jueves, 11 de octubre de 2018

Masoquista e irresponsable

Soy el primero en llegar y mientras espero a unos amigos, entro a una librería a quemar tiempo. Entrar a un lugar de esos sin dinero, es un acto entre masoquista e irresponsable. Lo primero porque comienza uno a antojarse de libros, y a lamentarse que no los puede comprar, y lo segundo porque a veces se derrumban esas barreras, poco fuertes, de lamentos, y se termina comprando un libro.

Exponen como novedad “Como perderlo todo”, el último libro de Ricardo Silva, que tengo ganas de leer, porque presiento que es muy bogotano que, de alguna u otra manera, tiene que ver con Bogotá, y me gustan mucho esos libros que presentan escenas en lugares que uno conoce.

Levanto el libro, lo sostengo en mis manos por un rato como si pretendiera adivinar su peso, y lo vuelvo a dejar en su lugar, solo porque está envuelto en un papel transparente, al igual que el resto. No sé, por qué hacen eso en las librerías. Los libros deberían estar disponibles para ser hojeados, estoy casi seguro de que las ventas mejorarían, debido a masoquistas e irresponsables como uno, quienes con el simple hecho de leer un par de líneas, la balanza de indecisión se inclina hacia la compra.

Camino un poco y veo la novela “Sin Remedio” de Antonio Caballero, una de las tantas que tengo en mi radar de lectura y que en algún momento estuve a punto de comprar, pero me entretuve con otro libro que me llamó la atención. Tengo entendido que es una novela muy Bogotana, una en la que la ciudad juega un papel importante en el relato.

“Vamos a comer algo primero”, es el mensaje que me rescata de mi incursión en la librería, y al que le hago caso porque tengo mucha hambre. Abandono el lugar jurando que en algún momento, en el corto plazo espero, tengo que comprar alguna de esas novelas bogotanas.

miércoles, 10 de octubre de 2018

La cocina

Siempre he pensado que la cocina, en la mayoría de los hogares, es un espacio que inspira mucha paz, un lugar donde no hay necesidad alguna de aparentar; muy diferente, por ejemplo, a los corredores, que no dejan de tener algo extraño, como si hicieran y no hicieran parte de las casas, y que a pesar de ser esa columna vertebral que conecta los diferentes espacios, no dejan de ser fríos. Que levante la mano quien diga que no siente algo de molestia cuando tiene que transitar uno, bien entrada la noche, sin nada de luz y con sonidos que se amplifican al mil por ciento. 

Hoy una amiga me recibió en su casa y comenzamos a hacer visita en su cocina. Es pequeña al igual que todo lo que contiene: horno pequeño, nevera pequeña, etc. pero quizás esa falta de opulencia es lo que hace que sea un lugar muy acogedor, un lugar en el que uno quisiera quedarse a echar globos, con una taza de café en la mano, una tarde entera, por ejemplo. No vi un radio despertador viejo, pero fijo estaba en algún rincón fuera del alcance de mi vista; otro objeto, creo, que no puede faltar en una cocina, por lo menos en una que se respete, me refiero a esas acogedoras, en las que uno se siente completo. 

Me senté en una especie de barra, pequeña, por supuesto, y mi amiga me contó, con algo de nostalgia en su voz, que ese era el lugar preferido de otra amiga con la que se dejó de hablar por un malentendido tonto; que siempre que llegaba a hacerle visita exigía que fuera en la cocina para ella poder sentarse en el bar; así llamaba a esa barra, y si uno fuerza un poco la imaginación es fácil imaginarla como tal. 

Sobre la barra había un plato con un aguacate maduro y brillante, y un racimo de bananos, algunos con manchas negras. Mi amiga se sirvió un vino y la conversación que sostuvimos fluyó sin mucho esfuerzo, hasta que comenzaron a llegar el resto de los invitados.

martes, 9 de octubre de 2018

Libros obligatorios

Hay quienes dicen que existen unas lecturas obligatorias. Ayer me llegó al correo un E-mail de Amazon promocionando un libro que lleva como título: “50 piezas maestras que tienes que leer antes de morir”. Del listado ya he leído algunas, pero no la gran mayoría y es muy probable que nunca las lea todas, pues ya sabemos que la vida no alcanza para tanto libro. 

El punto es que es que la conjugación del verbo “tener” genera mucho ruido, pues siempre he creído que uno debe leer lo que quiera, teoría que refuerza García Márquez en una nota de prensa del año 1982: 

“La verdad es que no debe haber libros obligatorios, 
libros de penitencia, y que el método saludable 
es renunciar a la lectura en la página en que se vuelva insoportable.” 
- La literatura sin dolor – 

Dicho esto y por otro lado, considero que lo que si deberían ser obligatorios, son algunos capítulos de la literatura que, por lo bien escritos que están, todo el mundo debería leerlos mínimo una vez en sus vidas. En este momento me llegan a la cabeza dos: “Las Minas de Moria” de La Comunidad del anillo, el segundo libro de la trilogía de Tolkien, que tiene un ritmo galopante y las veces que lo he leído, aunque ya sepa que va a pasar, siempre me genera angustia. 

Otro capítulo que creo que se debería leer como mínimo una vez en la vida es el 23 de Rayuela, en el que aparece el personaje de Berthé Trepat, la pianista incomprendida; capitulo que, humildemente creo y con el perdón de los expertos en Cortázar, en literatura, y/o todo aquel que crea que estoy diciendo disparates, paga todo el libro por lo hermosamente escrito. 

A la larga no deja de ser un tema de gustos personales y cada quién tendrá capítulos que de cierta forma lo han marcado, pero prefiero más esta teoría de los capítulos imprescindibles que la de los libros.

lunes, 8 de octubre de 2018

El clarinetista

No debía tener más de 30 años. Su pelo rubio y ojos azules lo delataban como europeo, ¿de qué país?, digamos Latvia solo porque me gusta como suena. 

Siempre se ubicaba al costado sur de la calle 72 entre la carreras séptima y novena. Se sentaba sobre una manta de colores en posición flor de loto, sobre la que había una pequeña cesta de mimbre para las propinas. Siempre sostenía en sus manos un clarinete negro con pintas blancas, que nunca lo escuché tocar; pero claro, yo pasaba de largo hacia la séptima entre las 5:30 y 6:00 p.m. solo con ganas de llegar a casa, y cada vez que lo veía elaboraba una teoría tras otra acerca de quién era; parecía el personaje de una fábula infantil. 

Su cara siempre mostraba tranquilidad, una tranquilidad necesaria para el caos de las grandes urbes y para poder, supongo, tocar clarinete o solo sostenerlo en sus manos, mientras nosotros, los ciudadanos, nos envejecíamos con el trajín de nuestras vidas, con nuestras rutinas. 

¿Qué hacia ahí?, ¿quién era ese hombre? La última vez que lo vi llevaba un cartón colgado al cuello, que tenía escrito con marcador rojo: "Los aportes voluntarios me sirven para financiar el viaje, gracias por tu apoyo". ¿Cuál viaje?, resulta obvio pensar que el que había hecho a Colombia, pero ¿por qué  había elegido este destino?, ¿qué carajos hacia sentado, ese hombre de Latvia, en una acera de Bogotá, por la que miles de ejecutivos encorbatados y de caras serias, pasaban por su lado sin ni siquiera determinarlo? 

Aunque evito ser un “busca conversaciones”, me arrepiento mucho de nunca haberlo abordado, de no haber cruzado un de palabras con él, un escueto “hello” acompañado de una sonrisa. 

Quién sabe cuántas historias encerraba el clarinetista, pero si algo queda claro es que no debemos dejar escapar esos personajes, mucho menos si nos gusta escribir.

sábado, 6 de octubre de 2018

Nubes negras

Llueve; es una tarde gris, fría, lenta y no me hallo. De vez en cuando mi mente empieza a conjurar pensamientos negativos a los que trato de prestarles la menor atención. A veces me engancho en uno hasta que, con algo de esfuerzo, logro desecharlo. 

Necesito hacer algo para evitar caer en las trampas de la mente. “¿Leer o escribir?”, me pregunto. Me decido por lo segundo y que debo hacerlo en un café. Salgo. 

Comienzo a caminar hacia uno que queda cerca de mí casa, pero ya en el camino, recuerdo una pastelería que me presentó un amigo. La mujer que la atiende, su dueña, me parece muy bonita, o más bien muy tierna. Ese simple hecho, inclina la balanza hacia ese lugar. 

Le saco la mano a una buseta. Cuando subo esta llena, pero las calles están vacías, así que el viaje de pie no durará mucho. Me voy hacia la parte de atrás, y al rato se sube un hombre con pinta de drogado: Tiene los ojos en la nuca y la boca entreabierta, parece que respira por ella, y se mece de un lado a otro. Lo analizo de reojo y de repente el hombre se voltea hacia mí y me señala su muñeca; quiere saber la hora, pero hace muchos años dejé de utilizar reloj y el celular está cargándose en casa. “No tengo”, le respondo sin escuchar mi voz, y me refiero a que no tengo ni reloj, ni hora. El hombre farfulla algo que no logró escuchar pues llevo audífonos puestos. Por un segundo lamento no haberle podido dar la hora al hombre, “¿Qué tal que enloquezca y saque un puñal; que la falta de hora, de situarse en el tiempo lo ponga violento?, me pregunto. 

No pasa nada, el hombre sigue en su mundo, en su traba, y a cada rato cambia de postura y se hace a la derecha o a la izquierda de la buseta. Dos pasajeros se bajan y el hombre sin hora, se sienta de inmediato. Ahora mira por la ventana completamente distraído, “¿En que estará pensando?”, me pregunto, pero al rato lo dejo ser; cada quien con su traba, con sus líos y sus pensamientos, en definitiva cada quien con su vida, por más insólita que nos parezca. 

Mas tarde, ya en el lugar, pido una torta de chocolate con toneladas de crema y un café, y me sumerjo en la lectura. Mi cabeza ya está lo bastante despejada y me concentro fácil en la historia. 

Corroboro que la mujer es tierna y también que tiene novio. un hombre de barba y que lleva puesta una cachucha. A a cada rato ella le dice: “Amor esto”, “amor lo otro”. 

La mujer deja el local a cargo de su novio porque se antoja de un helado y se va a comprarlo. Por la calle pasa un hombre vendiendo bolsas de basura y lo saluda. El hombre, el novio, sale a la entrada del lugar para charlar con el vendedor. Este le dice: “Que techo tan bacano”, el novio mira hacia el techo, que tiene muchos bombillos pequeños, y le da la razón, le contesta que sí, que es bacano. “No parce, su visera. ¿no se le dice techo a eso?, anota el visitante. El novio, el amor, se quita la cachucha que es de color negro y, algo apenado por la falta de léxico callejero, le da vuelta al pedazo de techo en sus manos. 

Al rato llega la mujer y le da las gracias al novio por haber cuidado el local. Intento, infructuosamente, que el café y el final de un capítulo coincidan. Pago y abandono el lugar. 

Camino un par de cuadras y tomo otra buseta. Apenas subo recuerdo al hombre que estaba en un viaje dentro del viaje. Contrario a la otra, esta tiene pocos pasajeros, y un hombre que está sentado en la última fila no deja de bostezar de manera exagerada y audible. 

Me distraigo mirando por la ventana y veo como una pareja de adolescentes se devoran sus bocas, mientras sus manos juguetean en diferentes partes del cuerpo del otro. Del recorrido, que también dura poco, es la imagen que más me llama la atención. 

Cuando me bajo sigue haciendo frio, pero el ambiente está fresco. El suelo tiene muchos charcos y los locales que voy pasando de largo tienen un ambiente de fiesta. En ese momento suena What's It Gonna Be, con su intro de batería que siempre me sube el ánimo. 

Ya no hay rastro de nubes negras en mí cabeza.

viernes, 5 de octubre de 2018

Margarita

Margarita es la prima de una amiga. Siempre que escucho, como hoy, una canción de Juanes, me acuerdo de ella. Hace muchos años me gustaba mucho. Yo la apodé la popstar, porque tenía cierto parecido con una de las participantes de ese programa. 

Con Margarita y un grupo de amigos, fuimos a un concierto de Juanes en el Campín. Yo ya había salido un par de veces con ella, y andaba en plan de conquista. 

Ese día estaba lloviendo y, si no estoy mal, le pasé el brazo por la cintura o el hombro, gesto que, al parecer, no la incomodó. Rato después, en pleno concierto y envalentonado por unos tragos de ron, que no recuerdo como logramos ingresar al estadio, y adicional a lo mucho que me gustaba, me lancé a darle un beso. Apenas me incliné hacia ella todo iba bien, pero a medio camino perdí el impulso, pues Margarita me hizo el quite. 

Es una escena borrosa que, supongo, debido al desenlace que tuvo, no me preocupé en atesorar en mi memoria. No recuerdo que pasó después, si me sentí incomodo, o si ella se molestó, o si sumergí mi cerebro en más ron para pasar el trago amargo; aunque no creo porque solo encaletamos un par de cajitas de cartón pequeñas que no dieron medio brinco. 

Lo que rescato de esa situación son las ganas que tuve de darle un beso y el haberlo intentado, sin darle muchas vueltas al asunto. Si, muy triste y todo no haber sido correspondido, pero le aplaudo esa actitud a mi yo de ese entonces, un yo que calculaba menos sus actos; un yo impulsivo y más fresco con la vida en general.

jueves, 4 de octubre de 2018

Certeza

Nada es blanco o negro en este mundo, nada es 1 o 0; nada ni nadie, valga la pena decir, se encuentra completamente iluminado o en la oscuridad total. Entre los extremos en que se mueve nuestra vida, encerrados dentro del más obvio, su inicio y la muerte, siempre existirán millones de tonos, millones de opciones; sino que, creo yo, en nuestro afán de certidumbre tendemos a escoger eso que creemos absoluto. 

Luego de ese párrafo introductorio, estimado lector, cargado de percepciones propias y por qué no decirlo, de extremos de los que me gusta aferrarme, debo decir que a veces es bueno tener certezas, adherirse a un extremo del pensamiento y sentirse bien en él. 

La certeza sobre la que les quiero hablar es sencilla, inclusive irrisoria, imagino, para algunos: Estoy seguro de que este año voy a leer, empezar a leer o por lo menos comprar un volumen de los diarios de Anaïs Nin. 

Hablé sobre ese libro hace no mucho en otra entrada, y como ya lo he mencionado, como tantas veces me he repetido en este espacio, considero que uno no debe obviar esos momentos en que un libro comienza a buscarlo a uno. 

Hoy el libro se me volvió a aparecer en un artículo de María Popova. Popova habla sobre el gran tesoro que son esos diarios y de cómo Nin escribe de manera precisa sobre la vida, el amor y el arte de escribir. 

No conozco a Nin, es decir, no he leído nada de ella, novelas o historias, al contrario de cuando leí los de Woolf, por ejemplo, pero hay algo que me atrae con fuerza a sus diarios. 

Por eso hoy creo tener la certeza de comprarlos en lo que queda de este año; aunque quien sabe, como nada es absoluto, quizá mañana cambie de parecer. 

“Older people fall into rigid patterns. Curiosity, risk, 
exploration are forgotten by them.” 
- Anaïs Nin – 

Esta cita corresponde a una carta de Nin dirigida hacia hacía Leonard W. un aspirante a autor, que acogió bajo su mentoría y tiene, me parece, mucho que ver con las certezas o la fe que les tenemos.