martes, 16 de octubre de 2018

Sin filtro

Javier Hablador, a lo largo de su vida, siempre le ha hecho honor a su apellido. A cada rato está hablando, y en su hablar procura decir lo que siente y lo que piensa acerca de sus asuntos, el mundo y los demás. 

Dicha actitud le ha traído muchos problemas con conocidos y desconocidos, sobre todo los segundos, pues no entiende cómo, por más que la gente diga que quieren que les hablen con la verdad, o lo que consideran verdad, y que muchos desean que las personas sean sinceras en sus acciones y palabras, en muchas ocasiones se molestan cuando las palabras que llegan a sus oídos no son las esperadas. 

A hablador se le viene a la mente aquella ocasión en la que estuvo en una reunión de la oficina con el dueño de la compañía en la que trabaja, un judío de apellido Rimoch. Rimoch los estaba regañando por las quejas de un cliente, muy importante según él, por un servicio prestado. Hablador y sus compañeros aceptaban el regaño con la cabeza gacha, y de vez en cuando alguno hablaba, únicamente para darle la razón a Rimoch; hasta que en un momento a Hablador le pareció que lo que decía el gran jefe no era cierto, levantó la mano y dio su punto de vista. Apenas empezó a hablar, muchos de sus compañeros se llevaron las manos a la cara, esa actitud que dice en silencio: “Quédese callado”; aun así, Hablador habló, valga la redundancia, y dijo lo que pensaba. Rimoch se sulfuró un poco con su intervención, pero a la larga el asunto no pasó a mayores. 

A Hablador le gustaría tener un filtro para sus palabras, algo que las colara antes de que salieran de su boca, porque lo que ha podido comprobar, a punta de prueba y error, es que la mayoría de personas solo esperan escuchar palabras acordes a sus puntos de vista. 

Hablador a veces se pregunta si él no es un pequeño tirano, una bomba de tiempo que en algún momento va a explotar para convertirse en el próximo Hitler. Sabe la fuerza que tienen las palabras y cómo pueden destruir o edificar, pero también se pregunta si los seres humanos vienen, por defecto, con el chip de la violencia en la cabeza, si hacer daño, no solo con acciones físicas, sino con las palabras y, por qué no, el pensamiento, es algo que nos atrae, como el imán atrae la viruta. 

Hablador, también se pregunta si más bien él está defectuoso, la pieza humana que salió mal, pues como jefe de producción, sabe que es imposible que las piezas de un lote de producto salgan todas perfectas, que siempre va a haber una(s) con defectos. Se pregunta si él no es esa pieza humana, una pieza con defectos en su discurso, como ese texto que se revisa mil veces, pero que al publicarse se le encuentra un  error tipográfico. 

La idea del filtro le llama mucho la atención, pero también piensa si no sería autocensurarse, ¿acaso no se debe decir lo que se piensa?, vuelve y se pregunta. 

Igual continúa hablando, corrigiéndose, editándose. lo mejor posible.

lunes, 15 de octubre de 2018

El alma

Luis Cáceres está sentado en la sala de espera de un consultorio y no deja de mover su pierna derecha, cruzada sobre la otra, a una velocidad que no es humana. Las salas de espera, sobre todo en la que se encuentra hoy, en la que le tocó ser la casilla de Excel A126, el turno que le otorgó una máquina a la entrada del lugar; siempre lo ponen así. 

Hoy le van a sacar la sangre y Cáceres siempre les ha tenido pavor a las agujas. Su miedo no está tan relacionado al dolor, producto del pinchazo, sino que cree que por el pequeño agujero que hacen se le puede escapar el alma. 

Cáceres no sabe de dónde sacó semejante teoría; primero porque no es para nada religioso, sino uno de esos católicos apostólicos romanos en estado de hibernación desde el bautizo, y segundo porque no tiene idea alguna de si el alma existe y, de llegar a confirmarlo, qué es o qué papel juega en nuestras vidas. 

Muchas veces ha escuchado el término “palabras del alma”. “¿Es entonces un ente independiente, pero que convive con, o más bien, dentro de nosotros?”, se pregunta a cada rato. 

Aunque, como ya lo habíamos dicho, no es religioso, no ha parado de rezar por su alma desde que llegó al lugar. Reza para que no se le escape, pues supone que una vez abandona el cuerpo, es el momento en qué la muerte aprovecha para entrar en él. 

Alguna vez dio con un libro basado en hechos de la vida real, de esa vida con alma por decirlo de otra manera, en el que un médico o científico, ya no recuerda bien, decidió pesar el alma. De pronto el punto de partida del médico, para relacionarse con aquel ente extraño, era esa propiedad de los cuerpos; así que sus pruebas consistían en pesar a moribundos justo después de que exhalaran su último aliento, o bien el alma, y comparar el resultado con una medida anterior. La diferencia en peso, si existía, se podía suponer que correspondía al peso del alma de la persona. 

El recuerdo solo lo inquieta más, pues lo único que Cáceres quiere es que su alma no se le escape, que se quede dónde quiera que esté, con o sin palabras. “Turno A123”, dice una voz de mujer robótica, mientras se pone de pie y se hecha la bendición.

sábado, 13 de octubre de 2018

El libro de la vida

Ese es el título de un libro de Jiddu Krishnamurti, un filósofo y líder espiritual de de la India. El libro está compuesto por pequeñas anotaciones diarias a lo largo de un año sobre, resulta casi obvio pensarlo, la vida o lo que creemos que es eso. 

El autor me lo recomendó una amiga que está muy metida en el cuento del Yoga, y me dijo que es chévere leerlo, por la forma en que Krishnamurti aborda los temas y la manera en que cuestiona todo; así que busqué por Internet y conseguí un par de libros y artículos, pero decidí leer ese por, digamos, lo pretencioso que resulta el título. 

No es un tipo de lectura que frecuento, pero decidí darle una oportunidad, y comencé a leerlo de chorro, de corrido, como si fuera una novela con un principio y un fin, pero en un momento dejé de hacerlo de esa manera y ahora voy a él de vez en cuando; lo leo en pequeños sorbos. 

Ayer le di uno de ellos. La entrada era de finales de febrero, día en el que Krishnamurti escribió sobre las ganas que siempre tenemos de convertirnos en algo, de querer ser algo más o diferente, y dice que eso nos genera malestar, que no es bueno cargar con anhelos desesperados, pero que lo opuesto es igual de malo. 

A ver si me explico. Supongamos que uno siente codicia, y desea no sentirse de esa manera, entonces lo más lógico sería pensar: “no quiero ser codicioso”, pero el simple hecho de pensar eso, otra vez implica que estamos anhelando algo; entonces es como un círculo vicioso del que nunca salimos. 

Krishnamurti habla entonces de que lo mejor es simplemente estar atento, lo que refuerza mi teoría de que uno debería ser como una hoja muerta, que van de aquí para allá, sin ponerle tanto complique a su existencia. 

El libro de Krishnamurti tal vez también podría llamarse libro de las preguntas, porque a la larga la vida es eso, ¿no?, más preguntas que certezas.

jueves, 11 de octubre de 2018

Masoquista e irresponsable

Soy el primero en llegar y mientras espero a unos amigos, entro a una librería a quemar tiempo. Entrar a un lugar de esos sin dinero, es un acto entre masoquista e irresponsable. Lo primero porque comienza uno a antojarse de libros, y a lamentarse que no los puede comprar, y lo segundo porque a veces se derrumban esas barreras, poco fuertes, de lamentos, y se termina comprando un libro.

Exponen como novedad “Como perderlo todo”, el último libro de Ricardo Silva, que tengo ganas de leer, porque presiento que es muy bogotano que, de alguna u otra manera, tiene que ver con Bogotá, y me gustan mucho esos libros que presentan escenas en lugares que uno conoce.

Levanto el libro, lo sostengo en mis manos por un rato como si pretendiera adivinar su peso, y lo vuelvo a dejar en su lugar, solo porque está envuelto en un papel transparente, al igual que el resto. No sé, por qué hacen eso en las librerías. Los libros deberían estar disponibles para ser hojeados, estoy casi seguro de que las ventas mejorarían, debido a masoquistas e irresponsables como uno, quienes con el simple hecho de leer un par de líneas, la balanza de indecisión se inclina hacia la compra.

Camino un poco y veo la novela “Sin Remedio” de Antonio Caballero, una de las tantas que tengo en mi radar de lectura y que en algún momento estuve a punto de comprar, pero me entretuve con otro libro que me llamó la atención. Tengo entendido que es una novela muy Bogotana, una en la que la ciudad juega un papel importante en el relato.

“Vamos a comer algo primero”, es el mensaje que me rescata de mi incursión en la librería, y al que le hago caso porque tengo mucha hambre. Abandono el lugar jurando que en algún momento, en el corto plazo espero, tengo que comprar alguna de esas novelas bogotanas.

miércoles, 10 de octubre de 2018

La cocina

Siempre he pensado que la cocina, en la mayoría de los hogares, es un espacio que inspira mucha paz, un lugar donde no hay necesidad alguna de aparentar; muy diferente, por ejemplo, a los corredores, que no dejan de tener algo extraño, como si hicieran y no hicieran parte de las casas, y que a pesar de ser esa columna vertebral que conecta los diferentes espacios, no dejan de ser fríos. Que levante la mano quien diga que no siente algo de molestia cuando tiene que transitar uno, bien entrada la noche, sin nada de luz y con sonidos que se amplifican al mil por ciento. 

Hoy una amiga me recibió en su casa y comenzamos a hacer visita en su cocina. Es pequeña al igual que todo lo que contiene: horno pequeño, nevera pequeña, etc. pero quizás esa falta de opulencia es lo que hace que sea un lugar muy acogedor, un lugar en el que uno quisiera quedarse a echar globos, con una taza de café en la mano, una tarde entera, por ejemplo. No vi un radio despertador viejo, pero fijo estaba en algún rincón fuera del alcance de mi vista; otro objeto, creo, que no puede faltar en una cocina, por lo menos en una que se respete, me refiero a esas acogedoras, en las que uno se siente completo. 

Me senté en una especie de barra, pequeña, por supuesto, y mi amiga me contó, con algo de nostalgia en su voz, que ese era el lugar preferido de otra amiga con la que se dejó de hablar por un malentendido tonto; que siempre que llegaba a hacerle visita exigía que fuera en la cocina para ella poder sentarse en el bar; así llamaba a esa barra, y si uno fuerza un poco la imaginación es fácil imaginarla como tal. 

Sobre la barra había un plato con un aguacate maduro y brillante, y un racimo de bananos, algunos con manchas negras. Mi amiga se sirvió un vino y la conversación que sostuvimos fluyó sin mucho esfuerzo, hasta que comenzaron a llegar el resto de los invitados.

martes, 9 de octubre de 2018

Libros obligatorios

Hay quienes dicen que existen unas lecturas obligatorias. Ayer me llegó al correo un E-mail de Amazon promocionando un libro que lleva como título: “50 piezas maestras que tienes que leer antes de morir”. Del listado ya he leído algunas, pero no la gran mayoría y es muy probable que nunca las lea todas, pues ya sabemos que la vida no alcanza para tanto libro. 

El punto es que es que la conjugación del verbo “tener” genera mucho ruido, pues siempre he creído que uno debe leer lo que quiera, teoría que refuerza García Márquez en una nota de prensa del año 1982: 

“La verdad es que no debe haber libros obligatorios, 
libros de penitencia, y que el método saludable 
es renunciar a la lectura en la página en que se vuelva insoportable.” 
- La literatura sin dolor – 

Dicho esto y por otro lado, considero que lo que si deberían ser obligatorios, son algunos capítulos de la literatura que, por lo bien escritos que están, todo el mundo debería leerlos mínimo una vez en sus vidas. En este momento me llegan a la cabeza dos: “Las Minas de Moria” de La Comunidad del anillo, el segundo libro de la trilogía de Tolkien, que tiene un ritmo galopante y las veces que lo he leído, aunque ya sepa que va a pasar, siempre me genera angustia. 

Otro capítulo que creo que se debería leer como mínimo una vez en la vida es el 23 de Rayuela, en el que aparece el personaje de Berthé Trepat, la pianista incomprendida; capitulo que, humildemente creo y con el perdón de los expertos en Cortázar, en literatura, y/o todo aquel que crea que estoy diciendo disparates, paga todo el libro por lo hermosamente escrito. 

A la larga no deja de ser un tema de gustos personales y cada quién tendrá capítulos que de cierta forma lo han marcado, pero prefiero más esta teoría de los capítulos imprescindibles que la de los libros.

lunes, 8 de octubre de 2018

El clarinetista

No debía tener más de 30 años. Su pelo rubio y ojos azules lo delataban como europeo, ¿de qué país?, digamos Latvia solo porque me gusta como suena. 

Siempre se ubicaba al costado sur de la calle 72 entre la carreras séptima y novena. Se sentaba sobre una manta de colores en posición flor de loto, sobre la que había una pequeña cesta de mimbre para las propinas. Siempre sostenía en sus manos un clarinete negro con pintas blancas, que nunca lo escuché tocar; pero claro, yo pasaba de largo hacia la séptima entre las 5:30 y 6:00 p.m. solo con ganas de llegar a casa, y cada vez que lo veía elaboraba una teoría tras otra acerca de quién era; parecía el personaje de una fábula infantil. 

Su cara siempre mostraba tranquilidad, una tranquilidad necesaria para el caos de las grandes urbes y para poder, supongo, tocar clarinete o solo sostenerlo en sus manos, mientras nosotros, los ciudadanos, nos envejecíamos con el trajín de nuestras vidas, con nuestras rutinas. 

¿Qué hacia ahí?, ¿quién era ese hombre? La última vez que lo vi llevaba un cartón colgado al cuello, que tenía escrito con marcador rojo: "Los aportes voluntarios me sirven para financiar el viaje, gracias por tu apoyo". ¿Cuál viaje?, resulta obvio pensar que el que había hecho a Colombia, pero ¿por qué  había elegido este destino?, ¿qué carajos hacia sentado, ese hombre de Latvia, en una acera de Bogotá, por la que miles de ejecutivos encorbatados y de caras serias, pasaban por su lado sin ni siquiera determinarlo? 

Aunque evito ser un “busca conversaciones”, me arrepiento mucho de nunca haberlo abordado, de no haber cruzado un de palabras con él, un escueto “hello” acompañado de una sonrisa. 

Quién sabe cuántas historias encerraba el clarinetista, pero si algo queda claro es que no debemos dejar escapar esos personajes, mucho menos si nos gusta escribir.