película y otro día vuelvo a caer en ella mientras cambio canales desinteresadamente y continúo viéndolas; esto es solo un decir, porque sería increíble, incluso miedoso, caer exactamente en el momento en el que la había dejado. 

Voy a dejar aquí porque ya son las y 29. El minuto que queda y que ya corre, espero destinarlo a la nunca bien ponderada tarea de edición.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

El muelle

Hoy, por unos segundos, vi la imagen de un muelle en la televisión, uno de esos grandes de feria. Estaba pasando canales y, no sé por qué, me detuve unos segundos en ese. 

Era la escena de una película, quién sabe cuál; una toma desde lejos, en la que se veían algunas personas sentadas en las bancas mirando un atardecer frio pero soleado, y se alcanzaban a oír alguno graznidos de gaviotas que se sobreponían al golpe del ir y venir de las olas sobre la orilla. 

En ese preciso instante, deseé estar en ese muelle,—nada raro o loco que tuviera que ver con ser un personaje de la película, que de pronto era sobre un asesino en serie, y que pereza cambiar la realidad por una ficción estresante, ¿no creen? —ser una de esas personas que contemplan sin ningún afán un atardecer, masticando un pensamiento tras otro, mientras se arrullan con el sonido del mar. 

Recuerdo la imagen y me da algo de envidia, pues yo al contrario de ese vaivén de olas y espuma que produce ese ruido tan apaciguante, disfruto de los ladridos y gemidos de un perro, en un edificio de parqueaderos, al que parece lo están torturando, en fin, cada quien con su paisaje, sus olas y gaviotas. 

Ahora que recuerdo la escena, supongo que quise y quiero hacer parte de ella, porque todos, en mayor o menor medida, anhelamos bajarle los cambios a la vida. Escapar de esa rutina que nos dicta qué debemos ser y hacer. 

En mi vida, solo una vez he caminado sobre un muelle, digamos, digno de película. Fue en en verano, en un pueblo pequeño llamado Conway, que mis amigos catalogaron como “La Dorada” gringa. El muelle es, en tamaño, proporcional al pueblo; una miniatura del que vi en la película, con sus banquitas blancas y su piso de tablones de madera. La paz en una estructura hecha por el hombre

Un libro, un café, una banca y un muelle: eso todo lo que pido en este momento.

martes, 25 de septiembre de 2018

Que nunca se atrofie

A usted, estimado lector, que por una u otra razón, cayó en este, mí blog, quiero decirle que son las 11:06 p.m. hora en la que me siento a escribir, perdóneme que me repita, sin un tema preciso en la cabeza el cual desarrollar. 

El tema, y no debí haber utilizado esa palabra de nuevo, es que si me quedo a esperar a que mi musa aparezca con un texto brillante, sería más bien un waiter y no un writer, juego de palabras que , claro está,  alguna vez leí y que no sería capaz de producir en este momento debido al cansancio que llevo encima. 

Creo que escribir se trata en gran parte de eso, me refiero al hecho de obligarse a hacerlo, así la cabeza parezca no tener ni media idea, pues hay ocasiones en que esos momentos de desolación creativa, por llamarlos de alguna manera, dan pie a conexiones forzadas que ayudan a producir buenos textos, o mejor, para no ponerlo en términos tan subjetivos, textos  que uno se divierte escribiendo, porque a la larga también de eso se trata la escritura, de pasarla bueno, ¿acaso no? 

Entonces por eso, ya siendo las 11:17 p.m es que sigo tecleando a ver que sale, más con el ánimo de contar algo que el de dar una opinión, pues esas nos sobran. También lo hago, es decir, lo de sentarme, lo de escribir, lo de sentarme a escribir, pues dicen, los eruditos en el tema, que la escritura es como un músculo que se debe ejercitar, de ser posible, a diario, para robustecerlo, ensancharlo, endurecerlo, creo que me hago entender, ¿cierto? 

Por eso, a pesar del sueño, me senté a escribir, porque quería ejercitar ese músculo que ojalá nunca se me atrofie; sonora palabra esa, lástima que haga referencia a algo malo. 

Son las 11:47.p.m

lunes, 24 de septiembre de 2018

El zurdo

El zurdo era un hombre acuerpado o más bien gordo, ya no recuerdo bien; puede que su contextura física hubiera sido una, la otra, o ambas al tiempo, el caso es que era grande o, por lo menos yo lo veía de esa forma. Andaba en una camioneta grande, una 4x4 y muchas veces lo vi girando un llavero con muchas llaves, en el dedo índice de su mano derecha. Siempre llevaba una camisa blanca, desabotonada a la altura del pecho y que dejaba ver un par de cadenas de oro, metida dentro de un pantalón color Caqui. Parecía que se sentía en la costa a todo rato. Yo, en el colegio, siempre desconfié de esos estudiantes que se metían la camisa dentro del pantalón.

Me imagino que en algún momento supe cual era su nombre, pero ya lo olvidé, por eso solo recuerdo su apodo: El zurdo, pero quién sabe si realmente lo era o por qué razón se lo habían puesto. 

Nunca me dio buena espina, tenía algo extraño en su mirada y parecía un tipo de 40 años encerrado en el cuerpo de un niño de colegio. También creo que nunca crucé palabra con él, esto debido a su pinta de matón. Era un tipo, creía yo, con el que era mejor guardar cierta distancia.

Una vez, muchos de mis amigos estaban en el borde de la cancha fútbol, mirando un partido de mi curso contra el de él. El zurdo que, como ya lo dije, era un tipo de aspecto pesado, en todo el sentido de la palabra, estaba en la titular del equipo del otro curso. Siempre imaginé que él decía lo que quería y todos le hacían caso, pues llevarle la contraria fijo significaba tener problemas.

Les decía que estábamos viendo el partido, yo desde un montículo de pasto que hacía sus veces de grada y otros amigos sobre la línea que delimitaba la cancha, cuando el zurdo comenzó a disputar un balón con otro jugador. Corrieron unos metros cuerpo a cuerpo y justo antes de que el balón saliera por la banda, el zurdo, sin necesidad alguna, optó por meterle un taponazo, con su pierna izquierda,  que salió dirigido hacia los espectadores.

Merchán, un gran amigo, fue quien desgraciadamente se ganó el balonazo en toda la cara, que le reventó la nariz. Recuerdo también algunas voces de protesta en contra del zurdo que, como si nada hubiera pasado y mirando mal, fue a buscar el balón para sacar de banda.

No recuerdo cuanto quedó el partido, creo que perdimos.

jueves, 20 de septiembre de 2018

El sistema

Me robaron la media pal bobo que creí haber ganado. Muchachos(as), lamento decirles, pero parece ser que el sistema siempre gana. Entiéndase por sistema el establecimiento, los que están en el poder, bien sean los políticos o las grandes empresas. 

Luego de una larga pelea con Amazon de tener muchos chats con sus agentes de servicio al cliente para alegar por un servicio Prime que me estaban cobrando y que nunca adquirí, por fin una asesora pareció dar con la solución a todo. La mujer, una tal Theena me dijo: “Mijo, tranquilo, no se estrese. Le voy a emitir una tarjeta de crédito promocional en dólares, equivalente al monto en pesos de las transacciones. 

Ya cansado de pasar de un asesor a otro, le dije que me parecía perfecto. Cómo lo escribí el otro día, empecé a fantasear con los libros que me iba a comprar. El primero iba a ser Alguien Camina sobre tu tumba, de Mariana Enríquez, un libro que una vez vi en la Lerner, en uno de esos días en los que uno hojea libros sin un peso en la billetera, y el título me engancho de una. Después, en un encuentro con Margarita García Robayo, la escritora colombiana recomendó leer a Enríquez, y últimamente el libro se me ha vuelto a aparecer de una u otra manera, ya sabemos que los libros nos llaman, y pues  es el que tengo entre ojos. 

Pero ahora tenía otra duda. ¿Cómo saber que al momento de comprar libros por Kindle me iban a debitar la compra de la tarjeta de crédito promocional, y no me la iban a cargar a mi tarjeta? 

Vuelve y juega. Otra vez me conecté, para en esa ocasión hablar con alguien que, por su nombre, supongo, estaba en la India. El afán de averiguar bien todo me entro a la 1 de la mañana, razón por la cuál mi higiene del sueño se fue al traste ese día y el siguiente. 

Después de preguntarle mil veces lo mismo para estar seguro a la persona que me atendió en esa ocasión ,me dijo que no tenía de qué preocuparme, que mis futuras compras se iban a debitar primero el saldo de la tarjeta promocional, y muy amablemente me pidió que le pasara los links de los libros que quería comprar. 

Así que en el afán le pase el link del libro del que les hablé y Los peligros de fumar en la cama, también de la misma autora. Pero la respuesta fue desconcertante. “lo siento, los libros tienen que ser vendidos directamente por Amazon”. Intenté plantear en inglés lo mejor posible y de manera decente, es decir, sin utilizar la palabra fuck, pero algo agresiva, la siguiente pregunta: “Pero qué coños quieren decir con eso? Y duré otro buen rato averiguando cuáles son los libros que puedo adquirir con mi súper tarjeta promocional, que claro está, ya no tiene ese estatus. 

La mujer me dijo que podría buscar asi: “Sold by amazon Kindle” y que mirara de los que aparecían cuáles me gustaban. 

Todo parecería estar bien, ¿cierto?, el único problema que los libros que vende directamente Amazon son una porquería, y la búsqueda solo pareció arrojar libros  de ese  género de literatura erótica que no voy a leer nunca en mi vida.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

Higiene del sueño

Este fue el título que escribí hace un rato, luego me puse a ver televisión y lo olvidé por completo, hasta ahora que me vuelvo a sentar en el escritorio. 

“Te recomiendo que entre lo mucho que lees incluyas el tema higiene del sueño”, me dijo hace poco un médico, un tema que, supongo, hace referencia a tener buenos hábitos para dormir, ustedes saben: no trasnochar en exceso, no tomar bebidas oscuras antes de ir a dormir, no manipular aparatos tecnológicos, y cosas por el estilo, cosas que muchas veces hago. Le respondí que sí, que sonaba supremamente interesante y que lo iba a hacer. En parte respondí lo que supuse ella esperaba oír, pero en serio quería leer sobre el tema. No lo hice. 

La idea entonces era escribir sobre eso, mirar que tipo de asociaciones se me venían a la cabeza con la palabra higiene y esperar que ese fuera el punto de partida del texto. Ahora que lo leo me parece un tema aburridor, aunque puede que, como le dije a la mujer, sea interesante y que mi sueño y el de muchas personas sea un lodazal, lo más opuesto a algo higiénico que se me viene a la cabeza en este momento. 

La verdad escribo y no escribo sobre la higiene del sueño porque no tengo idea sobre qué escribir. En el momento en que me di cuenta de eso, sentí un poco de envidia hacia esos escritores que, cuando los entrevistan, afirman tener miles de ideas para desarrollar novelas, y que lo que lo único que les hace falta es tiempo para poder escribirlas. 

Me acordé lo que le dijo una vez Kurt Vonnegut a Salman Rushdie cuando le preguntó seriamente acerca de sus intenciones sobre escribir, y Rushdie le dijo que si, claro, que a eso era lo que se quería dedicar por el resto de su vida. Vonnegut le contestó: “Entonces debes saber que llegará un día en que no tendrás un libro que escribir y, aun así, tendrás que escribir un libro”. 

De pronto si ayer hubiera dormido esas 8 horas sobre las que algunos hablan con tanta veneración, hoy estaría escribiendo sobre otra cosa, sobre lo bien que dormí, por ejemplo, y lo limpio e higiénico que fue mi sueño, pero no, si hay una palabra que define lo mal que dormí ayer, debería ser “sucio”. Tal vez, solo tal vez, la higiene del sueño, en cierta medida, garantiza la generación de ideas para escribir textos fascinantes o grandes novelas; vaya uno a saber.

martes, 18 de septiembre de 2018

Condena

La cajera de una cafetería habla con un guardia de seguridad. Le cuenta que su mamá, la de ella, no le ha dicho bien qué fue lo que paso; que en la audiencia de su hermano estaba muy afectada y que lo único que hizo fue llorar y llorar. 

“¿Será que si escuchó bien?”, le pregunta el hombre. “No sé”, responde la mujer, “es que ni siquiera a los violadores los condenan por tantos años” 

“Pues por ese delito”, le contesta el hombre en un tono paternalista, “lo máximo son 4 años” 

“No sé, ella me dijo que lo sentenciaron a 12, ¿será que escuchó mal?” 

“Además esas condenas no las dan en años, sino en meses: 200 meses, tantos meses y así”, concluye el hombre. 

Cambian de tema rápido, y comienzan a hablar de otra condena que la mujer tiene, al parecer, en proceso. Ella comienza a contarle al hombre, sobre una pelea que tuvo con su pareja el fin de semana pasado: 

“Pues imagínese que llegó súper tarde. Apenas entró, dijo que iba a salir, y yo lo confronté de una, le pregunté que qué le pasaba, que por qué estaba actuando tan raro y que me dijera qué quería conmigo, mejor dicho, qué era lo que esperaba de nuestra relación.” 

“Yo ya sé que conoció a otra vieja, y le pregunté: ¿Con quién se anda viendo?, pero se quedó callado y al final me respondió: “Si me va a molestar mejor me voy, y agarró las llaves de la moto y el casco, pero yo le dije que si iba a salir, que se fuera en bus o Transmilenio y que dejara la moto. Al final tiró el casco sobre la cama y me dijo que no lo esperará, que se iba a quedar donde la mamá”. Fijo se fue en la moto. 

“Qué inmaduro es” agrega su interlocutor pisando las palabras de la mujer. 

“Si. duramos unos días sin hablarnos y al final me llamó para decirme que, si lo nuestro debía terminar pues debía terminar, pero que de todos modos yo nunca iba a saber todo lo que me había querido. Que qué lástima que las cosas hubieran acabado de esa manera Desde ese día no nos hemos vuelto a hablar.”