martes, 23 de octubre de 2018

El reflejo


Al salir de su oficina, Ramon Suárez se dirige al paradero para esperar el bus que siempre toma, el L50, que no hace ninguna escala. Lleva las manos en la cabeza, y le gustaría llevar los pensamientos en los bolsillos. Lo primero es cierto, pues se aplica presión en las sienes para calmar un dolor de cabeza, un ronroneo molesto, no fuerte, pero constante, que lo ha acompañado toda la tarde; y por eso le gustaría sacarse los pensamientos para meterlos en los bolsillos, pues asume que son la principal causa de esa molestia. También piensa que podría botarlos en una caneca, pero luego recapacita y cae en cuenta de que es mejor tenerlos todos a la mano, reciclarlos, incluso los más tontos, porque nunca se sabe cuando los vamos a necesitar. 

Al pasar enfrenta de una vitrina con unos maniquíes que exhiben, según un mensaje que cuelga de la mano de uno de ellos, la última moda de verano, mira de reojo su reflejo en el vidrio, pues tiene miedo de encontrarse con la imagen de otro hombre, alguien que no es él, pero que de todas formas siente que lo habita. 

Trata de evitar el pensamiento, de cubrirlo con asuntos de menor importancia, como la conversación que tuvo con Raúl, su supuesto mejor compañero de la oficina, a la hora del almuerzo, sobre el clásico de fútbol entre los dos equipos de la ciudad. No es que a Suárez no le guste ese deporte, sino que no le da tanta importancia como su amigo, y le molestan los bandos, las dicotomías, que las personas tiendan hacia los extremos, por eso desde la primera vez que Raúl le pregunto de qué equipo era hincha, Suárez se la jugó, y mencionó el primero que le vino a la mente, con la fortuna de que resulto ser el equipo de su amigo. 

Parece que el pensamiento sobre su reflejo cayó en uno de los abismos de su cabeza, y Suárez lo imagina ahora en un terreno de filias movedizas, del que es imposible escapar. Sonríe. “Una preocupación menos”, piensa. 

El bus llega al paradero y, como evento extraño de la tarde, Suárez consigue un puesto desocupado en plena hora pico, un campanazo que lo alerta de que algo no anda bien, de que algo quebró la rutina; una falla cósmica, por decirlo de alguna manera. 

El bus arranca y Suárez se pierde en sus pensamientos, mientras ve pasar un edificio tras otro. Sabe que ya está cerca al paradero de su casa, pero no se molesta en alistarse; sigue sentado como si todavía le faltara un largo tramo para llegar a su destino. 

Media horas después de haber dejado atrás su paradero habitual, Suárez se pone de pie y se baja en una estación del occidente de la ciudad en la que nunca había estado, y comienza a andar sin un rumbo fijo. Luego de una hora de caminata, ya cansado, ve un conjunto de apartamentos y entra en él. El portero que le abre la puerta lo saluda afectuosamente y le pregunta por el clásico, que si lo vio y que cómo le pareció la actuación de Roncancio, el número 10 de uno de los equipos. Suárez utiliza uno de los lugares comunes con los que siempre le responde a Raúl y sigue de largo. Toma el ascensor y sube hasta el piso 10. Al llegar a él, las puertas se abren en un corredor extenso. Suárez sale y camina hasta el apartamento con el número 1012, saca las llaves y las mete la cerradura, les da tres vueltas y la puerta se abre. Una niña pequeña y rubia sale corriendo de la nada y le abraza las piernas. 

En el ambiente flota un olor intenso a comida: pollo con papas al tomate, uno de sus platos preferidos. Al rato sale una mujer de la cocina, se acerca a él y le da un beso en la boca. Suárez siente que es y no es él; una parte de su ser le exige que salga corriendo ya mismo de ese lugar, que se aleje de esa fantasía con tintes de pesadilla, y que busque el camino de regreso a su vida habitual, pero la otra, la de ese otro yo que lo habita, lo invita a que se descalce, a que busque sus pantuflas en el baño y que se entregue a esa nueva vida. Suárez se deja llevar por esta última, y es así que cruza la puerta que su reflejo le ha abierto.

lunes, 22 de octubre de 2018

Niveles de inspiración

He leído y oído decir a a varias personas, que no son productivos si no trabajan en un café; que es solo en esos lugares donde la creatividad se les dispara, se inspiran, y dónde son muy eficientes. Hoy escribo estas palabras, no desde un cómodo café, con un capuchino espumoso y una porción de torta con crema y algunos trozos de fruta de color rojo, que maridan mis palabras, más unas notas de jazz o música chillout de fondo, sino desde una plazoleta de comidas muy desocupada, mientras un radio de “Thaimex”, así es el nombre del local, deja escapar “La Flaca” por su parlante.

También lo hago porque para la clase que tengo en hora y media necesito computador, de lo contrario, mí portátil seguiría en casa, porque no me gusta sacarlo de ella.

Ahora que he escrito estás pocas palabras, no siento que escribir fuera de mi casa me esté inspirando, claro que debe ser porque no estoy en un café, sino en una plazoleta de comidas, lugar que, imagino, debe tener un nivel de inspiración inferior al de los cafés. 

Dos hombres de una mesa cercana se saludan, comienzan a hablar; uno le cuenta al otro que se acaba de cuadrar; “ ¿Y qué tal?”, le pregunta el otro. “Bien, es la mujer que siempre había buscado”, responde su amigo. 

“Pero usted si va en serio?, si uno se mete en una relación después de los 30 es porque considera que la cosa puede ir en serio, ¿no cree?”, concluye el primero.

Empiezo a creer que la inspiración en este lugar me puede llegar más de ponerle atención a onversaciones ajenas, que por el lugar per se. De tarea me queda ir a escribir a un café, para ver que es lo que tanto le atribuyen a esos lugares, por el momento juzguen ustedes mi nivel de inspiración.

“Yo me pregunto, ¿para que sirven las guerras?…”, suena ahora en el radio de Thaimex.

sábado, 20 de octubre de 2018

Mirar bien

Hace Unos días pensé en escribir sobre imágenes a lo largo del día que me hubieran llamado la atención; hacer una recopílación escrita de ellas: Un vendedor ambulante con la mirada perdida en un punto fijo, alguien pelando una mandarina y llevándose un casquito a la boca, una pareja de novios besándose, un niño pequeño haciendo una pataleta, un hombre sacándole la mano un bus, un grupo de amigos que caminan, entre risas, por una acera un viernes, justo después de haber terminado la jornada laboral; en fin, las que fueran.

Ahora que me siento a escribir, intento recordar algunas del día de ayer, pero es como si se hubieran borrado de mi memoria, ¿qué hice ayer?, ¿qué ocupó tanto mi mente que no puedo recordar esas imágenes? Imágenes que en principio parecen insulsas, pero estoy seguro de que encierran mucho más de lo que los ojos pueden llegar a ver. Imágenes sobre las que se podrían escribir novelas y sagas enteras, solo que no he aprendido a mirar bien.

Creo tener claro la causa de no recordar nada; seguro que las imágenes que, por una u otra razón, me llamaron la atención, están almacenadas en los archivos temporales de mí cabeza, y quién sabe cada cuanto se elimina esa carpeta, es decir, de qué manera el cerebro decide qué olvidar y que no.

No recuerdo esas imágenes, pues supongo que el cerebro decide prestarle atención a esos asuntos que cada uno denomina “importantes”, esos que llenan de angustia nuestros días y  que, poco a poco, nos envejecen, dejando de lado esos otros que supuestamente no aportan nada, como esas imágenes, al parecer, aleatorias de las que les hablo, pero que seguro tienen que ver entre sí, pero vuelvo y repito no he aprendido a mirar bien. 

Y si no he aprendido a hacerlo, entonces deboregistrar lo que miro de alguna manera. He ahí el error que cometí: no apuntar en mi libreta una palabra, una frase, que me ayudara a recordar cada imagen. 

Imágenes que pueden contener las respuestas que cada uno está buscando, porque las preguntas, bien sabemos, nos sobran.

jueves, 18 de octubre de 2018

Campanas de casualidad

Humberto Eco hablaba de una antibiblioteca, refiriéndose a libros que se tienen pero que no se han leído y que quizá nunca se van a leer. La biblioteca del escritor contaba con 30.000 libros, sin tener en cuenta los 20.000 que tenía en su casa de campo. 

Yo creo que de esa antibiblioteca también hacen parte los libros que tenemos muchas ganas de leer y que aún no compramos porque, a veces, solo a veces, nos pesa en la consciencia gastar más dinero en libros, si todavía tenemos unos sin leer y otros sin abrir, y también aquellos que de una u otra forma la vida nos los tiene destinados, pero que aún no han encontrado el camino hacia nosotros. 

Hace poco cayó en mis manos por cuestiones de serendipia, casualidad, destino, o en forma de señal, aunque poco creo en ellas, la novela "Por quién doblan las campanas" de Hemingway. 

Hace un tiempo me quise leer una novela que tuviera que ver con la guerra civil española, y por eso me compré “Las tres bodas de Manolita” de Almudena Grandes, ambientada en Madrid, justo después de que finalizó ese episodio bélico. 

Del escritor estadounidense, solo he leído “Fiesta”; una recomendación de una mujer que conocí en una noche de fiesta hace muchos años, antes de que ambos le prestáramos más atención al trago que a nuestra conversación sobre literatura. 

García Márquez quien era un gran fan de Hemingway, lo menciona frecuentemente en sus notas de prensa, y desde que las estoy leyendo, me dieron ganas de leer nuevamente al escritor norteamericano. 

Es así entonces que suenan las campanas de la casualidad en mi vida y me encuentro con esa novela, fruto de su estadía como corresponsal de guerra, para el periódico Alliance, en España en el año 1937.

A partir de hoy la novela dejará de pertenecer a mi antibiblioteca.

miércoles, 17 de octubre de 2018

El viejo

Ahí está el viejo sentado, recostado contra el muro de piedra de una gran mansión, mientras ve pasar los carros por una avenida principal. Su pelo, que más bien parece unos alambres blancos y negros retorcidos, enredados y llenos de polvo, es largo. También lleva una barba poblada; quién sabe desde hace cuánto tiempo se la deja crecer. 

Está envuelto en una manta gris vieja, con rayas negras, que en algún momento debió ser blanca, y que solo deja descubiertos su cabeza y sus pies. Hace frío y el viento sopla fuerte, lo que hace que algunos alambres de pelo caigan sobre su cara; el viejo los deja ahí por un rato hasta que decide quitarlos con una mano con desgano. 

Ahora llovizna y la gente camina apresurada, con las manos en los bolsillos y ligeramente inclinados hacia adelante, pero al viejo, a diferencia de los transeúntes, no le importa la lluvia, el agua; no le importa mojarse. 

No se preocupa en pedir dinero ni comida; solo está ahí sentado como en una actitud zen. Habla, murmura algo, parece que sostuviera un diálogo con alguien, quizá con unas voces dentro de su cabeza que lo acompañan día y noche. 

Las personas que caminan cerca describen una semicircunferencia para pasarlo de largo; su olor no debe ser agradable, pero esto al viejo le importa poco o nada. Sigue hablando solo y ahora se mece ligeramente de atrás hacia adelante, quizá para ganar algo de calor. 

Una señora se acerca a él y le da una bolsa. El viejo le regala una sonrisa mueca, que no dura más de un segundo. Cuando la mujer está lejos, el viejo inspecciona la bolsa, pero no le presta mucha atención a lo que contiene, y la mete debajo de esa manta gruesa que lleva encima, que ahora pesa más con el agua que absorbió. 

Ahí sigue el viejo, solo, como esperando la muerte.

martes, 16 de octubre de 2018

Sin filtro

Javier Hablador, a lo largo de su vida, siempre le ha hecho honor a su apellido. A cada rato está hablando, y en su hablar procura decir lo que siente y lo que piensa acerca de sus asuntos, el mundo y los demás. 

Dicha actitud le ha traído muchos problemas con conocidos y desconocidos, sobre todo los segundos, pues no entiende cómo, por más que la gente diga que quieren que les hablen con la verdad, o lo que consideran verdad, y que muchos desean que las personas sean sinceras en sus acciones y palabras, en muchas ocasiones se molestan cuando las palabras que llegan a sus oídos no son las esperadas. 

A hablador se le viene a la mente aquella ocasión en la que estuvo en una reunión de la oficina con el dueño de la compañía en la que trabaja, un judío de apellido Rimoch. Rimoch los estaba regañando por las quejas de un cliente, muy importante según él, por un servicio prestado. Hablador y sus compañeros aceptaban el regaño con la cabeza gacha, y de vez en cuando alguno hablaba, únicamente para darle la razón a Rimoch; hasta que en un momento a Hablador le pareció que lo que decía el gran jefe no era cierto, levantó la mano y dio su punto de vista. Apenas empezó a hablar, muchos de sus compañeros se llevaron las manos a la cara, esa actitud que dice en silencio: “Quédese callado”; aun así, Hablador habló, valga la redundancia, y dijo lo que pensaba. Rimoch se sulfuró un poco con su intervención, pero a la larga el asunto no pasó a mayores. 

A Hablador le gustaría tener un filtro para sus palabras, algo que las colara antes de que salieran de su boca, porque lo que ha podido comprobar, a punta de prueba y error, es que la mayoría de personas solo esperan escuchar palabras acordes a sus puntos de vista. 

Hablador a veces se pregunta si él no es un pequeño tirano, una bomba de tiempo que en algún momento va a explotar para convertirse en el próximo Hitler. Sabe la fuerza que tienen las palabras y cómo pueden destruir o edificar, pero también se pregunta si los seres humanos vienen, por defecto, con el chip de la violencia en la cabeza, si hacer daño, no solo con acciones físicas, sino con las palabras y, por qué no, el pensamiento, es algo que nos atrae, como el imán atrae la viruta. 

Hablador, también se pregunta si más bien él está defectuoso, la pieza humana que salió mal, pues como jefe de producción, sabe que es imposible que las piezas de un lote de producto salgan todas perfectas, que siempre va a haber una(s) con defectos. Se pregunta si él no es esa pieza humana, una pieza con defectos en su discurso, como ese texto que se revisa mil veces, pero que al publicarse se le encuentra un  error tipográfico. 

La idea del filtro le llama mucho la atención, pero también piensa si no sería autocensurarse, ¿acaso no se debe decir lo que se piensa?, vuelve y se pregunta. 

Igual continúa hablando, corrigiéndose, editándose. lo mejor posible.

lunes, 15 de octubre de 2018

El alma

Luis Cáceres está sentado en la sala de espera de un consultorio y no deja de mover su pierna derecha, cruzada sobre la otra, a una velocidad que no es humana. Las salas de espera, sobre todo en la que se encuentra hoy, en la que le tocó ser la casilla de Excel A126, el turno que le otorgó una máquina a la entrada del lugar; siempre lo ponen así. 

Hoy le van a sacar la sangre y Cáceres siempre les ha tenido pavor a las agujas. Su miedo no está tan relacionado al dolor, producto del pinchazo, sino que cree que por el pequeño agujero que hacen se le puede escapar el alma. 

Cáceres no sabe de dónde sacó semejante teoría; primero porque no es para nada religioso, sino uno de esos católicos apostólicos romanos en estado de hibernación desde el bautizo, y segundo porque no tiene idea alguna de si el alma existe y, de llegar a confirmarlo, qué es o qué papel juega en nuestras vidas. 

Muchas veces ha escuchado el término “palabras del alma”. “¿Es entonces un ente independiente, pero que convive con, o más bien, dentro de nosotros?”, se pregunta a cada rato. 

Aunque, como ya lo habíamos dicho, no es religioso, no ha parado de rezar por su alma desde que llegó al lugar. Reza para que no se le escape, pues supone que una vez abandona el cuerpo, es el momento en qué la muerte aprovecha para entrar en él. 

Alguna vez dio con un libro basado en hechos de la vida real, de esa vida con alma por decirlo de otra manera, en el que un médico o científico, ya no recuerda bien, decidió pesar el alma. De pronto el punto de partida del médico, para relacionarse con aquel ente extraño, era esa propiedad de los cuerpos; así que sus pruebas consistían en pesar a moribundos justo después de que exhalaran su último aliento, o bien el alma, y comparar el resultado con una medida anterior. La diferencia en peso, si existía, se podía suponer que correspondía al peso del alma de la persona. 

El recuerdo solo lo inquieta más, pues lo único que Cáceres quiere es que su alma no se le escape, que se quede dónde quiera que esté, con o sin palabras. “Turno A123”, dice una voz de mujer robótica, mientras se pone de pie y se hecha la bendición.